8

—¿Has oído eso? —Sarah lanzó a Du Gard una mirada interrogativa.

Oui —respondió—, alguien ha gritado…

Todavía estaban en la primera cámara. Friedrich Hingis se les había unido; su semblante avinagrado revelaba que, en la zona que le había tocado en suerte, no había encontrado nada que tuviera demasiada importancia histórica. Juntos esperaban a Gardiner Kincaid y a Mortimer Laydon, que todavía no habían regresado.

Se oyó un segundo grito, más fuerte y penetrante que el anterior, y alguien pronunció de nuevo el nombre de Sarah.

—Padre —dijo espantada y, antes de que Du Gard o Hingis pudieran detenerla o impedírselo, se puso en camino.

Con la lámpara de aceite en la mano y el rifle en el hombro, se precipitó hacia la entrada por donde su padre y Mortimer Laydon habían desaparecido y cruzó el corredor a grandes zancadas.

—Sarah, aguarda. Non! —Oyó gritar a Du Gard—. ¡Espéranos…! —Pero ella no tenía tiempo que perder.

La voz que había pronunciado su nombre era la de su padre, y había sonado tan impregnada de dolor y espanto que el pánico se apoderó de Sarah.

Sus ojos se llenaron de lágrimas de desesperación, y el temor de haber abandonado a su padre en el momento decisivo la acompañaba a cada paso. Atravesó a toda prisa la bóveda en penumbra. Al llegar a una cámara con dos salidas, se detuvo bruscamente.

—¡Padre! —gritó con todas sus fuerzas y voz temblorosa—. ¿Dónde estás…?

—Socorro —fue la débil respuesta que recibió.

El que gritaba era Mortimer Laydon, y la inquietud de Sarah aumentó.

Aunque las catacumbas tenían una acústica particular y era imposible situar con exactitud el origen de los sonidos, a Sarah le pareció que el grito de socorro provenía del pasaje de la izquierda. Siguió corriendo entre jadeos en compañía de Du Gard y de Hingis, que le habían dado alcance. El camino parecía extenderse interminable en la oscuridad. Sarah corría tan deprisa como podía y, a pesar de todo, tenía la sensación de estar parada. El corazón le latía con fuerza y sentía frío y calor al mismo tiempo.

—Padre —llamaba sin cesar—, padre…

El pasadizo describía una curva cerrada y del otro lado llegaba la luz de una lámpara. Conteniendo el aliento, Sarah dobló el recodo y entonces lanzó un grito.

La escena era horrible.

En el centro del breve pasadizo se acurrucaba Mortimer Laydon, con la espalda apoyada en la pared de la galería y una expresión de amargura en el rostro. La pierna derecha de sus pantalones estaba empapada de sangre. Unos metros más allá Sarah vio a su padre, tendido boca abajo en la arena y completamente inmóvil. La sangre le empapaba la camisa y el suelo arenoso donde yacía.

—¡Padre!

Sarah se precipitó hacia él, se agachó a su lado y comprobó que aún respiraba. Cogió al viejo Gardiner por los hombros sin arredrarse y le dio la vuelta. Lo que vio la horrorizó aún más. Su padre tenía el pecho cosido a puñaladas, de las eme manaba sangre sin cesar.

—No, no, no…

A falta de vendas, Sarah apretó las manos contra las heridas e intentó desesperadamente detener la hemorragia, pero no lo consiguió.

El rojo elixir de la vida seguía brotando y le manchó las manos y la ropa.

—Sarah…

La voz de Gardiner Kincaid era una sombra de sí misma, una exhalación gutural átona.

—¿Padre? —Le cogió la mano ensangrentada y lo miró a la cara. Tenía el semblante pálido y laxo, y unas profundas ojeras rodeaban los ojos hundidos, que apenas conseguían enfocar a Sarah—. ¿Qué ha ocurrido?

—Un… ataque… por sorpresa —fue la respuesta titubeante, que pareció costarle mucho esfuerzo—. Una sombra… por detrás… sin posibilidad…

—¿Quién? —Quiso saber Sarah.

—No sé —contestó Gardiner; le salía sangre por la comisura de los labios y le teñía la barba plateada—. Es importante…, escúchame…

—No, padre. —Le puso suavemente la mano en la boca—. No hables. Solo conseguirás empeorar. Tienes que descansar, ¿me oyes?

El viejo Gardiner intentó reír, pero solo le salió un sonido cavernoso como de gárgaras.

—Me muero —dijo sereno—, nada me… librará… Pero has de saber que yo…

Se interrumpió cuando una punzada de dolor atravesó su cuerpo torturado. Sufrió una convulsión en el pecho, se estremeció entre espasmos y su mano se cerró con tanta fuerza sobre la de Sarah que se oyó el crujir de los nudillos.

—Padre —susurró la joven; las lágrimas le corrían por las mejillas. Le rompía el corazón verlo de aquella manera.

—No quería… herirte —aseguró Gardiner sin aliento—. Tuve que hacerlo…, quería protegerte…

—¿Protegerme? —preguntó Sarah—. ¿De qué, padre?

—Todo…, más de lo que imaginas… Pero me equivoqué…, cometí errores… Ahora pago…

—¿Qué errores? ¿De qué me hablas?

—Debería… haber contado contigo…, confiar en ti como antes… ¿Podrás… perdonarme?

—Pues claro —aseguró Sarah entre lágrimas.

—Acaba… lo que yo empecé… ¿Me has oído?

Sarah asintió con la cabeza, incapaz de pronunciar palabra.

