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FUERTE QUAITBEY, ALEJANDRÍA
11 DE JULIO DE 1882, 7 DE LA MAÑANA
Un nuevo impacto pareció sacudir los cimientos del fuerte. Sarah se apoyó en la pared de roca para no perder el equilibrio; polvo y arena se desprendieron del techo.
No quería ni imaginar qué estaría pasando en aquel momento en el exterior. Proyectiles mortíferos volaban entre los buques de guerra británicos y las posiciones de los defensores, y sembraban el caos y la destrucción en ambos bandos; violentas explosiones despedazaban muros con siglos de antigüedad como si fueran de papel; cascotes y metralla saltaban por los aires y producían una sangrienta cosecha; polvo y humo impregnaban el aire, que estaba saturado de órdenes masculladas y del griterío de los heridos…
—Deprisa —susurró Gardiner—, ¡sigamos adelante!
—¡Es una locura! —Se acaloró Hingis, que, en vez de hacer ademán de moverse, se cruzó de brazos elocuentemente—. No pienso avanzar ni un paso más. En estas condiciones, sería un suicidio.
—¿Prefiere probar suerte con los soldados egipcios? —preguntó Sarah mordaz.
—En estos momentos, estarán ocupados con otras cosas —dijo Hingis convencido.
—Efectivamente, con los proyectiles británicos, a los que no les importa lo más mínimo de parte de quién estamos —arguyó el viejo Gardiner—. Subir ahora sería un disparate. Tenemos que hacer lo contrario, adentrarnos en la galería y ver qué indica el símbolo de Alejandro…
Un nuevo impacto, esta vez justo por encima de ellos. Se oyeron gritos, tan fuertes y estridentes que consiguieron traspasar los muros de piedra. Un fragmento de roca cayó del techo y rozó el hombro de Hingis.
—¿Habla en serio? —Se escandalizó Hingis—. ¿Cómo puede pensar en su trabajo en estos momentos?
—Soy arqueólogo —respondió Kincaid lisa y llanamente.
—Yo también, pero eso no significa que quiera sacrificar mi vida por ello. Todo tiene sus límites.
—Quizá. Pero aunque no hubiéramos encontrado el símbolo, seguiría siendo más sensato permanecer aquí abajo que enfrentarse a las bombas y a las granadas.
—Me temo que tengo que dar la razón a mi estimado amigo —convino Mortimer Laydon—. En estos momentos, creo que es mucho más seguro estar en esta galería que en el exterior.
—¿Y si se derrumba la bóveda? —preguntó Hingis y, como para subrayar sus palabras, se oyeron varias detonaciones, seguidas de una nueva explosión aún más potente que dio la impresión de que había impactado en un depósito de municiones. De nuevo cayeron escombros y polvo sobre los fugitivos—. ¿Ven a qué me refiero?
—Si estas galerías son tan antiguas como creemos —replicó Gardiner Kincaid—, ya han resistido innumerables guerras y varios terremotos. La Marina Real tampoco conseguirá alterarlas.
Nuevamente una sacudida, tan fuerte y violenta que Hingis no fue el único que pensó que el techo se derrumbaría.
—¿Estás seguro, padre? —preguntó Sarah.
—También hará falta un poco de suerte —reconoció el viejo Gardiner, no tan convencido como antes—. ¿Qué decís?
—Yo estoy a favor de seguir adelante —acordó Sarah, y levantó la mano.
Uno tras otro, también Laydon, Du Gard y Ali Bey mostraron su conformidad.
—Está en minoría, estimado Hingis —comentó Kincaid—. Evidentemente, puede dar media vuelta si quiere, pero no se lo aconsejo, y eso sin contar con que no alcanzaría la gloria científica.
—¿Gloria científica? —repitió el suizo de mal humor—. ¡Al diablo la gloria científica! ¿De qué me servirá si estoy muerto?
El viejo Gardiner se echó a reír. Luego se puso en movimiento y encabezó el grupo mientras el bombardeo proseguía en la superficie. Golpes sordos sacudían una y otra vez la galería, pero se fueron amortiguando a medida que se adentraban en las profundidades, y los lamentos de Friedrich Hingis también se fueron acallando. Aunque no por mucho tiempo.
La galería acababa súbitamente ante una pared de piedra levantada con sillares imponentes.
—¡Lo sabía! —exclamó Hingis—. Sabía que esta galería era un callejón sin salida.
—No tiene sentido —objetó Sarah—. Entonces ¿por qué la habrían cerrado con una reja?
—Quizá porque querían impedir que sabelotodos como usted se pusieran en peligro absurdamente.
—Es posible, pero no probable —replicó Sarah con calma mientras se ponía a examinar la pared junto con su padre.
—Me resulta familiar —constató Gardiner.
—A mí también —coincidió Sarah—. La galería por debajo de la columna de Pompeyo también estaba bloqueada por un muro como este.
—Efectivamente —asintió Gardiner—. Descubrimos la pared el 11 de junio por la mañana, pero no tuvimos tiempo de examinarla porque, al poco, asaltaron el campamento. —Tenía los ojos vidriosos, los recuerdos lo habían asaltado por un momento—. Fue una matanza terrible —murmuró—. Tantos muertos, tanta sangre… ¿Valía la pena?
—No lo sé —contestó Sarah—, pero creo que la respuesta se halla al otro lado de este muro.
—¿A qué te refieres?
—Noto una ligera corriente de aire —explicó señalando una grieta en el muro de obra—. Y albergo una sospecha.
—¿Qué sospecha, hija?
—Espera —contestó Sarah. Se agachó, cogió del suelo una piedra del tamaño de un puño y la tiró con todas sus fuerzas contra la pared.
—¿Se ha vuelto loca? —exclamó Hingis—. ¿Qué pretende?
Sarah siguió en sus trece y golpeó el muro por segunda, tercera vez. La grieta se agrandó y se extendió como una tela de araña.
—No es piedra maciza —comprobó Gardiner Kincaid atónito—, es solo una imitación…
Al cabo de un momento, la pared cedió. Un fragmento grande como una calabaza se desprendió del muro y cayó hacia ellos, y pudieron ver que la pared no estaba hecha de sillares macizos, sino de piedra caliza de no más de dos palmos de grosor.
Todos intercambiaron miradas de sorpresa y luego ayudaron a Sarah a tirar el resto de la pared, que había resistido intacta el embate de los siglos. La golpearon y la aporrearon con todas sus fuerzas y la piedra caliza acabó cediendo. Se derrumbó con un fuerte crujido y, cuando la nube de polvo se aposentó, vieron un pasadizo que se adentraba oblicuamente en las profundidades y cuyas paredes estaban decoradas con más relieves. La luz de la antorcha palideció en la negrura más absoluta.
—Es increíble —se vio obligado a reconocer Hingis—. Tenía usted razón.
—¿Qué, doctor? —preguntó Sarah sonriendo irónicamente—. ¿Aún quiere dar media vuelta?
—Eso dependerá —respondió el suizo, en el que parecía haber despertado el afán del investigador— de lo que encontremos ahí abajo.
—¿Cree usted que Schliemann sabía dónde se metía? —Sarah entró resuelta en el pasadizo—. Solo hay una cosa segura: alguien no quería que nadie entrara en esta galería…
Se puso al frente del grupo con su padre, y Laydon, Hingis y Ali Bey los siguieron. La retaguardia la cubría Du Gard, que miraba receloso a todas partes y cuyo semblante había adoptado una vez más aquella expresión dura e insondable que Sarah ya le había visto en otras ocasiones.
La galería descendía trazando un ángulo recto, luego seguía por unos escalones empinados y, cuanto más se hundía en las profundidades, más fría y húmeda se tornaba. Las detonaciones que bramaban en la superficie ya no se oían; allí reinaba un silencio opresivo, únicamente perturbado por los pasos de los fugitivos y el suave chapoteo del agua que chorreaba por las paredes formando regueros brillantes. La mayoría de las imágenes labradas en piedra habían resultado tan erosionadas que ya no se distinguían; otras mostraban escenas del panteón egipcio, desde la creación del mundo por Geb y Nut o el viaje del dios del sol hasta imágenes de Thot, la deidad con cabeza de ibis, patrón de los escribas y de los magos…
—Hay algo que no cuadra —planteó de repente Hingis.
—¿A qué se refiere? —preguntó Sarah.
—Me refiero a que llevamos una eternidad caminando por esta galería. Tendríamos que haber salido de la península hace mucho.
—Estoy de acuerdo con usted —convino Gardiner Kincaid sosegadamente—. A juzgar por el olor salobre y la creciente humedad, podría ser que estuviéramos debajo del mar desde hace rato.
—¿Debajo del mar?
—Según mis cálculos, estamos a punto de cruzar por debajo de la dársena del puerto.
Sarah alzó angustiada la vista hacia el techo abovedado. Pensar en la masa de agua que se acumulaba por encima de ellos la impresionaba, y las caras de sus compañeros delataban que a ellos les ocurría lo mismo. El único que no parecía nada afectado era su padre, que tenía un aspecto mucho más relajado que poco antes en la mazmorra. Daba la impresión de que los enigmas arqueológicos que los rodeaban eran una fuente de juventud y él se refrescaba en el agua que brotaba de ella.
