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DIARIO PERSONAL DE SARAH KINCAID
¡Paris!
Llevo dos días en la ciudad del Sena y me preparo para el simposio en el que tengo que participar en lugar de mi padre; y me sigue resultando enigmático el telegrama del gobierno que me llegó a Londres.
Después de no haber tenido noticias de mi padre durante más de dos meses, me comunicaron de manera lapidaria que se encontraba bien y que participaba en un proyecto secreto del gobierno, en una excavación arqueológica de la cual no podían darme a conocer más detalles, y me pidieron que representara a mi padre en el encuentro anual del Círculo de Investigaciones Arqueológicas que se celebra en La Sorbona de París.
Por mucho que, por un lado, me halaga viajar a Francia y tener la oportunidad de hablar ante gente tan docta, por otro, me asombra. Durante todo el invierno, mientras mi padre se encerraba en su despacho y en la biblioteca de Kincaid Manor, apenas hablaba de otra cosa que no fuera de presentar sus teorías sobre la historia de los asirios a sus colegas científicos y, ahora que se le ofrece la oportunidad de hacerlo en el marco del simposio, no la aprovecha.
Solo me cabe suponer que hay buenas razones para ello y que esas razones son los «demasiados intereses en juego y de mucho alcance» de que hablaban en el telegrama. No sé de qué se trata ni consigo imaginar que una excavación arqueológica sea tan importante. Pero me siento muy orgullosa de que mi padre dirija la expedición y, naturalmente, lo apoyaré en todo lo que esté en mi mano. Por eso no he dudado ni un instante en acceder a su petición y viajar a París, aunque habría preferido acompañar a mi padre como en tiempos pasados.
Un proyecto de excavación secreto del gobierno…
No dejo de preguntarme a qué se referirán. Damasco, El Cairo, Jerusalén: me vienen a la mente los nombres de lugares lejanos y exóticos. Con solo oírlos, el corazón me late más deprisa y añoro la libertad que se me permitió disfrutar hace años. Pero ahora ha vuelto a alcanzarme la realidad de nuestros días. Se acabaron los tiempos en que podía acompañar a mi padre en sus exploraciones por todo el mundo y se me permitía participar en todas las grandes aventuras que oculta el pasado. Es su deseo que me convierta en una lady, que aprenda todo lo que corresponde a mi título; pero yo cambiaría la seda de mis vestidos y la calidez de principios de verano en Europa por el dril polvoriento y el sol abrasador del desierto.
En Londres tenía la sensación de estar ahogándome entre paredes tristes y corsés demasiado ceñidos, por eso me resultó tan oportuno el viaje a París que, si bien no puede compararse en exotismo a Constantinopla o Samarcanda, me ofrece un poco de variedad y la oportunidad de demostrar ante un público de reconocidos expertos que la arqueología es mi verdadera pasión.
GRAN ANFITEATRO, LA SORBONA, PARÍS
16 DE JUNIO DE 1882
—… Por ese motivo, apreciados oyentes, llego a la conclusión de que el papel histórico del rey Asurbanipal debe ser reconsiderado. La investigación moderna debería tener el coraje de reconocer en el último soberano del Imperio asirio lo que probablemente era: un hombre consumido por la megalomanía y por la sed de poder, sin ningún tipo de escrúpulos.
Sarah Kincaid levantó la vista del manuscrito que tenía delante, sobre el púlpito de oradores, y que no estaba escrito de su puño y letra, sino del de su padre. Se esforzó por ocultar la emoción que sentía porque, después de tantos años acompañando a su padre en sus viajes y de haberse consagrado al estudio de la arqueología, aquella era su primera gran aparición ante un público experto. El corazón le latía con fuerza y le temblaban las rodillas.
El anfiteatro estaba lleno a rebosar, los espectadores se apiñaban incluso en los estrechos pasillos que transcurrían entre las filas de asientos, desde alumnos de primer curso hasta doctorandos. Sarah tenía muy claro que el vivo interés no se debía tanto a las teorías de Gardiner Kincaid como al hecho de que las presentara su hija. Al contrario de lo que sucedía en las universidades inglesas, no era nada insólito que en La Sorbona estudiaran mujeres; sin embargo, verlas actuando en una posición tan destacada y tomando parte en un simposio científico también causaba asombro y podía apreciarse claramente qué opinaban de ello no pocos de los profesores canosos que se sentaban en las primeras filas y que casi parecían ahogarse dentro de los cuellos bien abotonados de sus camisas.
