PRÓLOGO
Frío.
Silencio.
Oscuridad.
El hálito de más de dos milenios penetra desde la galería compuesta por paredes de piedra pulida lisa. La luz de la lámpara de aceite no basta para abarcar el final del pasadizo, que se halla inmerso en una negrura impenetrable y amenazadora.
El crujir de las botas sobre el suelo húmedo y arenoso perturba el silencio milenario. A cada paso, la luz trémula de la mecha descubre un poco más de aquel lugar, que nadie ha pisado desde tiempos inmemoriales.
El intruso sigue avanzando con cautela. Y, aunque su respiración jadeante y los latidos de su corazón le recuerdan constantemente que se dirige a un terreno prohibido, se distrae un momento y se deja arrastrar por el dulce pensamiento de una fama inmortal.
No se da cuenta de que una de las baldosas cubiertas de arena que pisa cede ligeramente, y tampoco oye el chasquido que suena detrás de los muros vetustos. Una corriente de aire lo arranca de sus pensamientos y él mira hacia el nicho oscuro situado a un lado del pasadizo desde el cual, un instante después, le llegará la inexorable perdición.
Siguiendo un impulso súbito, el intruso se lanza hacia delante, al suelo de piedra, mientras las paredes de la galería parecen juntarse. Un fuerte ruido colma el aire mohoso, y él nota que ha faltado muy poco para que algo se cerrase como una cortina detrás de él. La lámpara de barro se le escapa de las manos y cae rodando, y cuando el intruso se levanta, quejumbroso, se da cuenta de que ha escapado por poco al final. Unas lanzas de hierro cubiertas de óxido, pero aún tan mortíferas como dos milenios atrás, despuntan a ambos lados del pasadizo: una trampa construida para empalar vivos a los visitantes no deseados.
—La falange macedonia —murmura el intruso.
Sabe que está en el camino correcto y, a pesar del peligro de muerte, de nuevo se apodera de él la curiosidad del investigador. Levanta la lámpara del suelo y sigue avanzando por la galería hacia las oscuras profundidades hasta que se topa con la puerta de arco de piedra.
Cinco caracteres están grabados sobre la piedra arenisca. El intruso las repasa con los dedos trémulos para estar completamente seguro.
Α Β Γ Δ Ε
Conoce el significado de esos signos y, más que nunca, se cree cerca del objetivo de su búsqueda. Cruza el arco y, mientras la galería se ensancha a su alrededor y las paredes retroceden, una gran puerta se recorta a la luz de la llama en la oscuridad.
El intruso contiene el aliento, está a punto de descubrir el secreto y de ver con sus propios ojos algo que ha estado oculto durante milenios. Atrapado en el remolino del pasado y hambriento de conocimientos científicos, de respuestas a las últimas preguntas, se acerca a la puerta; inadvertidamente lo sigue la mano que empuña el arma blanca, una silueta trémula en la pared.
En ese momento acabó la visión.
Había alcanzado a Maurice du Gard como un rayo caído del cielo en el instante más inoportuno que se pueda imaginar.
Du Gard parpadeó, le costó un momento orientarse en el presente. Para su perplejidad, se encontraba de nuevo en el escenario. Un telón púrpura se levantaba ante él como una pared; detrás pudo oír cientos de voces murmurando impacientes. A Du Gard se le antojó compararlo con una colmena, pero no eran insectos los que esperaban al otro lado del telón.
Era su público…
—Mesdames et messieurs —se oyó decir a una voz ronca que buscaba llamar la atención y que acalló súbitamente el murmullo de la sala—, el gran Maurice du Gard…
Rompieron los aplausos y el telón se abrió. Una luz estridente cegó a Du Gard, quien sabía que más allá se encontraba una multitud con ganas de sensaciones. Sabía qué esperaban de él y, con paso firme, salió del estupor que le había provocado la visión y se adentró en la luz deslumbrante de los focos.