15

—¿POR qué no te has casado nunca? —disparó Ian, aplicando la ley de quien da primero, da dos veces.

Dora se lo quedó mirando, pues ésa no era la pregunta que esperaba, pese a que podía responder sin mayor problema. No obstante, no se lo pondría tan fácil.

—¿Vas a ser como mi madre e insistir en que a mi edad ya debería estar casada hace tiempo?

—No conozco a tu madre —apuntó él con expresión de «no me vaciles»—. Venga, desembucha.

Dora se limpió educadamente con la servilleta de papel y bebió un sorbo de su agua mineral mientras pensaba la respuesta.

—Estuve a punto —contestó, sosteniéndole la mirada.

Iba listo si pensaba que podía intimidarla con su actitud de periodista inquisitivo; ella había toreado en todas las plazas habidas y por haber.

En vez de continuar preguntando directamente, Ian prefirió mantenerse callado y dejar que ella solita desarrollara lo que quisiera y como quisiera. La conocía y si se mostraba excesivamente preguntón, Dora lo mandaría a paseo.

Ella, que esperaba la siguiente cuestión, no supo muy bien a qué atenerse, sin embargo, decidió que, después del tiempo transcurrido, podía hablar de ello.

—En la universidad conocí a «Don Perfecto», el marido que todas las madres quieren para sus hijas —comenzó con tono burlón—. Empezamos a salir y lo típico: él siempre se mostraba ansioso por formalizar nuestra relación, ya me entiendes, pero yo tenía veinticuatro años. ¿Quién es la loca que se casa a esa edad? Yo no, desde luego, no tenía las cosas claras, pero él insistía una y otra vez.

—Le mandaste a paseo —afirmó Ian acercándose bastante a la verdad.

—Sí y no. Al final accedí a presentárselo a mis padres y, claro, éstos se emocionaron. Mi madre no entendía por qué me costaba tanto decidirme; sin embargo, yo no terminaba de verlo claro. Faltaba algo y no sabía muy bien qué era, por lo que intenté retrasar las cosas. —Hizo una mueca—. Pero por lo visto él tenía otros planes. Yo no decía nada cuando se empecinaba en pasar tanto tiempo en casa de mis padres, hasta que luego supe por qué.

Ian observó cómo, tras hacer una pausa, desviaba la vista. Seguramente eso significaba que a pesar de querer ser fuerte, en el fondo aún la dolía. Dejó que se tomara los minutos que considerase oportunos antes de volver a hablar.

—Mi hermana mayor no tenía tantas dudas —prosiguió Dora—. Los pillé follando en el dormitorio de ella y, como imaginarás, me sentó como una patada en el culo. Inmediatamente rompí con él. Yo pensé, qué gilipollas era entonces, que me pediría perdón o algo parecido, pero no, un mes después, mi madre me dijo que mi hermana y él iban a casarse.

Se levantó y, dándole la espalda, se apoyó en la barandilla de la terraza. En ese instante, por absurdo que pareciera, Ian quiso reaccionar según un guión de cine, levantarse y abrazarla, consolándola o diciéndole las palabras adecuadas para que esos recuerdos no le causaran dolor.

Sin embargo, optó por quedarse quieto. Dora no necesita palabras complacientes.

Ella se volvió y continuó narrándole la historia.

—Como podrás suponer, los mandé a la mierda. Me negué en redondo en ser la dama de honor. ¡Hasta ahí podíamos llegar!

Ian sonrió, Dora de nuevo al ataque.

—Pero… —adoptó una expresión de «aún queda lo mejor»— tres días antes de la boda cambié de opinión. Sabía que mi hermana había estado coladita por su jefe y, sin pensármelo dos veces, hablé con él y «amablemente» le pedí que fuera mi acompañante.

«Joder —pensó Ian—, si hasta estoy orgulloso de ella.»

—¿Y? —preguntó, ansioso por saber el desenlace.

