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DIARIO PERSONAL DE SARAH KINCAID

Esta mañana me he despertado con una extraña sensación y, abrigada en las habitaciones que ocupo en un hotel cercano al Pont Neuf, ya no recordaba los horrores de la noche anterior.

He abierto los ojos y me encontraba de nuevo entre muebles blancos, paredes tapizadas de rosa y cortinas con olor a flores. La luz de una mañana soleada de verano que se filtraba por las persianas ha desvanecido el recuerdo de mi perseguidor, junto con las impresiones de los bajos fondos de los que fui huésped durante una noche. Muy animada, me he acercado a la ventana, la he abierto y, mientras paseaba la mirada por el río y la isla de la Cité, donde se alzan impactantes las siluetas del palacio de Justicia y las memorables torres de Notre Dame, era incapaz de concretar lo que de verdad había pasado la noche anterior.

¿Realmente me había perseguido una misteriosa figura sin rostro, que llevaba una capa negra como la noche? ¿O aquella vivencia de pesadilla ha sido un engaño, una personificación de la estrambótica realidad que impera en Montmartre durante las horas nocturnas y del cual fui víctima?

He decidido no pensar más en ello y atenerme a los hechos, que ya son bastante interesantes y estimulantes de por sí. El misterioso cubo que me entregó Maurice du Gard es la primera señal de vida que he recibido en semanas de mi padre, pero también me plantea un enigma científico: ¿a qué cultura pertenece el extraño artefacto? ¿De dónde procede y de qué época es? Y sobre todo: ¿para qué servía?

Considero más urgente responder estas preguntas que perseguir a un fantasma que probablemente solo existe en mi imaginación, y por eso he pasado el día investigando. Puesto que me está vedada la entrada en la biblioteca de La Sorbona, he ido a la del Museo del Louvre y he procurado averiguar algo sobre el artefacto y su origen; hasta ahora, sin éxito. Supongo que las letras griegas en las caras del cubo son abreviaturas, mensajes crípticos como era habitual en la Antigüedad. Pero, mientras no tenga un punto departida sobre lo que ocultan, la búsqueda del origen del cubo se asemeja a buscar una aguja en un pajar.

Frustrada por la infructuosa búsqueda, que no me permite avanzar y solo me plantea nuevas preguntas, confío en que pueda darme más información el hombre que me entregó el cubo y que me invitó a cenar esta noche.

Un adivino llamado Maurice du Gard…

PARÍS, RUÉ DE LA BASTILLE,

18 DE JUNIO DE 1882

A Sarah la contrariaba tener que reconocerlo, pero estaba impresionada: el restaurante que había elegido Maurice du Gard ofrecía un aspecto magnífico.

Un cochero llamado Justin había pasado a recogerla por el hotel a las siete y cuarto; los franceses no solo cenaban a horas intempestivas, sino que, al parecer, no valoraban demasiado la puntualidad británica. Sarah partió por fin en un carruaje ligero de dos ruedas, no muy distinto a un hansom cab, para disgusto del buen Henderson, quien dejó marchar sola a su señora muy a pesar suyo. Sin embargo, Sarah estaba segura de que podía confiar en Du Gard, al menos en ese aspecto. Quizá el francés se dedicaba a un oficio dudoso, pero también era un caballero. Más recelos le despertaban los gustos de Du Gard, pero comprobó que se equivocaba.

Cruzó las imponentes puertas de entrada que le abrió un portero vestido de uniforme y entró en un espacioso comedor que estaba iluminado por unas lámparas de araña enormes. Las ventanas tenían vidrieras de colores, semejantes a las de las iglesias, y el suelo estaba cubierto de alfombras. A las mesas redondas se sentaban hombres y mujeres distinguidos, a los que servían camareros vestidos con librea; sin embargo, lo más impresionante era la gran cúpula de cristal que se arqueaba sobre la sala y a través de la cual podía verse el cielo crepuscular rojizo. Mientras la claridad del día desaparecía lentamente, el cristal de las lámparas de araña dispensaba una luz resplandeciente. Además, todas las mesas contaban con una lámpara, cuya luz invariable delataba que no funcionaban con gas, sino que allí ya había llegado la edad moderna en forma de electricidad.

