5
DIARIO PERSONAL DE SARAH KINCAID
ANOTACIÓN POSTERIOR
Al muchacho enflaquecido hasta los huesos que rescatamos del encierro en Fifia lo dejamos al cuidado del pescador, quien prometió ocuparse de él y llevarlo de vuelta a su pueblo, Kalafrana. Nunca olvidaré la mirada que el muchacho nos prodigó en el camino de regreso a la isla, y sigo preguntándome qué veía en Du Gard y en mí. Nos invitó a acompañarlo a Kalafrana, donde nos recibirían con todos los honores y nos mostrarían gratitud. Pero no aceptamos, argumentando que teníamos que regresar a Valletta, donde esperábamos un mensaje urgente.
No mentíamos, pero ni Maurice ni yo sospechábamos que el mensaje ya había llegado. A nuestro regreso a Valletta, nos esperaba un empleado de la oficina de telégrafos local para entregarnos una comunicación. El remitente era un tal Conseil, pero enseguida reconocimos en él a nuestro amigo común Jules Verne.
El mensaje de monsieur Verne era tan conciso como grato. Con suma brevedad nos comunicaba que el submarino ya se había hecho a la mar y que el capitán Hulot pensaba recibirnos a bordo en Fomm ir-Rih, una bahía apartada en la costa oeste de Malta. Aquello era mucho más de lo que podíamos esperar y, a pesar de los recientes descubrimientos y de las alarmantes novedades que habíamos conocido, respiré aliviada.
Desde entonces cuento las horas.
Nos han denegado una solicitud al gobernador británico para que nos permitiera visitar el antiguo palacio de los grandes maestres y de ese modo poder buscar indicios sobre el codicubus y su variopinta historia. Así pues, no me queda más remedio que pasar el tiempo que falta hasta la partida recorriendo las calles empinadas de Valletta, y Maurice es mi fiel acompañante, aunque no demasiado hablador. No dejo de mencionarle su conducta en la isla, pero él me esquiva. Puesto que sigue negándose a decirme qué ocurría en su última visión, solo puedo formular conjeturas, igual que para todas las preguntas todavía sin resolver.
¿Quién, especulo constantemente, es el misterioso enemigo al que nos enfrentamos y que anhela destruir los conocimientos del pasado? El encapuchado habló de raíces que se remontan a un pasado muy lejano, ¿era verdad? ¿Está realmente, como afirmó, al servicio de una organización superior? ¿O en realidad es un renegado, un solitario que probablemente ha sido arrastrado por la locura?
Todavía tengo presente el momento atroz en que distinguí el semblante del encapuchado desconocido. Aun así, sé que mis sentidos martirizados deben de haberme jugado una mala pasada, porque lo que vi no puede ser real. ¿Qué diantre, me pregunto constantemente, tiene que ver mi padre con ese individuo? ¿Está realmente a su servicio? ¿Es ese el motivo por el cual me lo ha ocultado todo?
Más que nunca ardo en deseos de llegar a Alejandría y encontrarme con mi padre. Ya no se trata solamente de salvarle la vida, sino de todo lo que me ha enseñado y de lo que me importa.
Su alma…
BAHÍA DE FOMM IR-RIH,
NOCHE DEL 4 DE JULIO DE 1882
Arrecifes altos y escabrosos, con un solo sendero angosto y tortuoso que llevaba al agua, bordeaban Fomm ir-Rih en un semicírculo amplio. Desde tierra no se divisaba la bahía. Hacia el mar, la oscuridad protegía a las dos figuras solitarias que estaban de pie en el saliente de una roca, por encima del oleaje espumoso y observando la superficie oscura del agua.
Sarah había ansiado oír el gorgoteo y el burbujeo cuando el astro rey había llegado al oeste del horizonte y, al menos había dado esa impresión, se había sumergido en las olas rutilantes. Pero el choque de elementos no se produjo y el sol, en vez de enfundarse en nubes de calima tórrida, se conformó con desaparecer silenciosamente, no sin antes incendiar el cielo. Un vivo resplandor postrero cubrió el hemisferio, desde el fulgurar rojizo anaranjado en el horizonte hasta los suaves tonos morados que se perdieron en la negrura de la noche que se cernía.
—¿Estás segura de que esta es la bahía de la que hablaba Jules en el telegrama? —preguntó Du Gard un poco receloso—. Aquí no se ve un alma por ninguna parte.