—Pero si esta galería atraviesa la dársena —concluyó Sarah—, eso significa que, antiguamente, la isla de Faros y el continente estaban unidos.
—Increíble, ¿verdad? —dijo su padre maravillado.
—En efecto, es increíble —dijo Hingis con sarcasmo—, sobre todo porque en ningún documento de la Antigüedad se encuentra la menor indicación a un túnel que los conectara.
—Eso no quiere decir nada —lo contradijo Gardiner—. Piense en la Septuaginta.
—Septua… quoii —preguntó Du Gard.
—La primera traducción al griego del Antiguo Testamento, que se realizó por encargo de Ptolomeo II para la Biblioteca de Alejandría —explicó Sarah—. Según la carta de Aristeas, la Septuaginta se realizó en setenta y dos días y de ello se encargaron otros tantos sabios judíos, y fue en la isla de Faros.
—En efecto —corroboró su padre—. Sin embargo, muchos científicos, entre los que me cuento, dudan de esa crónica, porque está plagada de contradicciones. Por ejemplo, ¿por qué los trabajos de traducción se llevaron a cabo en un faro? ¿No habría sido más práctico quedarse en la biblioteca, donde se podían consultar diccionarios y también bibliografía? No obstante, el relato de Aristeas cobra sentido con una condición…
—… que existiera una conexión secreta entre la biblioteca y el faro, que los sabios podían utilizar a cualquier hora —apostilló Sarah—. Una teoría audaz.
—Audaz no es la palabra —apostilló Hingis—. Los colegas del Círculo de Investigaciones Arqueológicas lo harían trizas por afirmar tal cosa.
—Puede —admitió Gardiner—, pero esos colegas no están aquí. Aquí solo estamos nosotros y no podemos cerrarnos a la evidencia. Y aún iré más allá, puesto que afirmo que esta galería conduce al Cementerio de los Dioses.
—¿Qué te lo hace pensar? —Quiso saber Sarah.
—El símbolo de Alejandro indica el camino hacia la tumba del rey —dijo su padre convencido.
—¿A la tumba del rey? —preguntó Hingis—. ¿Se refiere a la tumba de Alejandro? Yo creía que estaba buscando la biblioteca perdida.
—¿Y cree que hay alguna diferencia? ¿Nunca ha estado en Tebas y ha visitado el Rameseum?
—No veo qué tiene que ver una cosa con la otra.
—Entonces se lo explicaré —gruñó Gardiner con cierto aire indulgente—. En los relatos de sus viajes, Hecateo de Abdera escribió que en el templo de Ramsés II, al que él daba el nombre griego de Ozymandias, había una biblioteca sagrada.
—¿Y?
—¿No ve el paralelismo? El recinto consagrado a uno de los soberanos más poderosos de Egipto contenía una biblioteca, y sabemos que Alejandro tomó por modelo a los faraones en más de un sentido. ¿Por qué su tumba, que según su propia voluntad no tenía que ser tan solo su último lugar de reposo, sino también un centro de veneración y de memoria eterna, no podía albergar una biblioteca?
—¿Cree usted que…?
—Por supuesto —terció Sarah, que en aquel momento comenzaba a comprender las conexiones—. Eso era lo que la hermana de Recassin quiso darnos a entender al decir que Ozymandias conocía la respuesta. Y también por eso había una estatua de Ramsés debajo de la columna de Pompeyo…
—El mausoleo de Alejandro está en el mismo lugar donde antiguamente se asentaba el Museion —afirmó Gardiner Kincaid con convicción—. Quien encuentre una cosa encontrará la otra.
—¿En el fondo del mar? —preguntó Hingis dubitativo.
—¿Por qué no? Sabido es que los arquitectos de la época ptolomea eran unos verdaderos maestros de las profundidades. ¿Le suena el nombre de Saint Genis?
—¿Quién es?
—Un francés que participó como observador en la campaña militar de Napoleón en Egipto. En sus dibujos de Alejandría se menciona varias veces una «ciudad subterránea», que no era menos importante que la que estaba en la superficie. La mayoría cree que se refería a las cisternas que se extienden por docenas debajo de la ciudad y que a menudo transcurren a varios cientos de pies bajo tierra, pero yo soy del parecer de que eso no es todo. En virtud de los estudios de campo que he realizado, estoy convencido de que Saint Genis se refería en realidad a una ciudad situada en las profundidades. A una necrópolis, para ser exactos; es decir, al Cementerio de los Dioses.
—Pero el último lugar de reposo de Alejandro no estaba bajo tierra —objetó Hingis—. Las fuentes clásicas mencionan un túmulo funerario, si no recuerdo mal…
—Una trampa para engañar a los que se acercaban con malas intenciones —replicó Gardiner con énfasis—. ¿Por qué razón cree que inicié las excavaciones junto a la columna de Pompeyo?
—Porque buscabas una entrada —respondió Sarah.
—Después de estudiar a fondo mis fuentes, estaba casi seguro de haberlo encontrado; por desgracia no me dio tiempo a comprobar la validez de mi teoría. Pero, si es cierto lo que sospecho, este pasadizo también nos llevará al objetivo.
—Es poco probable —replicó Elingis—. Aunque tuviera razón, ¿quién nos asegura que esta galería está intacta? ¿Que realmente conduce al otro lado de la bahía, igual que hace más de dos mil años, a pesar de todos los terremotos y guerras que han causado estragos en todo ese tiempo?
—Alors, si no fuera así, haría rato que tendríamos los pies empapados —respondió Du Gard con una lógica aplastante, ante la cual Hingis no supo qué replicar.
Al proseguir la marcha por las profundidades apenas hablaron. Todos estaban inmersos en sus propios pensamientos, y Sarah se sorprendió lanzando constantemente miradas furtivas a su padre. Aunque el viejo Gardiner la había decepcionado en más de un sentido, no podía evitar mirarlo con admiración. Sus enormes conocimientos, su curiosidad juvenil, su afán científico de descubrimientos, su valor inquebrantable y su asombrosa serenidad lo convertían en la persona que Sarah siempre había querido ser. Lo había emulado desde niña para llegar a ser como él algún día. Pero, pensó deprimida, seguramente se había alejado más que nunca de ese objetivo…
Dio la impresión de que la galería había vencido el punto más hondo. El camino empezó a subir paulatinamente y de nuevo se oyó el estruendo de las detonaciones en la lejanía, acompañado por ligeras sacudidas que hacían temblar la roca.
—El bombardeo continúa —constató Mortimer Laydon.
—Maldita sea —contestó el viejo Gardiner—. Si seguimos notándolo a este lado de la bahía, eso significa que no están disparando solamente contra los bastiones de la costa, sino también contra la ciudad. El legado de miles de años destrozado en un santiamén. ¿Qué pretenden esos malditos idiotas?
La antorcha que llevaba casi se había extinguido. Sarah fue la primera en rasgar a tiras sus ropas de beduino y dárselas a su padre para que pudiera añadir la tela como material de combustión envolviéndola en el palo; luego lo hizo Hingis y finalmente Du Gard, al que se le notó que le sabía mal desprenderse de la prenda de oficial bordada con arabescos. Pero ese sacrificio tampoco logró impedir que la luz fuera cada vez más escasa. Una escalera que subía empinada apareció por fin a la luz de la llama, cada vez más mortecina.
—Bueno —gruñó lord Kincaid—. Diría que hemos alcanzado el otro lado de la dársena.
—Y la guerra ha vuelto a alcanzarnos —completó Ali Bey al oír de nuevo explosiones lejanas.
—La escalera no está en muy buen estado —constató Sarah, y subió los primeros escalones—. Hay grietas por todas partes, incluso en las paredes y en el techo.
—Pues habrá que arreglárselas como sea para subir —apremió Hingis—. No me atrae la idea de quedar sepultado aquí abajo.
—A mí tampoco, mon ami. —Du Gard le dio la razón con una sonrisa afable—. Créame…
No perdieron más tiempo y subieron la escalera a toda prisa. Por un lado, el hecho de volver a acercarse a la superficie les producía una sensación de alivio; por otro, a cada escalón que subían aumentaba el fragor del bombardeo.
—Idiotas —renegaba Gardiner Kincaid sin cesar—, malditos idiotas.
La escalera acababa en un corredor cuyas paredes estaban decoradas con inscripciones e imágenes. Sin embargo, allí también se apreciaba lo que ya se había anunciado al pie de la escalera: aquella parte del pasadizo no había resistido muy bien los terremotos del pasado. Unas grietas enormes recorrían el suelo, las paredes y el techo; además, la galería se había desmoronado en algunos puntos y los escombros se habían acumulado unos sobre otros, de manera que el pasadizo parecía un tubo de piedra retorcido.
—Malheureusement —apuntó Du Gard—, no tiene un aspecto muy alentador.
—¿No acabo de decirlo? —maldijo Hingis—. ¿No vaticiné que el techo se nos derrumbaría encima?
—Aún no se ha derrumbado —contestó el viejo Gardiner secamente—. Si llega a ocurrir, póngame una querella.
