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DIARIO PERSONAL DE SARAH KINCAID

6 DE JULIO DE 1882

Zarpamos hace dos días.

Como el capitán Hulot nos aseguró al iniciar el viaje, a bordo del Astarte no estamos a merced de las inclemencias del tiempo y el extraño diseño de la nave se me antoja mucho más seguro que el de cualquier otro barco incluso cuando navegamos por la superficie.

Los aposentos que nos han asignado se encuentran en la parte delantera de proa y son sencillos, pero funcionales; incluso han previsto un lavamanos y un retrete. Al haber solo dos camarotes de pasajeros, Maurice du Gard y Friedrich Hingis tienen que compartir el suyo, con lo cual ambos están disgustados y ya han discutido en más de una ocasión.

Junto a los camarotes de los pasajeros se halla el del capitán, que Hectoire Hulot no solo utiliza como dormitorio, sino también como despacho. En un escritorio que cuelga del techo en el centro de la sala, descubrí dibujos y planos de objetos que no me decían nada y que el capitán no ha querido explicarnos. A pesar de la jovialidad de que hace gala, salta a la vista que al capitán no le gusta hablar de sí mismo ni de su trabajo, de manera que, con todo su carácter afable y solícito, lo rodea un aura de misterio y cada vez comprendo más lo mucho que monsieur Verne tiene que agradecer al capitán Hulot.

Al camarote del capitán lo siguen el espacioso comedor y la cocina de la embarcación, donde un cocinero llamado Zibarry ejerce su trabajo y prepara unas delicias que no habría considerado posibles en un lugar así.

El centro del sumergible está ocupado por la sala de control, sobre la que se encuentran la torreta con el puente y la salida, que también alberga las únicas escotillas con vistas al exterior que posee la nave. A menudo me detengo en ellas y, aunque mis ojos no se cansan de contemplar las maravillas de las profundidades, que suelen estar a tan solo unos palmos, los bancos de caballas grises resplandecientes, los tiburones y las rayas que se deslizan silenciosos por delante, generalmente no soporto verlos durante mucho rato. Quizá, me digo, Maurice tenía razón al advertirnos…

Más allá de la sala de control se encuentran los camarotes del segundo de a bordo y de la tripulación. Mientras que Caleb aún se aloja en una pequeña cámara con litera propia, los marineros del Astarte están mucho más apretados; su dormitorio consiste en unas hamacas colgadas entre tubos y bultos, a menudo encajadas entre provisiones que no caben en la cocina y que tienen que guardarse en las secciones de popa. Por lo que he oído, es habitual que varios marineros compartan una hamaca, que ocupan por turnos. No quiero ni imaginar lo que eso significa en cuanto a la higiene a bordo del submarino. Los fuertes olores que recorren el sumergible lo dicen todo.

La sala de máquinas, que alberga tanto la propulsión para navegar bajo el agua como las baterías para el suministro eléctrico, se encuentra en la popa de la embarcación. Todavía no he visto nunca al maquinista; lo llaman «le fantóme» y no solo porque apenas se deje ver, sino porque dicen que, de estar continuamente encerrado, tiene la piel más blanca que un cadáver.

Aunque faltaban detalles en los libros que leí de niña, ahora sé de dónde sacó monsieur Verne sus ideas. La estancia a bordo del Astarte también es una constante fuente de inspiración para mí, aunque no puede anular la preocupación que siento por mi padre y que crece hora tras hora.

9 DE JULIO DE 1882

QUINTO DÍA DE TRAVESÍA.

Ya me he acostumbrado a los crujidos y a los chirridos con que el casco del sumergible parece protestar contra la presión de las profundidades, y apenas los noto. Ahí abajo se está como aislado del mundo. Si hay guerra en la superficie o se cierne una tormenta, no se percibe nada. Nos deslizamos por las profundidades oscuras y empiezo a comprender por qué el capitán Hulot y su tripulación ya no se sienten parte del otro mundo.

No obstante, para ahorrar en baterías y componentes químicos, solo nos sumergimos si amenaza algún peligro y únicamente por unas horas. Además, en inmersión, el submarino navega a una velocidad máxima de seis nudos, mientras que sobre el agua alcanza los ocho. Puesto que las corrientes y las condiciones climáticas son propicias, el capitán Hulot nos ha prometido que llegaremos a Alejandría mañana. Cuanto más se acerca a su fin el viaje, mayor es mi inquietud.

¿Conseguiré encontrar a mi padre? ¿A tiempo? ¿Podré salvarlo del fatídico destino que lo amenaza?