Un maítre de aspecto solemne la recibió y la acompañó a una mesa que se hallaba justo debajo del cénit de la cúpula, en el centro de la sala. Sarah comprobó que Du Gard valoraba más la puntualidad que su cochero; ya estaba allí, y su sonrisa forzada delataba que llevaba rato esperándola.

—Lady Kincaid… —dijo mientras se levantaba, luego hizo una ligera reverencia y se dispuso a besarle la mano—. Me alegro de que haya podido venir. Ya pensaba que había rehusado mi invitación…

—De ninguna manera, estimado Du Gard —replicó Sarah con dulzura, y se sentó dejando al francés a media reverencia y sin haber cumplido su propósito—. Pero usted mismo me recomendó que me adaptara a las costumbres locales y como su cochero se ha retrasado…

D’accord, usted gana. —Se sentó también y la sonrisa desapareció de sus labios—. ¿Vamos a seguir con este juego toda la noche? —preguntó.

—¿Qué juego?

—Yo la humillo, usted me humilla… Pensaba que podríamos dejarlo.

—Depende de usted —replicó Sarah.

—¿En qué sentido?

—Necesito información —aclaró Sarah.

—¿Información? ¿Sobre qué?

—Ya lo sabe. Sobre el cubo que le dio mi padre.

Oui, imagino que quiere saber más cosas —admitió Du Gard—. Y lamento mucho tener que confesarle que no poseo esa información.

—Tonterías. —Sarah meneó la cabeza, malhumorada—. Usted me oculta algo, Du Gard.

—¿Que yo le oculto algo? —El francés le dedicó una mirada abiertamente recriminatoria—. Alors, ¿no le han enseñado buenos modales en Inglaterra? La invito a cenar y lo único que se le ocurre es hacerme reproches.

—En cualquier caso, sabe más de lo que dice —insistió Sarah, que se había hecho el firme propósito de no dejarse impresionar por el dominio del arte dramático de Du Gard.

—Es posible, ma chére. Mi oficio me permite conocer cosas que pretiero guardarme, pero ninguna afecta a su padre ni al artefacto.

—¿Está seguro?

Bien sur.

—¿De dónde procede el cubo?

—Ya se lo dije: su padre vino a verme y me lo dio.

—¿Y no le dijo nada? ¿Ni una palabra?

Non —respondió Du Gard simple y llanamente.

Sarah entornó los ojos y lo escrutó con detenimiento. Pero, por más que se esforzó en ver qué se escondía tras la fachada de la cara pálida de Du Gard, no lo consiguió. O era el mentiroso más astuto que jamás había conocido o decía simple y llanamente la verdad, pensó Sarah. Pero ¿qué motivos tendría para mentirle?

—¿Ha intentado averiguar algo sobre el cubo? —se interesó Du Gard.

—Naturalmente.

—¿Y?

—Sin éxito. —Sarah se mordió los labios—. Estoy segura de que las letras griegas tienen un sentido pero, hasta que no descubra cuál es, no podré avanzar.

—¿Y el emblema?

—Conozco el estilo, pero no soy capaz de determinarlo. Por otro lado, el símbolo me resulta algo familiar, aunque no puedo decir exactamente de qué se trata. Es como si hubiera visto el emblema alguna vez, pero… —Se interrumpió y meneó la cabeza—. Todo esto es bastante desconcertante.

—Eso parece —afirmó Du Gard—. Quizá debería concederse un descanso y procurar tomar distancia.

—¿Qué insinúa?