—Ya me gustaría —se acaloró el suizo—. ¡La gente como usted es una vergüenza para nuestra ciencia! Me encargaré de que en todos los círculos de investigadores…
La sacudida que hizo temblar la galería fue tan violenta que Ali Bey y Mortimer Laydon perdieron el equilibrio y se precipitaron al suelo. Un estallido descomunal hizo temblar el suelo y las paredes, y cayeron piedras sueltas y arena de las incontables grietas que plagaban el techo.
—Ya discutiréis más tarde —propuso Sarah—, ¡ahora cerrad la boca y corred!
No hubo respuesta, ni siquiera por parte de Hingis. Los fugitivos echaron a correr a toda prisa por la galería, cuyas paredes parecían moverse, ¿o era una ilusión provocada por los fugaces rayos de luz que emitía la antorcha? Del techo se desprendían fragmentos de piedra, y Sarah y sus acompañantes tuvieron que protegerse la cabeza con los brazos. Además, el aire se llenó de polvo, que les producía picor en los ojos y se les depositaba en los pulmones.
—¡Adelante! ¡Adelante! —Se oyó bramar a Gardiner Kincaid antes de que le acometiera un violento ataque de tos que lo hizo retorcerse de dolor.
Sarah y Du Gard se apresuraron en acudir en su ayuda y sostenerlo, y juntos se precipitaron a través del estruendo que parecía no tener fin. El fuego solo era contestado muy de tarde en tarde por un retronar débil y lejano, que no podía hacer nada contra la brutalidad del ataque británico. El imperio respondía a la rebelión de Urabi con toda la fuerza de combate de su marina, que se preciaba de ser la más moderna del mundo, y sin tener en cuenta que algunos súbditos sin tacha de Su Majestad se encontraban en las profundidades de la ciudad intentando desesperadamente seguir con vida…
El final de la galería apareció a la vista.
La llama mortecina de la antorcha lo arrancó súbitamente de la oscuridad: una puerta ancha, flanqueada por esculturas de piedra. Una de las estatuas estaba destrozada y no podía distinguirse a quién representaba; la otra aún estaba intacta. Ligeramente acongojada, Sarah constató que se trataba de Anubis, el dios de los muertos, que la miraba desde la oscuridad con su cabeza de chacal…
—¡La necrópolis! —exclamó su padre con voz ronca—. Tiene que ser la entrada al Cementerio de los Dioses…
Saberse más cerca que nunca de la realización de su sueño de investigador le prestó fuerzas renovadas. Levantó los brazos en señal de triunfo, se soltó de Sarah y de Du Gard, quienes lo sostenían, y se precipitó hacia los escalones que conducían al portalón; las alas de madera se habían podrido hacía tiempo en las bisagras. El camino estaba libre y llevaba a una bóveda que antiguamente debió de ser ostentosa y de unas dimensiones impresionantes.
En aquel momento estaba en ruinas.
Solo quedaba intacta la primera hilera de columnas que habían soportado el altísimo techo; el suelo de la sala se había hundido, probablemente a consecuencia de uno de los numerosos terremotos que habían azotado Alejandría. Y eso habría provocado que las columnas formadas por piezas se desmoronaran y también que se derrumbaran partes del techo. En algunos puntos, los fragmentos de roca y los cascotes de sillares imponentes llegaban al suelo; en otros se mantenían a medias en lo alto, sostenidos por lo que quedaba en pie de algunas columnas decapitadas. Daba la impresión de que todo se desplomaría en cualquier momento, aunque probablemente había aguantado durante siglos en aquel estado.
A la débil luz de la antorcha no se apreciaba si se podía pasar, ya que los escombros no eran el único obstáculo. El agua había entrado y había inundado el suelo hundido, de manera que alrededor de las ruinas se extendía un mar subterráneo.
—Merde! —exclamó Du Gard muy acertadamente.
—Vaya —dijo Hingis, no sin cierta satisfacción—. Ahí lo tienen. Un callejón sin salida, como yo sospechaba.
—El peristilo —constató el viejo Gardiner, sin hacer caso del comentario de su acompañante—. Esto debía de ser el pórtico de la ciudad de los muertos. Estoy casi seguro de que al otro lado se encuentra el Cementerio de los Dioses… y aquello que los historiadores han buscado en vano durante siglos: la tumba de Alejandro y el Museion…
—Deje de soñar, Kincaid —lo reprendió Hingis—. Nuestro camino acaba aquí.
—Todavía no —replicó el padre de Sarah. Se acercó a la orilla, se agachó, metió el dedo en las aguas oscuras y lo lamió—. Esto tiene que estar conectado con el mar abierto.
—¿Qué va a hacer? —preguntó Hingis—. ¿Ponerse a nadar como un pez?
—No es mala idea —contestó Gardiner, y se metió sin vacilar en el agua oscura, que al cabo de pocos pasos ya le llegó a las caderas.
—¿Qué se propone?
—¿Usted qué cree? Buscar un camino, evidentemente.
—¿Entre estas ruinas? —El suizo se cruzó de brazos elocuentemente—. Sin mí. Ya se lo dije una vez y se lo repito: ningún descubrimiento arqueológico merece perder la vida.
—Me temo —declaró Du Gard— que tiene usted razón, mon ami.
—Sería absurdo retroceder ahora —proclamó Gardiner—. Estamos muy cerca del objetivo.
—¿Y si se derrumba la bóveda?
—Ha aguantado durante dos mil años, también resistirá la estupidez de la Marina Real británica —dijo Gardiner convencido.
Aún se oía el estrépito de las detonaciones, pero la intensidad del fuego había disminuido.
—Comparto la opinión de mi padre —dijo Sarah—. Creo que debemos arriesgarnos y continuar.
—Qué sorpresa —replicó Hingis. El brillo de sus ojos revelaba que él también quería saber qué había al otro lado de la zona inundada, pero la perspectiva de tener que moverse por el líquido elemento no parecía agradarle en absoluto.
—Creo que no nos queda otra elección. —Mortimer Laydon también se puso de parte de Gardiner—. El riesgo de volver a cruzar por debajo de la dársena no será menor que el de probar suerte aquí.
—Naram —afirmó Ali Bey, y también se metió en el agua sosteniendo el fusil en lo alto con las dos manos—. Soy un hijo del desierto y no me fío del agua, pero creo que el efendi tiene razón. Nadie debería desafiar dos veces el destino de la misma manera.
Con ello, los escépticos quedaban en minoría y, al ver que Du Gard se sumaba a la decisión de la mayoría, Hingis dejó de oponer resistencia.
—Solo dígame una cosa —le preguntó en voz baja a Sarah mientras se metía en las aguas poco profundas de la orilla con un gesto de asco en la boca—, ¿cómo ha podido aguantar con un padre como el suyo?
—De hecho —respondió Sarah—, solo caben dos posibilidades: o pierdes la razón o te vuelves como él. Yo me decidí por la última.
Elingis se detuvo en el agua, que ya le llegaba a la altura de las rodillas.
—Es usted muy graciosa —observó, y era imposible determinar si lo decía en serio o irónicamente.
—Muchas gracias —contestó Sarah sonriendo y, por primera vez desde que había emprendido aquel viaje, tuvo la sensación de que en el pecho envarado del erudito latía un corazón.
El agua se volvió turbia a causa de la arena que removían a cada paso que daban. Sarah notó que un frío húmedo la invadía, pero se guardó de decir una sola palabra.
La escasa luz de la antorcha solo permitía intuir las dimensiones reales de la zona, que antiguamente debió de ser una sala hipóstila imponente. Solo veían lo que la llama, cada vez más pequeña, arrancaba de la oscuridad, y eso apenas bastaba. El agua ya les llegaba al pecho y bordeaban las columnas que se habían desplomado o que aún se alzaban medio en ruinas, doblándose bajo el gran peso que descansaba sobre ellas. De vez en cuando temblaban por los impactos de los proyectiles que caían sin cesar, pero resistían esa carga adicional.
Sarah intentó no malgastar un solo pensamiento imaginando qué ocurriría si una de aquellas columnas cedía. El equilibrio que sostenía el techo derruido parecía muy frágil y, aunque nunca lo habría reconocido delante de Elingis, Sarah no respiraría tranquila hasta que hubieran dejado la bóveda atrás…
—Maldita sea —oyó gruñir a su padre, y por el tono de voz supo que no lo decía por decir.
—¿Qué pasa? —preguntó, y avanzó hasta la cabecera del grupo.
Habían llegado al otro lado de la sala hipóstila, pero allí no había ninguna salida, puesto que donde se alzaba otra estatua enorme de Anubis, el guardián de los muertos, una verdadera montaña de escombros y cascotes sobresalía del agua: los restos de dos columnas que habían sepultado el paso.
Con un ligero aire de desvalimiento, Gardiner Kincaid puso la mano en uno de los enormes cascotes.
—Es inútil —constató frustrado—, no se mueven un ápice. Al parecer, nuestro estimado colega Hingis tenía razón.
—¿No lo había dicho yo? ¿Por qué nadie me hace caso…?