Confieso abiertamente que mi confianza había sido más absoluta, pero ni las horas solitarias que paso en mi aposento ni las incesantes críticas de Friedrich Hingis contribuyen a mantenerla. Me obligo a pensar en lo que me contó un veterano sobre las últimas horas antes de la batalla de Sedán, y busco distracciones y entretenimiento como un soldado antes de entrar en combate.

Encuentro consuelo en el hombre que me ha acompañado en todos los peligros y que, a pesar de las diferencias que nos separan, se ha convertido en un amigo fiel y quizá en mucho más que eso…

MEDITERRÁNEO SUR ORIENTAL

9 DE JULIO DE 1882

El calor agobiante que imperaba en el interior del submarino casi había alcanzado la temperatura de bochorno tropical en el camarote de Sarah Kincaid. Se veían perlas de sudor sobre su piel desnuda y se oía una respiración jadeante cuando los amantes se separaron para tumbarse de lado en la estrecha litera.

Pasaron minutos sin que se pronunciara una sola palabra. El agotamiento era demasiado grande y la magia del momento demasiado fascinante para destruirla.

—Ha sido increíble —susurró finalmente Sarah.

—Lo sé —se oyó decir secamente.

—¿Lo sabes? —Sarah se volvió hacia él y apoyó la cabeza en el brazo—. La modestia no es lo tuyo, ¿verdad?

Non —admitió abiertamente el francés antes de volverse también y besarle las perlas de sudor que tenía en la frente—. Sabes a sal —afirmó—. Debe de ser por el salazón.

Sarah se echó a reír.

—Parece que los cumplidos tampoco son lo tuyo.

—¿Para qué? —Sonrió descarado—. El cumplido más impresionante de que soy capaz ya te lo he hecho unas cuantas veces.

—Eres un presuntuoso —replicó Sarah mientras él empezaba a darle un masaje en la espalda desnuda—, aunque con bastante talento, eso hay que reconocerlo.

Merci beaucoup.

—Eres un hombre lleno de contradicciones, Maurice du Gard —susurró Sarah mientras se tumbaba boca abajo sobre las sábanas y disfrutaba sintiendo las manos suaves paseando por su espalda—. La primera vez que te vi, habría preferido ahogarme en el Sena… Y ahora…

—Cuidado, chérie.

—¿Cuidado? ¿Con qué?

—Te estás enamorando de mí —constató Du Gard.

—¿Yo? ¿Enamorarme de ti? —Se echó a reír amargamente—. ¿Cómo quieres que ocurra? Si no sé nada de ti.

—Aun así.

—No te preocupes —aseguró Sarah—, tendré mucho cuidado. Con todo, me gustaría saber más cosas de ti.

—¿Como qué, por ejemplo? —preguntó.

—Me gustaría saber quién eres. Qué te mueve. Por qué fuiste a parar a París. Francamente, me sorprendió bastante saber que te criaste en Estados Unidos…

—Eso sería decir demasiado. —Du Gard sonrió débilmente—. De niño pasé una temporada en Nueva Orleans, pero allí los franceses mantienen su propio barrio y no suelen mezclarse.

—¿A qué se debió? —se interesó Sarah.

—Mi padre era un comerciante francés que con frecuencia tenía asuntos que resolver en ultramar. Allí conoció a mi madre. Era criolla y se enamoró perdidamente de él a primera vista.

—Comprendo. —Sarah esbozó una sonrisa irónica—. Al parecer, lo tuyo viene de familia…

—Se quedó embarazada y tuvo un hijo, al que, en honor del padre, puso el nombre de Maurice.

—Tú —concluyó Sarah.

—Mi madre —prosiguió Du Gard asintiendo— solía decir que fue la época más feliz de su vida, pero, por desgracia, no duró mucho.

—¿Qué pasó?

—Mi padre se convirtió en lo que llaman un miembro respetado de la sociedad. Gracias a los negocios, consiguió bienestar y prestigio, pero su codicia no cesaba de ir en aumento. Se hizo ciudadano americano y los aduladores que lo rodeaban lo convencieron para que emprendiera una carrera política y se presentara como candidato al Senado. Lo único que se lo impedía eran una amante criolla y un hijo ilegítimo… Así pues, se separó de ambos. Le dio doscientos dólares a mi madre y desapareció.

—¡Menudo bastardo! —Sarah se mordió los labios—. Tuvo que ser terrible para vosotros.

—Bueno —replicó Du Gard apesadumbrado—. Al menos, mi padre me legó dos cosas importantes.

—¿Cuáles?

—La nacionalidad francesa, de la que nadie podrá desposeerme, y saber que la felicidad terrenal no es eterna.

