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DIARIO PERSONAL DE SARAH KINCAID
¿Seguimos la pista correcta?
¿He llegado a conclusiones certeras?
Las pesquisas sobre el paradero de mi padre continúan siendo palos de ciego. No tengo ni idea de dónde me he metido, pero empiezo a sospechar que detrás de este enigma se esconde mucho más de lo que creí al principio.
¿Qué significa el misterioso cubo por cuya causa asesinaron a Recassin? Los que lo mataron tan cruelmente, ¿son realmente los mismos que van tras mi padre? ¿O saben de sobra dónde se encuentra el artefacto y ya me pisan los talones? La idea me inquieta, sobre todo porque me hace suponer que la persecución de la otra noche en Montmartre no fue producto de mi imaginación. Pero destierro de mí esos pensamientos porque sé que no me ayudarán a encontrar a mi padre.
Aún no sé qué pensar de tener como protector a un francés adivino, pero cuanto más tiempo paso con Maurice du Gard, más cuenta me doy de que detrás de sus maneras artificiales y de la coquetería de que hace gala respecto a sus cuestionables habilidades se oculta un espíritu sumamente inteligente y sensible. Comienzo a entender por qué mi padre lo tenía por un amigo, aunque sigo sin comprender por qué nunca me habló de él.
Estoy rodeada de misterios, de preguntas para las que no tengo respuestas, y empiezo a estar harta. Confío en que mi investigaciones en los archivos del Louvre darán resultados y no me veré obligada a esperar más tiempo. Porque, al menos en este sentido, Francine Recassin tenía razón. La espera y la inactividad me dan realmente miedo…
ARCHIVO DEL MUSEO DEL LOUVRE,
PARÍS, 20 DE JUNIO DE 1882
En el despacho del archivero jefe, el aire era seco y tan denso que podía cortarse. Nada indicaba que en el exterior era de día, puesto que apenas entraba luz a través de las cortina corridas de las ventanas. En medio de estantes repletos de libros y de infolios encuadernados en piel había un escritorio enorme, sobre el cual se apilaban montones de formularios y más y más libros. Entre ellos se inclinaba un hombre calvo, vestido con camisa y chaleco; su piel parecía haber tomado el color y la textura del papel macilento. A la luz de una lámpara de gas, revisaba una lista de registros y murmuraba nombres en voz baja, pero no encontró lo que buscaba.
—Lo siento —concluyó; levantó la vista y miró a los dos visitantes por encima de sus gafas con forma de media luna—. En la época que comentan, nadie llamado Gardiner Kincaid hizo uso del fondo cartográfico.
—¿Está seguro? —inquirió Sarah impaciente.
Apenas había conseguido pegar ojo en toda la noche. No había dejado de pensar en lo que Francine Recassin le había dicho y cuanto más reflexionaba en ello, más convencida estaba de que seguía la pista correcta.
—Por supuesto. —El archivero torció el gesto—. Como encargado jefe de este departamento tengo la obligación de documentar escrupulosamente todas las consultas que se realizan de material cartográfico, y se lo aseguro: si no está registrado en esta lista, su padre no estuvo aquí.
—Comprendo —dijo Sarah sin poder ocultar su decepción.
Las piedras del mosaico habían comenzado a encajar y ahora resultaba que sus conjeturas eran falsas. Pero ella estaba tan segura de que su padre no había ido a París solo por el cubo…
—¿No podría ser que Gardiner diera otro nombre? —Planteó Du Gard.
Aunque el adivino, con su chaqueta de seda azul y su camisa de volantes, ofrecía un aspecto algo extravagante, Sarah se alegraba de tenerlo por compañía: en su interior había temido que la mala fama que había conquistado en La Sorbona la hubiera precedido hasta el Louvre. Esos temores resultaron infundados, pero, aun así, a Sarah la tranquilizaba saber que tenía a un amigo a su lado, aunque se habría mordido la lengua antes que confesárselo…
—¿Otro nombre? —Sarah enarcó las cejas.
—Después de todo lo que hemos averiguado, él debía de saber que lo perseguían… Entonces, nada más natural que camuflarse, n’est-cepas?
—Cierto —admitió Sarah, aunque no conseguía imaginar a su padre escondiéndose tras un pseudónimo—. ¿Me permite ver la lista? —preguntó—. Probablemente encontraré algún nombre que levante mis sospechas.