—¿Qué insinúas, padre? —preguntó Sarah perpleja—. ¿Quieres abandonar? ¿Después de haber llegado tan lejos?
—¿Que si quiero abandonar? —Gardiner meneó la cabeza con determinación—. De eso nada, pero no veo que nos quede otra elección. No soy un cíclope capaz de levantar rocas sin esfuerzo…
A través de capas de arena y piedra de metros de grosor penetró de nuevo el sonido sordo de las granadas. La superficie del agua se encrespó y la llama de la antorcha se apagó como si el estruendo de los cañonazos le hubiera dado un susto de muerte.
—C’est la fin —comentó Du Gard innecesariamente.
La negrura los cubrió como un saco oscuro y, al cesar momentáneamente el bombardeo, se hizo un silencio aterrador.
Nadie dijo nada; en aquel momento, todos comprendieron que estaban perdidos. Regresar sin luz y en medio de una oscuridad impenetrable para encontrar la galería era tanto como imposible…
El miedo invadió a Sarah y le paralizó la mente, hasta que se dio cuenta de que seguía viendo los rostros de sus compañeros. Cuánto más tiempo pasaba, más se distinguían en la oscuridad, alumbrados por un tenue resplandor de un tono verde enigmático.
—Un moment! —exclamó Du Gard, que también lo había notado—. Algo no cuadra. Yo sigo viendo.
—Yo también —declaró Hingis, sin ocultar su perplejidad—. ¿Cómo diantre…?
—La luz viene de ahí abajo —constató Ali Bey—. De debajo del agua…
Sarah y los demás buscaron a su alrededor con la mirada. El alejandrino tenía razón. El camino estaba cortado por encima del agua, pero debajo parecía haber una abertura por la que penetraba una débil luz.
—Tenemos que sumergirnos —afirmó Gardiner Kincaid.
—Pero no sabemos qué hay al otro lado —objetó Hingis—. Además, soy un erudito, no un maldito pez…
Sarah no oyó el resto de la queja porque ya se había tirado de cabeza al agua. Había decidido acabar sin más dilación con la disputa que se avecinaba reconociendo el terreno.
Las voces de sus compañeros se acallaron de golpe y el fragor de las detonaciones se apagó y se convirtió en un rumor de fondo irreal. La oscuridad y el frío la rodeaban y tardó un instante en orientarse por el agua turbia.
La fuente de la ominosa luz resultó ser una hendidura de dos codos de ancho por el doble de alto que se abría entre un fragmento de columna derrumbada y un cascote de roca. Sarah nadó hacia allí, se agarró al borde de la abertura con las dos manos y se dio impulso para entrar. Los ojos le ardían a causa del agua de mar, que estaba tan turbia que no se permitía ver a más de tres metros… Por eso no distinguió la sombra alargada que acechaba al otro lado de la brecha.
Notó que apenas le quedaba aire en los pulmones y braceó a buen ritmo para llegar lo antes posible a la superficie por donde penetraba la luz. Sarah emergió del agua con un grito de alivio en los labios y se encontró en un pasadizo ancho medio inundado. La luz que habían visto desde el otro lado penetraba por una grieta abierta en el techo.
Sarah concedió un momento de descanso a sus pulmones. Luego cogió aire, se sumergió de nuevo y volvió a atravesar la hendidura. Al cabo de un momento se reunía con los demás, quienes la miraron sorprendidos y a la vez espantados.
—¡Sarah! —exclamó el viejo Gardiner enfadado—. ¿Qué crees que…?
—El camino está libre, padre —informó sin hacer caso de la reprimenda—. Ahí abajo hay una abertura lo bastante grande para que podamos pasar todos. Al otro lado hay otro pasadizo.
—¿Ah, sí? —preguntó Hingis—. ¿Y cómo pretende que vayamos?
—Nadando por debajo del agua —respondió Sarah—, uno tras otro. Maurice, tú serás el primero.
—Pourquoi moi?
—Porque, según dijiste, eres un buen nadador —contestó—. Hingis, usted lo acompañará.
—Pero yo… —El suizo bajó la voz, avergonzado—. Yo no sé nadar.
—Yo tampoco —añadió Ali Bey—. Soy un hijo del desierto, no del mar.
—Pues tendrán que aprender —replicó Sarah sin compasión—. Solo hace falta que aguanten la respiración; Du Gard los ayudará, ¿entendido?
—Naram.
—Pues, ¡adelante!
Al hijo del desierto y a Hingis les costó horrores decidirse. Pero lo peliagudo de la situación y el estruendo incesante de los impactos de los proyectiles les hicieron comprender que no tenían elección. Uno tras otro desaparecieron bajo el agua, y Du Gard se empleó a fondo para llevarlos sanos y salvos al otro lado.
—¿Podrás, tío Mortimer? —preguntó Sarah a su padrino, en cuyo semblante envejecido se dibujó una fugaz sonrisa llena de confianza.
—¿Bromeas, criatura? En Oxford fui uno de los mejores remeros de mi promoción. El líquido elemento es mi segundo hogar.
Desapareció apenas decirlo, y solo quedaron Sarah y su padre.
—Tienes dotes de mando —afirmó inesperadamente el viejo Gardiner—. Tu gente confía en ti.
—No. —Sarah meneó la cabeza—. Confían en ti. En mí solo ven un reflejo de tu fama.
—Eso es una tontería y tú lo sabes. Eres mucho más que eso, Sarah. No puedes evitar seguir la llamada de lo desconocido y seguramente tu destino será rastrear antiguos misterios, igual que he hecho yo a lo largo de mi vida. Fue una estupidez por mi parte no incluirte en mis planes, pero es tarde para arrepentirse, ¿no?
Extendió los brazos hacia delante, dispuesto a sumergirse, pero Sarah lo detuvo.
—¿Qué ocurre?
—Tus pulmones —le recordó—. ¿Lo conseguirás? En los ojos de Gardiner Kincaid pudo leerse una mezcla de diversión y de agradecimiento.
—Realmente te preocupas por mí, ¿verdad?
—Por supuesto, por eso estoy aquí.
—Mis pulmones —aseguró— están lo bastantes fuertes, hija mía, y si no lo estuvieran, tampoco daría media vuelta. Es más que probable que al otro lado de esa abertura se encuentre la realización de un sueño. Lo que he estado buscando toda la vida. ¿Entiendes a qué me refiero?
—Creo que sí. —Sarah asintió con un gesto de cabeza—. Mucha suerte, padre.
—Nos veremos en el otro lado —contestó el viejo Gardiner despreocupadamente, y se tiró de cabeza al agua oscura.
Sarah dejó que tomara cierta ventaja, cogió aire y lo siguió. Volvieron a rodearla el silencio, el frío y la luz opaca. Solo podía distinguir vagamente a su padre. Lord Kincaid avanzaba agitando las piernas con movimientos regulares, alcanzó la hendidura y la atravesó.
Sarah también cruzó la abertura, hacia la luz que penetraba por el otro lado, y entonces creyó percibir algo de reojo.
¿Había sido una ilusión o realmente se había movido algo? ¿Una sombra esbelta y alargada…?
El agua salada le quemaba los ojos como si fuera fuego mientras miraba alerta a su alrededor, pero no divisó nada sospechoso en aquel entorno verdoso y turbio. Notó que los pulmones empezaban a fallarle y sacó la cabeza del agua.
Su padre estaba a menos de un metro de distancia. Detrás de él vio a Ali Bey, con la ropa empapada y una sonrisa de alivio en el semblante. Hingis, Du Gard y Mortimer Laydon también parecían haber superado bien la inmersión y, con el agua cubriéndolos hasta las caderas, habían vadeado un trecho del paso por cuyo techo penetraba la pálida penumbra.
—¿Todo en orden? —preguntó Sarah.
—Por suerte —afirmó Hingis—. Sin embargo, a mi regreso no podré explicar nada bueno de esta expedición.
—Está en su derecho, mon ami —opinó Du Gard, que miraba pensativo hacia lo alto—. Me pregunto de dónde viene esa claridad. ¿Tan cerca estamos de la superficie?
—No —negó lord Kincaid—; si fuera así, las detonaciones se notarían mucho más. Más bien creo que nos encontramos debajo de las antiguas cisternas y que la luz del día penetra a través de los pozos. Hará unos cuarenta años, un coronel llamado Bartholomew Gallice realizó un inventario y llegó a contar casi novecientas cisternas en la ciudad. O sea, que es posible, y más que probable, que tengamos una encima.
—Se narran muchas historias de las cisternas de Alejandría —añadió Ali Bey—. Algunas fueron construidas en los tiempos en que se fundó la ciudad, y cuentan que aún no se han descubierto todas. Incluso hay gente que afirma que en ellas continúan desapareciendo personas que…
Se interrumpió al ver que los semblantes de sus compañeros cambiaban de expresión. El interés con que lo habían estado escuchando se transformó en puro terror.
—¡Cuidado, Ali Bey! —chilló a pleno pulmón Sarah dando el grito de alarma.
Pero ya era demasiado tarde.
En las aguas turbias se había visto fugazmente una sombra alargada que se deslizaba hacia Ali Bey. Un instante después, emergió una aleta triangular y una boca con dientes afilados surgió de la penumbra detrás de él.