Sarah estaba en el púlpito con un sencillo vestido de color beige y el cabello, largo y oscuro, trenzado y recogido en un moño alto. Su tez, quizá demasiado morena para una lady, y las pecas sobre su nariz respingona eran de una belleza sobria; no llevaba joyas ni ningún otro adorno; no le interesaban. En aquel momento no quería que la consideraran una mujer, sino una científica que presentaba las teorías más recientes de su maestro.
—Apreciados oyentes, esto es todo por lo que respecta a las explicaciones de Gardiner Kincaid sobre la última época de Asiria. Gracias por su atención —dijo Sarah para concluir la conferencia.
Los aplausos que habrían sido habituales al llegar ese momento no se produjeron.
—Si tienen preguntas sobre las hipótesis planteadas —añadió entonces Sarah—, estaré encantada de discutirlas con ustedes y me esforzaré al máximo por representar dignamente a mi pa…
—¡Yo tengo preguntas!
La voz que profirió esas palabras cortó el aire como si fuera un cuchillo. En la primera fila se levantó un hombre enjuto que, como todos sus colegas, llevaba camisa y chaqueta. Aunque Sarah calculó que rondaría los treinta, irradiaba la dignidad solemne que habitualmente solo era propia de las cabezas canosas. Tenía el pelo oscuro y desgreñado, y las gafas de montura plateada le temblaban sobre la nariz mientras observaba a Sarah con una mirada llena de reproches.
—¿Cómo se atreve? —le espetó, y parecía esforzarse por contenerse—. ¿Cómo puede poner en duda el legado de uno de los soberanos más importantes de Asiria? La importancia de Asurbanipal en la cultura occidental aún no está suficientemente valorada. ¿O le ha pasado por alto que fundó la primera gran biblioteca de la historia?
—Al contrario, monsieur…
—… Hingis —completó el aludido, al cual le temblaba el bigote de ira—. Doctor Friedrich Hingis, del Instituto Arqueológico de la Universidad de Ginebra.
Hingis.
Sarah conocía aquel nombre. Su padre lo había mencionado en diversas ocasiones. Hingis era alumno de Schliemann, lo cual significaba que no le tenía ninguna simpatía a Gardiner Kincaid…
—Al contrario, doctor Hingis —dijo Sarah, recogiendo el guante que el erudito suizo acababa de lanzarle—. Como puede inferir de mis explicaciones, los méritos de Asurbanipal en lo que respecta a la historia del pensamiento occidental son harto conocidos. Sin embargo, mi padre pone en duda que Asurbanipal fuera el primer fundador de una biblioteca que conociera la Antigüedad. Según indican diversas fuentes, en una época bastante anterior ya hubo importantes colecciones de escritos en Ebla y en Hattusa. Y mi padre supone que también en Assur existió una biblioteca anterior, fundada por Tiglatpileser casi cinco siglos antes.
—¡Supone! —clamó Hingis con ironía al amplio hemiciclo del auditorio—. ¿Y dispone también de pruebas concluyentes?
—Absolutamente —aseguró Sarah con una sonrisa tan encantadora como astuta, y yo suponía que había pasado las dos horas anteriores explicando esas pruebas…
En los palcos más altos, donde estaban los estudiantes de primer curso, poco familiarizados aún con las normas del orden académico, hubo carcajadas. Más abajo se oyeron aplausos contenidos y algunos eruditos de las primeras filas dedicaron una mirada de reprobación a Hingis. El suizo era consciente de que había quedado en evidencia y se sonrojó. Con mirada angustiada, parecía buscar un modo de salir de tan penosa situación, y enseguida lo encontró.
—La he escuchado —aseguró, a todas luces a su pesar—, pero no estoy dispuesto a seguir las teorías de su padre punto por punto.
—Es usted libre de no hacerlo —replicó Sarah con serenidad—. Pero querría señalarle que la colección de Asurbanipal, que conocemos desde que se realizó la excavación británica en Nínive, no puede considerarse una biblioteca ni desde una perspectiva moderna ni en el sentido de la tradición clásica. Se trataba más bien de una colección privada, reunida única y exclusivamente para satisfacer las necesidades del soberano.