—Y esa podría ser la razón por la que el capitán Hulot se ha decidido por esta bahía como punto de encuentro —conjeturó Sarah—. Por lo que nos ha contado monsieur Verne, el capitán valora mucho la discreción y no desea hacer público su insólito invento. Por lo tanto, no es de extrañar que nos haya citado en un sitio como este.
Du Gard replicó algo incomprensible y los dos volvieron a mirar hacia el mar. El grandioso espectáculo de la naturaleza que se había celebrado en el cielo se iba apagando por momentos. La noche extendía sus alas oscuras sobre la bahía y se levantó una brisa fría. Du Gard se subió el cuello de la chaqueta y Sarah se ciñó el chal de seda. Aún llevaba el vestido de color caqui que había comprado en Valletta, un sombrero a juego y una sombrilla que en aquel momento resultaba inútil. A bordo del submarino encontrarían ropa más adecuada; Jules Verne les había comunicado que habían transportado su equipaje desde Orleans hasta Marsella y lo habían subido a bordo del submarino.
Siempre y cuando el capitán Hulot mantuviera su palabra…
El cochero que había llevado a Sarah y a Du Gard a aquella parte de la isla se sorprendió bastante cuando le indicaron que los trasladara a los arrecifes, donde no había ninguna población. Pero no hizo preguntas y, para que siguiera así, Sarah lo recompensó con una generosa propina. Si bien no sospechaba que el encapuchado aún los seguía —pensaba que después de lo que había ocurrido, los daría por muertos—, quería extremar las precauciones, sobre todo porque notaba una creciente inquietud y no conseguía desentrañar las causas.
—Regarde! —gritó de repente Du Gard—. Regarde cela…!
Sobresaltada, Sarah miró en la dirección que señalaba el adivino. En el centro de la bahía se distinguía un punto donde la superficie oscura del mar se movía. El agua borboteaba como si arrancara a hervir y, un instante después, brotó un chorro que brilló con las últimas luces del día y que a Sarah le recordó una ballena. De hecho, en el agua se dibujaron de repente unas formas que semejaban un gran animal marino, desde la cabeza fornida y el lomo imponente hasta la amplia aleta de la cola. Desde el centro de la gigantesca figura parecían observar unos ojos luminosos y, un segundo después, el coloso salió a la superficie desde las profundidades.
Lo primero que apareció fue una torreta ovalada de acero, en la que había unos ojos de buey alumbrados desde dentro, los «ojos» que Sarah y Du Gard vieron estando debajo del agua. Al cabo de un instante se hizo visible el resto de la gigantesca figura, y Sarah y su acompañante quedaron impresionados.
—C’est incredible —murmuró Du Gard.
—¡Por san Jorge…! —Se le escapó a Sarah.
El asombroso invento de Hectoire Hulot debía de medir cincuenta o sesenta metros de eslora. El casco era de acero, pero no se veía oxidado en ningún punto; las planchas parecían unidas entre de un modo casi imperceptible y formaban un cuerpo enorme muy semejante al de un pez: la proa era cónica, con una gibosidad en la parte superior que, al menos eso supuso Sarah, servía para facilitar que el submarino se inclinara en la inmersión. La sección central del sumergible, que tenía forma de ballena y se estrechaba ligeramente hacia el final, sostenía la torreta en su vasto lomo; por lo demás, el casco parecía completamente liso y no poseía ni ojos de buey ni escotillas. A cierta distancia de la torreta, más o menos donde un pez tendría las aletas pectorales, se traslucían en el agua unos timones de profundidad.
Aunque el diseño global del submarino estaba inspirado hasta el último detalle en la anatomía de un pez, en la popa se encontraba una diferencia muy llamativa entre ambos: el submarino no disponía de una aleta caudal, sino de dos, que se cruzaban perpendicularmente y parecían albergar otro timón de profundidad y una hélice.
—Alors —gruñó Du Gard a media voz—. Me pregunto si ese maldito trasto se balanceará bajo el agua…
Sarah seguía sin habla. De niña, muchas veces se había preguntado qué se sentiría al estar ante una de las maravillas técnicas que se describían en las novelas de Jules Verne. Había llegado la hora y la sensación era indescriptible, oscilaba entre la euforia y un profundo respeto.