—¿Qué…?
El alejandrino se dio la vuelta y tuvo tiempo de ver al cazador despiadado que se abalanzaba sobre él con la boca muy abierta y unas mandíbulas asesinas que se hundieron en su carne un segundo después.
—¡Un tiburón! —bramó Gardiner Kincaid retrocediendo horrorizado—. ¡Un maldito tiburón…!
Ali Bey lanzó un alarido de terror cuando el animal lo agarró. No pudieron ver dónde le había mordido, porque el agua parecía hervir a su alrededor. Se formaron unas crestas coronadas de espuma, que se tiñó de rojo mientras aquel hombre corpulento era zarandeado como un muñeco. Sus gritos desgarradores retumbaron en el techo abovedado y taparon el rugido de las detonaciones hasta que se extinguieron de repente.
Ali Bey desapareció súbitamente. El tiburón se había llevado a su víctima debajo del agua, que volvía a estar calmada como si nada hubiera ocurrido.
Pasaron unos segundos en los que todos quedaron paralizados de terror. El viejo Gardiner había desenfundado el revólver y apuntaba donde hacía un instante estaba Ali Bey; Sarah y Mortimer Laydon también empuñaron sus armas.
De repente surgió un nuevo chorro de espuma ensangrentada. Ali Bey volvió a aparecer, con las manos levantadas buscando ayuda y una expresión de infinito terror en el rostro empapado de sangre.
Pero volvió a desaparecer y ya no regresó.
Se hizo un silencio sepulcral en el que nadie se atrevió a hablar. Luego se oyó un chapoteo y Sarah vio estremecida que se acercaban más aletas por las aguas turbias.
—¡Vámonos de aquí! —gritó con todas sus fuerzas mientras apuntaba con el fusil y apretaba el gatillo. Pero, en vez del estallido de un disparo, del Martini Henry solo salió un clic metálico. El percutor se había mojado y se negaba a cumplir su cometido.
El breve instante que le quedaba no daba para una oración, ni siquiera para un grito. El cuerpo con forma cónica se aproximaba rápido como una flecha, y Sarah ya pensaba que correría la suerte terrible del alejandrino…
Pero entonces sonaron dos disparos.
El Colt de Gardiner Kincaid cumplió formalmente su obligación. Las balas salieron a toda velocidad del cañón del arma, perforaron el agua y alcanzaron a la sombra devoradora antes de que hubiera llegado a Sarah. El tiburón se estremeció y volteó. Unas cintas delgadas de sangre le brotaron por el costado, y Sarah vio el ojo negro y frío de su cazador y su boca entreabierta repleta de dientes.
—¡Rápido, Sarah! ¿A qué esperas?
La mano de su padre, que la cogió por el hombro y tiró de ella, la sacó de la parálisis. Enseguida fue consciente de que acababan de regalarle la vida y tenía que correr a toda prisa para conservarla.
Impulsándose en el agua con ambas manos, se situó detrás de los demás, que ya habían emprendido la huida. No habían tenido tiempo de hacer nada por Ali Bey, pero podían salvar sus propias vidas.
Quizá…
De nuevo sonó un disparo.
La cara de Mortimer Laydon, iluminada por el fogonazo, resplandeció en la penumbra y, no muy lejos de él, se levantó un gran chorro de agua. En vez de la aleta triangular que podía verse tan solo hacía un momento, apareció la aleta ancha de una cola que golpeó con furia a su alrededor. Laydon se dio la vuelta y se apresuró a avanzar por aquel corredor inundado, que parecía ser una guarida de tiburones.
Sarah y el viejo Gardiner, que cubría la retirada abriendo fuego contra los escualos para mantenerlos a distancia, ganaron terreno. Ni Hingis ni Du Gard estaban demasiado entrenados, y la huida de Mortimer Laydon era lenta debido a su avanzada edad.
—Permaneced juntos —ordenó Gardiner—, así no nos atacarán…
Hingis estaba tan aterrado y extenuado que ni siquiera replicó. Todavía conmocionados por la suerte eme había corrido el pobre Ali Bey, se apiñaron, y los tiburones se apartaron realmente de ellos. Seguían viendo las aletas, que los rodeaban amenazadoramente, pero los cazadores de las profundidades parecían demasiado desconcertados para atacar de nuevo.
Al menos por el momento…
—Ahí delante está la orilla —avisó Du Gard—; ya puedo verla…
—Pues vamos —apremió Gardiner Kincaid a sus protegidos mientras intentaba recargar el revólver, lo cual representaba una tarea casi imposible debido a la poca luz y a que tenía las manos entumecidas. Además, los tiburones se habían recuperado de la sorpresa y volvían a prepararse para un nuevo ataque.
Sarah contó cuatro aletas, que cortaban el agua oscura como cuchillos y se dirigían directas hacia sus compañeros. Laydon, que había recargado el arma, efectuó un nuevo disparo, pero el tiburón no se detuvo. El arma de Sarah estaba inutilizada y Hingis continuaba llevándola colgada al hombro, intentando encontrar la salvación en la huida.
—¡Se acercan! —gritó el suizo presa del pánico al ver aproximarse a toda velocidad a los tiburones y, un instante después, profirió un grito y desapareció en el agua.
Dio la impresión de que los tiburones lo habían atrapado, pero luego volvió a emerger lamentándose a voces.
—Mi pie —se quejó—. ¡Lie resbalado y me he torcido el pie! No puedo continuar…
Volvió a caerse y las cuatro aletas cambiaron bruscamente de rumbo y se dirigieron hacia él.
—¡Ayúdenme! ¡Por favor…!
Sarah vio al erudito agitarse en las aguas oscuras. Instintivamente se dispuso a ir hacia él, pero su padre la detuvo.
—¡Tú te quedas! —decretó enérgicamente—. Obedéceme al menos esta vez…
Kincaid dio media vuelta y se apresuró a acudir en ayuda de Hingis, que seguía gritando fuera de sí. El viejo Gardiner aún estaba ocupado metiendo cartuchos en la recámara del revólver y todo apuntaba a que perdería la carrera con los tiburones…
—¡Padre! ¡No! —gritó Sarah, y quiso retroceder, pero una mano fibrosa la retuvo inflexible, y supo que era Du Gard—. ¡Suéltame! —exigió—. ¡Maldita sea, suéltame…!
Du Gard no pensaba hacerlo.
Con la ayuda de Laydon se llevaron a Sarah por el corredor, que al final subía escarpado, con lo que el nivel del agua descendía y podían avanzar más deprisa. Pero eso no consoló a Sarah.
—¡Padre! —gritó desesperada.
Entonces se precipitaron los acontecimientos.
Cuando el primer tiburón estaba casi a punto de alcanzar a Friedrich Hingis, Gardiner Kincaid acabó de recargar el arma. Con un giro rápido de muñeca cerró el tambor del revólver y apretó el gatillo, no una vez, sino varias veces seguidas. Con la mano izquierda dándole sin parar al percutor, el arqueólogo envió a los tiburones una salva de plomo mortífero que, si bien perdía ímpetu debajo del agua, bastó para atajar la sed de sangre de los animales.
Dos resultaron alcanzados y empezaron a girar como barrenas. La nube de sangre que dejaron en el agua bastó para que sus congéneres perdieran por unos instantes el interés por un erudito que temblaba de miedo… Unos instantes que Gardiner Kincaid aprovechó.
—Vamos, Hingis —gritó, dio media vuelta y avanzó por el corredor sujetando con una mano el revólver y con la otra a Hingis por el cuello de la camisa, al que arrastró consigo.
A medida que iba siendo menos profundo, fueron avanzando más deprisa y finalmente llegaron al punto donde el agua solo cubría hasta las rodillas, donde los esperaban Sarah y Du Gard. No se veía ni rastro de los tiburones. El canal subterráneo volvía a estar tan tranquilo como antes. La luz que penetraba por el techo se reflejaba en las aguas calmadas. Nada parecía recordar los terribles sucesos, excepto el hecho de que faltaba uno de ellos…
Se desplomaron exhaustos y abatidos. Mientras el doctor Laydon se ocupaba del pie de Hingis, Sarah abrazó en silencio a su padre, contenta de volver a tenerlo a su lado y a salvo. El semblante de Gardiner Kincaid reflejaba alivio, pero también un profundo agotamiento. Respiraba entrecortadamente y tosía.
—¿Estás bien, padre?
—No te preocupes, hija —informó con una sonrisa animosa—. Estoy bien, es solo que me estoy haciendo viejo para estas cosas…
—Mon Dieu, ¿qué ha pasado? —preguntó Du Gard—. ¿Qué eran esas bestias?
—Tiburones —respondió Sarah—. Tiburones tigre para ser más exactos. Suelen encontrarse en las aguas turbias del litoral.
—¡Maldita sea mil veces! —Renegó Hingis—. ¿Cómo diantre han llegado hasta aquí esas bestias?
—Ya les dije que tiene que haber un enlace con el mar abierto —contestó el padre de Sarah con voz ronca—. Los tiburones habrán entrado por ahí.
—¡Inconcebible! —dijo Hingis escuetamente.