—Eso no reduce la importancia del hecho —objetó Hingis.
—Seguramente no, pero tampoco merece el valor que hasta ahora le hemos concedido. Para poder obtener los fondos.
Asurbanipal saqueó sin contemplaciones los fondos de otras bibliotecas, ya fuera en Assur o en Babilonia. Y es de suponer que no actuó con más consideraciones que en la consolidación de las fronteras del imperio; en este punto, solo les recordaré sus acciones durante la sublevación de Babilonia.
—Asurbanipal hizo lo necesario para asegurar su soberanía —arguyó Hingis—. La historia nos enseña que los sacrificios son a veces necesarios para hacer realidad la visión de un gran imperio históricamente importante.
—¿Un gran imperio históricamente importante? —Sarah enarcó las cejas—. ¿Afirma usted que ese era el objetivo de Asurbanipal?
—¿Y por qué no?
—Porque dudo mucho que los soberanos del Antiguo Oriente pensaran en su fama postrera —explicó Sarah—. Hicieran lo que hicieran, siempre era por ansia personal de riquezas y poder, y cualquier medio para conseguirlo les parecía correcto.
—¿Y usted cómo lo sabe? Con el rey Sargón, el Imperio asirio se convirtió en el más grande que jamás haya habido en la tierra, y es indiscutible que los asirios llevaron la paz y la estabilidad a los pueblos que sometían, además de una cultura que en su época fue la más avanzada del mundo. ¿Quién discutiría seriamente que eso es una visión de gran importancia histórica?
Esa vez fue Hingis quien cosechó aplausos, sobre todo por parte de sus colegas canosos, pero también en los palcos. Algunos profesores incluso se levantaron de sus asientos para expresar su aprobación.
—Es curioso —dijo Sarah una vez se extinguieron los aplausos—, ¿por qué tendré la impresión de que esta disputa no trata realmente del Imperio de los asirios?
—Quizá porque esa temática es mucho más actual de lo que usted pueda imaginar —contraatacó Hingis, lo cual le proporcionó de nuevo una aprobación enérgica.
—Es evidente —gruñó Sarah. La joven tenía la mirada clavada en el equipo de profesores que asentían diligentemente.
—Si lo he entendido bien —prosiguió el suizo, que parecía estar animándose—, usted afirma que el dominio de una cultura sobre otra es algo reprobable de lo cual la historiografía debería avergonzarse posteriormente.
—En primer lugar —replicó Sarah con voz tranquila y, a pesar de que le resultaba difícil en vista de las crecientes miradas críticas, intentó sonreír de nuevo—, las teorías que he presentado con toda modestia no son mías, sino de mi padre. No obstante, soy de la opinión, igual que él, de que el dominio cultural no es un privilegio congénito.
—¿Qué insinúa? —Saltó uno de los profesores que ocupaba una cátedra en Cambridge y que, igual que Sarah, también participaba como invitado en el simposio—. ¿Que su padre pretende poner en duda la legitimidad de la idea colonial? Todos sabemos que el mundo moderno no tiene solo el derecho, sino también el deber, de afrontar los retos de la época y de procurar que los pueblos primitivos del mundo conozcan las ventajas del progreso y de la técnica. Por algo Inglaterra interviene en muchos lugares del mundo y nuestros amigos franceses… —Hizo un gesto de asentimiento hacia sus colegas parisinos—. Ellos asumen desde el año pasado con fuerzas redobladas su responsabilidad en el norte del continente africano. ¿Pretende usted cuestionar todo esto?
—No —aclaró Sarah—. Aunque mi padre no siempre apruebe los métodos del movimiento colonial, siempre ha sido un súbdito fiel a la Corona y un defensor a ultranza de las ideas modernas. Pero se prohíbe a sí mismo abusar de la historia como justificación.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que la historia de la humanidad es una historia de cambio constante —expuso Sarah—. Puede que en la actualidad nuestra cultura sea la más avanzada del mundo, pero esa condición no durará mucho y, al final, quizá nosotros seremos colonizados y dominados por otros.
—¡Eso es indignante! —estalló entonces uno de los profesores franceses—. ¡Una ofensa! ¡Una ofensa!