Mon Dieu, ustedes, los británicos, son siempre tan tenaces, igual que los allemands, que olvidan siempre que la vida tiene su propio ritmo y nadie puede determinarlo.

—Claro, y ustedes, los franceses, lo saben de sobra —replicó Sarah irónicamente—. Eso explica por qué su cochero llegó tarde al hotel. Seguramente, las siete no se ajustaban a su ritmo…

—¿No ha oído hablar nunca del savoir vivre francés? —preguntó Du Gard, pasando por alto la ironía—. ¿Del arte de vivir? No debería tomarse las cosas tan a pecho, Sarah. Intente olvidar, al menos por una noche, lo que tanto la preocupa.

—Es más fácil decirlo que hacerlo —objetó Sarah.

—Ya lo sé. Aun así, debería hacerme caso e intentarlo. Después todo le resultará más fácil, ya lo verá. —Para subrayar sus palabras, Du Gard levantó la copa, en la que brillaba un líquido rojo como el rubí, y dijo con una sonrisa—: Santé.

Sarah dudó un momento; luego no pudo más que sonreír y aceptar la propuesta. El hombre que la noche anterior, a esa misma hora, le había parecido un timador superficial, ejercía sobre ella cierto influjo del que le costaba escapar, aunque no sabía si se debía a su encanto, a su acento, a su inteligencia o, simplemente, a las miradas que le dedicaba. Quizá a todo ello…

Cheers —replicó Sarah levantando la copa que el camarero ya le había llenado.

Los dos intercambiaron una mirada por encima del cristal brillante y del radiante líquido rojizo. Luego brindaron y bebieron.

El vino tinto era suave y seco, entraba con aquella facilidad de la que acababa de hablar Du Gard.

—Excelente —alabó Sarah mientras volvía a dejar la copa sobre la mesa—. ¿Qué es?

—Me extraña que lo pregunte —contestó Du Gard—. Es un clarete. Un Burdeos y, por lo que sé, goza de mucha popularidad entre sus compatriotas. Estoy seguro de que su padre, un hombre de mundo, tiene algunas botellas en su bodega.

—Es posible, no lo sé. —Sarah sonrió un tanto avergonzada—. Confieso que nunca he entrado en la bodega de Kincaid Manor.

—¡Qué lastima! —Du Gard chasqueó la lengua, compasivo—. Debería ocuparse más de las cosas hermosas de la vida, Sarah, en vez de estar siempre con sus libros.

—Mis libros —replicó Sarah con contundencia— son mis mejores amigos. Siempre están ahí y me permiten compartir sus conocimientos; y, al contrario que algunos profesores, no se burlan de mí por ser mujer.

—Muy loable por su parte —comentó Du Gard sonriendo, y tomó otro sorbo de vino—. Y bastante aburrido también…

Sarah se disponía a preguntarle qué quería decir con eso, cuando dos camareros se acercaron a la mesa con los entrantes. Los platos estaban cubiertos con unas campanas de plata que no permitían saber qué había en ellos. A Sarah se le hizo la boca agua: ocupada en sus investigaciones, apenas había comido nada en todo el día y tenía mucha hambre. Pero, cuando retiraron las campanas de los platos, su apetito estuvo a punto de esfumarse…

—¿Qué es eso? —preguntó mirando con recelo.

—Caracoles con salsa a las finas hierbas —contestó Du Gard utilizando el tono de quien habla de algo obvio—. ¿No me diga que nunca los ha probado?

—Sinceramente, no —dijo Sarah y, al ver que Du Gard sonreía aún más ampliamente, se apresuró a añadir—: Pero he comido escorpiones asados y pescado podrido en Siam, y serpiente en la India. Conozco el sabor del lagarto crudo, y en Hong Kong me sirvieron perro.

C’est tout afait exceptionnel —exclamó Du Gard, al que se le había borrado la sonrisa de la cara—. Me temo que la cocina francesa no puede competir con esos extravagantes bocados. Pero confíe en mí y pruebe los caracoles, son realmente exquisitos.