—Ni que decir tiene que me compré un vestido espectacular y que mi hermana se quedó con cara de idiota. —Hizo una pausa para crear expectación, lo cual era innecesario, pues tenía un público entregado—. El tipo no estaba nada mal y me las arreglé para que ella nos pillara follando; por supuesto, con su recién estrenado marido de la mano.

Ian aplaudió sonriente. Había que tenerlos bien puestos, además de poseer una seguridad en sí misma envidiable para ser capaz de hacer algo así.

—Mis padres se enteraron más tarde y, como era de esperar, me echaron un buen rapapolvo. —Se encogió de hombros—. Con mi hermana apenas me hablo, sólo lo imprescindible cuando coincidimos en la casa familiar, lo cual no sucede muy a menudo, ya que siempre procuro llamar antes de ir. Desde entonces, no he vuelto a caer en la tentación de mantener una relación mínimamente seria. —Ésa era una verdad a medias, pues delante tenía al único hombre por el que había dudado en mandar sus principios al garete.

Ian se puso en pie y se le acercó, no con intenciones muy loables, desde luego, pues iba decidido a tocarla lo antes posible y no precisamente para consolarla.

—¡Eh! Habíamos hecho un trato —lo reprendió ella, intentando soltarse cuando él empezó a meter la mano bajo su vestido.

—Tranquila… —jadeó Ian junto a su oreja—. Después te lo contaré todo con pelos y señales.

Acto seguido, pasó la mano bajo la fina tira de su tanga y le acarició el pubis rasurado. Experimentó una enorme satisfacción al notar cómo ella poco a poco iba humedeciéndose con sus caricias.

—¿Vamos a hacerlo aquí? —preguntó, refiriéndose a la terraza,

Si cualquier huésped levantaba la vista, los vería.

—¿Desde cuándo te importa eso? —preguntó él a su vez, sabiendo que a Dora le importaba poco menos que un pimiento.

—Puede que me haya vuelto repentinamente recatada —respondió, medio en broma para tomarle en pelo.

Eso sí, sus palabras contradecían sus actos, pues ya le estaba desatando el cordón de los pantalones blancos para poder llegar hasta su erección.

—La teoría esa de hacerte la difícil para que me excite más no funciona conmigo. Sé lo que tienes… —la penetró con un dedo—, y lo quiero ahora.

Ella arqueó una ceja ante aquel tono tan imperativo y exigente, sin embargo, poco o nada tenía que objetar cuando estaba, literalmente, en sus manos.

Sin ningún tipo de pudor, se movió contra esa mano dejando que poco a poco se calentara el ambiente, sin descuidarlo no obstante a él, pues a cada momento buscaba sus labios y lo besaba de aquella forma febril y obscena con la que tanto disfrutaba. Nada de besos tiernos, nada de delicadeza.

—Ian… —suspiró, encantada con su versión más perversa.

—Voy a follarte aquí —aseveró él, empujándola contra la barandilla, levantándole completamente el vestido y exponiendo su glorioso trasero a quien quisiera mirar—. Sin preocuparme de nada. ¿Y sabes por qué?

Dora gimió, mordiéndole la oreja. No necesitaba escuchar la explicación, era muy simple, aun así, lo conminó a que lo hiciera.

—Dime por qué.

Ian la giró de repente, dejándola de espaldas a él y le puso la mano en la parte superior de la espalda para que se inclinara y así tener su trasero a su entera disposición.

—Porque te excita… —comenzó en tono seductor, pasando un dedo entre la separación de sus nalgas—, porque te gusta ser el centro de atención… —presionó con el índice su ano, logrando que ella diera un respingo—, y porque, ¡qué cojones!, se me acaba de ocurrir —concluyó, sonriendo de oreja a oreja ante su propia ocurrencia.

—¿Lo haces sólo por mí? —preguntó Dora, empujando hacia atrás e instándole a que se dejara de explicaciones verbales—. ¡Qué detalle! —se burló, adoptando un tono condescendiente.

Recibió un buen azote en la nalga derecha y después, en esa ocasión sí, Ian pudo romperle las bragas, sin por ello poner en peligro su mandíbula.