—Como usted desee.
Un poco reticente, el archivero giró la lista para que Sarah pudiera echarle un vistazo desde el otro lado del escritorio. Era evidente que creía que la joven dudaba de su esmero y por eso quería buscar ella misma a su padre, con lo cual puso cara de malhumor.
Sarah echó una ojeada rápida a los registros pertenecientes a los días en que, según Du Gard y Francine Recassin, su padre había estado en París. El nombre de Gardiner Kincaid no aparecía por ningún sitio, pero Sarah dio con una entrada que despertó su interés.
—Mira —dijo en voz baja.
—¿Lo ha encontrado?
—No directamente. Pero aquí aparece anotado un tal Friedrich Hingis.
—¿Amigo suyo?
Sarah sonrió con sorna.
—Más bien no. Hingis es uno de los competidores más acérrimos de mi padre. Fue uno de los que me despellejó en el simposio.
—Un tipo desagradable.
—Efectivamente.
—¿Cree que puede guardar alguna relación?
—No lo sé. —Sarah lo meditó—. Hingis es discípulo de Schliemann y forma parte del Círculo de Investigaciones Arqueológicas. Como tal, es normal que… ¡Un momento!
—¿Qué ocurre? —Du Gard la miró inquisitivo—. ¿Sospecha algo?
—Es más bien una idea vaga —apuntó Sarah—. El otro día, en La Sorbona, Hingis ardía en deseos de saber en qué trabajaba mi padre.
—Et quoi?
—Que probablemente vio a mi padre en París. Quizá coincidieron aquí, en la biblioteca, y Hingis intentó en vano averiguar cuál era el objeto de las investigaciones de mi padre. Eso explicaría su agresiva intervención en La Sorbona.
—Peut-étre —admitió Du Gard—. Pero no deja de ser una suposición. No hay pruebas de que su padre estuviera aquí.
—Cierto —reconoció Sarah, que continuó ojeando la lista y, finalmente, señaló con aire triunfal otra entrada—. Pero aquí tiene una prueba definitiva.
—¿En serio?
—El 4 de abril —declaró Sarah—, un tal Mortimer Laydon visitó el archivo cartográfico.
—¿Y bien? ¿Conoce usted a ese monsieur?
—Diría que sí —asintió Sarah—. El doctor Laydon es el mejor amigo de mi padre y su confidente más íntimo, además de mi padrino. No puede ser casual que él se encontrara en París en la misma época que mi padre.
—¿Cree que Gardiner le pidió ayuda?
—No se me ocurre ningún otro motivo para que un médico de Su Majestad, la Reina, vaya a un archivo de material cartográfico antiguo —replicó Sarah.
Pero la euforia que acababa de sentir se esfumó de golpe, dejando paso al desencanto. Por mucho que se alegrara de saber que sus conjeturas eran ciertas y que su padre realmente había ido a París para preparar una expedición, no dejaba de atormentarla una pregunta punzante: ¿por qué diantre su padre pidió ayuda a Mortimer Laydon si estaba en apuros y no a ella? ¿No habría sido más adecuado recurrir a su hija, que también era arqueóloga y a la que él mismo había instruido?
¿Qué significaba todo aquello?
El hombre al que más quería en el mundo y en el que siempre había confiado a ciegas, ¿se había apartado de ella? ¿No la consideraba digna de confianza? ¿Por eso la había enviado a Londres…?
—Estoy seguro de que su padre tendría buenas razones —observó en voz baja Du Gard, como si los pensamientos de la joven fueran de nuevo un libro abierto, para disgusto de Sarah.
—Pues claro que tenía sus razones —aclaró Sarah irritada—. ¿O cree usted que un médico real emprendería un largo viaje de Londres a París sin una razón de peso?
—N… non —balbuceó Du Gard, que a todas luces no se esperaba semejante reacción—. Bueno, usted conoce mejor a su padre que yo.
—Exacto —confirmó Sarah, y deseó de todo corazón estar en lo cierto—. Estos números de archivos —prosiguió, señalando las columnas de la lista—, ¿qué significan?
—Son los mapas que el doctor Laydon consultó —explicó el archivero.
—¿Y qué mapas son?
