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DIARIO PERSONAL DE SARAH KINCAID

ANOTACIÓN POSTERIOR

Me asombra cuánto ha cambiado Montmartre.

La última vez que estuve, aún era una niña. En aquella época, el paisaje estaba marcado por viñedos y suaves colinas, en cuyas cimas se alzaban pintorescos molinos de viento. Los viñedos aún existen, pero están rodeados de casas que se deslizan por calles y callejuelas angostas alrededor de las colinas y, por encima de todo, despunta el edificio aún en obras de la basílica del Corazón de Jesús, desde cuyas torres y cúpulas se divisará la ciudad una vez esté terminado.

Lo que ocurre en Montmartre es difícil de describir y apenas comprensible para mentes inglesas. El lujo que en Londres solo se encuentra en el Pall Mall y la miseria de los callejones del East End coinciden aquí aparentemente sin recelos; damas y caballeros adinerados pasean hacia los locales y los teatros de variedades, mientras personajes turbios acechan en rincones oscuros y las prostitutas ofrecen sus servicios con la misma naturalidad con que los jóvenes pintores ponen a la venta sus obras. Aquí un artista lee odas y relatos por un par de céntimos; allí un prestidigitador intenta sacarle el dinero a la gente.

La dura realidad y la hermosa apariencia conviven en la zona. Por todas partes se oye música en las callejuelas, dominadas por los aromas más distintos, unos repugnantes, otros embriagadores. Incluso al anochecer, en las calles principales impera una gran animación. El barrio parece estar en movimiento día y noche, en todas partes se discute y se charla. La modernidad y el progreso se palpan en ese lugar y, tras las vivencias del día, estoy agradecida y contenta de formar parte de él…

R LEPIC, MONTMARTRE,

NOCHE DEL 17 DE JUNIO DE 1882

En el vestíbulo de Le Miroir Brisé las apreturas eran agobiantes.

El teatro, ubicado entre los muros de unas antiguas bodegas, no inspiraba demasiada confianza desde fuera; unas paredes agrietadas y desconchadas en muchos puntos abrazaban el local y, si no fuera por un cartel, iluminado por la luz trémula de unos faroles de gas, que elogiaba el teatro como «La casa de las mil sensaciones», seguramente nadie habría sospechado que un lugar tan insigne se escondía tras una fachada tan triste. Al cruzar la gran puerta de entrada, los espectadores se daban cuenta de que la impresión exterior engañaba.

Como muchas otras cosas en Montmartre, Le Miroir Brisé tampoco era lo que parecía a primera vista. Una sala cubierta de moqueta roja, con paredes tapizadas con seda también de color rojo y estampados sinuosos, recibía a los que entraban en el mundo del «espejo roto». Unas lámparas de araña colgaban del techo del vestíbulo que, muy acertadamente, recibía el nombre de la chambre rouge. Allí se apiñaban los espectadores mientras unos lacayos serviciales vestidos con libreas azules se hacían cargo de abrigos y sombreros y unas jóvenes muy maquilladas y con unos plumeros colosales en la cabeza les servían champán.

Sarah Kincaid rehusó probar la bebida burbujeante; se distraía mucho más manteniéndose al margen, observando a los personajes ilustres que poblaban el vestíbulo: un señor corpulento, con levita y chistera y que parecía ocupar un cargo honorable, iba acompañado por una mujer muy llamativa que tenía claramente una profesión mucho menos apreciada; un joven bon vivant explicaba sus aventuras amorosas para regocijo de sus amigos, quienes las aplaudían; una señora huesuda lucía una expresión de disgusto en el rostro que permitía deducir que aquel lugar la indignaba (lo cual no le impedía visitarlo); por último, un enano que se deslizaba rápidamente por las filas de los que esperaban y se divertía burlándose de las señoras. Las risas que llenaban el aire, cargado de humo de cigarro, mostraban todo el espectro del regocijo humano, desde risitas tímidas hasta amenazas ordinarias. Ahogaban el piano que entonaba un vals popular con un tintineo frívolo y, por encima de todo, flotaba una impaciencia no formulada que alcanzó el punto culminante cuando se abrieron las puertas de la sala.

Con «aaah» y «oooh» sonoros en los labios, el público se apresuró a entrar en el patio de butacas y algunos hombres elegantes, vestidos con chaqueta y lazo, pusieron los codos en acción con muy poca elegancia. Sarah, que presenciaba el trajín a distancia, esperó a que acabaran los estrujones. Luego mostró su entrada y el acomodador la acompañó a su asiento.

Una vez más, Sarah no pudo por menos que asombrarse. Si ya la había sorprendido la decoración recargada del vestíbulo, aún más la del patio de butacas. Era imposible reconocer que originalmente había sido el granero de las bodegas. Las paredes estaban también tapizadas con seda y los radiantes destellos del techo creaban la ilusión de un cielo estrellado en una noche clara. Las butacas —Sarah calculó que la sala tenía capacidad para doscientos espectadores— estaban guarnecidas con terciopelo. La mayoría de las filas estaban ocupadas; solo quedaban algunas butacas libres en los palcos. A Sarah le extrañó que el acomodador la llevara a un asiento de la primera fila que ofrecía una visión total sobre el escenario.