Ella se abstuvo de decirle el precio de las mismas, ya buscaría la forma de cobrarse el importe… Con toda seguridad, en su neceser encontraría alguna que otra cosilla para llevar a cabo sus fines.

Ian se bajó los pantalones y los bóxers lo imprescindible y se aseguró de que el vestido de ella no supusiera un impedimento. Se agarró la polla con una mano y la colocó entre sus pliegues, donde procedió a frotarse con el objeto de lubricarse y, de paso, enfurecerla un poco por tan absurda espera.

Dora movía impaciente el trasero, intentando que él abandonara aquellos ridículos preliminares y, como al parecer sus indicaciones no eran tomadas en serio, metió la mano entre sus piernas hasta llegar a sus testículos, agarrándoselos de forma nada considerada. Si con ello, Ian no captaba el mensaje, apretaría un poco más.

—Impaciente… —gruñó él sin apartarse, ya que la maniobra no le causaba ningún dolor, sino todo lo contrario.

La acusación era un simple juego, pues él se encontraba en el mismo estado. Así que sin demorarlo más, empujó con fuerza, sin medias tintas, metiéndosela en un solo movimiento.

Dora se aferró la barandilla para soportar las rudas y potentes embestidas, que la dejaban sin aliento.

Crudo, primario, descontrolado, como les gustaba a los dos, sin importarles nadie más, sin bajar la vista y mirar si algún visitante los observaba. Daba igual, ese detalle carecía de importancia, pese a que como componente resultaba muy excitante en la ecuación.

—Yo me encargo de eso —dijo Ian apartándole a Dora la mano para ser él quien se ocupara de su clítoris—. Puede que incluso termine arrodillándome…

Se detuvo y salió de ella, pues no quería hablar de las posibilidades, sino practicarlas.

Le dio la vuelta, quedando frente a frente, para acercar su boca a su húmedo sexo y lamerlo concienzudamente.

—Diosss… —gimió Dora, completamente entregada.

Separó todo lo que pudo las piernas para que él pudiera acceder a todos los puntos necesitados de atención.

Ian no la defraudó, pues con su lengua lamía, recorría cada uno de sus pliegues, ahora más sensibles que nunca, proporcionándole sensaciones indescriptibles.

—Córrete en mi boca —exigió él sin apenas separar la boca de su cuerpo.

Para que su petición no cayera en saco roto, movió la mano y con los dedos empapados de sus fluidos buscó su ano e introdujo un dedo de tal forma que podía estimularla con más eficacia.

—No pares —rogó Dora, encantada y arqueándose de diferentes maneras, sin ningún tipo de inhibición, dejando que su trasero se apoyara en los barrotes de la barandilla, sintiendo el frío del metal e imaginando que alguien observaba.

Estaba muy cerca, un roce, un empujón, y alcanzaría el orgasmo. Ian se percató de ello y le dio el golpe de gracia, frotando su clítoris sin compasión hasta que ella le clavó la uñas en el cuero cabelludo.

Sin perder tiempo, se incorporó y la colocó de nuevo de espaldas para penetrarla y así buscar su propio alivio.

Lejos de quedarse inactiva, a pesar de haber encontrado su liberación, Dora comenzó a moverse con él, a contraer sus músculos vaginales para que la penetración fuera intensa.

No contenta con volverlo loco, dijo:

—Fóllame, Ian, vamos, fuerte… —le suplicó con su voz más erótica y sugerente, sin escatimar en términos, a ser posible de lo más explícitos.

—No hace falta que me lo pidas dos veces —contestó él con los dientes apretados, sin dejar de metérsela, agarrándose a sus excitantes caderas para no perder contacto.

—Me encanta sentirte dentro… —prosiguió Dora—. Más, dame más.

Ian gruñó. Joder, con aquella mujer no había lugar para las delicadezas, cosa que él siempre agradecía.

Echó la cabeza hacia atrás y sintió la primera punzada, la primera descarga antes de eyacular con fuerza.

En el último instante se retiró, por el simple placer de ver cómo su semen manchaba la piel de sus muslos.

Una perversidad como otra cualquiera.