10
DIARIO PERSONAL DE SARAH KINCAID
Según una leyenda griega, el ingenioso inventor Dédalo escapó de la prisión del rey de Creta, Minos, construyendo con plumas y cera unas alas para él y para su hijo Icaro, con ayuda de las cuales alzaron el vuelo. Al principio, todo fue bien: Dédalo y su hijo huyeron de la isla donde estaban presos batiendo las alas artificiales como si fueran pájaros. Pero, luego, el insensato de Icaro desatendió la advertencia de su padre de no acercarse al sol y siguió volando cada vez más alto. Y sucedió lo que tenía que suceder: la cera de las alas se derritió y el joven Icaro se precipitó al mar que desde entonces llevó su nombre…
Yo aún era una niña cuando mi padre me explicó esa historia por primera vez, y ya entonces me compadecí del pobre Icaro, al que la despreocupación juvenil llevó a la perdición, y aún hoy día continúo preguntándome si yo habría hecho otra cosa o lo habría hecho mejor.
¿He tomado el rumbo adecuado?
¿Sigo el ideal clásico del justo medio entre salvación y perdición? ¿O ya me he acercado demasiado al sol y amenazo con traicionar el logro de mi padre igual que antiguamente hizo el insensato de Icaro?
CAPILLA DE SANTA ÚRSULA, LA SORBONA,
PARÍS, TARDE DEL 21 DE JUNIO DE 1882
—Hay que reconocer que tiene valor.
Cuando Sarah volvió a oír la voz que unos días antes la había humillado y puesto en evidencia en público, le costó reprimir el impulso de levantarse y marcharse de la capilla. Respiró hondo y se obligó a tranquilizarse antes de volver la cabeza hacia el hombre que había tomado asiento en el banco de detrás, al cual lanzó una mirada gélida.
—Ya ve —se limitó a replicar—. No pensé que vendría usted personalmente, doctor Hingis.
El suizo, que llevaba un traje tan correcto y el cabello tan desgreñado como en su último encuentro, se limitó a sonreír.
—¿Por qué no? —preguntó—. Al contrario que usted, yo no tengo nada que perder. Es usted la que ha entrado ilícitamente en el campus, no yo.
—Monsieur, estamos en la capilla de la universidad —le recordó Sarah mordaz, y movió la mano abarcando con un gesto todo el edificio, desde el banco más retirado hasta el sepulcro de Richelieu, cuyos restos reposaban en Santa Úrsula—. ¿Pretende decirme que la prohibición también obra en suelo sagrado?
—Dejémoslo —propuso Hingis, al que no parecía apetecerle una nueva disputa—. Mejor hablemos de la nota que nos ha hecho llegar.
—Como desee.
—¿Me ofrece usted implicarme en el proyecto de investigación de su padre y participar en las excavaciones?
—Efectivamente.
—Pensaba que no podía revelar nada al respecto. Que era sumamente secreto y que su padre no sabía que usted lo había representado en París.
—Una mentira para proteger sus intereses —aclaró Sarah escuetamente—. Admitirá que el mundo de los científicos se asemeja a un estanque de tiburones.
—Probablemente —asintió Hingis—. ¿Por qué?
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué yo? —precisó el erudito, y los ojos rasgados que la escrutaban a través de las gafas de montura plateada le clavaron una mirada más penetrante—. ¿Por qué me lo propone precisamente a mí? Después de todo, su padre y yo no somos exactamente amigos…
—Buena pregunta.
Una vez más, Sarah tuvo que esforzarse por contenerse. Evidentemente, habría preferido decirle lo que pensaba de él; que estaba firmemente convencida de que le debía mucho más a su marcada propensión a las intrigas que a su brillantez científica y que, en otras circunstancias, habría preferido morderse la lengua antes que hacer tratos con él. Pero no se trataba de ella y había mucho más en juego que un orgullo egoísta…
—¿Y tendrá respuesta esa pregunta? —insistió Hingis—. ¿Por qué me ofrece la colaboración precisamente a mí, uno de los más acérrimos competidores de su padre?