—No —replicó Sarah con serenidad—, solo la aplicación consecuente de lo que nos ocupa a diario. Aprender de la historia debería ser el objetivo supremo de nuestra ciencia, ¿o creen ustedes otra cosa, caballeros?
En el auditorio se había armado un gran revuelo. Mientras algunos estudiantes parecían divertirse de lo lindo con la enérgica discusión, otros tomaban partido por sus profesores y directores de tesis. Se produjeron tantas interrupciones que Justin Guillaume, el portavoz del decanato en el simposio, acabó por considerar necesario llamar al orden a los presentes.
—Diga usted lo que quiera, lady Kincaid —exclamó Hingis de cara a los espectadores, que se iban tranquilizando. Su voz estaba impregnada de sarcasmo—. Una cosa hay que reconocerle a su padre: se ha arriesgado enviándola a usted para representarlo.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Sarah.
—Bueno, seguramente sabía que lo atacarían con vehemencia y que le pedirían cuentas por sus teorías. Ha sido muy osado por su parte enviar a su hija, quien ni siquiera posee un título académico.
De nuevo se oyeron sonoros aplausos. La sonrisa desapareció del rostro de Sarah, la mirada de sus ojos azules se hizo severa y fría. Recibir críticas por una hipótesis formaba parte de la cultura académica y no le importaba. Pero Hingis se disponía a convertir una discusión científica en una disputa personal. Y, por mucho que una voz interior la advirtió, Sarah se involucró en la disputa.
—Es cierto que no poseo ningún título académico —admitió abiertamente y con una voz que ya no temblaba de exaltación, sino de indignación—. Los motivos serán de sobras conocidos al menos para el caballero de Cambridge. Sin embargo, he sido discípula de un maestro en la materia que me ha instruido, igual que le ha ocurrido a usted, doctor Hingis.
—No se puede comparar. —Hingis sonrió burlón—. Mi maestro, como todos saben, descubrió las murallas de Troya ante las cuales lucharon los héroes de las epopeyas homéricas. Sacó un mito de las brumas de la historia y lo convirtió en realidad. Y su padre solo puede soñar con un descubrimiento como ese.
—Hasta ahora se ha visto privado de ello, es cierto —le concedió Sarah. No mencionó que Gardiner Kincaid también estaba sobre la pista del misterio de Troya, pero Schliemann se le adelantó; Hingis lo habría utilizado para atacarla—. En cambio —prosiguió—, ha hecho méritos en otros campos de la historia en general y especialmente en la arqueología, y goza de un prestigio reconocido.
—Si es así, ¿por qué no ha venido? —objetó Hingis sonriendo con superioridad—. ¿Por qué un científico respetable como lord Kincaid envía a su hija a una reunión tan importante como la que se celebra aquí?
—Porque no le era posible asistir —respondió Sarah intentando ocultar tras una pose decidida que desconocía el paradero de su padre.
—¿No podía asistir? ¿Por qué no?
—Mi padre está realizando una misión arqueológica de la que no puedo darles detalles.
—¿No puede o no los sabe? —La sonrisa irónica de Hingis era cada vez más amplia. Con el olfato de un carroñero que vuela en círculos sobre su presa, tocó el punto débil de Sarah.
—Lo lamento, pero no puedo dárselos —replicó con frialdad, pero sin la suficiente convicción.
—No la creo —comentó el suizo en un francés refinado y, a diferencia de Sarah, sin ningún tipo de acento—. Tengo la sensación de que sabe dónde se encuentra lord Kincaid, lo cual significa que su ausencia es inexcusable.
—¿Cómo? —Sarah no daba crédito a sus oídos—. Pero…
—Según los estatutos del Círculo de Investigaciones, si un investigador no puede acudir al simposio por el motivo que sea, debe excusarse ofreciendo información sobre su paradero. De otro modo corre el riesgo de ser expulsado.
—Eso querría usted —se exaltó Sarah, incapaz de no dejarse llevar por su carácter impetuoso—. Todos los presentes saben que mi padre y usted son enemigos acérrimos en el terreno científico, doctor. Usted solo pretende desacreditarlo y…
—¡Haga el favor! —la interrumpió Hingis, entre picado y divertido—. ¿Me está acusando en serio de utilizar esta venerable institución para resolver rencillas personales? —dijo, y meneó la cabeza dando a entender que aquello le resultaba incomprensible. Algunos de los presentes siguieron su ejemplo.
