12

AL abrir los ojos y enfocar la vista, Dora se dio cuenta de que debía de ser bastante tarde. Había dormido un montón de horas y, lo que era más importante, de un tirón.

Se estiró en la cama para desentumecerse un poco y que sus biorritmos fueran recuperando la normalidad.

No podía determinar qué hora era, así que estiró el brazo y cogió su reloj.

Parpadeó incrédula ante lo que marcaba y, para asegurarse, miró de nuevo, dándose cuenta de que sus ojos no la engañaban.

—¡Joder! —exclamó, al ver que eran las doce del mediodía.

Hacía siglos que no se pasaba toda la mañana en la cama, pero es lo que tienen las noches de borrachera, el cuerpo necesita más tiempo para recargar baterías.

Se volvió y vio a Ian tumbado boca arriba, durmiendo a pierna suelta.

Menos mal que las cortinas estaban corridas, así si él se despertaba no le vería la cara, que a buen seguro reflejaba los excesos de la noche anterior.

Se quedó en la cama unos minutos, tumbada boca arriba, agradeciendo que antes de dormirse su ropa hubiese desaparecido, pues ya estaba bien de aguantar bragas incómodas.

Se levantó para ir al aseo y ocuparse de sus necesidades. Procuró no mirarse en el espejo, sin embargo, lo hizo y, la verdad, no daba tanto asco como esperaba. Así que se lavó los dientes y la cara y como su cabeza no estaba para más, regresó a la cama.

Se inclinó sobre Ian para comprobar si respiraba, ya que ni se había movido.

En ese instante recordó la parte más interesante de lo ocurrido hacía unas horas, el increíble momento en que él se había ocupado de relajarla, sin tener en cuenta sus propias necesidades, porque estaba segura de que se había empalmado.

¿Y si…?

Cambió de postura colocándose de tal forma que si terminaba por seguir sus impulsos tuviera fácil acceso al cuerpo de Ian. Atreverse o no era la cuestión a considerar, pues tenía agallas suficientes, lo que no tenía claro era si a él le molestaría, ya que, según sus propias palabras, «aquello no funcionaba».

—Chorradas —murmuró, decidida a seguir adelante.

Se colocó de rodillas a un costado y quitó de en medio el primer obstáculo, la sábana. Durante unos segundos, se quedó admirándolo como una tontaina. Ian no era uno de esos hombres que destacan por un rasgo en concreto. No era rubio, no tenía los ojos azules, ni mucho menos el porte de un dios griego estereotipado de novela. No, era la suma de pequeños detalles lo que lo hacía irresistible, su cabello castaño sensiblemente despeinado, su mirada burlona, su aspecto de chico malo ya crecidito y, especialmente, su actitud despreocupada; sin olvidar, cómo no, su curiosa forma de ver algunas cosas.

Se mantenía en forma, bien, aún conservaba el pelo y todavía no le había aparecido la barriga cervecera, por lo que seguramente había unas cuantas mujeres a la puerta de su casa esperándolo.

Se dejó de descripciones que no llegaban a ninguna parte, pues teniéndolo delante podía archivar todos los detalles en su memoria.

Ahora debía concentrarse y para ello salvar un nuevo obstáculo, sus bóxers rojos. Al meterle mano, se acordó de la escenita de la noche anterior y sonrió; guardaría esas bragas como un recuerdo inolvidable.

Apartó la tela lo suficiente como para liberarle el pene, ahora en reposo. No le retiró el calzoncillo todo lo que hubiera querido, pues no quería alertarle, y se pasó la lengua por los labios para humedecérselos, antes de doblarse y tocarlo con ellos.

Ian protestó, gruñó o lo que fuera al notar que lo tocaban, pero debía de estar aún dormido, pues no la apartó. Dora se lo metió en la boca y con las manos fue acompasando sus movimientos bucales de tal forma que poco a poco él se fue endureciendo.

