13
IAN sonrió como un tonto, pero como un tonto complacido, tras escuchar el eufemismo. Y, decidido a afrontar lo que restaba del día de una forma positiva, saltó de la cama y se metió en el baño tras Dora, que rara vez cerraba con pestillo.
La encontró llenando la bañera y entonces se dio cuenta de que llevaban allí demasiado tiempo sin haber utilizado el jacuzzi.
—Un error imperdonable…
—¿Cómo dices? —inquirió ella.
—Perdona, estaba pensando en voz alta. —Al ver su cara de incomprensión, añadió—: Me refería al jacuzzi. Es un descuido que vamos a corregir ahora mismo, por lo que veo.
Dora puso cara de inocente y empezó a trastear por el cuarto de baño, ya que, según comentó, siempre utilizaba sus propios productos de higiene y no iba a usar los del hotel.
A él le daba exactamente igual, pues estaba más que acostumbrado a usar lo que le proporcionaban los hoteles sin preocuparse; ya tenía demasiadas cosas en las que pensar como para leerse la etiqueta del gel de baño.
Ella no dijo nada cuando Ian, como si estuviera en su casa, levantó la tapa del retrete y se ocupó de cambiarle el agua al canario, totalmente ajeno a su presencia. Tampoco iba a escandalizarse a esas alturas por algo así.
Cuando la bañera estuvo preparada, abrió uno de sus frascos y vertió el contenido, con lo que automáticamente el baño olió a vainilla.
—Joder, si me meto ahí voy a oler como las natillas caseras —bromeó él, acercándose, pues viéndola tan tentadora y rodeada de burbujas, se hubiera metido hasta en agua sucia.
—No digas bobadas —le advirtió Dora sonriendo.
Oh, todos los hombres se mostraban igual de recelosos con los productos cosméticos.
Ian cerró los ojos y una vez dentro del agua comenzó a relajarse. Allí se estaba en la gloria, sin otra cosa que hacer que dejar que las burbujas le acariciaran las pelotas. Miró a Dora de soslayo y vio que ella también se relajaba.
Interrumpir el cómodo silencio era absurdo, así que se quedaron callados.
A ella le hubiera gustado tener el valor de contarle por qué había acabado allí, pero le resultaría muy difícil hacerlo, pues Ian conocía al implicado y por tanto no sería del todo imparcial, amén de la vergüenza.
Además, sería una estupidez estropear el momento tan estupendo que estaban compartiendo, por lo que, como siempre, se las apañaría sola. No sería la primera ni la última vez que aguantaba lo que fuera sin contar con nadie.
A pesar de lo estupendo del baño, el agua se enfriaba y él fue el primero en reaccionar. Se levantó y le mostró el trasero tranquilamente mientras salía del jacuzzi e iba a buscar toallas para ambos.
Esperó cual sirviente sumiso a que ella apareciera de entre las aguas, la envolvió en la mullida toalla y, sin poder evitarlo, se inclinó para besarla en un hombro.
Dora, coqueta, parpadeó inocentemente. Sólo le faltaba ruborizarse para dar el pego de chica tímida.
Compartir el baño con un hombre nunca es fácil, pero se las arreglaron. Ella se sentó en un taburete y empezó a untarse con crema, mientras Ian se acercaba al lavabo y sacaba sus útiles de afeitar.
La miró de soslayo. Joder, hasta dándose crema resultaba sexy; cómo levantaba las piernas, cómo se masajeaba la piel, cómo se la extendía sobre las tetas…
Se concentró en el espejo, porque si no iba a terminar con complejo de mirón y agitó el bote de espuma para embadurnarse la cara.
Era imposible obviar a Dora ocupándose de su piel, así que, sin querer, se le iban los ojos, pero con más esfuerzo del requerido, terminó afeitándose sin salir muy perjudicado; claro que ese final coincidió «casualmente» cuando ella cerró el frasco de body milk.