—Confío en usted —aseguró Sarah, sonriendo—. Al menos en este tema.

—Me tranquiliza oírlo —replicó Du Gard, y sus miradas se cruzaron durante un instante más de lo que los estrictos apóstoles de la moral en Londres habrían considerado aceptable.

Observó cómo Du Gard cogía unas pequeñas pinzas que los camareros habían puesto en la mesa y agarraba uno de los caracoles. Después utilizó el tenedor para extraer la carne y la colocó en una cuchara con abundante salsa a las finas hierbas, que se llevó a la boca con sumo placer. Du Gard rio al ver la cara de recelo de Sarah. Para no seguir poniéndose en evidencia, la joven hizo lo mismo que Du Gard, con un éxito sorprendente. Los caracoles tenían un sabor mucho más delicioso de lo que había imaginado.

—¿Y bien? —preguntó du Gard esperanzado—. ¿Considera que los caracoles son comestibles?

La sonrisa irónica de Sarah se amplió ligeramente al proferir las siguientes palabras:

—Si sirven para sobrevivir…

Por un momento consiguieron mantenerse serios, luego estallaron en sonoras risas que atrajeron la atención de los demás comensales y también del maítre, quien les dedicó una mirada reprobatoria.

—Deberíamos comportarnos —advirtió Sarah—. No creo que nuestra conducta sea adecuada en un sitio como este.

—Oh, vamos, no sea así. —Du Gard hizo un gesto de desaprobación con la mano antes de coger otro caracol con las pinzas—. No debería preocuparse tanto de lo que piensen o digan los demás. Al fin y al cabo, no estamos en Londres, sino en París, la ciudad de la libertad.

—Cierto —se limitó a decir Sarah.

—Las razas, las religiones, los sexos, las clases sociales —prosiguió Du Gard—, todas esas diferencias solo existen en nuestras mentes. Son producto de la imaginación, nada más.

—Pero son muy reales.

—Solo porque las personas las hacen realidad. Esa es una diferencia, n’est-ce pas?

Sarah observó perpleja a su interlocutor. Du Gard decía lo que ella pensaba: el hombre al que veinticuatro horas antes le habría gustado ver en el fondo del mar no se cansaba de sorprenderla.

—¿Qué ocurre? —preguntó el francés, aún masticando.

—Nada —respondió Sarah meneando la cabeza—. Tan solo constato que usted no es como yo creía.

—¿En serio? —Du Gard parecía divertirse mientras se limpiaba las manos con la servilleta y procedía a seguir meticulosamente con su trabajo—. Y, si me permite la pregunta, ¿cómo creía que era?

—Distinto —se sinceró Sarah—. Esclavo de las apariencias y superficial. Y, si he de serle franca, también lo consideraba un cobarde.

—¿A mí? ¿A Maurice du Gard? —exclamó riendo.

—¿Qué le parece tan divertido?

—En primer lugar, ma chere, mi oficio consiste en ver más allá de las fachadas que las personas levantan a su alrededor; aunque solo sea por eso, la superficialidad es un lujo que no puedo permitirme.

—¿Y en segundo lugar? —preguntó Sarah.

—No se puede llamar cobarde a alguien que se dedica a buscar la verdad, lo haga como lo haga. Usted debería saberlo de sobra. Piense en su padre.

Sus miradas volvieron a cruzarse y, aunque esta vez Sarah estaba en guardia, se descubrió de nuevo teniendo mala conciencia.

¿Qué tendría aquel francés?

Había momentos en que Sarah se sentía unida a aquel hombre como solo se sentía con muy pocas personas, pero poco después volvía a tener la impresión de que sus mundos no tenían nada que ver. ¿A qué se debería? ¿A Du Gard, que continuamente la dejaba aproximarse y luego, bruscamente, la rechazaba? ¿O a sí misma, que primero se le acercaba y luego volvía a alejarse por miedo a abrirse demasiado?