—No, claro que no —replicó secamente Sarah, que no sabía cómo proseguir.
En aquel momento se sentía enormemente estúpida. Hingis la había puesto contra las cuerdas sin que ella se diera cuenta. En vez de presentarse desenvuelta como era su intención, con su impetuosidad y su manera de hablar abiertamente de las cosas se había comprometido y también había comprometido a su padre. Hingis no dejaba pasar una sola oportunidad para enterrar la fama de científico serio de Gardiner Kincaid, y Sarah le había allanado el terreno.
—Creo que ya hemos oído bastante, lady Kincaid —dijo Guillaume, el portavoz del decanato—. Los caballeros ya tienen suficiente información para poder tomar una decisión.
—¿Una decisión? ¿Sobre qué?
—Como ya ha anunciado el doctor Hingis, se trata de si el profesor Kincaid seguirá siendo miembro del Círculo. No solo ha prescindido de informarnos sobre las excavaciones que está realizando, sino que no ha considerado necesario darnos a conocer su paradero actual. El gremio no puede tolerar que se ignoren impunemente los estatutos de un modo tan grave.
—Pe… Pero yo estoy aquí —balbuceó Sarah—. Mi padre me ha enviado en su lugar.
—Los estatutos también son claros en ese punto. En este simposio únicamente tienen permitida la entrada los eruditos reconocidos. En su caso hemos hecho una excepción por el afecto que le tenemos a su padre, pero me temo que ha sido un error.
—Pero…
—Con su presencia —prosiguió Guillaume impasible—, le está haciendo un flaco favor a su padre, lady Kincaid, y si he de serle franco, dudo que él la haya autorizado.
—¿Insinúa que he venido sin que mi padre tenga conocimiento de ello?
—La sospecha se impone.
—Esa es una acusación infame —protestó Sarah.
—Demuéstrenoslo —le exigió Hingis, sonriendo irónicamente—. Díganos dónde se encuentra lord Kincaid y así salvará la reputación de su padre y también la suya. De otro modo nos veremos obligados a rogarle que abandone el auditorio de inmediato.
Aunque en Londres le habían inculcado que una dama de alta cuna no debía hacerlo, Sarah se mordió los labios.
Por fin se daba cuenta del verdadero alcance de las intrigas de Hingis y de su propia ingenuidad. La discusión solo había tenido un objetivo desde el principio: obligarla a reaccionar. Los competidores de Gardiner Kincaid querían saber en qué trabajaba y, contestara lo que contestara, perjudicaría a su padre. Si continuaba dando a entender que escondía la verdad, lo expulsarían del Círculo. Y también lo harían si admitía que no tenía información sobre su paradero.
Sarah se resistía a no tener elección, y la idea de que su padre se viera perjudicado por su culpa le resultaba insoportable. Ella había ido a París a representarlo dignamente en el simposio, no a destruir todo por lo que él había trabajado duramente durante los últimos diez años.
Era evidente que solo existía una posibilidad de mantener intachable el nombre de Gardiner Kincaid, una posibilidad que significaría el final de la carrera académica de Sarah antes de que realmente hubiera empezado. Guillaume, el portavoz del decanato, le había indicado el camino y ella estaba dispuesta a seguirlo por amor a su padre. Por mucho que le importara la arqueología, su honor personal le preocupaba aún más.
—En tal caso —dijo en voz tan baja que solo pudieron entenderla los máximos eruditos de las primeras filas—, ha llegado el momento de hacerles una confesión, caballeros. Monsieur Guillaume tiene razón en lo que respecta a sus sospechas.
—¿Cómo debemos interpretar sus palabras? —inquirió Hingis.
—Mi padre no sabe que estoy aquí —aclaró Sarah con voz firme— y tampoco sabe nada de este encuentro.
—Pero… ¿Cómo es posible? —preguntó Guillaume—. Las invitaciones se enviaron hace medio año.
—Lo sé —dijo Sarah, asintiendo con la cabeza—. Intercepté la carta con el propósito de aprovechar la ausencia de mi padre en mi propio beneficio. Por desgracia, mi plan ha fracasado lastimosamente y les pido disculpas por ello. Mi padre no tiene la culpa de no haber excusado su presencia, respetables monsieurs; todo deben achacármelo a mí.