—¿Y por eso le estás agradecido? —preguntó Sarah incrédula.

Oui, absolutamente. Porque eso me disuade de malgastar el tiempo como un loco buscando algo que no existe.

—Pero ¿no ansia todo el mundo hallar la felicidad y retenerla, conservarla durante mucho tiempo?

—No se puede retener la felicidad —sentenció Du Gard convencido—, algún día lo comprenderás. Carpe diem, Sarah, vive el momento.

Sarah no replicó, porque el tono de voz de Du Gard y su resolución la conmovieron, aunque en el fondo de su alma no estaba de acuerdo. Si bien podía ser que Maurice tuviera razón y la felicidad no existiera, ella la buscaría, igual que había hecho su padre durante toda la vida. Era la profesión del arqueólogo…

—¿Qué fue de ti y de tu madre después de que tu padre os abandonara? —dijo, cambiando de tema.

—Era una mujer fuerte —respondió Du Gard mientras con la punta de los dedos le trazaba círculos cariñosamente en la nuca—, supo salir adelante. Para ganarse la vida, volvió a hacer lo que hacía antes de conocer a mi padre.

—¿Qué era? —Quiso saber Sarah.

—Leía las cartas del tarot y predecía el futuro a clientes dispuestos a pagar por ello.

—¿Hablas en serio?

—Absolutamente. Mi madre no era una mujer corriente, Sarah. Era una mujer avezada a artes que otras personas consideran anormales y peligrosas y que en Nueva Orleans se cultivan desde que los esclavos negros las llevaron al Nuevo Mundo.

—Un momento. —Sarah levantó la cabeza y Du Gard tuvo que interrumpir el masaje—. ¿Me estás hablando de magia? ¿De magia negra y vudú?

—El poder del vudú puede utilizarse tanto para el bien como para el mal —la instruyó Du Gard—, para la luz o para la oscuridad. En lo demás, tienes razón. Mi madre era una maestra de lo trascendental. Ella fue quien me introdujo en los secretos del tarot, de ella lo aprendí todo.

—Igual que yo de mi padre —comentó Sarah.

Oui, con la diferencia de que, a mí, el legado de mi madre me persigue como una maldición.

—¿A qué te refieres?

Du Gard no contestó enseguida. Acabó el masaje, se sentó y dejó balancear las piernas desnudas por fuera de la litera.

—Mi madre —explicó finalmente con una seriedad inusual— estaba convencida de que yo poseía una habilidad especial, oculta en lo más hondo, esperando para salir.

—¿Y? —preguntó Sarah.

Du Gard sonrió cansado.

—Me he pasado casi toda la vida intentando descubrir esa habilidad. Sin éxito, y puedes creerme si te digo que la he buscado en muchos sitios. Finalmente, cuando ya no contaba con ello, sucedió.

—¿Qué?

—La visión de tu padre. Me alcanzó como un rayo caído del cielo, tan clara como si la estuviera viendo ante mis ojos. En aquel momento, por primera vez en mi vida tuve la impresión de saber de qué me había hablado mi madre. Fue como si, por un instante inconmensurablemente breve, tuviera la oportunidad de plantear todas las preguntas y recibir todas las respuestas… Pero no soy capaz de afirmar, ni tampoco de comprender, qué me revelaba la visión… o lo que fuera.

—Comprendo —dijo Sarah, que también se sentó, lo abrazó por el pecho y se arrimó a su cuerpo fibroso—. Por eso estás aquí. Para encontrar respuestas, igual que yo.

C’est ca. ¿Y tú?

—¿Qué quieres decir?

—Nunca me has contado nada sobre tu origen. O sobre por qué te dedicas a la arqueología.

—Porque no hay nada que explicar —replicó Sarah lacónica.

—¿Qué insinúas? Me has hablado de tu adolescencia en Londres y de los viajes con tu padre, pero ¿y antes? ¿Cómo pasaste la infancia?

Sarah se tomó tiempo para responder.

—No lo sé —se sinceró finalmente con un susurro.

Quoi?

—He dicho que no lo sé —repitió un poco más enérgica—. No recuerdo nada de mi primera infancia ni de cómo fue.

—Pero… ¿cómo es posible?

—Tenía ocho años —explicó Sarah— cuando contraje unas fiebres misteriosas que me tuvieron en sus garras durante semanas y casi acabaron conmigo. Mi padre volcó todos los esfuerzos imaginables en curarme e intentó por todos los medios salvarme la vida. La fiebre remitió por fin y yo desperté del letargo en que había caído. Pero, a partir de aquel día, no recuerdo nada de lo que había sucedido antes.