—Faro de Alejandría… Luz en la noche… El saber implica poder… Nunca lo olvides…

De nuevo lo atravesó una punzada de dolor y Sarah temió que acabaría con él. Su cuerpo maltratado volvió a sufrir una convulsión y se le escapó un quejido que pareció provenir de lo más hondo de su alma. Pero Gardiner Kincaid aún no estaba dispuesto a abandonar este mundo, aún tenía cosas que decir…

—Sarah…

—¿Sí, padre?

—Estoy convencido… No es casual que aquí… Era tu destino, igual que el mío… —Y, al ver que era capaz de esbozar una sonrisa, prosiguió—: Continúa mi misión…, busca… la verdad…

—Lo haré —prometió Sarah, lo cual pareció proporcionar una sensación de profundo alivio a su padre. Su semblante desfigurado por el dolor se relajó y Gardiner respiró profunda y agónicamente, reuniendo fuerzas para pronunciar sus últimas palabras.

—Una cosa más, Sarah…

—¿Qué, padre?

—Tienes que… perdonarme…

—Ya te he perdonado.

—No hablo de ese —dijo meneando la cabeza, con lo que una nueva bocanada de sangre brotó de sus labios—. No sabes… toda la verdad…

—¿La verdad? ¿Sobre qué?

—Sobre lo… ocurrido… Tú no eres…

Sus palabras se interrumpieron súbitamente.

Los ojos vidriosos se le dilataron y prodigaron una mirada a Sarah que la joven nunca olvidaría. Gardiner Kincaid abrió la boca y profirió un grito sordo; se incorporó ligeramente, volvió a desplomarse y quedó tendido sobre la arena, inmóvil y empapado de sangre.

—¿Padre? —susurró Sarah.

No obtuvo respuesta y enseguida comprendió que la vida lo había abandonado. Se quedó acurrucada a su lado, como petrificada, sosteniendo aún su mano ensangrentada, mientras la terrible evidencia penetraba en su conciencia al mismo tiempo que la certeza de que, con la muerte de Gardiner, algo moría también en ella.

La expedición a Egipto, el rastreo de información, la búsqueda del gran secreto parecían haber perdido de golpe todo su sentido, y Sarah tuvo la impresión de que despertaría de un sueño.

—Descansa en paz, padre —murmuró, y le cerró los ojos. Una desesperación como nunca había sentido se apoderó de la joven.

Más negra que cualquier noche.

Más profunda que cualquier abismo.

El dolor era tan intenso que creyó enloquecer. Pero algo impidió que su mente, al borde del abismo, se precipitara en la locura, algo tan visible para ella como antiguamente lo fue la llama del faro de Alejandría para los barcos.

Una imperiosa sed de venganza…

Sarah apenas advirtió que sus compañeros se acercaban y, cada uno a su manera, rendían su último tributo al fallecido: Du Gard murmurando en voz muy baja «Au revoir» y derramando lágrimas amargas; Hingis juntando las manos y rezando una oración; Laydon, herido, quedándose quieto, apoyado en su fusil y mirando el cadáver fijamente y consternado.

—Sarah —susurró con voz apagada—, lo siento…

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó la joven.

—No lo sé. Apareció de repente…

—¿Quién?

—Una figura oscura… He oído un ruido y me he vuelto, pero lo único que he visto ha sido una sombra fugaz. Entonces he notado un dolor intenso en la pierna. Me he desplomado y he perdido el conocimiento un momento… Al despertar, he visto a Gardiner tendido…

—Comprendo. —Sarah asintió—. ¿Estás bien?

—Es una herida superficial. —Se miró la pierna herida, aún conmocionado por los acontecimientos—. No te preocupes.

—Esa figura oscura que os ha atacado… ¿llevaba una capa negra?

—No estoy seguro. —El médico meneó la cabeza, en sus ojos se reflejaba la desesperación—. Yo tengo la culpa de lo que ha ocurrido —musitó—. Gardiner era mi amigo. Yo había prometido que cuidaría de él. Tú confiabas en mí y ahora… —Las lágrimas asomaron en sus ojos y bajó la cabeza humillado—. Perdóname, pequeña, te lo ruego. Perdóname por lo que he hecho…

—Tú no tienes la culpa, tío Mortimer —lo absolvió Sarah—. El asesino de Gardiner Kincaid es el único responsable de su muerte y pagará por ello, lo juro ante el cadáver de mi padre.

Se secó las lágrimas de la cara, furiosa. Se descolgó el rifle del hombro, que tan inútil había resultado, y lo tiró. Apretando los dientes, se puso a desabrochar la hebilla de la canana de Gardiner Kincaid.

Chérie —dijo Du Gard, y se inclinó para tranquilizarla y consolarla, pero Sarah no quería consuelo. Si el dolor se aplacaba, no podría hacer lo que consideraba su obligación…

Apartó la mano de Du Gard con energía y, en un abrir y cerrar de ojos, sacó de debajo del cuerpo sin vida de Gardiner el cinto Sam Browne, del que colgaban el puñal Bowie y la funda con el Colt Frontier. Luego se levantó y se ciñó la canana, desenfundó el revólver y comprobó que estaba cargado.

Qu’est-ce que tufáis? —preguntó Du Gard perplejo.

—¿Tú qué crees? —Con los ojos enrojecidos por las lágrimas, le lanzó una mirada sombría antes de volver a cerrar el tambor y guardar el arma en la funda—. Voy a vengar a mi padre, tal como he jurado.

—Un antiguo proverbio dice que aquel que busque venganza deberá cavar dos tumbas —le hizo reflexionar el adivino.

—No me des consejos, Du Gard —le advirtió Sarah en un susurro—. Hoy no…