—Bien —replicó el portavoz del decanato algo desconcertado—, si es así…
Los eruditos empezaron a cuchichear entre ellos. Sarah veía caras de indignación. Narices arrugadas y cejas fruncidas mientras los miembros del Círculo debatían. El único que no participaba en la discusión general era… Friedrich Hingis.
El suizo envió una mirada a Sarah por encima de las cabezas canosas de sus colegas que no resultó difícil de interpretar. El científico intrigante había confiado en desacreditar a Gardiner Kincaid y, a ser posible, en descubrir en qué estaba trabajando su eterno rival. Y había creído que ganaría fácilmente la partida; no había contado con que la hija de lord Kincaid preferiría cargar con las culpas antes de exponer a su padre a las críticas. Seguramente, pensó Sarah, porque él jamás habría sido capaz de actuar de ese modo. Aquello fue una victoria callada para Sarah, aunque tuvo que pagar un precio elevado por ella, puesto que el gremio reaccionó con mucha dureza.
—Sarah Kincaid —dijo Guillaume al anunciar la decisión adoptada, y Sarah creyó notar un deje de satisfacción en su voz—. Usted ha admitido haber mentido y engañado premeditadamente a un miembro honorable de este Círculo de Investigaciones. El hecho de que se trate de su propio padre, lejos de restarle importancia al hecho, lo hace aún más vil. Por usurpación y engaño premeditado, queda usted expulsada con efecto inmediato de este recinto, y a partir de ahora se la considerará persona non grata en todo el campus. Si contraviene esta decisión, nos reservamos el derecho de ir aún más allá; en caso contrario, renunciaremos a avisar a la policía en consideración a su sexo y a su posición.
—Gracias, muy amables —dijo Sarah sin siquiera parpadear, pero se le notaba que no lo decía muy en serio.
—Los científicos y yo únicamente podemos expresar nuestra más profunda repugnancia por su comportamiento; castigarlo como merece y tomar medidas pedagógicas que impidan que se repita en el futuro es tarea de su padre, al que daremos cuenta en detalle de este suceso.
—Háganlo —replicó Sarah tranquilamente—, estoy segura de que los escuchará con interés.
Recogió sus papeles en un momento y se los puso debajo del brazo. Luego abandonó el púlpito con la cabeza bien alta, seguida por miradas acusadoras que no se despegaron de ella hasta que la puerta maciza dorada del auditorio se cerró tras ella.
Fue entonces cuando Sarah cedió a sus sentimientos.
Los ojos le brillaban, húmedos. Cerró los puños, temblando de rabia desvalida. Se sentía decepcionada consigo misma por la clamorosa ingenuidad con que había caído en las redes de Hingis. Y, sobre todo, se sorprendió de que una pequeña parte de su furia se dirigiera al hombre que la había llevado a aquella situación.
Su padre…
Un parco telegrama del gobierno con el requerimiento de ir a París a representarlo: eso era todo lo que había visto y había oído de Gardiner Kincaid en dos meses y medio. No solo le ocultaba su trabajo, cosa que nunca había hecho antes; también la había metido en la boca del lobo en lo referente al gremio y a sus estatutos. Por un momento, Sarah cedió a su frustración, se sintió sola y abandonada, pero al instante siguiente se obligó a entrar en razón.
Conocía lo bastante a su padre para saber que tenía que haber motivos para todo aquello, motivos de peso que justificaban el secretismo y su ausencia inexcusable en el simposio. El viejo Gardiner no habría querido que Sarah se metiera en un lío por su culpa; por lo tanto, debía guardarle lealtad, por mucho que otros dijeran.
Sarah respiró profundamente y estiró su delicada figura. Alentada por el deseo de abandonar rápidamente el lugar de la derrota, recorrió el pasillo de techo alto estucado y llegó al ala principal del vasto inmueble de la universidad, entre el boulevard Saint Michel y la rué Saint Jacques, cuyo trazado principal se debía a Richelieu y que había sido ampliado considerablemente a principios de siglo. Sarah cruzó el aula soportada por columnas, y ya se dirigía resuelta a la puerta de entrada cuando una figura se desprendió súbitamente de la sombra de una de las columnas.
—¿Lady Kincaid?