—Ya se lo he dicho por escrito —replicó Sarah.
—Por el dinero. —El suizo esbozó una sonrisa amarga—. De todos modos, diez mil libras son mucho dinero.
—El gremio autorizará la suma —aseguró Sarah— si con ello se le abre la oportunidad de hacerse una idea del trabajo de Gardiner Kincaid.
Hingis hizo una mueca socarrona con los labios.
—Con su permiso, madame, ¿no está sobrevalorando un poco la importancia que su padre tiene en nuestra disciplina?
—Creo que no —replicó Sarah—, y usted tampoco lo cree; de lo contrario no lo habría estado espiando para intentar descubrir qué material cartográfico consultaba en el archivo del Louvre.
—¿Qué? ¿Quién…? —El semblante de Hingis se crispó un momento mientras parecía preguntarse de dónde había sacado Sarah aquella información—. Dejémoslo —dijo luego—. ¿Por qué acude precisamente a mí? Cualquier universidad de Inglaterra le daría el dinero, por no hablar de las organizaciones privadas.
—Probablemente, doctor. Pero, por un lado, no estamos hablando de una limosna, sino de una suma considerable. Y, por otro, Inglaterra está muy lejos y yo necesito el dinero en tres días.
—¿En tres días? —Hingis se quedó sin aliento—. ¿Por qué tanta prisa?
—Dentro de tres días, el dinero tiene que estar en Marsella —insistió Sarah sin contestar la pregunta—. El asunto no admite demora.
—¿Por qué no?
—Créame, doctor, no le conviene saber demasiado.
—¿Intenta asustarme? —Constató Hingis receloso—. Ya le vaticino que no lo conseguirá.
—Deje los vaticinios para los entendidos —advirtió Sarah fríamente—. Si tiene miedo o no, es cosa suya. Yo solo sé que ya ha habido muertes y quiero impedir que haya más, por eso es tan urgente.
—Verdaderamente tranquilizador. —Hingis sonrió levemente—. Y muy altruista, ¿no?
—Piense lo que quiera. Déme el dinero y le prometo que el Círculo de Investigaciones será el principal beneficiario de la expedición. Mi padre presentará los resultados de las excavaciones al gremio y lo citará a usted como su ayudante. Ello le reportará un inmenso reconocimiento y no tendrá que mover ni un dedo. Eso bien vale el pago de diez mil libras, sobre todo teniendo en cuenta que, a nuestro regreso, le devolveremos hasta el último penique.
—Suena bien —admitió Hingis—. Pero ¿quién me asegura que me está contando la verdad? Al fin y al cabo, también ha mentido al gremio y todos la han creído.
—Eso no fue muy difícil, sus colegas creyeron lo que querían creer. Usted, en cambio, es libre de decidir, no lo obligo a nada.
—Todo eso está muy bien, pero, sin nada en las manos, con tan solo un puñado de insinuaciones, no puedo convencer al gremio de que me dé el dinero. Ni siquiera mis influencias alcanzan para tanto.
—Tan modesto como siempre —afirmó Sarah.
—Quiero al menos una prueba —exigió el suizo—. Y quiero datos. ¿Dónde se realiza la excavación? ¿Qué se propone su padre? Déme algo concreto y tendrá el dinero, se lo prometo.
Sarah tanteó con la mirada al erudito.
Era lo bastante precavida para aguzar todos los sentidos cuando un intrigante como Friedrich Hingis hacía una promesa. Por otro lado, lo necesitaba; de todas las posibilidades que había sopesado y repasado mentalmente, aquella le había parecido la más viable y, por lo que aparentaba, no se había equivocado. Sin embargo, Sarah era muy consciente de que tenía que ser cautelosa. Si le desvelaba demasiadas cosas a Hingis, este simularía que aceptaba la propuesta, pero en el último momento cambiaría de opinión y preferiría emplear el dinero en emprender la búsqueda por su cuenta. Se trataba de despertar la codicia de Hingis y a la vez hacerle ver que ella era imprescindible…
—De acuerdo —aceptó, y rebuscó en su bolsa de lona—. Tendrá una prueba.