—¿Qué quieres decir? —Du Gard se liberó del abrazo y se volvió sorprendido hacia ella.

—Quiero decir que todo lo que ocurrió antes de que cumpliese los ocho años permanece oculto tras un velo del olvido —explicó Sarah—. Todo lo que sé de mi origen o de mi madre, lo sé porque mi padre me lo ha contado. En realidad, mis recuerdos no se remontan más allá.

Mais c’est horrible!

—Te acostumbras —replicó Sarah, intentando esbozar una sonrisa despreocupada—. Los primeros años, mi padre y yo hicimos todo lo posible por recuperar los recuerdos perdidos. Recorrimos medio mundo para encontrar un médico que nos pudiera ayudar, sin éxito. Así es que, poco a poco, nos fuimos haciendo a la idea. Mi padre incluso ha encontrado un nombre científico para esos años perdidos de mi niñez: los llama témpora atra, la época oscura.

—Un nombre adecuado, en verdad —asintió Du Gard, y se levantó.

Recogió en silencio la ropa que se había quitado atropelladamente en el torbellino de la pasión y se vistió, igual que Sarah, quien se puso las enaguas.

—¿Has probado alguna vez con la regresión? —preguntó Du Gard al cabo de un rato.

—¿Te refieres a la hipnosis? —preguntó Sarah, recordando lo que Du Gard había contado en la clínica de Saint James.

Oui. A veces es la herramienta propicia para sacar a la luz recuerdos enterrados.

—No, nunca. —Sarah sacudió la cabeza—. Francamente, mi padre y yo nunca hemos tenido en demasiada consideración ese tipo de cosas.

—Creo que te equivocas. —Du Gard sonrió condescendiente—. Tu padre posee un espíritu despierto que jamás se cerraría en banda a lo sobrenatural. Y tú estás mucho más cerca de él de lo que jamás reconocerías.

—¿Y tú crees que una regresión podría ayudarme? —preguntó Sarah sin contradecirlo.

—Podríamos usarla para regresar a los días de tu infancia. Los recuerdos siguen existiendo, solo están enterrados. La regresión puede ayudarte a ponerlos al descubierto, aunque para ello es necesario que la persona confíe plenamente en el hipnotizador. —Du Gard le dedicó una mirada interrogativa y su voz adoptó un tono especial al preguntar—: ¿Confías en mí, Sarah Kincaid?

—¿Lo preguntas en serio? —exclamó asombrada—. ¿Después de todo… lo que hemos hecho juntos?

—Ha estado muy bien, pero la confianza no es una condición imprescindible para hacerlo —objetó Du Gard—. Pregúntate, Sarah, si realmente quieres saber la verdad. Si quieres descubrir qué ocurrió en tu niñez.

—¿Por qué no habría de quererlo?

—Quizá porque hay algún motivo para que todos esos recuerdos se hayan perdido.

—¿Un motivo? ¿Qué motivo?

—Yo no lo sé, Sarah, pero hay un modo de averiguarlo. Sarah frunció los labios.

Toda la vida había deseado recobrar los recuerdos y retirar el velo del olvido; pero ahora, cuando quizá se le ofrecía la posibilidad, la embargaban las dudas. ¿Tenía razón Du Gard? ¿Era mejor no remover los misterios de la época oscura en vez de arrebatárselos?

¡Tonterías!

La fiebre había sido la única causa de que la memoria de Sarah quedara bloqueada, y ella haría lo que hiciera falta para recuperar la infancia perdida.

—Estoy preparada —declaró resuelta.

Tu es süre?

—Absolutamente —asintió decidida—. ¿Sabes qué se siente al no conocer tus raíces? ¿Al no saber de dónde vienes?

Non —dijo Du Gard meneando la cabeza.

—Es muy extraño conocerse a través de los recuerdos de los demás —explicó—. A veces tengo la sensación de que solo soy media persona porque tengo que recurrir a alguien que conserva mis recuerdos…

—Tu padre.

—En efecto. —Se oyó cómo tragaba saliva—. Quizá —añadió en voz baja—, por eso me siento tan unida a él, aunque me haya ocultado cosas.

—Quizá —dijo Du Gard también en voz baja— ha llegado la hora de separarte de él.

Sarah alzó la vista y los dos intercambiaron una mirada que no duró mucho, pero fue de una profundidad inconmensurable.

—Quizá —corroboró.