Hechizada, no podía apartar la vista del coloso de acero que se perfilaba en el cielo que oscurecía; el agua chorreaba en un murmullo por aquella forma oronda. Se oyó un sonido metálico y al instante se distinguieron las siluetas de varios hombres en lo alto de la torreta. Descendieron por la escalerilla fijada a la pared de la torreta hasta la estrecha cubierta del submarino con una caja alargada en las manos, la dejaron en el suelo y la abrieron. Al principio Sarah no pudo ver qué sacaban, pero luego accionaron un fuelle y al momento asomó en la cubierta de proa de la nave una especie de balsa que parecía compuesta por cámaras llenas de aire.
La tiraron al agua y tres hombres subieron a bordo y remaron hacia la orilla. El mar estaba tranquilo y apenas había oleaje, de manera que llegaron sin dificultad a las rocas. Desembarcaron y un marinero con barba, vestido con un gastado uniforme gris de trabajo, se acercó a Sarah.
—¿Lady Kincaid? —preguntó escrutándola.
Sarah asintió.
—Es un placer conocerla. —El barbudo sonrió ampliamente, dejando al descubierto toda la dentadura—. El capitán Hulot les espera a bordo del barco.
—Entonces, usted no es Hulot —comentó Du Gard sin mucha agudeza.
—Pues no. —El uniformado se dirigió a él y le tendió una manaza pringada de aceite—. Me llamo Caleb. Soy el segundo de a bordo y tengo órdenes de trasladarlos al Astarte.
—¿El Astarte? —dijo Sarah sorprendida, y así eximió a Du Gard de la obligación de ensuciarse las manos.
—Es el nombre de la nave —asintió el hombre—. ¿Por qué lo pregunta?
—Por nada. —Sarah se encogió de hombros—. Bonito nombre.
—A nosotros también nos lo parece —aseguró el barbudo sonriendo, y señaló hacia la balsa con cierta torpeza—. Si me hacen el favor de subir… No muy lejos de aquí hemos avistado las luces de posición de un buque británico, y al capitán no le gusta la compañía.
—Algo nos habían contado —aseguró Sarah.
Descendió del saliente de roca con Du Gard y subió a la balsa, que realmente estaba hecha de sacos de lona embreados y llenos de aire, los cuales se mantenían unidos mediante una estructura de varillas y cuerdas. Ambos se sentaron en el estrambótico vehículo con cierto escepticismo; el segundo de a bordo y los otros dos marineros, también vestidos de gris, la sacaron de la orilla y se pusieron a remar.
El trayecto fue corto y sin más contratiempos para Du Gard gracias a que el mar estaba tranquilo y a los enérgicos golpes de remo con que Caleb y su gente hacían avanzar la balsa por las olas. Al cabo de pocos minutos alcanzaron el lomo acerado del submarino. Unas manos se extendieron hacia Sarah y su acompañante para ayudarlos a encaramarse a la cubierta, que efectivamente se alzaba en el agua como el lomo arqueado de una ballena.
Fue una sensación extraña poner los pies en el submarino. No había borda ni castillo de proa; estando en cubierta, se tenía la impresión de hallarse a merced de la fuerza del mar, lo cual no pareció gustar en absoluto a Du Gard. Solo la torreta, que se alzaba adusta en el centro del submarino, prometía un poco de seguridad. Allí condujo Caleb a los dos pasajeros y, tal como antes hicieran los marineros, Sarah y Du Gard usaron la escalerilla adosada para trepar a lo alto.
En la plataforma ovalada de la torreta, de unos tres metros de longitud y la mitad de anchura, y rodeada por una amurada que llegaba a la altura de las caderas, los esperaba un hombre al que de inmediato reconocieron como el capitán de la embarcación. Hectoire Hulot no tenía el aspecto que Sarah había imaginado: ni impresionaba por su estatura ni irradiaba el aura de misterio que ella había esperado al recordar la novela de Jules Verne. El hombre, más bien enjuto, llevaba una casaca de uniforme larga hasta las rodillas, lo cual lo hacía parecer más bajo; tenía el pelo negro y liso y lucía un mostacho bien recortado. Sus ojos rasgados reflejaron cierta alegría en su rostro al dirigir la mirada a los dos visitantes.
—Lady Kincaid y monsieur Du Gard, supongo —comentó sonriendo.