—Déjeme ver. —Murmurando los números, el hombre se dirigió a un grueso catálogo encuadernado en piel, lo abrió y examinó las cifras correspondientes—. Se trata de planos de Alejandría.
—Alejandría —repitió Sarah, con una mezcla de respeto y sorpresa, mientras invocaba desde el fondo de su consciencia el saber que había acumulado en la biblioteca de Kincaid Manor.
Fundada en el año 331 a. C. por Alejandro Magno, la ciudad, llamada así en su honor, tenía que convertirse en la capital de su imperio, pero esa quimera jamás se hizo realidad. La temprana muerte de Alejandro en el año 323 desmembró el imperio y sus generales entablaron guerras sangrientas por hacerse con la sucesión. El resultado de esos enfrentamientos fueron los reinos diádocos, de los cuales el más rico era indiscutiblemente el Egipto de los ptolomeos, con Alejandría como capital. La ciudad fue considerada durante siglos un centro comercial y cultural equiparable a los del mundo clásico, perduró hasta la época del Imperio romano y ostentó una de las siete maravillas del mundo, el gran faro de la isla de Faros. Alejandría seguía escondiendo incontables secretos y, al parecer, Gardiner Kincaid pensaba airearlos…
—¿Responde eso a nuestra pregunta? —inquirió Du Gard ingenuamente—. ¿Se encuentra su padre en Alejandría?
—Eso parece.
—Pourquoi? ¿Qué se puede descubrir allí?
Sarah lanzó una mirada socarrona al francés.
—No sabe mucho de historia, ¿verdad?
—Alors, yo…
—Alejandría fue uno de los grandes centros del mundo antiguo y también un crisol de distintas culturas y diferentes influencias. Griegos, egipcios, persas, judíos… Todos acudían a Alejandría a comerciar y a intercambiar mercancías. Si damos validez a las fuentes de la época, también era un refugio de cultura y de pecado, de riquezas inconmensurables y de pobreza extrema. Y, durante mucho tiempo, Alejandría fue considerado el lugar más avanzado del mundo, donde convergían la modernidad, la ciencia y el arte.
—Vaya, igual que París —replicó Du Gard sonriendo burlón.
—Bueno, si usted quiere, la ciudad de Alejandro fue el París de la Antigüedad —concluyó Sarah—, y como siempre sucede cuando ese tipo de contrastes se dan en un lugar… —Se interrumpió como si se le acabara de ocurrir algo. Abrió precipitadamente la bolsa de lona que siempre llevaba consigo y sacó el cubo envuelto en papel aceitado—. Alejandro —murmuró—, claro, esa es la solución…
—¿Qué? —Quiso saber Du Gard—. ¿Se le ha ocurrido algo?
—Efectivamente —asintió Sarah—. Las letras grabadas en el cubo, las cinco primeras letras del alfabeto griego…
—¿Qué pasa con ellas?
—Son el sello de Alejandro —desveló Sarah mientras examinaba el cubo girándolo en sus manos—. Son las iniciales que Alejandro mandó labrar en los cimientos de Alejandría. La letra «alfa» corresponde al nombre de Alejandro; la «beta», a la palabra griega basileus, que significa «rey»; la «gamma» corresponde a genos, el término para designar «linaje», y la «delta», a theos, la palabra griega para «dios». Por último, según mi padre, la «épsilon» corresponde a ergon, la expresión griega para «trabajo».
—¿Según su padre? O sea, ¿que es un especialista en este campo?
—De hecho, no. —Sarah meneó la cabeza—. La historia del antiguo Egipto y del Antiguo Oriente son sus especialidades, pero sé que siempre se ha sentido fascinado por Alejandría. La ciudad ofrece a los arqueólogos incontables enigmas que…
—Sarah no llegó a concluir la frase, pero sí el pensamiento. Sobrecogida, se llevó la mano a la boca.
—¿Qué ocurre? —Quiso saber Du Gard.
—Creo que ya sé qué está buscando mi padre en Alejandría.
—¿De verdad?
—Está buscando el Cementerio de los Dioses —declaró Sarah con voz apagada—, el lugar donde, según las crónicas, se encuentra la tumba de Alejandro Magno.
—¿La tumba de Alejandro? ¿Y qué la lleva a creerlo?