A Sarah se le erizaron los cabellos al reconocerlo, pero se sentía extrañamente atraída y repelida a la vez por aquel hombre, y era muy posible que ya se le hubiera acercado más de lo que le convenía…

—¿Cómo conoció a mi padre? —preguntó para cambiar de tema.

—Fue hace unos años. Si no me equivoco, había venido a París para dictar unas conferencias.

—¿Dónde lo encontró?

—De hecho, fue más bien al revés. —Du Gard sonrió burlón—. Su padre me encontró a mí, y en el momento justo.

—¿Qué quiere decir?

—En aquella época, yo me ganaba la vida haciendo de adivino para parisinos acomodados —explicó Du Gard—. Por desgracia, una de mis clientas se enfadó mucho con lo que le expliqué y me echó encima a todo el servicio, incluido un cochero fortachón y un mozo de cuadras armado con una horca.

—¿Y qué pasó? —Quiso saber Sarah.

Alors, en mi precipitada huida me di de bruces con un hombre, un inglés que no conocía la ciudad y que enseguida se dio cuenta de que yo estaba en apuros. Tuvo la amabilidad de ofrecerme su carruaje para esconderme de tan furiosa turba y así salí indemne de aquella.

—Y ese inglés, ¿era mi padre?

C’est ca. Gardiner y yo estuvimos hablando y nos entendimos tan bien que ya nunca nos perdimos de vista.

—Es curioso, nunca mencionó su nombre…

—¿Quién sabe? —Du Gard se encogió de hombros—. Quizá quería preservar a su hija de mi influencia. No se lo echo en cara; después de todo, aquel día…, cómo expresarlo gráficamente…, me salvó el trasero.

—Sí, eso es bastante gráfico —confirmó Sarah—. ¿Por qué lo perseguían? Seguro que engañó miserablemente a aquella pobre mujer.

—En absoluto, ma chére —respondió Du Gard con inesperada seriedad—. Le dije la verdad, pero ella no quería oírla.

—¿Y qué era?

—Que su marido era un cliente muy bien recibido en las casas de citas de la ciudad y que no tardaría mucho en gastarse todos los bienes de su esposa.

—¿Eso le dijo? —Sarah enarcó las cejas—. No me extraña que le echara encima a todo el servicio.

—La verdad, ma chére, es una espada de doble filo. La mayoría de la gente afirma que la busca, pero solo unos pocos saben manejarse con ella. Porque, como ya le dije, hace falta mucho valor.

—¿Por qué siempre me lo señala? ¿Cree que yo tampoco puedo manejarme con ella?

Je ne sais pas —dijo con toda sinceridad el francés—. Pero puede convencerme de lo contrario.

—No necesito convencerlo de nada —le recordó Sarah—. Mi decisión es firme. Haré todo lo posible por encontrar a mi padre.

—¿Y luego?

—Lo advertiré.

—¿Y si lo que ocurría en mi visión sucede inexorablemente? ¿Si no puede cambiarse nada, por mucho que usted lo intente?

—Incluso así, lo haré —respondió Sarah con convicción—. Después de todo lo que sé, no puedo regresar tranquilamente a Inglaterra, ¿no lo comprende?

—Lo comprendo muy bien, ma chére —aseguró Du Gard—. Solo quería saber hasta qué punto hablaba en serio.

—Muy en serio —subrayó Sarah cerrando el puño con fuerza—. Y si tiene algo más que decirme respecto a mi padre, le ruego encarecidamente que…

—Non, le he dicho todo lo que su padre me encargó —negó Du Gard frotándose la barbilla rala—. Pero a lo mejor puedo ayudarla de otro modo…

—¿Cómo? Me he pasado el día investigando sin ningún éxito. Ese cubo me plantea un enigma. Es la única pista que ha dejado mi padre, pero nunca había visto un artefacto de ese estilo.