Él cogió su loción para después del afeitado y, cuando estaba a punto de verterse un poco en la palma de la mano, ella se lo arrebató y frunció el cejo.
—¿Estás loco?
—¿Perdón? —preguntó Ian sin comprender.
—¿Has leído la composición de esto?
Agitó el envase delante de sus narices como si fuera poco menos que una sustancia ilegal.
—Loción para después del afeitado —replicó, poniendo los ojos en blanco.
—¡Tiene alcohol! —le gritó ella, tratándolo como a un gilipollas al mostrarle lo que para ella era evidente.
—¡No pienso bebérmelo! —la imitó Ian, exagerando todavía más.
Dora negó con la cabeza y se despistó momentáneamente al verlo con el pecho húmedo, la toalla enrollada a la cintura y los brazos en jarras, inclinándose hacia ella; no obstante, recuperó en seguida su actitud guerrera.
—Pues seguramente eso le sentaría mejor a tu piel.
Y, para desconcertarlo ya del todo, quitó el tapón y tiró el contenido por el desagüe.
—¿Qué coño haces? —preguntó él, tan estupefacto que no había sitio para el enfado, sólo quería averiguar el motivo de aquel despropósito.
—Proteger tu cutis —le respondió Dora muy ufana y se dio la vuelta para acercarse a su neceser y rebuscar en él.
Ni siquiera la panorámica de su culo en pompa lo distrajo esta vez, pues a saber qué se proponía aquella mujer ahora.
Se cruzó de brazos y esperó a que lo sorprendiera con lo que fuera que tuviera en mente.
Ella se volvió con un tarro y una cinta color rosa chicle en las manos.
—Siéntate —le ordenó, señalando el taburete.
—Me das miedo —masculló Ian, obedeciendo cual corderito. Se sentó y Dora le pasó la cinta por la cabeza y después se la colocó sujetándole el pelo—. ¿Es necesario? —preguntó él, señalando el ridículo accesorio.
—No quiero mancharte el pelo —le explicó, situándose entre sus piernas.
Quitó la tapa y cogió una buena cantidad de producto. Luego procedió a ponerle pequeñas cantidades de crema por las diferentes partes del rostro y, con la yema de los dedos, se la extendió por toda la cara, dándole un relajante masaje en círculos.
—Tienes que cuidar más tu piel —murmuró, mientras se afanaba en hacerlo ella—, ya empiezan a marcarse arrugas y si no utilizas buenos productos se te quedará el cutis reseco.
—Ya, claro —respondió él, pensando que si a ella le hacía gracia hacer aquello, no iba a impedírselo, pero que ni loco haría algo así por su cuenta.
Tenía que estar de lo más ridículo, allí sentado, con una cinta rosa en el pelo y una tía en pelotas frotándole la cara.
Para equilibrar un poco la balanza, levantó las manos y se las puso en su culo. Dora no protestó y procedió a tocarla de forma distraída. Puede que aquello de las cremitas fuera una estupidez, pero lo cierto es que ella tenía un culo extremadamente suave.
—Todas las noches, antes de acostarte, deberías utilizar una crema especial para pieles secas como la tuya, además, con el afeitado se irrita mucho más —le informó como una profesional.
—Lo que tú digas —respondió distraído; con lo que tenía entre manos todo lo demás carecía de importancia.
Dora, que no tenía un pelo de tonta, se dio perfecta cuenta de que él no le prestaba atención, pero era un hombre y ante ciertos estímulos no podía elegir.
Lo cierto es que cualquier otro no se hubiera dejado hacer todo aquello, pero Ian allí estaba, con los ojos cerrados, magreándole el culo y sonriendo con cara de bobalicón.
Era jodidamente encantador.
Y le deseaba.
Con rapidez, le abrió la toalla y arqueó una ceja al ver que él, a la chita callando, se había animado mientras ella le daba su masaje facial.