—Se cumpliría un viejo sueño de todo investigador. Se trata de hacer realidad un mito. Hingis, ese miserable advenedizo, tenía razón…
—¿Qué quiere decir? —Du Gard sacudió la cabeza—. Francamente, no entiendo nada…
—En nuestra discusión en La Sorbona, Friedrich Hingis afirmó que mi padre nunca había hecho un descubrimiento de la categoría de Schliemann y, desgraciadamente, tenía razón. Arrancarle al pasado sus mitos y convertirlos en parte de la historia es algo con lo que sueñan todos los arqueólogos, pero a muy pocos se les concede ese triunfo.
—¿Y la tumba de Alejandro es uno de esos mitos?
—Por supuesto —asintió Sarah—. La han buscado durante siglos. Distintas fuentes indican que, tras su muerte, el cadáver de Alejandro fue llevado a Egipto y se le dio sepultura en un mausoleo erigido expresamente para él, un lugar al que llamaron el Cementerio de los Dioses. Incluso existen descripciones del sepulcro, que supuestamente se encuentra bajo un gran túmulo de tierra, pero nunca lo han encontrado. Si mi padre consiguiera descubrir la tumba de Alejandro, por fin habría encontrado su propia Troya y lograría el reconocimiento que merece.
—Comprendo —comentó Du Gard—. Eso explicaría por qué las excavaciones deben efectuarse en el más estricto secreto, ¿verdad? Gardiner tiene miedo de que alguien se le adelante.
—Efectivamente. Y también nos ofrece un posible motivo respecto a la participación del Ministerio de Finanzas londinense en las excavaciones: teniendo en cuenta la importancia de Alejandro en la historia y el hecho de que nadie antes ha podido descubrir su último lugar de reposo, cabe suponer que allí se atesoran riquezas inconmensurables.
—¿Y cree que el cubo guarda alguna relación? —preguntó Du Gard señalando el objeto que Sarah tenía en las manos.
—¿Quién sabe? —dijo, y se encogió de hombros—. Sea como sea, el tema de las iniciales no puede ser casualidad.
—Quizá tenga usted razón y Pierre Recassin murió por ese motivo —reflexionó Du Gard—. No sería la primera vez que se comete un brutal asesinato por codicia desaforada.
—Cierto —admitió Sarah, que había palidecido a lo largo de la conversación—. De todos modos, estoy intranquila por otros motivos.
—¿Cuáles?
—¡Alejandría, Maurice! ¿Es que no lee los periódicos?
—Mon Dieu, ¡tiene razón! —El semblante de Maurice du Gard, que ya de por sí tenía poco color, adquirió matices aún más blancos—. Los levantamientos en Egipto, la rebelión del pacha Urabi…
—Hará una semana, en Alejandría se produjeron ataques sangrientos contra todos los extranjeros que se encontraban en la ciudad —añadió Sarah—. Al parecer, debido a las amenazas de intervención de nuestro gobierno, los británicos fueron los más afectados. Un testigo ocular declaró al Times que había habido una terrible matanza, que la anarquía imperaba en las calles. De todos los sitios del mundo, mi padre ha escogido precisamente el más inseguro y peligroso de todos…
—Eso no significa nada —la tranquilizó Du Gard.
—La visión que me contó —inquirió Sarah—, aquel sueño en vela por el que supo que la vida de mi padre corría peligro, ¿cuándo lo tuvo? Y, por favor, Maurice, dígame la verdad…
—Déjeme pensar un momento. —Du Gard se concentro—. Aquella noche yo estaba en el escenario y fue poco antes de mi actuación. Si no recuerdo mal, sería el 11 de este mes.
—¿El 11 de junio?
—Oui. Pourquoi?
—Porque el 11 de junio tuvieron lugar los altercados en Alejandría —contestó Sarah estremecida—. Y no me diga que no cree que ambas cosas estén relacionadas.
—Lo que yo crea o deje de creer no tiene la menor importancia, ma chére. ¿Desde cuándo cree usted en visiones y adivinos? ¿No dijo que todo eso era pura charlatanería?
—La mayoría, sí, eso aún lo creo —se defendió Sarah—. Pero cuando los indicios son tan claros como en este caso…
—… también pueden ser una coincidencia, aunque bastante peculiar, lo reconozco.
—¿Y usted habla de casualidad? ¿Precisamente usted?