Todos esperaban que el suizo volviera a lanzar una sarta de improperios culpando a lord Kincaid del terrible incidente y, sobre todo, de la muerte de Ali Bey, pero Friedrich Hingis calló.
Estaba acurrucado en el suelo y en silencio como los otros, calado hasta los huesos y tiritando de frío, y con la mirada clavada en el agua oscura. Sarah pensaba en Ali Bey y en el espantoso final que había sufrido, y por primera vez se preguntó si perseguir un enigma arqueológico, por muy importante que fuera, valía tanto sacrificio…
—Eh bien —dijo Du Gard, que fue el primero en volver a ponerse en pie—. Al menos, ahora sabemos por qué la tumba de Alejandro nunca ha sido descubierta.
—¿A qué te refieres? —preguntó Sarah.
—Alors, el enlace con el mar seguramente existe desde hace mucho tiempo y los tiburones han estado vigilando siempre el cementerio.
—¿Quién sabe? —manifestó Gardiner Kincaid—. Pero nosotros hemos vencido el obstáculo y veremos lo que ningún ojo humano ha visto desde hace mucho tiempo.
—Después de todo lo que hemos pasado, nos lo merecemos —afirmó Hingis, que aún tenía el semblante lívido—, pero ninguno de nosotros tanto como usted.
—¡Caray! —El padre de Sarah enarcó las cejas—. Qué palabras tan poco habituales en su boca…
—Usted ha retrocedido y me ha salvado la vida —constató el suizo—. ¿Por qué? Si he de serle sincero, no creo que yo hubiera hecho lo mismo por usted…
—La sinceridad le sienta bien —reconoció el viejo Gardiner—. Le he salvado porque forma parte de mi equipo.
—¿Yo? ¿De su equipo? —Hingis soltó una risa forzada.
—Exacto. En el momento en que mi hija le hizo partícipe del secreto, usted empezó a formar parte de un gran todo. Le guste o no, amigo mío, se trata de mucho más que de desenterrar unos cuantos cimientos sepultados. Estos muros —explicó Gardiner, e hizo un gesto amplio con la mano— contienen todo aquello a lo que siempre han dedicado sus estudios personas como usted y como yo. Al fin y al cabo, hacemos todo esto por afán de conocimiento, porque ansiamos respuestas a las preguntas fundamentales, queremos conocer nuestro origen, de dónde venimos y adonde vamos. Puede que no siempre haya compartido su parecer y admito que nunca me han gustado sus maneras petulantes, pero ahora sé que usted también busca respuestas, como mi hija y yo. Y eso nos hace iguales.
Hingis había estado escuchando con la boca abierta, asombrado, y Sarah pensó que se echaría a reír con cinismo como era su costumbre.
Pero no lo hizo.
Unas horas antes, Friedrich Elingis seguramente se habría reído de las palabras dramáticas de Gardiner Kincaid, las habría cubierto de sarcasmo incluso antes de comprender su significado. Sin embargo, los recientes acontecimientos parecían haberle dejado bien claro que en aquella expedición no había sitio para individualistas y que todos dependían de todos.
—No sé qué pensará usted —prosiguió el viejo Gardiner sonriendo—, pero si esta tiene que ser mi última aventura, preferiría acabar mi vida rodeado de amigos y no acechado por competidores.
—Y que lo digas —convino Mortimer Laydon—. Y que lo digas…
Se prepararon para proseguir la marcha y entonces se dieron cuenta de que el bombardeo había cesado. Pero, justo en el momento en que se disponían a proseguir el viaje por la Alejandría subterránea, el fuego se reinició. Se oyeron silbidos estridentes, seguidos de fuertes detonaciones que hicieron temblar la tierra hasta lo más hondo.
—Salgamos de aquí —propuso Sarah, y lanzó una última mirada sobrecogida al agua que había sido la perdición de Ali Bey.
Se puso a la cabeza del pequeño grupo; esta vez, su padre cubría la retirada. Hingis se mantenía cerca de él, como si sintiera la necesidad de subsanar algo; en el centro marchaban Mortimer Laydon y Du Gard, que, en contra de lo habitual, estaba muy callado.
Sarah se volvió hacia él.
—¿Qué te pasa?
—Je ne sais pas —dijo meneando la cabeza—. No me gusta este sitio. Creo que ha sido un error venir.
—Nadie podía saber lo que ocurriría con los tiburones.
—No estoy hablando de los tiburones, chérie. Hablo de algo que rodea este lugar. De un aura de frío y de maldad. Vosotros no podéis notarla, pero es real…
Sarah calló. No le preguntó qué le provocaba esos pensamientos sombríos ni quiso saber qué creía que había que hacer. Se cerró en banda a todas las preguntas, pero eso no cambió que en lo más hondo de su ser se sintiera igual.
Al principio lo había achacado al miedo, al estruendo de los proyectiles que la acompañaba constantemente y no dejaba de recordarle el peligro que se cernía sobre ella como una espada de Damocles. Luego había creído que se debía al sentimiento de culpa que la invadía por la muerte de Ali Bey. Pero, cuando Du Gard expresó abiertamente lo que sentía, Sarah no tuvo más remedio que aceptar que ella también notaba aquel frío…
Retroceder quedaba descartado; aunque hubieran querido, los tiburones representaban un impedimento con el que ninguno de ellos querría volver a enfrentarse. Lo único que podían hacer era seguir avanzando y mantenerse alerta. Sarah no quería tropezarse con otra sorpresa aterradora…
El pasadizo acababa en una escalera que subía muy empinada. La iluminación mejoró y, súbitamente, Sarah y sus compañeros se encontraron en medio de las cisternas, muchas tan antiguas como la ciudad. La mayor parte de las espaciosas bóvedas ya no se utilizaban y hacía mucho que estaban secas, pero por parte de los canales aún corría el agua que se desviaba hasta allí desde el brazo occidental del Nilo.
—A diferencia de antiguas metrópolis como Roma o Atenas, Alejandría no se creó en el transcurso de años de desarrollo —explicó Gardiner Kincaid, cuya admiración volvía a imponerse; si notaba algo parecido a lo que sentían Sarah y Du Gard, no dejaba entrever nada—. El arquitecto Dinocrates proyectó la ciudad conforme a las ideas de Alejandro. Fue la primera localidad del viejo mundo que mereció el calificativo de «moderna» y, en su época, estaba a décadas, si no a siglos, por delante de las demás. Entre otras cosas, se trazó un sistema de canalización que no le iría mal a más de una ciudad europea actual, y había cisternas y despensas subterráneas que tenían que asegurar la supervivencia de la población incluso en los malos tiempos. Todo esto es harto conocido, pero jamás se me habría ocurrido pensar que las cisternas y el Cementerio de los Dioses podían estar unidos…
—Un descubrimiento verdaderamente importante —convino Hingis—. Solo por eso, ya pondrán su nombre junto a los de Champollion y Schliemann.
—Gracias, amigo mío —replicó el viejo Gardiner en un alarde de presunción que casi espantó a Sarah—, pero no pienso darme por satisfecho con eso…
Cruzaron varias cámaras de techo abovedado, unidas entre sí por estrechos canales en los que el agua les llegaba a la altura de la rodilla. Las iluminaban los tenues rayos de luz que caían en vertical, siempre como una columna en el centro de cada cisterna. Sarah se arriesgó a echar un vistazo por uno de los pozos de luz, cerrados con gruesas rejas de hierro, que tenían sobre sus cabezas, pero si pensaba que descubriría un retazo de cielo azul se llevó una gran decepción. El humo y el polvo oscurecían el sol y parecían extenderse como una mortaja sobre toda la ciudad. Sarah creyó notar el regusto amargo del olor a quemado. Desde allí abajo era imposible determinar el alcance de la destrucción, pero Sarah supuso que sería considerable. Además, los bombardeos proseguían.
Cada proyectil que detonaba hacía temblar las cisternas. En el agua se formaban ondas y saltaban trozos de mortero del techo, pero las bóvedas milenarias resistían la fuerza destructiva. Solo cuando los impactos se producían muy cerca y hacían temblar el suelo bajo sus pies, Sarah y sus compañeros se sobresaltaban; por lo demás, la guerra que bramaba en la superficie ya se había convertido en un espantoso hecho cotidiano para ellos. Siguieron impasibles su camino, hasta que se toparon con un nuevo obstáculo.
Una escalera de piedra conducía fuera de las cisternas, hacia un corredor corto que a los pocos metros se precipitaba en un vacío absoluto. Un foso que mediría tres o cuatro metros de anchura y cuyo fondo no podía verse en la penumbra cruzaba el pasadizo. Al otro lado del foso se alzaban dos imponentes pilares que flanqueaban un gran portal. En cada uno había una inscripción en griego.
—Ahí está —murmuró Gardiner Kincaid con veneración—. La entrada a la tumba del rey…
—«Yo soy Alejandro —tradujo Friedrich Hingis con voz trémula—, rey de linaje divino». Y la inscripción del otro lado reza: «Quien quiera encontrarme tendrá que vencer mi obra y la falange de mis guerreros».
—¿Qué significa? —preguntó Mortimer Laydon.