Sarah, inmersa en sus pensamientos, se sobresaltó, aunque no parecía haber motivos para ello. El hombre que la había abordado vestía con corrección y era de edad avanzada. Llevaba una levita negra inmaculada que contrastaba visiblemente con la barba y los cabellos canos que enmarcaban una cara pálida de mirada dulce. Sostenía en sus manos un bastón y un sombrero de copa, tenía una expresión juvenil en los ojos y, aunque no recordaba haber coincidido nunca con él, Sarah tuvo la impresión de que conocía a aquel hombre…
—¿Sí? —preguntó sorprendida.
—Un amigo me ha pedido que le entregue esto —respondió el caballero desconocido, que parecía esperarla, y le tendió un sobre lacrado que ella cogió desconcertada.
—Merci beaucoup —se oyó decir Sarah mientras el desconocido asentía con una sonrisa vaga, se ponía la chistera y desaparecía entre las columnas.
—¿Monsieur? —lo llamó Sarah, pero el misterioso caballero no reaccionó.
Sarah miró extrañada la carta que le había entregado y que desprendía un aroma singular. La olió y notó un olor a tabaco dulce, lo cual avivó aún más su curiosidad. Rompió el sello, cuyas iniciales eran «MG», abrió el sobre y sacó una carta escrita a mano. La palabra invitación saltaba a la vista y Sarah continuó leyendo intrigada:
Lady Kincaid:
Ha llegado a nuestros oídos que usted se encuentra en la ciudad y desearíamos pedirle cortésmente que nos concediera el honor de visitarnos. Esperando que no haya comprometido aún el precioso tiempo que pasará en esta maravillosa ciudad, nos alegraría poder saludarla mañana por la noche como nuestra invitada de honor en la representación que ofrecemos en el teatro de variedades Le Miroir Brisé, rué Lepic, Montmartre.
Suyo afectísimo,
MAURICE DU GARD, HIPNOTIZADOR Y ADIVINO
Una vez conocido el contenido del escrito, Sarah se quedó aún más extrañada. ¿Quién diantre era aquel Maurice du Gard? ¿Por qué sabía su nombre y que se encontraba en París? Y ¿a quién diantre se le ocurría invitarla a un espectáculo de variedades?
La primera reacción de Sarah fue mirar en la dirección en que había desaparecido el portador de la tarjeta, pero no quedaba ni rastro de él y, por lo tanto, no cabía esperar respuesta. ¿Qué significaba aquello? ¿Una broma de mal gusto? ¿Un truco de Hingis y sus seguidores para volver a ponerla en entredicho?
Después de lo que había ocurrido en el auditorio, Sarah podía imaginar cualquier cosa, pero nada cambiaba el hecho de que se sintiera halagada por la invitación. La adivinación y la hipnosis no la emocionaban en absoluto; al contrario, estaba convencida de que tanto la una como la otra eran charlatanería barata con la que, como mucho, se podía impresionar a espíritus simples. Sin embargo, después del trato seco que había recibido por parte del gremio, le gustó el texto amable de la invitación. Al menos, se dijo, no todo París le era hostil…
Sarah echó un vistazo a la dirección.
Montmartre.
A la doncella y al cochero que la habían acompañado a París no les entusiasmaría que visitara precisamente esa parte de París, a la que los ciudadanos respetables llamaban despectivamente demimonde, los bajos fondos, hogar de ladrones y prostitutas, pero también de artistas y mecenas. Además, en los últimos años se habían abierto pequeños teatros y salas de variedades, de modo que Montmartre iba camino de convertirse en la zona de diversión de París, en la refulgente palestra de personajes turbios y ciudadanos con ganas de distracción.
Una sonrisa audaz se deslizó por el semblante de Sarah. Abatida como se sentía, los bajos fondos de Montmartre quizá eran el lugar propicio para ella y, después de todo lo que le había sucedido, un poco de evasión no le haría daño. Quizá, se dijo, así pensaría en otras cosas y olvidaría su enfado y su decepción durante unas horas.
Por una noche dejaría atrás su existencia burguesa y se entregaría a la vida bohemia, se sumergiría en un mundo desconocido en el que todo era posible y nada era lo que parecía.
Sarah Kincaid no sospechaba que estaba a punto de emprender un viaje sin retorno.