—Oui, ma chére, y con razón. En mi visión no aparecían disturbios. Y estoy bastante convencido de que lo que vi correspondía al futuro, no al presente. Por lo tanto, todo indica que su padre sigue con vida.
—Eso espero, de todo corazón; pero no lo creeré hasta que lo vea con mis propios ojos.
—¿Qué quiere decir?
—Qué viajaré a Alejandría —anunció Sarah resuelta.
—¿Quiere ir a Alejandría? —Du Gard se la quedó mirando perplejo—. Pero ¿no acaba de decir que actualmente es el lugar más inseguro y peligroso del mundo?
—En efecto, y mi padre se encuentra allí. Tengo que reunirme con él.
—Ma chére… —Du Gard respiró hondo y urdió sus argumentos—. D’abord, no ayudará en nada a su padre poniéndose en peligro. Ensuite, él no querría que usted arriesgara su vida por él. Troisiémement, él sin duda sabía dónde se metía y asumió el riesgo a sabiendas.
—Puede —admitió Sarah—. O estaba tan enfrascado en sus investigaciones que los acontecimientos lo cogieron totalmente por sorpresa. También es posible que las prisas le impidieran enterarse de lo que sucedía en Alejandría. Al fin y al cabo, lo perseguían…
—Oui, todo eso también es posible. Pero no creo que usted contribuya a mejorar su situación lanzándose de cabeza a una aventura con un desenlace imprevisible.
—Si no le gusta, eche un vistazo a su bola de vidrio —propuso Sarah encogiéndose de hombros—. A lo mejor entonces el desenlace de la expedición es un poco más previsible. Y usted… —Sarah se dirigió en francés al archivero, que continuaba sentado detrás del escritorio y había seguido con los ojos muy abiertos la conversación, sostenida en inglés—. ¿Sería tan amable de buscar los mapas que le pidió el doctor Laydon?
—Con mucho gusto —replicó el hombre macilento, y se retiró a todas luces contento de alejarse de la discusión.
—De nuevo le repito que se trata de una bola de cristal —puntualizó Du Gard ofendido—. Pero no necesito consultarla para prever que la expedición acabará en catástrofe. Quédese, Sarah, ¡se lo suplico!
—Mi decisión es firme, Maurice. No intente disuadirme.
—¿Por qué quiere ir a Alejandría? ¿Para salvar a su padre o porque quiere averiguar a toda costa si aún cuenta usted con su lealtad?
—¿Ya empieza de nuevo? Ya le he dicho que a usted no le incumbe.
—¿Ah, no? Es usted muy transparente, Sarah.
—¿En qué sentido?
—Sé exactamente qué piensa. No deja de encontrar gente a la que nunca había visto antes y que parece conocer muy bien a su padre. Y él no le pidió ayuda a usted, sino a su viejo amigo Mortimer Laydon. Eso la ha herido…
—Tonterías, yo…
—¿Sabe?, creo que madame Recassin no se equivocaba con usted. Está realmente llena de miedos, Sarah Kincaid. Preferiría morir antes que reconocer que el hombre al que durante toda la vida ha admirado como a un monumento es una person como cualquier otra.
—Cállese —exigió Sarah con severidad.
—Lo haré, ma chére, pero no antes de completar lo que tengo que decirle. Reflexione sobre los motivos que la llevan a arriesgar su vida: ¿lo hace para iniciar una acción de rescate que probablemente no podrá salvar a su padre, o lo hace para aplacar sus miedos y su vanidad…?
Du Gard no pudo proseguir, la sonora bofetada que le dio Sarah lo interrumpió a media frase.
—¡Cállese! —repitió enérgicamente, y en sus ojos asomaba el brillo de unas lágrimas—. No le he pedido su opinión ni sus críticas, Maurice.
—D’accord, no lo ha hecho. —El francés se frotó la mejilla dolorida—. Pero no puedo aprobar que alguien tire su vida por la borda por motivos equivocados. Y dudo mucho que su padre lo aprobara. Después de todo, le ordenó que regresara a Inglaterra.
—Y yo me opongo a esa orden —aclaró Sarah con voz temblorosa—. Fue usted quien me dijo que la vida de mi padre corría peligro. Y, ahora que sé dónde se encuentra, ¿pretende que no acuda en su ayuda? Diga lo que quiera, Maurice, pero no me detendrá.