—En cualquier caso, es una prueba de que las suposiciones de mi padre eran correctas —dijo Sarah—, porque, si no recuerdo mal, en la entrada al templo de Ramsés en Tebas se encuentran unas palabras parecidas.
—Es cierto, hija mía. —La sonrisa de Gardiner estaba henchida de orgullo de padre—. Te has aplicado en los estudios.
—Ya dije que he tenido un buen maestro. —Sarah le devolvió el cumplido—. Así pues, la hermana de Recassin tenía razón. Ozymandias conoce la respuesta.
—Efectivamente, pero saberlo no nos ayuda a llegar al otro lado. —Mesándose la barba plateada, el viejo Gardiner pensaba concentrado. Daba la impresión de que no percibía ni el fragor de las bombas—. Diría que el foso está ahí para proteger de inundaciones el mausoleo en caso de que las cisternas se desbordaran. Pero, evidentemente, también es idóneo para mantener alejados a los intrusos.
—Parece que los constructores lo tenían claro —convino Hingis—. La «obra» que se menciona en la inscripción y que hay que vencer solo puede referirse al foso.
—Peut-étre, pero ¿qué significa lo de la falange?
—La falange era un cuerpo de batalla especial de los macedonios —explicó Sarah—. Se supone que contribuyó en gran medida a la victoria de Alejandro sobre el reino de los persas, ya que ni la infantería persa ni la temida caballería podían hacer nada contra la barrera de picas de sus soldados.
—Chérie… —Du Gard rio quedamente—. ¿No querrás hacerme creer que al otro lado se esconde un ejército?
—No exactamente, pero las palabras tienen que significar algo y haríamos bien en descifrarlas.
—Sobre todo —opinó su padre—, tendríamos que buscar la manera de vencer el foso.
—Yo llevaba una cuerda en mi bolsa —contestó Sarah—, pero me la quitaron cuando nos capturaron.
—Oui —comentó Du Gard secamente—. ¿Cómo era aquello? El bolso de una mujer alberga más de un secreto.
—Y la boca de un adivino mucho cotilleo tonto —contraatacó Sarah con agudeza. Le dio una patada a una piedra que estaba cerca del borde del precipicio y la piedra cayó hacia el fondo. Durante unos momentos no se oyó nada; luego, un débil chapoteo.
—Agua —constató Mortimer Laydon—. Otra vez…
—Diría que el foso sirve realmente de rebosadero de las cisternas —reflexionó Gardiner—. Tendrá entre diez y quince metros de profundidad.
—Suponiendo que el nivel del agua fuera suficiente, la caída no sería mortal —concluyó Sarah.
—Cierto, pero sin cuerda y teniendo en cuenta que las paredes del foso son lisas, no habría esperanzas de salir de él.
—Aun así, deberíamos intentarlo —insistió Sarah convencida—. ¿Veis las aberturas que hay a ambos lados de los pilares? Un poco más arriba de las inscripciones…
—¿Qué les pasa? —preguntó Hingis.
—A juzgar por la forma y el tamaño, parecen construidas para un fin determinado.
—¿Ah, sí? ¿Y qué fin podría ser?
—Bueno —siguió pensando Sarah—, por lo que puede verse, las aberturas descienden oblicuamente. Como si las hubieran construido para verter algo.
—¿Verter algo? Pero ¿qué? ¿Más agua?
Las miradas de Sarah y del suizo se encontraron en la penumbra, y en el brillo traicionero que se reflejaba en los ojos de Hingis, Sarah reconoció que no solo había resuelto el enigma al mismo tiempo que ella, sino que había tomado la misma decisión.
Sarah estaba al borde del foso y, por lo tanto, Hingis tenía ventaja. No le hacía falta tomar carrerilla, le bastaba con echarse a correr. Con los dientes apretados y los ojos muy abiertos detrás de las gafas sucias de polvo, el suizo se lanzó hacia el foso.
—Maldita sea… ¿Qué…? —gruñó Gardiner Kincaid desconcertado.
Hingis ya había llegado al borde y saltó, impulsado no tanto por un valor heroico como por el imperioso deseo de ser el primero. No había ni rastro de la torcedura que se había hecho en el pie.
Aún en el aire, flotando literalmente entre la vida y la muerte, estiró los brazos y las piernas hacia delante para catapultar su cuerpo enjuto por encima del abismo. Sarah y los demás observaron sin aliento cómo volaba hacia el otro lado… y fallaba por poco.
Las puntas de sus botas tocaron el canto, pero resbalaron. Hingis chocó con fuerza contra la roca y, durante un instante lleno de dramatismo, dio la impresión de que se estrellaría. Sin embargo, en el último segundo consiguió agarrarse a las ranuras que había entre las losas de piedra del suelo.
—¡Hingis! —gritó Gardiner Kincaid con severidad—. ¿Se ha vuelto loco?
El suizo no se inmutó. Aferrándose a la vida con todas sus fuerzas, consiguió auparse y poner una rodilla en el canto. Jadeando se encaramó del todo y rodó en suelo firme.
—¿Qué hace? ¿Qué significa…?
—Creo que lo sé —dijo Sarah con voz apagada, mientras observaba sin aliento cómo Hingis se ponía en pie y, visiblemente cansado, pero con una sonrisa triunfal en el rostro, se alejaba en la oscuridad que reinaba al otro lado del portal.
—¿Qué sabes?
—Esas aberturas… —Sarah señaló hacia los pilares—. Forman parte de un mecanismo que permite franquear la fosa. Hingis lo supo al mismo tiempo que yo.
—Vraúnent, c’est fantastique —se acaloró Du Gard—, y ahora ese miserable bastardo impertinente estará destruyendo el mecanismo para dejar atrás a sus competidores, n’est-ce pas?
Sarah habría dado cualquier cosa por poder contradecirlo, pero Du Gard había manifestado exactamente lo que ella sospechaba. Hingis había aprovechado la ocasión para adelantarse y cosechar los laureles que correspondían a su padre.
—¡No! —bramó Gardiner Kincaid, y cerró los puños, sintiendo una ira desvalida al comprender que, por su edad y su debilidad, no estaría en condiciones de imitar el salto mortal del suizo.
Cuando Sarah ya retrocedía para tomar carrerilla y saltar al otro lado, se oyó un chasquido estridente.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Laydon.
—Les grenades —conjeturó Du Gard—. ¡La bóveda se nos cae encima!
—No ha sido el impacto de un proyectil —aseguró Sarah—. ¿No oís ese rumor…?
Su padre y los otros dos le dedicaron una mirada interrogativa. De repente se oyó con mucha claridad un ruido similar al de una catarata precipitándose en el abismo con un rugido.
Pero no era agua lo que empezó a derramarse de golpe por las aberturas situadas a ambos lados del portal. Era arena.
Salía en dos imponentes cascadas y se vertía en el foso. El agua que había dentro siseó hostil, como si quisiera ahuyentarla, pero la arena, que no cesaba de precipitarse en las profundidades, la absorbió en un instante. En pocos segundos, la espesa nube de polvo que subía del foso no permitió ver a un palmo de distancia. Sarah y sus compañeros se taparon la boca y la nariz con sus pañuelos, aunque no les sirvió de mucho. Sacudidos por fuertes ataques de tos, no les quedó más remedio que retroceder por el corredor hasta la escalera y esperar, y tuvieron que hacerlo a tientas.
Durante un rato que les pareció interminable, Sarah y los suyos estuvieron condenados a la inactividad; no podían hacer nada más que permanecer acurrucados en un rellano de la escalera y observar la nube de polvo que asomaba por la entrada, acompañada por un estruendo infernal…
… que en un momento dado se extinguió.
El polvo provocado por la arena se aposentó, y después de limpiarse la cara y la ropa, los miembros de la expedición volvieron a subir los peldaños y se asomaron con cuidado. Lo que vieron los dejó sorprendidos.
No solo porque la arena había cumplido su objetivo y había cubierto el foso, de manera que podían cruzarlo sin peligro, sino porque en el portal apareció una figura delgada, harto conocida. La lámpara de aceite que sostenía en la mano proyectaba una luz inquieta sobre su semblante, en el que se dibujaba una sonrisa satisfecha.
—¡Hingis! —exclamó el viejo Gardiner—. Por Castor y Pólux, qué…
—Reconozcan —instó el suizo— que pensaban que no volverían a verme.
—Lo admito —afirmó Sarah sin dudarlo, antes que los demás.
—Confieso que la tentación era grande —declaró el suizo—. Cuando comprendí cómo funcionaba el dispositivo, supe que tenía que actuar enseguida o perdería la ventaja. Así pues, actué antes de darme cuenta de que lo que hacía era una locura… El salto podría haberme costado la vida. Pero llegué ileso al otro lado y encontré lo que usted y yo habíamos imaginado: una palanca de piedra para activar el mecanismo de acceso. Primero ni siquiera pensé en accionarlo, pero luego lo hice. ¿Y saben por qué?
—¿Por qué? —preguntó Gardiner.
—Porque no podía quitarme sus palabras de la cabeza, Kincaid. Y porque después de todo lo que ha hecho por mí, tenía la sensación de estar en deuda con usted. ¿Verdad que es extraño?