—Eh bien —suspiró Du Gard—, entonces, vuelve a tumbarte. Intenta liberar la mente de cualquier carga. Solo existes tú y tu pasado, ¿comprendes? Solo tú…

Sarah se aprestó a seguir las instrucciones y se tumbó sobre las sábanas revueltas. Pero, igual que no tarda en retornar un plato indigesto que se toma para cenar, de repente la invadió la desagradable sensación de que estaba a punto de cometer un error…

Du Gard sacó del bolsillo de su chaqueta un pequeño objeto colgado de una cadena de plata. Era un cristal, en cuyas caras pulidas se refractaba mil veces la luz del camarote y que Du Gard hizo oscilar ante los ojos de Sarah.

—Concéntrate en el cristal, ¿me oyes? No existe nada más en este momento, solo el cristal. El cristal es tu mundo. Aquí encontrarás todo lo que has dejado atrás, tus miedos y tus recuerdos lejanos…

Sarah oía las palabras, pero no las escuchaba. Algo en su interior se negaba a dejarse llevar y a deslizarse hacia aquel estado de duermevela, en el que los sueños y la vigilia parecían ser uno. Un temor repentino se apoderó de ella, pero en vez de ceder a él, Sarah se convenció de que solo era miedo a lo desconocido, y su padre le había enseñado que la mente despierta de un investigador nunca debe ceder a ese miedo…

—El cristal, Sarah —le recordó Du Gard, que notaba que sus esfuerzos no estaban siendo coronados por el éxito—. Tienes que concentrarte en el cristal. Solo existe el cristal, nada más. Es tu mundo…

Sarah asintió y realmente logró relajarse un poco. Su mirada se perdía más y más en el juego de luces del cristal a cada instante que transcurría.

Bon —la animó Du Gard—, así está bien…

Sarah se tranquilizó. Empezó a respirar más pausadamente y tuvo la sensación de flotar en una ola de seguridad, en un mar de protección. Los ojos se le cerraban y dejó que sucediera.

Estaba a punto…

—Sarah, ¿puedes oírme?

—Sí.

—Ahora contestarás con la verdad a todas las preguntas que te plantee. La palabra expergitur

No pudo continuar; en aquel preciso momento, alguien llamó enérgicamente a la puerta metálica del camarote.

—¿Lady Kincaid?

Era la voz de Caleb, el segundo de a bordo.

—¿Sí?

Sarah se incorporó aturdida, mitad en estado de trance, mitad en el presente.

—Aviso del capitaine, lady Kincaid —se oyó a través de la escotilla—. Le comunica que pronto llegaremos al destino de nuestro viaje. La espera en la sala de control.

—De acuerdo —dijo Sarah, y los pasos de Caleb se alejaron pesadamente. Sarah respiró hondo y se frotó las sienes para ahuyentar el estupor que se había apoderado de ella—. Por lo que parece —dijo—, tendremos que continuar la sesión en otro momento, Maurice.

Non —contestó con determinación.

—¿Qué quieres decir?

—Que no seguiremos con la sesión —explicó Du Gard resuelto—. Esto ha sido una señal y haremos bien en respetarla.

—¿Qué clase de señal? ¿De qué hablas?

—Toda la vida has intentado abordar los secretos de tu pasado y, justo en el momento en que podías conseguirlo, nos interrumpen. No sé qué pensarás tú, pero para mí la advertencia es más que clara, merci beaucoup.

—¿Crees que ha sido eso? —preguntó Sarah con incredulidad—. ¿No vas a intentarlo de nuevo?

—El destino utiliza su propia lengua, chérie, solo hay que escucharla atentamente.

—Tonterías —bufó Sarah—. No quiero oír hablar del destino. No creo en él.

—Pero yo sí, y ha sido un error probar esta regresión, ahora lo comprendo.

—Pero… —Sarah luchó por encontrar las palabras adecuadas—. ¡Es una locura! Solo con que hubiéramos hablado media hora antes, todo habría sido diferente.

—Habría —convino Du Gard—. Pero no lo ha sido.

—Como quieras —resopló Sarah, se apartó de él enfadada y se dio la vuelta en la litera para vestirse del todo.

Du Gard le dedicó una mirada de pesar y entonces vio algo que antes le había pasado por alto, aunque creía conocer de cerca cada centímetro de aquel cuerpo…

—Espera —dijo.

—¿Y ahora qué quieres?

—Esa cicatriz en el hombro…

—¿Qué le pasa?

—¿Cómo te la hiciste?

El semblante de Sarah temblaba.

—Por lo que me ha contado mi padre, me caí de un poni cuando era pequeña y me hice una herida —respondió en voz baja y con voz trémula por la frustración—. Seguramente, yo nunca lo recordaré…