—En ese caso, quizá debería limitarse a esperar.

—¿Esperar? ¿Ese es su consejo? —Sarah resopló—. No puedo perder el tiempo. La vida de mi padre corre peligro y yo tengo que esperar de brazos cruzados a que…

—Algunos enigmas se resuelven solos cuando llega el momento —arguyó Du Gard, impasible.

—Qué curioso —replicó Sarah—, eso mismo acostumbra decir mi padre.

—Y tiene razón —comentó Du Gard plenamente convencido. Metió la mano en el bolsillo interior de su levita, que no seguía la moda del negro, sino que era de damasco azul, y sacó un trozo de papel que desplegó delante de Sarah.

—¿Qué es? —se interesó la joven.

—La portada de la edición vespertina del Petit Parisién —explicó Du Gard acercándole la hoja de periódico.

—¿Y qué? —preguntó Sarah sin comprender—. ¿Dice algo de mi padre?

—No, pero he pensado que este artículo —aclaró Du Gard, y entonces señaló una noticia en la columna de la derecha— podría interesarle…

—¿En serio? —Sarah leyó el artículo por encima. Su francés era lo bastante bueno para entenderlo—. Ayer por la noche intentaron robar en el Louvre —resumió—. Una mujer enajenada forzó la entrada al ala de administración de las colecciones del Antiguo Oriente. Al ser interrogada por la policía, alegó que actuaba por orden de su hermano, que murió asesinado hace dos meses.

—Hum —murmuró Du Gard—. Una historia misteriosa, n’est-ce pas?

—Cierto.

—Y más misteriosa aún si tenemos en cuenta que hace dos meses asesinaron a Pierre Recassin, el conservador de la colección del Antiguo Oriente en el Museo del Louvre.

—¿Y qué?

—¿No lo comprende? La sospechosa no era otra que Francine Recassin, la hermana del asesinado.

—¿La conoce?

—Muy poco. Pero adivine quién me la presentó.

—¿Cómo quiere que lo sepa? —Sarah se encogió de hombros.

—Su padre —desveló Du Gard y, como por arte de magia, consiguió que el semblante de Sarah reflejara asombro.

—¿Mi padre? ¿Quiere decir que él los conocía?

—Me los presentó hace un par de años, un día que fuimos a una recepción que ofrecían en el museo, y, si no recuerdo mal, dijo que Recassin era su amigo.

—Qué raro —murmuró Sarah, que nunca había oído aquel nombre antes.

Una vez más tuvo que reconocer que, por lo visto, hacía tiempo que su padre no lo compartía todo con ella. Unas semanas antes habría tachado de ridícula semejante sospecha, pero en ese momento ya no sabía qué pensar…

—El asesinato de Recassin se produjo hace ocho semanas —prosiguió Du Gard—. Entonces su padre también estaba en la ciudad y fue cuando me entregó el cubo.

—¿Qué insinúa?

—Ni por asomo lo que usted supone —la tranquilizó el francés—. Evidentemente —dijo señalando la página del periódico—, puede tratarse de una casualidad, pero la experiencia me ha enseñado que no existen semejantes casualidades.

—¿Quiere decir que esa mujer, Francine Recassin, sabe algo de mi padre?

—En cualquier caso, por preguntar no se pierde nada.

—Puede —admitió Sarah pensativa.

En aquel momento se acercaron unos grandes carritos de servir y les presentaron el siguiente plato.

—Lo que le dije. —Du Gard pidió que le cambiaran la servilleta—. La mayoría de los enigmas se resuelven cuando llega el momento, n’est-cepas?

—Eso parece.

—Es evidente —añadió el francés, dedicando una mirada penetrante a Sarah— que ambos somos peregrinos en busca de la verdad. Quizá tenemos más en común de lo que hemos creído hasta ahora.

—Quizá —replicó Sarah, y sonrió.