—¿Está seguro de que esta es mi butaca? —preguntó extrañada.

Bien sur, madame —respondió el acomodador con aire majestuoso—. Monsieur Du Gard la ha reservado para usted.

—Entonces, ¿me conoce?

—Por supuesto —respondió el acomodador enigmáticamente—. Monsieur Du Gard conoce a mucha gente. Y lo sabe todo de usted…

Esperó a que Sarah tomara asiento, se inclinó cortésmente y se alejó. Sarah se quedó un tanto desconcertada. Continuaba preguntándose cómo se le había ocurrido invitarla al tal Maurice du Gard, que debía de ser un tipo bastante misterioso. ¿La conocía realmente? ¿O quizá era un amigo de su padre?

Siguió cavilando mientras la sala se llenaba al completo. También ocuparon los asientos de los palcos situados a los lados de Sarah hombres con frac y mujeres con fragancias dulces de flores que casi le cortaron el aliento. Acto seguido, el cielo artificial estrellado se extinguió y quedaron a oscuras. Se encendió un solo foco que proyectaba un halo de luz clara sobre el telón. Se oyó el redoble de un tambor y una voz que buscaba los aplausos anunció:

Mesdames et Moussieurs, recibamos con un aplauso al maestro de lo sobrenatural, al mago del tarot, al rey de la hipnosis… ¡el gran Maurice du Gard!

La sala estalló en aplausos, se abrió el telón y un hombre delgado salió de la oscuridad hacia los focos.

La ropa brillante, bordada con todo tipo de símbolos extraños, parecía de feria barata, lo cual reforzó los prejuicios de Sarah. Sin embargo, en el rostro de Maurice du Gard descubrió algo con lo que no había contado: en su semblante, que no permitía calcular su edad y estaba enmarcado por cabellos negros que le caían sobre los hombros, podía leerse una profunda gravedad. Y, en los ojos, Sarah distinguió las pupilas dilatadas de quien consume opiáceos.

El aspecto de Du Gard le resultó tan extraño como fascinante. Y esa mezcla de sensaciones duró mientras Du Gard se estuvo entregando en el escenario a asombrar a los espectadores. Los focos se apagaron y, a la luz de dos velas, Du Gard comenzó a adivinar el futuro echando las cartas del tarot y consultando una bola de cristal resplandeciente. A unos instantes de gran divertimento (como cuando profetizó a un hombre de la cuarta fila que pronto tendría una urgencia, lo cual sucedió de inmediato), les siguieron otros de un tremendo dramatismo cuando, en dos espectadores que nunca se habían visto antes, reconoció a dos hermanos que habían sido separados en una vida anterior y volvió a reunidos. Se comprobó realmente que ambos soñaban con las mismas cosas, lo cual fue interpretado por Du Gard como prueba de una existencia anterior, y con ello cosechó una cerrada ovación.

Por mucho que Sarah objetara y por mucho que buscara respuestas racionales (francamente fáciles de encontrar), no podía sino dejarse arrastrar por el entusiasmo general. Si al principio aún se resistía a considerar a Du Gard algo más que un charlatán ocurrente, su manera de presentarse en el escenario y de cautivar al público le imponía respeto. Involuntariamente se preguntó por que un hombre del calibre de Du Gard trataba con un intrigante como Friedrich Hingis, y deseó poseer tan solo un soplo de la seguridad y del carisma que Du Gard irradiaba en el escenario.

Gracias a la distracción que le ofrecía el espectáculo, Sarah acabó por abandonar toda resistencia racional e hizo lo que hacían los demás en la sala: divertirse y seguir atentamente todos los trucos y las maniobras de Du Gard, incluso cuando este eligió a dos voluntarios del público (uno era el señor corpulento que había llamado la atención de Sarah en el vestíbulo), los hipnotizó y les hizo bailar el cancán. Las risas del público hicieron temblar la sala y Sarah se sorprendió riendo a carcajadas. Sin embargo, su alegría desapareció súbitamente cuando Du Gard anunció que iba a presentar el gran número de la velada, para el cual necesitaba a una dama del público, y su mirada se posó directamente en Sarah.

—La dama de la primera fila —dijo con una sonrisa encantadora—. ¿Sería tan amable de subir al escenario?

—De he… hecho, no —replicó Sarah, sintiéndose de repente el centro de interés del público. El foco la iluminó y la arrancó de la oscuridad del anonimato.

Pourquoi? ¿No me tendrá miedo? No se preocupe, ma chére, el pequeño Maurice es un joven formal. Los espectadores pueden atestiguarlo…

La sala estalló espontáneamente en aplausos. Du Gard tenía al público en el bolsillo. Oponerse a sus deseos habría equivalido a una bofetada; así pues, Sarah forzó una sonrisa y decidió poner a mal tiempo buena cara.