—Efectivamente —confirmó Sarah—. Y usted es el capitán Hulot, ¿verdad? Monsieur Verne nos ha hablado mucho de usted.
—Al bueno de Jules le encanta exagerar en lo que respecta a mi persona —replicó sereno el hombre de baja estatura—, quizá sea una característica de su oficio. En el fondo, solo soy un modesto inventor que intenta hacer todo lo posible dentro de sus límites.
—No sé… —opinó Du Gard, y paseó la mirada desde la cubierta de proa arqueada hasta la popa, donde la aleta caudal del Astarte sobresalía abrupta del agua—. Si he de serle franco, todo esto no me parece precisamente modesto.
—Ya se acostumbrarán —auguró Hulot sonriendo— y, cuando eso ocurra, estarán de acuerdo conmigo. —Como quien no quiere la cosa, metió la mano en el bolsillo de la casaca y sacó un reloj, que colgaba de una cadena dorada—. Ahora, apresúrense a ir bajo cubierta —apremió—. Con el precioso tiempo que ya hemos perdido, solo faltaría que poco antes de la puesta del sol nos avistara un buque de guerra británico que nos…
—¡Alarma! —gritó en ese momento el marinero que hacía guardia en la torreta y vigilaba el mar con ojos de lince—. ¡Acorazado a la vista!
—Maldita sea —soltó el capitán; se inclinó sobre la amurada y miró en la dirección que indicaba su subordinado.
Realmente podía verse la amenazadora silueta negra de un buque de guerra asomando por detrás del arrecife y deslizándose lentamente hacia la bahía. Los mástiles sin jarcias destacaban en la altura como un esqueleto de huesos, mientras la sofocante chimenea en el centro escupía nubes oscuras de humo que parecían oscurecer aún más el cielo rojizo apagado.
El semblante apacible de Hectoire Hulot se transfiguró y mostró dureza y determinación. Su figura poco aparente se irguió y su voz adoptó otro tono al dar la orden de apagar la luz del puente, que se filtraba por la escotilla de la torreta, y preparar el submarino para la inmersión.
El ambiente relajado a bordo del submarino dio paso a una actividad frenética. Todos los hombres que servían en el Astarte parecían saber con exactitud qué tenían que hacer, todas las maniobras estaban más que ensayadas.
Con una destreza audaz, unos cuantos marineros saltaron delante de Sarah por la escotilla de la torreta y se precipitaron temerariamente hacia el interior oscuro del coloso acerado, mientras los que aún permanecían en cubierta preparaban el navío para zarpar.
—Entren, por favor —instó el capitán Hulot a sus pasajeros—. No creo que esos messieurs sean muy amistosos con nos…
El resto de la frase se lo tragó un potente trueno que sacudió toda la bahía. Una nube de fuego llameó en la cubierta de proa del barco británico y, un instante después, un silbido estridente cruzaba el aire.
—¡A cubierto! —gritó Caleb, el segundo de a bordo, y antes de que Sarah y Du Gard pudieran reaccionar, unas manazas como mamotretos los agarraron y los empujaron debajo de la amurada de la torreta.
Un instante después, el sonido sibilante cesó. Se produjo un impacto con chapoteo, seguido de un bramido y un borboteo, y una lluvia incesante de agua salada cayó sobre la tripulación.
—Por poco —constató Caleb—. Impacto a popa, a solo cincuenta metros.
—Tres, cuatro intentos más y nos tienen —replicó Hulot furioso—. Hora de desaparecer…
Como para confirmar sus palabras, un nuevo cañonazo levantó su voz atronadora y, esta vez, el impacto cayó más cerca. Un torrente de agua irrumpió en la torreta y los dejó calados a todos hasta los huesos.
—Maldita sea —renegó Du Gard—, ¿y luego presumen de caballeros? ¿Dónde están los modales de tus compatriotas, Kincaid?
—Bueno —contestó Sarah airada, mientras saltaba hacia la entrada y bajaba por los travesaños de la escalerilla tan deprisa como le permitía su vestido empapado—, supongo que acaban de volverse las tornas…
—Estará usted contento, Du Gard —exclamó Hulot mientras se oía nuevamente el sordo retumbar de un cañonazo.
—¿Por qué habría de estar contento? —Du Gard se precipitó detrás de Sarah y se dio un fuerte golpe en el codo derecho.
—Bueno, hoy es 4 de julio, ¿no? Por lo que sé, los americanos suelen celebrar el día de la Independencia de su nación con fuegos artificiales.