Animada por su respuesta inconsciente, continuó succionando de tal forma que a los pocos minutos estaba totalmente erecto.

Primera parte de su improvisado plan superada, por lo que ahora debía continuar y llegar hasta el final.

—Pero ¿qué cojones…? —protestó Ian, extendiendo el brazo hacia su entrepierna, sorprendiéndose al encontrarse allí la suavidad de una melena.

Dora sonrió, por fin el bello durmiente volvía a la vida, aunque por los gruñidos, los movimientos y demás no parecía muy contento con sus esfuerzos por darle un buen despertar; cualquier otro estaría encantado.

—¿Qué haces? —preguntó él, intentando apartarla.

No porque aquello fuera desagradable, ¡joder!, ¿cómo iba a serlo?, sino por lo que podía suponer en su contra.

—¿No lo adivinas? —bromeó ella, impregnando sus palabras de un tono seductor y levantando un instante la vista para ver si estaba realmente tan enfadado.

—Mi polla parece que sí, pero yo no lo tengo tan claro —contestó Ian, suspirando.

No podía permitírselo.

Dora, en vez de forzar la máquina, gateó hasta colocarse junto a él, eso sí, sin dejar de masturbarlo, ahora sólo con la mano, mientras se acercaba a su oído para estimularlo de otra forma mucho más explícita.

—Ian… —jadeó junto a su oreja, lamiéndosela y provocándole escalofríos al tiempo que su mano se movía rítmicamente sobre su erección—, voy a conseguir que te corras… que explotes, que te vuelvas loco, que jadees y respires entrecortadamente…

Él no quería poner en duda sus afirmaciones, especialmente con aquella sugerente voz que empleaba para animarlo.

Miró hacia abajo y debería dar saltos de alegría al ver las joyas de la corona brillando de nuevo, aunque, dados los antecedentes, aquello podía ser sólo una ilusión óptica.

—Voy a ocuparme de ti —continuó Dora con aquella voz de línea erótica—, con mis manos… —Le apretó la erección, sobresaltándolo, y, para continuar, añadió—: Con mi boca. —Expulsó las palabras junto con su aliento, para que aquello fuera a más.

—No es por desanimarte, pero… —apuntó él, intentando que aquello no sonara a queja, aunque era el primer interesado en seguir adelante.

Lo cierto era que ella sabía muy bien cómo tocarlo, nada de movimientos bruscos, casi sacudidas que lo dejan a uno frío. Lo envolvía con su mano, alternando suaves pasadas con la presión que ejercía con el pulgar sobre su glande.

De repente, Dora lo soltó, haciendo sonar todas las alarmas, pero su disgusto duró apenas unos segundos, los que ella tardó en llevarse la palma a la lengua y humedecérsela para que la lubricación ayudara a que la mano se deslizase mucho mejor.

—Voy a disfrutar hasta el último segundo viéndote, observando tu excitación… tu polla entrando y saliendo de mi boca… —prosiguió Dora, lamiéndole la piel del cuello mientras se iba deslizando hacia abajo para pasar del dicho al hecho.

—¿No quieres desayunar primero? —preguntó Ian medio en broma, gimiendo cuando se acomodó entre sus muslos, a cuatro patas, y con sus dos preciosas tetas colgando delante de sus ojos. Por puro impulso, él extendió el brazo y la tocó.

—No —lo reprendió ella, privándolo de parte de su anatomía—. Y sí, tienes razón, voy a desayunar ahora mismo —indicó, antes de separar los labios y acogerlo en su boca.

Se dedicó a ir tentando cada milímetro con la lengua, empezando por la sensible punta y recorriendo cada pliegue, logrando con ello sensibilizarlo al máximo antes de metérselo hasta el fondo.

—¡Joder! —exclamó él.

No debería sorprenderse de las habilidades de Dora, ya las había disfrutado, y mucho, en el pasado, aun así su dedicación, cómo aplicaba la presión justa, cómo buscaba puntos que otras pasaban por alto, cómo gemía, dando muestras de que suponía un gran placer también para ella.

