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TELEGRAMA CONFIDENCIAL DEL GOBIERNO, 128:
Distinguida lady Kincaid:
A través de este escrito nos complace informarle de que, en contra de todos los temores que pudiera abrigar, su padre se encuentra bien y a salvo. Lord Kincaid lamenta no poder comunicárselo personalmente, pero su presencia es ahora imprescindible en el marco de un proyecto de excavación arqueológica que lleva a cabo por encargo del gobierno. Dado que sus planes originales de participar en el Simposio Internacional del Círculo de Investigaciones Arqueológicas que se celebrará en París se ven desbaratados por ella, desea pedirle que usted lo represente. Rogamos su comprensión por no poder ofrecerle datos más exactos sobre el lugar, la naturaleza y el estado de los trabajos que actualmente desarrolla su padre: hay demasiados intereses en juego y de mucho alcance.
Su padre está convencido de que usted, como súbdita leal de Su Majestad, la Reina, conoce sus obligaciones y sabrá cómo actuar. Le manda saludos cariñosos y le desea lo mejor.
Fdo. LORD WILFRED POMMEROY
Secretario del Ministro de Finanzas
Londres, 8 de junio de 1882
MUSEO DEL LOUVRE, PARÍS
OCHO SEMANAS ANTES
El aire en el pequeño despacho, con estanterías repletas hasta el techo de infolios, documentos, fragmentos de objetos de barro, vaciados en yeso y copias, era bochornoso y asfixiante. Antes, a Pierre Recassin, el olor acre a polvo y sulfato le parecía un elixir de vida; aquella noche le provocaba náuseas.
—¿Dónde está?
La voz que llegaba desde la oscuridad era fría y cortante como la afiladísima hoja de acero que presionaba la garganta de Recassin.
—Me estoy hartando de hacerle siempre la misma pregunta, monsieur le conservateur —prosiguió la voz, cuya sonoridad gutural provocaba escalofríos a Recassin—. ¿Dónde está? ¿Dónde lo ha escondido?
—Yo… no lo sé —respondió Recassin por enésima vez—. Créame, por favor, sea quien sea usted…
Seguía sin poder ver la cara del hombre que tenía delante y que lo miraba. El halo de luz que desprendía la lámpara de gas que se encontraba sobre el escritorio alcanzaba al extraño solo hasta la barbilla; sus demás rasgos permanecían ocultos; solo de vez en cuando Recassin tenía la impresión de ver brillar en las tinieblas un ojo de mirada despiadada. Un aura funesta parecía envolver al desconocido, la negrura parecía ser su acompañante.
Recassin intentó tragar saliva, pero la hoja en su garganta se lo impidió. La sangre le manaba cuello abajo, le empapaba el cuello de la camisa y la solapa de la chaqueta.
—Ozymandias —musitó, desvalido—. Ozymandias conoce la respuesta…
—¿Eso es todo? —masculló la voz, que tenía un acento extraño—. ¿Pretende usted despacharme con enigmas? Teniendo en cuenta la penosa situación en que se encuentra, lo considero más que inoportuno.
—No… sé… nada más. —La respuesta de Recassin llegó a trompicones, su voz apenas se oyó.
—No es cierto. Aunque usted haya hecho todo lo posible por borrar las huellas de su origen, yo sé quién es usted. Y por eso también sé que se halla en su poder. Así pues, se lo preguntó por última vez, Recassin: ¿dónde está? Y permítame que le diga que estoy perdiendo la paciencia.
No era ni el acento extranjero ni la manera presuntuosa de expresarse de su verdugo lo que perturbaba a Recassin, sino la tranquilidad con que hablaba el extraño. No dejaba lugar a dudas de que el hombre utilizaría el arma mortífera que sostenía en la mano si no conseguía lo que reclamaba.
—Yo… yo… ya no lo tengo —replicó Recassin; temblaba de arriba abajo de miedo.
—Vamos progresando —observó el otro, en un tono tan suave como sarcástico—. Al menos ahora acepta que sabe de qué le estoy hablando.
—Lo… lo sé —admitió Recassin mientras unas lágrimas de miedo y de desesperación le corrían por las hirsutas mejillas.
—Pues démelo y dejaré de incomodarlo.
—No… no puedo.
—¿Por qué no?
—Porque… ya no lo tengo.
—Monsieur le conservateur —dijo la voz, fingiendo lástima—. ¿No pretenderá mentirme? En su situación sería una insensatez.
—Pero le estoy diciendo la verdad… Créame… lo he dado.
—¿Después de tenerlo durante generaciones en su poder? —La figura sin rostro resopló—. ¿A quién pretende engañar, Recassin?
—Créame, por favor… Le he dicho todo lo que sé… El objeto… ya no está en mi poder.
—¿Y quién lo tiene? —Quiso saber el extraño, y Recassin tuvo de nuevo la impresión de que los ojos de su verdugo brillaban sin piedad.
—Un amigo.
—¿Quién?
—No lo conoce.
—Deje que yo lo decida. Se lo pregunto por última vez: ¿a quién se lo ha dado? Responda, Recassin, o su silencio será el último error que cometa en este mundo.
El extraño aumentó la presión de la hoja cortante. Recassin pudo notar cómo se hendía profundamente en su piel, cómo se acercaba a la carótida, y supo que aquello era el final.
Por mucho que el temor le impelía a revelar el nombre de la persona a quien había confiado la joya, también sabía que sería absurdo hacerlo. El tono de voz de su verdugo le decía que disfrutaba con lo que hacía. Actuara como actuara Recassin, le desvelara lo que le desvelara, no serviría de nada. Al final, el extraño daría rienda suelta a sus ansias de matar. Recassin moriría, en aquel momento fue consciente de ello con una claridad y una sobriedad que le sorprendieron.
Su muerte era inevitable.
Por lo tanto, también podía callar.
—Váyase al infierno —musitó y, obstinado, clavó la mirada donde suponía que estaba el rostro del extraño.
—¿Son sus últimas palabras?
—Las últimas —ratificó Recassin en un susurro.
—Cuánta razón tiene. —La cínica respuesta llegó desde la oscuridad.
El extraño se inclinó y el halo de luz de la lámpara alcanzó su rostro… Entonces Recassin se dio cuenta con espanto de que no lo miraban dos ojos llenos de odio, sino solo uno.
El grito que quiso proferir no salió jamás de su garganta.
Sin titubear ni temblar, la mano del extraño guio la hoz afilada. Un torrente de sangre brotó de la garganta de Recassin y empapó las notas que había sobre el escritorio.
Un instante después, la cabeza del conservador golpeó el suelo con un ruido sordo.