—¿Americanos? ¿Yo soy americano? —Du Gard se alteró tanto que olvidó por completo que el codo le dolía—. Monsieur, ¡yo soy tan francés como usted! Puede que me haya criado en Estados Unidos, pero eso no cambia que…
Enmudeció al impactar el siguiente cañonazo, esta vez tan cerca que la nave sufrió una violenta sacudida. Sarah consiguió sujetarse en un puntal de acero, pero Du Gard tropezó, cayó sobre una rueda para regular válvulas y se golpeó la cabeza, con lo que se hundió en un desolado lamento.
—Tomo nota —se limitó a contestar Hulot, que había sido el último en abandonar la torreta y ahora cerraba la escotilla por dentro—. ¡Inmersión! —ordenó seguidamente con voz potente, y se oyó un gorgoteo cavernoso en el fondo del submarino, que ya se ponía en marcha lentamente.
Entonces, Sarah tuvo ocasión de mirar a su alrededor. El compartimiento donde se encontraban tenía el mismo trazado que la plataforma de la torreta; en el acero gris de todo el contorno se abrían unos ojos de buey redondos que permitían ver el exterior; en unas columnas de bronce reposaban diversos instrumentos, entre ellos un compás y un aparato que indicaba la profundidad de inmersión. La mitad delantera del puente de mando estaba ocupada por una gran rueda de timón que, a simple vista, no se diferenciaba en nada de las habituales en un barco: un timonel que, como todos los marineros del Astarte, llevaba pantalones grises y una camiseta con rayas blancas y azules, cumplía con su trabajo. En el centro, una estrecha escalera de caracol, conducía a las verdaderas entrañas del submarino, aunque de momento era bastante cuestionable que Sarah y Du Gard llegaran jamás a verlas…
El gorgoteo del fondo de la nave se incrementó y Sarah pudo ver a través de un ojo de buey que alrededor del submarino se levantaban burbujas de aire. Inundaron los tanques de lastre y, al cabo de un instante, ya no se veía la cubierta de proa del submarino. La proa descendió y, con una inclinación de treinta, cuarenta grados, el submarino se lanzó hacia las profundidades.
—¡Dios mío! —exclamó Du Gard cuando el nivel del agua alcanzó los ojos de buey, y Sarah también contuvo instintivamente el aliento.
Por un instante no vio más que espuma de agua, que al cabo de un momento dejó paso a una infinidad de color turquesa.
Los ruidos cambiaron en la nave, se volvieron súbitamente sordos y lúgubres, y dio la impresión de que las profundidades dejaban oír su voz, se hacían notar como latidos lejanos, como un borboteo suave o un gemido metálico. De nuevo se oyó una detonación, que pareció quedar a popa: el proyectil había impactado exactamente donde el submarino se encontraba hacía tan solo unos segundos… Pero el peligro parecía haber pasado…
—Pueden respirar tranquilamente —dijo el capitán Hulot sin apartar la vista del ojo de buey frontal—. El Astarte dispone de un sofisticado sistema químico que sirve para renovar el aire. No hace falta que aguanten la respiración.
—Cielo santo —exclamó Sarah, quien hasta entonces no se había dado cuenta de que realmente contenía el aliento—. ¿Estamos a salvo?
—Diría que sí. De todos modos, me disgusta que los británicos nos hayan visto: darán parte sin falta al almirantazgo de lo que han descubierto, y eso significa que tendré que ser mucho más precavido en el futuro.
—¿Cómo puede maniobrar el submarino en la oscuridad? —preguntó Sarah con la mirada clavada en el ojo de buey, al otro lado del cual imperaba una oscuridad impenetrable.
Hulot sonrió débilmente.
—En realidad, no podemos. En estos casos, navegamos guiándonos por el compás y utilizamos el mismo cauce por el que llegamos a la bahía. Intentarlo en aguas desconocidas podría ser nefasto para la nave y la tripulación.
—¿No tienen focos? —se informó Du Gard.
—Naturalmente, pero encenderlos sería tanto como enviar una invitación a los británicos para que hicieran blanco. No tienen ni idea de a qué se enfrentan, pero quieren hundirnos de todos modos… Así somos los humanos, ¿no?
—Me temo que sí —asintió Du Gard.