Alors, así me gusta. Un aplauso para mi valiente voluntaria, messieurdames. Un aplauso…

Sarah subió los escalones hacia el escenario entre aplausos atronadores y allí la recibió Du Gard con su camisa brillante. Visto de cerca, el francés aún parecía más irreal, pero Sarah notó una vez más la seriedad con que miraban sus ojos incluso cuando hacía reír al público.

—Por favor —dijo Du Gard señalando una silla tapizada de seda que se encontraba en el centro del escenario—, siéntese.

—¿Y luego? —Quiso saber Sarah.

—Caramba —dijo sonriendo burlón—. Es usted muy desconfiada.

—Mejor desconfiada que mover el esqueleto como La Goulue[1] —replicó agudamente Sarah.

Du Gard puso cara de sorpresa y pronunció un largo «Oooh» que consiguió la complicidad del público.

—¿Me habrán descubierto? —preguntó con aire de inocencia juvenil—. No tema, mademoiselle. Le aseguro que no le haré daño y que no la obligaré a enseñar las piernas, aunque será una verdadera lástima.

Sarah le dedicó una mirada severa mientras un nuevo «oooh» recorría la sala. Luego se sentó a desgana en la silla, de cara al público. Du Gard se situó detrás de ella y extendió las manos abiertas por encima de su cabeza, tan cerca que casi le tocaba el cabello.

—Lo que me dispongo a hacer —anunció mientras redoblaba de nuevo un tambor— raya la magia. Es la máxima consagración que se dispensa a un representante de mi arte. Mesdames et messieurs, voy a intentar leer el pensamiento de esta joven. Por favor, guarden silencio para que pueda concentrarme…

En la sala se acallaron todos los ruidos, solo continuó el redoble del tambor que, curiosamente, no parecía molestar a Du Gard. Sarah no podía ver qué función estaba representando el francés, pero estaba convencida de que desplegaba todos los registros de sus dotes de interpretación.

Qué remedio.

Estaba científicamente demostrado eme era imposible leer el pensamiento de una persona, intuirlo o lo que fuera. Du Gard, así rezaba la decepcionante conclusión, no era más que un pícaro tramposo, aunque vendiera sus mentiras con un encanto poco habitual…

—Noto algo —proclamó con una voz que buscaba producir efecto, pero que solo arrebató a Sarah una sonrisa cansada—. Lo veo claramente…

—¿Qué? —Quiso saber Sarah impaciente.

—Oscuridad… —replicó Du Gard en voz baja.

—Sigue sin asombrarme —objetó Sarah secamente.

—Ha dejado atrás la oscuridad —prosiguió el francés, imperturbable—. Pero no sabe con certeza de dónde proviene ni quién es realmente…

—¿Y quién sí? —arguyó Sarah, al tiempo que notaba que se le erizaban los pelos de la nuca.

¿Era realmente posible?

¿Podía ser verdad?

¿Había leído Du Gard realmente sus pensamientos?

Claro que no, aquello era pura casualidad, nada más. Aunque muy desconcertante, eso había que reconocerlo…

—Usted viene de lejos —prosiguió Du Gard—. De una ciudad que se oculta en la niebla…

—Muy bien —reconoció mordaz, pero un poco más tranquila—. No hace falta ser adivino para notar mi acento británico.

—Cierto —concedió impasible Du Gard mientras parecía concentrarse—. Ha venido a París para representar a alguien en un asunto urgente… A alguien que le es cercano…, muy cercano.

—Es… es verdad. —Sarah no tuvo más remedio que afirmarlo, perpleja.

—Alguien a quien usted quiere mucho. Alguien que le importa más que nadie en este mundo. Mesdames et messieurs, ¿nos encontramos quizá sobre la pista de un secreto bien guardado? ¿Habrá venido esta joven inglesa a encontrarse con un amor secreto?

Sarah se disponía a protestar con determinación contra tales especulaciones, pero el creciente redoble del tambor y los nuevos «aaah» y «oooh» del público no le permitieron decir palabra. Un ambiente tenso flotaba en el aire, que se alimentaba de un voyeurismo sin disimulos. Todos parecían querer presenciar el momento en que una joven, claramente de buena familia y además inglesa, fuera declarada públicamente una mujerzuela.

Mais non! —Hizo saber en aquel momento Du Gard, para decepción de todos—. ¡Estaba equivocado! Es su padre la persona a la que esta joven quiere más que a nadie en el mundo, y por él ha venido a París. Un aplauso, messieurdames, para esta joven virtuosa…

Du Gard sabía manejar magistralmente a su público. Aunque los espectadores se sintieran decepcionados porque esa noche no había salido a la luz ningún escándalo, reaccionaron con alivio y le dedicaron un caluroso aplauso que se incrementó cuando Du Gard se inclinó galantemente ante Sarah y la despidió besándole la mano y con una sonrisa muy dulce.

El público vociferó pidiendo un bis, que Du Gard concedió complaciente. Una vez más, los espectadores de Le Miroir Brisé estaban entusiasmados y solo podrían hablar bien del teatro de la rué Lepic.

A diferencia de Sarah.

Cuando acabara la función, tenía que arreglar cuentas con un supuesto adivino llamado Maurice du Gard…