—Tres bien. —Du Gard asintió con un gesto de cabeza—. Entonces, la acompañaré.
—¿Va usted a…? —Sarah pensó que no lo había entendido bien. Aunque ya hacía unos días que conocía a Du Gard, no dejaba de sorprenderla—. ¿Por qué?
—Quizá porque no puedo quedarme de brazos cruzados viendo que una dama se pone en peligro…
—No tiene por qué preocuparse, sé cuidarme sola.
—… quizá también porque —prosiguió Du Gard sin inmutarse en absoluto— me gusta que las mujeres me abofeteen y me insulten.
Sarah vaciló un momento mientras escrutaba a Du Gard.
—Sobrevivirá —dijo, y sonrió—. ¿Seguro que quiere acompañarme?
—Oui.
—¿Y el teatro? ¿Y su contrato?
—Bueno, habrá que cancelarlo. Si he de serle franco, empezaba a estar harto. Hay gente que cree que mis actuaciones en el escenario son simple charlatanería.
—¿No me diga? —Sarah enarcó las cejas—. Es increíble.
—¿Verdad que sí? —Du Gard rio sordamente—. Nunca había conocido a una mujer como usted, Sarah Kincaid.
—¿Debo tomármelo como un cumplido o como un reproche?
—Como ambas cosas —reconoció Du Gard con sinceridad—. Usted arriesgaría su vida por descubrir aunque fuera un simple hálito de verdad. Eso no es muy frecuente en los tiempos que corren y merece todo mi apoyo. Además —prosiguió, con una sonrisa encantadora—, creo que las perspectivas de que llegue con vida a su meta aumentarán si la acompaño.
—¿Qué le hace suponerlo?
—Mis relaciones nos serán de mucha utilidad. Par exemple, conozco a alguien que podría ayudarnos a conseguir los pasajes.
—No crea que será tan fácil, no nos espera un paseo. El gobierno británico ha reaccionado a la matanza enviando buques de guerra a la zona. El comandante de la flota, el almirante Seymour, tiene órdenes de establecer un bloqueo en el puerto; por lo tanto, llegar a Alejandría no será nada fácil.
—Ya lo sé —aseguró Du Gard, y le dedicó una sonrisa irónica y juvenil mientras esperaban los mapas, y un archivero de piel macilenta informaba a una silueta imprecisa.
PARÍS, LUGAR DESCONOCIDO,
UN POCO MÁS TARDE
En medio de la abrumadora negrura, solo reprimida por la luz mortecina y trémula de unas velas, conversaban dos voces. Una hablaba en voz baja y gutural, la otra era sonora y tenía acento extranjero.
—¿Y bien?
—No se equivocaba. Kincaid le ha dejado el codicubus a su hija.
—Lo sabía. —La voz gutural rio sordamente—. ¿Por qué todos los que creen que luchan por el bien son siempre tan previsibles?
—No lo sé, maestro.
—Claro que no. Su tarea no consiste en reflexionar sobre las cosas, usted solo tiene que proporcionarme lo que necesitamos para llevar a cabo nuestros planes.
—Eso haré —aseguró la otra voz.
—Eso espero. ¿Y cuándo será?
—Hay que elegir el momento con cautela. Mientras la hija de Kincaid se encuentre en la ciudad, nos arriesgamos a que nos descubran si le quitamos el codicubus con violencia. La sureté está mucho más alerta desde la muerte de Recassin.
—¿Y qué propone usted?
—Esperaré y no la perderé de vista; antes o después surgirá una oportunidad.
—Cuanto antes, mejor. El artefacto no debe pasar a más manos extrañas. Su secreto debe permanecer oculto.
—Lo sé.
—¿Y la hija de Kincaid? ¿Cuánto sabe?
—Lo averiguaré y obraré en consecuencia. La heredera alberga ambas cosas, utilidad y peligro.
—Respeto su opinión, pero no queremos correr riesgos. Confío en usted. Toda la organización confía en usted. No nos decepcione.
La voz sonora vaciló durante un instante inapreciable. Luego, su dueño, una sombra gigantesca ante la cual incluso la luz de las velas parecía retroceder atemorizada, hizo una reverencia.
—No lo haré, maestro.