—Por lo tanto, seguiremos la ruta que conocemos. Tan pronto como estemos seguros de que hemos conseguido escapar de nuestros perseguidores, emergeremos y proseguiremos el viaje navegando sobre el agua para… —El capitán se interrumpió repentinamente y su semblante recuperó el buen humor del principio—. ¡Pero bueno! —exclamó—. ¿Dónde están mis modales? Bienvenida a bordo, lady Kincaid, y también usted, monsieur Du Gard. Espero que se sientan como en casa en mi submarino.
—Muchas gracias, monsieur le capitaine —contestó Sarah—. Y le pido disculpas por el retraso y por el rodeo que ha tenido que dar por nuestra culpa. No teníamos previsto venir a Malta, pero…
—La de vueltas que da la vida, ¿verdad? —dijo Hulot sonriendo satisfecho.
—Usted lo ha dicho.
—No se preocupe, lady Kincaid. Teniendo en cuenta el elevado precio que ha pagado por los pasajes, considero que esos cambios forman parte del servicio. Y llámeme por mi nombre, ya que no ostento ningún rango militar ni poseo título alguno de patrón de barco. Lo de capitaine es simplemente un tratamiento honorífico que me ha otorgado la tripulación y que me ayuda a mantener el orden a bordo, aunque detesto profundamente toda parafernalia militar.
—Con mucho gusto, capitán —replicó Sarah—, yo no quería. —De repente se oyeron quejas enérgicas procedentes del fondo de la nave y una voz vociferante que a Sarah le resultó muy familiar.
—¡… me había pasado algo así! Protesto categóricamente y exijo que me expliquen de inmediato qué significaba ese ruido infernal…
Sarah suspiró.
Hingis.
En el fragor del momento, casi se había olvidado del erudito malhumorado. Y entonces le vino a la memoria a machamartillo, como si los enigmas del pasado, los raptores encapuchados y los rabiosos disparos de la Marina Real no hubieran sido ya suficientes contratiempos…
Hulot, que notó que Sarah había mudado de expresión, no pudo reprimir una sonrisa burlona.
—Haciendo honor a la verdad, lady Kincaid, me alegro de que por fin esté a bordo. Su compañero de viaje a la larga se hace, ¿cómo expresarlo?, un poco pesado.
—Oh, sí —aseguró Sarah, mientras las quejas continuaban sin cesar en las entrañas de la embarcación—, ya me lo figuro.
Siguió al capitán hacia la escalera de caracol que conducía desde el puente hasta la sala de control del submarino. Delante de dos grandes ruedas que servían para accionar los timones de profundidad de popa y laterales, así como junto a un sinfín de válvulas y de indicadores, había hombres vestidos con uniformes grises, cuya piel pálida permitía deducir que raramente recibían la luz del sol. Debajo de las válvulas que regulaban el suministro de aire comprimido a los tanques de lastre, habían instalado una mesa estrecha, sobre la que había cartas de navegación; unos tubos de latón discurrían por debajo del techo; la sala de control, iluminada con luz eléctrica, estaba delimitada a ambos lados por mamparos macizos.
En medio de todos aquellos mecanismos perfectamente ordenados, Friedrich Hingis ofrecía un aspecto desolador. El suizo llevaba como siempre una chaqueta negra y un lazo en el cuello de la camisa, pero saltaba a la vista que las considerables temperaturas que imperaban en el interior del submarino lo habían aplastado. El cuello de su camisa, siempre blanco, estaba sucio, tenía el pelo aún más desgreñado que de costumbre y se le habían empañado los cristales de las gafas. Costaba saber si eso de debía al calor húmedo que hacía en el interior del submarino o a que Hingis bufaba como un animal salvaje.
—¡Por fin ha llegado! —gruñó al ver a Sarah, puesto que, evidentemente, no tenía ni idea de lo que habían pasado ella y Du Gard entretanto—. Tendría que habérmelo imaginado.
—¿Qué tendría que haberse imaginado? —preguntó Sarah, quien prescindió de saludarlo, igual que había hecho el acalorado erudito.
—Que no se puede confiar en las mujeres. Quedamos en que nos encontraríamos en Marsella y no se presentó nadie. Luego me hacen llegar una nota descabellada y me encuentro en un pueblo perdido en los confines del mundo y allí me obligan a subir a este… a este sarcófago de hierro.