—Para una persona de su talante, probablemente —admitió el padre de Sarah sonriendo con ironía mientras caminaba por la arena y llegaba al otro lado—. Motivo de más para darle las gracias.
—No se merecen. —El suizo sonrió—. De todos modos, tendré que andarme con cuidado para que no se convierta en una mala costumbre. Tengo una fama que conservar.
—¿Y la lámpara? —preguntó Sarah—. ¿De dónde la ha sacado?
—Ahí hay un nicho excavado en la roca. —Hingis señaló al otro lado de la puerta—. Encontrarán todo lo que necesitan.
—Vaya. —Sarah frunció los labios—. No imaginaba que tuviese tanto sentido práctico.
Lo dejó plantado y se acercó al nicho, donde realmente encontró un montón de lámparas de barro dispuestas en fila. Algunas estaban rotas o inutilizadas, pero otras se veían intactas. No muy lejos había unas ánforas llenas de aceite; incluso habían pensado en los pedernales. Sonriendo con acritud, Sarah dedujo que los constructores seguramente habían contado con que llegarían visitas…
Se apresuraron a encender varias lámparas para que cada uno tuviera la suya.
—Adelante —instó Gardiner Kincaid—. Al final de este corredor espero encontrar lo que buscamos. Satisfacción científica…
—… y gloria eterna —añadió Friedrich Hingis entusiasmado.
—Haciendo honor a la verdad —murmuró Du Gard a media voz—, me conformaría con encontrar la salida…
El corredor que se abría al otro lado del portal conducía hacia el interior oblicuamente. Las paredes estaban decoradas con pinturas fastuosas, de un colorido magnífico, como nunca antes había visto Sarah. Eran de la época ptolomea y mostraban a Alejandro en las grandes gestas de su corta vida: en las victorias sobre los persas en las batallas de Issos y Gaugamela, en el juicio a Artajerjes y en las bodas de Susa. El techo abovedado estaba pintado de color azul y decorado con ornamentos plateados que brillaban como estrellas a la luz de las lámparas. Todo aquello era sin duda intencionado y, como Sarah bien sabía, se trataba de un nuevo paralelismo con el templo de Ozymandias.
El corredor desembocaba en una gran sala sostenida por columnas, cuyas dimensiones solo podían intuirse. La sala daba a otra cámara que tenía sendos pasos a ambos lados que conducían a otras estancias.
A Gardiner Kincaid se le notaba que su impaciencia iba en aumento. Para no perder tiempo, dividió el grupo y dio instrucciones a sus compañeros para que reconocieran el terreno.
—¿Y bien? —preguntó a su regreso.
—Créame, esto es un laberinto, no un cementerio —contestó Du Gard—. La cámara que he inspeccionado da a otras dos cámaras. Y de ambas salen pasadizos que penetran aún más en el interior.
—Lo mismo ocurre por el otro lado —confirmó Sarah.
—¿Y todas están vacías? —Quiso saber su padre.
—Las que yo he visto, sí —aseguró Mortimer Laydon—. Pero si mis modestos conocimientos arqueológicos no me engañan, eso no tiene nada de extraño, ¿no?
—No. —Hingis meneó la cabeza—. Los constructores de las tumbas egipcias eran maestros en dejar pistas falsas para engañar a intrusos y saqueadores. En la mayor parte de las tumbas de faraones hay innumerables cámaras secundarias destinadas solo a cumplir ese objetivo. El arte está en encontrar la verdadera cámara funeraria.
—Así es —confirmó Gardiner—, yo no lo habría explicado mejor. Lo más sensato sería que buscáramos por separado; de ese modo, avanzaremos más.
—¿Te parece buena idea, padre? —objetó Sarah—. Yo creo que no deberíamos separarnos.
—¿Por qué no?
—Sarah tiene razón —convino Du Gard—. En un lugar como este deberíamos permanecer juntos.
—¿Un lugar como este? ¿De qué está hablando? No es la primera vez que entro en una tumba antigua.
—Lo sé, milord, pero esta es diferente. La desgracia flota en el aire, la percibo.
—¿Desgracia? —Gardiner lo miró dubitativo.
—Usted conoce mis habilidades. Me disgusta aludir a ellas, pero en este caso no puedo hacer otra cosa. La desgracia flota en este lugar, lo percibo claramente.
—¿Qué clase de desgracia?
—¿Cuántas clases hay? —preguntó irritado el adivino—. Muerte, ruina, perdición: escoja la que prefiera. Este lugar está plagado.
—¿Y qué espera? —lo increpó Hingis, de quien se había apoderado la fiebre por hacerse con el botín, al igual que del viejo Gardiner—. ¿Que demos media vuelta y abandonemos ahora que estamos tan cerca del objetivo?
—Pourquoipas? Créame, no lo diría si no lo pensara en serio —aseguró Du Gard mirando receloso a su alrededor—. Yo ya conocía todo esto…
—¿Lo conocías? —preguntó Sarah.
—Lo vi una vez —confirmó el francés enigmáticamente, y le lanzó una mirada que la estremeció. Sarah comprendió que se refería a la visión que había tenido en Le Miroir Brisé un día después de que la expedición de Gardiner Kincaid fuera atacada.
La visión de la muerte de su padre…
Aquel era el escenario de la visión de Du Gard, y Sarah comenzó a vislumbrar que todo aquello no era una casualidad. De acuerdo con su carácter ilustrado y moderno, había intentado convencerse de que el destino no existía y que todos tenían en sus manos la posibilidad de determinar su suerte. Pero en aquel viaje había aprendido otras cosas…
—Yo me quedaré contigo, padre —dijo escuetamente para disimular que la voz le temblaba.
—Ni hablar. —Gardiner meneó la cabeza—. Te necesito al otro lado.
—Entonces me opondré a tu deseo —objetó con obstinación, y su padre sonrió indulgente.
—Hija —dijo—, no has hecho otra cosa desde que saliste de Yorkshire. Me has seguido en contra de mis instrucciones expresas, me has estado espiando y has luchado por conseguir un puesto en esta expedición.
—Padre, yo…
—Con tu obstinación y tu valor has contribuido a que todos hayamos logrado llegar hasta aquí —prosiguió el viejo Gardiner— y, precisamente por eso, nuestros caminos tienen que separarse.
—Pero… ¿por qué?
—Porque ha llegado el momento de que te separes de la sombra de Gardiner Kincaid. Te he estado instruyendo durante años y has demostrado ser la mejor alumna que he tenido. Ahora debes acumular experiencia. Te has ganado el derecho a explorar por tu cuenta estas cámaras, Sarah. Puede que estés destinada a encontrar lo que yo tanto he buscado en vano.
—Pero yo…
—¿Vas a decirme que no quieres? ¿Que no te importa que, en algún lugar entre estos muros, se esconda el mayor enigma de la historia de la humanidad? —Sonrió—. No me has seguido porque estuvieras preocupada por mí, Sarah. Yo lo sé, y si tú fueras sincera contigo misma, también lo sabrías.
—De todos modos, no dejaré que vayas solo —insistió ella.
—Siendo así, yo podría acompañar al viejo cabezota —se ofreció Mortimer Laydon—. Para serte franco, no me agrada la idea de moverme solo por estas catacumbas sombrías. De este modo los dos saldríamos ganando.
—¿Eso te tranquilizaría un poco? —preguntó Gardiner a su hija.
—Un poco —replicó a disgusto.
Mortimer Laydon no era el guardaespaldas ideal, pero era el mejor amigo de su padre. Sarah no podía hacer nada que él no pudiera hacer, y quizá tenía realmente más sentido que ella se centrara en la búsqueda de la tumba de Alejandro y de la biblioteca perdida. Su padre había expresado abiertamente lo que ella se había resistido a reconocer: que no había hecho todo aquello solo por él, sino también por el secreto que rastreaban…
—Entonces, está decidido —anunció Gardiner—. Mortimer y yo nos ocuparemos de esa cámara. Hingis, usted se encargará de la cámara de la izquierda. Sarah y Du Gard, vosotros os ocuparéis de las de la derecha. Explorad el terreno, buscad y luego regresad; nos reuniremos de nuevo aquí. Pero tened cuidado de no perderos. Los complejos funerarios pueden ser un auténtico laberinto y, por desgracia, no tengo hilo a mano.
—¿Hilo? —Du Gard enarcó las cejas.
—Según la leyenda, Ariadna, hija del rey de Creta, dio un ovillo de hilo al héroe Teseo cuando este se dirigió al laberinto del Minotauro —explicó Sarah—. Teseo fue desenrollando el hilo y luego lo siguió para salir ileso del laberinto.
—C’est vrai? —Du Gard frunció los labios—. A todas luces es una leyenda: en la vida real, nunca aparecen hijas de reyes cuando las necesitas…
Sarah entornó los ojos y le dirigió una mirada de desaprobación, luego dio media vuelta y entró en la cámara que le habían asignado.
—Suerte —le gritó Gardiner Kincaid mientras en la lejanía las detonaciones bramaban como una tormenta que se acercaba, lenta pero imparable…