—Tú misma —le indicó, sonriéndole inocentemente.
Ni de coña iba a pedirle perdón por reaccionar así y que constase que se había contenido bastante mientras ella le restregaba las tetas por el morro.
Dora se mordió un labio, fingiendo indecisión, sólo por el placer de hacerle esperar, aunque tenía muy claro lo que debía hacer y cómo.
—Me encanta cuando me agarras la polla y te la metes sin que yo tenga que hacer absolutamente nada.
Se sentó a horcajadas sobre él, se acomodó y, sin perder más tiempo, cogió su erección y restregó la punta contra su clítoris, excitándolo y excitándose hasta estar lo suficientemente húmeda, cosa que no tardaría en suceder.
No estaba muy segura de si el aparentemente endeble taburete podría soportar el peso y el bamboleo de ambos en cuanto ella comenzara a moverse, pero lo cierto era que cambiar en ese momento el escenario rompería el clima, por lo que confió en que no acabaran lesionados en el frío suelo de baldosas.
Ian no dejó de sujetarla mientras ella lo utilizaba a su antojo, disfrutaba como un enano viéndola. Dora era de esas mujeres que no se contenía, tomaba lo que necesitaba y por ello siempre la admiró.
—¿Vas a tardar mucho? —preguntó, sólo para provocarla un poco más.
—Lo que yo considere oportuno —respondió ella, mordiéndole el labio al más puro estilo mujer pantera y él respondió con un buen azote en el culo.
—Ya sé que no te va esto de los azotes, pero tu culo lo estaba pidiendo a gritos —se justificó.
Dora, lejos de enfadarse, se lanzó a por su boca, besándolo de forma avasalladora y, por supuesto, él respondió a su invasión, encantado de poder saborearla completamente. Y se aplicó bastante bien, pues le encantaba la sensación de tenerla encima, dejándose dominar, pero guardando un punto rebelde mientras la besaba.
—Hace mucho que dejé de jugar con látigos —murmuró ella con su voz de línea erótica junto a su oreja—, pero si insistes, te ato a la cama y hago memoria.
—Ayúdame a decidirme —dijo Ian elevando las caderas con la intención de que su polla entrara un poco más adentro.
Dora, siguiendo su guión de chica mala, se posicionó y cayó de golpe sobre él, metiéndosela de golpe y logrando que le apretase el trasero, que seguramente terminaría con marcas, pero no le importaba lo más mínimo.
Comenzó a elevarse, despacio, dejando que sus cuerpos fueran revolucionándose poco a poco, que las sensaciones fueran creciendo a un ritmo constante hasta que los gemidos y las respiraciones de ambos se descontrolaron.
Dora, al estar encima, era quien marcaba el ritmo y, gracias a la altura del taburete, podía apoyar los pies en el suelo y coger más impulso.
—Definitivamente vas a matarme —jadeó Ian, sujetándola con fuerza con ambas manos y colaborando en los vaivenes.
Ella, completamente fuera de sí, notaba lo cerca que estaba de correrse, sólo necesitaba un último empujón para lograrlo. Se agarró un pecho y se lo ofreció para que Ian pudiera mordérselo a conciencia.
No la defraudó, pues automáticamente se inclinó para atrapar su pezón con los labios y tirar de él hasta que ella gritó. Aplicando la presión justa, Dora le respondió aún con más ímpetu e Ian sintió el preaviso de que estaba a un paso de alcanzar el orgasmo. Quiso aullar.
—¡Joder! —exclamó eufórico, apretando los dientes a la espera de que ella llegara al mismo punto que él.
No le hizo falta preguntárselo, pues ella le mordió en el hombro y gritó al correrse entre sus brazos, arrastrándolo a él.
—Deja tu habitación —le pidió, aún con la garganta seca unos instantes después.
Iba a cometer una estupidez, pero quería disfrutar durante al menos un par de días de una ilusión.