—Mira cómo entra y sale de mi boca… —lo animó a mirar, levantando la vista para ver su expresión; no iba mal encaminada.

—Ya me he dado cuenta de ese detalle —gimió Ian, apretando los dientes.

«Concéntrate —se dijo—, no puedes decir tonterías en momentos como éste.»

Dora continuó su asalto en toda regla. Para ello, abandonó su pene y bajó un poco más para lamerle los testículos, arañándoselos suavemente con los dientes, aportando un estímulo mayor a todo aquello.

Pero quedaba la traca final. No quería repetirse y como tenía entre manos un caso especial, decidió dar su mejor repertorio, aun sabiendo que muchos hombres se negarían en redondo a aceptar que los penetraran.

Ella no se lo pensó, se humedeció el dedo meñique para, una vez que acogió de nuevo su polla en la boca, estimularle la zona anal.

—¡Dora! —exclamó Ian, intentado apartarse. Como decía siempre: por ahí, ni el pelo de una gamba.

—¿Mmmm?

Ella no iba a ceder así como así, por lo que, lamiéndolo sonora y certeramente, prosiguió tentándolo con el meñique hasta introducir la punta.

Él se arqueó, totalmente tenso, tapándose los ojos con el brazo y respirando de forma salvaje. No podía controlar las reacciones de su cuerpo, pues éste iba por libre, sin duda encantado con las ladinas atenciones que ella le prodigaba, pues no se explicaba cómo podía permitirle algo así.

—Noto que estás cerca —susurró Dora—, vas a correrte… Y yo voy a quedarme hasta con la última gota…

—Vas a matarme…

—No, sólo voy a hacerte la mamada de tu vida —lo contradijo, retomando sus lametones.

Ian gruñó, se retorció y terminó por agarrarla del pelo con más fuerza de la necesaria. Ella no se quejó y continuó succionándolo. Además de tirarle del pelo, él empezó a embestir, ya sin control alguno, hasta que gritó.

Un grito de desesperación, casi de agonía, cuando notó la última de las señales antes de eyacular en su boca. Dora aguantó la fuerza y la presión, saboreándolo y sin apartarse en ningún momento.

Ian se relajó y se pasó las manos por la cara, algo avergonzado de la brutalidad, de la agresividad con que se había comportado en los últimos momentos, pero es que, joder, su cuerpo no atendía a razones.

—Lo siento —masculló.

Dora se incorporó y gateó hasta quedar a su altura, relamiéndose de forma obscena para que él sacara sus propias conclusiones.

—¿Por qué lo sientes? —le preguntó, arqueando una ceja.

Era una de las cosas por las que cogerle cariño a Ian resultaba tan fácil, siempre se mostraba así, sincero, natural.

—Joder, ¿tú qué crees?

—Si lo dices por esa tontería de la disfunción eréctil, déjame que te lo repita, es una solemne chorrada.

—Si crees que me lo he inventado…

—Lo que creo, machote, es que tú, como todos los hombres, eres tonto hasta decir basta.

—Vaya, lo que me faltaba por oír.

—Mira, yo creo que un día tuviste un gatillazo y has hecho una montaña de un grano de arena, pero es que a vosotros cualquier cosa que afecte a vuestra polla os nubla la mente, sois incapaces de ver más allá de la realidad.

—Que conste que no es moco de pavo eso de ver cómo no se levanta…

—Vale, lo que tú digas —dijo ella, negando con la cabeza. No tenía sentido darle más vueltas.

Ian miró su reloj y arqueó una ceja.

—Joder, no sé si invitarte a desayunar o a comer.

—Yo ya he desayunado —respondió Dora, levantándose de la cama y paseándose por la habitación desnuda.

—¿Cómo?

Ella se relamió.

—Siempre que puedo me tomo un «Actimel». —Movió las cejas sugestivamente—. Es bueno para las defensas.