—Monsieur —dijo Hulot en tono de advertencia—, elija sus palabras con un poco más de cuidado. El Astarte puede oírlo.
—Lo dudo —resopló Hingis, que echaba espuma de ira por la boca—. Si quiere que le diga la verdad, nos ahogaremos todos trágicamente en este maldito trasto.
—Si tanto odia el submarino, ¿por qué ha embarcado? —preguntó Du Gard, que acababa de llegar a la sala de control.
—Muy sencillo: porque no me quedó más remedio. Me cogieron la maleta con el dinero y la subieron a bordo y, por las buenas o por las malas, tuve que seguirla. Además, todavía no está todo dicho sobre este asunto. Protesto categóricamente.
—¿Por qué? —Quiso saber Sarah.
—Porque usted no me dijo nada de esto. Porque me ocultó a propósito y a sabiendas la naturaleza de este viaje.
—¿Habría cambiado algo?
—Creo que sí —dijo Hingis rechinando los dientes—. Si hubiera tenido elección, jamás habría subido voluntariamente a este vehículo. No estoy cansado de vivir y no me depara ningún placer ahogarme en el mar dentro de una caja de acero. ¡Es una locura!
—¿Y qué propone, doctor? —preguntó Sarah tranquilamente—. ¿Que nos enfrentemos a la Marina Real británica que mantiene un bloqueo en el puerto de Alejandría y que no querrá hacer una excepción con nosotros? ¿O que lo intentemos por tierra y perdamos con ello un tiempo precioso?
—Y eso sin contar con los piratas —añadió Hulot.
—¿Pi… piratas? —Sus ojos parpadearon detrás de las gafas empañadas.
—Exacto —corroboró Sarah—. Corsarios argelinos que navegan por la costa mediterránea africana y apresan todo barco indefenso. A los hombres suelen matarlos allí mismo y lanzan sus restos al mar; a las mujeres las venden en el mercado de esclavos. ¿Es esa la idea que tiene usted de una travesía segura?
Hingis los escrutó uno a uno con los ojos como platos; unas pequeñas perlas de sudor le aparecieron en el labio superior. Luego giró sobre sus talones, se fue precipitadamente de la sala de control y desapareció por la escotilla redonda en dirección a proa.
—Menos mal que lo hemos aclarado —comentó el capitán Hulot secamente—. Monsieur Caleb, ordene profundidad de telescopio. Rumbo a mar abierto.
—Entendido, monsieur le capitaine.
—Si me hace el favor de seguirme, lady Kincaid, y usted también, naturalmente, Maurice du Gard. Permítanme que les enseñe su alojamiento. El equipaje ya los espera allí… Después de este húmedo recibimiento seguramente querrán cambiarse.
—Es usted muy amable —agradeció Sarah.
—Faltaría más. —El capitán, que no se parecía en nada a la imagen de hombre raro y huraño que Sarah se había formado, sonrió—. Después me gustaría verlos en la sala de oficiales para la cena. Y, puesto que Jules me ha asegurado que ustedes dos están avezados en el arte de la discreción…
—Lo estamos —se apresuró a confirmar Sarah.
—… será un placer acompañarlos a dar una vuelta por la nave y enseñárselo todo. Seguro que arden en deseos de inspeccionar el submarino.
—Si no supone ninguna molestia…
—Se lo enseñaré todo excepto la sala de máquinas, cuyas entrañas solo nos interesan al maquinista y a mí; además, seguramente no entenderían la técnica.
—Cierto —asumió Sarah.
—Disfruten de la travesía —recomendó Hulot—. No tienen que preocuparse por nada. A pesar de los ruidos que oigan y que les resultarán extraños y un poco amenazadores, les aseguro que el submarino es un medio de transporte sumamente fiable. Buena parte del viaje la efectuaremos por la superficie, ya que esa forma de navegación es más rápida y eficaz; pero, tan pronto como el mar se encabrite y amenace tempestad, nos despediremos hacia las profundidades, donde reinan una calma y un silencio perpetuos.
—Lo sé —replicó Du Gard apesadumbrado, y miró la reducida sala plagada de tubos, válvulas y ruedas de regulación—, y eso es lo que me preocupa.
—¿En qué sentido? —se interesó el capitán.
—Las profundidades ocultan también muchos misterios —explicó el adivino con una voz que inquietó a Sarah—, y no estoy seguro de que debamos removerlos.