EPÍLOGO

MONTMARTRE, PARÍS

TRES SEMANAS DESPUÉS

Maurice du Gard estaba desnudo, sentado en el borde de la cama y ocultando el rostro entre las manos. Apenas percibía el ruido que entraba por la ventana abierta y que hablaba del ajetreo nocturno que reinaba en las calles. A su lado, sobre las sábanas revueltas, se desperezaba una joven cuya larga melena pelirroja ondeaba en grandes mechones sobre la almohada. También estaba desnuda y no parecía avergonzarse lo más mínimo.

—¿Otra vez? —preguntó.

—No. —Du Gard meneó la cabeza.

—¿Quieres que me quede?

—No. Has hecho tu trabajo y ya tienes tu dinero. Ahora, lárgate.

—Como quieras. —Se levantó de la cama y se vistió con las ropas que estaban esparcidas por el suelo—. Pero un caballero elegante no le habla así a una dama, ¡que lo sepas!

—Yo no soy un caballero elegante —replicó con la voz ronca por el alcohol— y tú seguro que no eres una dama, o sea, que ahórrame las hipocresías y vete de una vez.

—Como quieras —repitió la joven.

Du Gard oyó que se alejaba con pasos cortos sobre sus tacones y que cerraba la puerta al salir. Entonces se dio cuenta de que ni siquiera le había preguntado su nombre.

Suspiró y se pasó las manos por el pelo largo, que ya empezaba a clarearle en la frente. Cuántas noches como aquella había pasado últimamente, buscando distracción…

En vano.

Había visto demasiadas cosas que lo inquietaban y que ni la absenta ni los encantos de una prostituta podían hacerle olvidar. Las imágenes de las visiones que había tenido, primero en la lejana isla de Fifia y después en la tumba de Alejandro Magno, le habían proporcionado profundos conocimientos.

Conocimientos que él nunca había pedido y que, aun así, le habían sido concedidos. Conocimientos de un futuro que era magnífico e inquietante a la vez y en el que Sarah Kincaid tenía el papel protagonista. Du Gard había descubierto conexiones turbadoras, conocía el destino de Sarah y tenía muy claro que ese saber era peligroso. Le habría encantando desprenderse de él, quitárselo como un sombrero que se compra y luego resulta incómodo de llevar. Pero su madre le había enseñado que el camino del conocimiento conducía solo en una dirección.

Su madre…

Una sonrisa melancólica se deslizó por el semblante de Du Gard mientras se levantaba, se acercaba al tocador y cogía una botella llena de un líquido con visos verdes. No se tomó la molestia de escanciar la absenta en un vaso, sino que bebió a morro con la esperanza de que el hada verde le ofreciera un poco de consuelo. Lo que vio en el espejo le repugnó: un hombre joven que parecía un anciano y que intentaba ahogar sus miedos en alcohol.

La madre de Du Gard también había tenido visiones.

En su empeño por evitar que la gente tomara decisiones equivocadas, ella no había ocultado su saber, sino que lo había hecho público, con el resultado de que la detuvieron y la juzgaron por insurrecta. Pasó el resto de sus días en una cárcel de Nueva Orleans, donde cada vez fue más incapaz de distinguir la realidad de las visiones. Murió en estado de enajenación mental, un destino que Du Gard imaginaba terrorífico y que no quería compartir de ningún modo.

Por eso guardaría para él lo que había visto y descubierto, pero buscaría respuestas.

Le habían enseñado a creer en un gran todo, en un destino superior que hablaba a través de las estrellas, de las visiones y de las cartas del tarot. Du Gard seguiría las huellas de ese destino, pero París no era el lugar adecuado. Por un lado, estaba convencido de que, antes o después, lo buscarían, y no tenía ganas de morir como Pierre Recassin. Por otro, quería estar cerca de Sarah Kincaid, porque era muy consciente de que volverían a verse.

Du Gard rio quedamente y tomó otro trago de absenta. Lo que le había explicado a Sarah era una gran mentira. Ni aquella noche en Nueva Orleans la había seducido por medios deshonestos ni la había considerado una aventura pasajera. Solo lo había dicho, en contra de sus propios sentimientos, para empujarla a separarse de él y a retirarse al apartado condado de Yorkshire donde, eso esperaba, por el momento estaría a salvo.

No había vuelto a verla después de la conversación en el Astarte. Durante una escala nocturna en las costas de Malta, donde el capitán Hulot y sus hombres habían cargado a bordo agua fresca y provisiones, Sarah desembarcó en secreto. Du Gard supo después que había regresado en un mercante a Inglaterra, y hacia allí partiría él también muy pronto.

En sus visiones, Du Gard había visto que una sombra oscura se cernía sobre la capital británica. Sucedería algo cuyas consecuencias no solo podían afectar al imperio, sino a todo el mundo, y Maurice du Gard quería estar allí cuando ocurriera.

—Londres —murmuró.

Allí estaba el futuro.