Bajo la mirada de asombro del erudito, sacó a la luz un objeto envuelto en papel aceitado, lo desenvolvió y lo depositó sobre el banco, entre Hingis y ella.
—¿Qué… qué es esto? —preguntó maravillado el suizo.
—Un artefacto —respondió Sarah—. Mi padre lo dejó para mí y me ha indicado el camino hacia su paradero.
—Nunca había visto un objeto como este. —Hingis lo tocó con sumo cuidado, como si temiera que de repente se desvanecería en el aire—. Las superficies están cubiertas de óxido, pero son completamente lisas. Un trabajo magnífico.
—¿Verdad que sí? —corroboró Sarah.
—¿Lo ha datado?
—Hasta ahora no ha sido posible una catalogación incontestable —reconoció Sarah—. Los signos grabados señalan un origen clásico. En cambio, el extraordinario buen estado del cubo y la forma en que fue trabajado el metal hacen pensar en la Baja Edad Media.
—Un enigma —murmuró Hingis; en el labio superior se le habían formado pequeñas perlas de sudor de tanto como lo cautivaba el artefacto.
—Efectivamente.
—Este símbolo —dijo señalando el óvalo— podría ser de origen hitita.
—Es más probable que sea de origen asirio —lo contradijo Sarah—. He establecido similitudes con sellos de Nínive. Aun así, no conozco su significado.
—¿Y los signos?
—Son letras griegas —explicó Sarah secamente.
—Eso ya lo veo —musitó Hingis, ofendido—. Pero ¿qué significan? ¿A qué se refieren?
—Albergan una indicación sobre el origen del cubo.
—¿Qué quiere decir?
—En el fondo, la solución del enigma es muy sencilla. Imagine las cinco letras ordenadas alfabéticamente y no grabadas en metal, sino labradas en piedra, y luego añada…
—¡No! —exclamó Hingis tan alto que resonó en el techo de la capilla y una joven que había encendido una vela a santa Úrsula en el altar volvió la cabeza sobresaltada—. No puede ser. No es posible…
—Es posible —aseguró Sarah bajando la voz.
—El sello de Alejandro —musitó el suizo con profundo respeto científico—. ¿Significa eso que…?
—Exacto —confirmó Sarah serenamente—. Por lo que sé, mi padre ha emprendido la búsqueda de la tumba de Alejandro y usted, doctor, después de las excavaciones de Troya, tiene la posibilidad de participar en otro gran descubrimiento en la historia de la arqueología, si no el mayor.
—La tumba de Alejandro Magno —susurró Hingis, y a Sarah no se le escapó la llama de codicia que le brillaba en los ojos—. Recuerdo que su padre dictó una conferencia hace unos años, pero nadie lo tomó realmente en serio…
—Un error —replicó Sarah—. Bueno, ¿qué le parece, doctor? ¿Quiere entrar en los anales de la ciencia? ¿Quiere inmortalizar su nombre? Entonces, acceda al trato. No se arrepentirá.
—¿Y si acabo haciéndolo? —Hingis vaciló—. ¿Y si intenta tenderme una trampa?
—Monsieur, no todos somos tan ladinos como usted. Además, estoy segura de que, si se diera el caso, usted ya tendría un plan preparado. Después de todo lo que ha ocurrido, le resultará muy fácil desacreditarnos, a mí y a mi padre, ante el mundo científico. Por lo tanto, usted no tiene nada que perder y nosotros… todo.
La frente de Hingis, cubierta de cabellos alborotados, se llenó de arrugas; daba la impresión de estar muy concentrado, pensando.
—Le diré lo que vamos a hacer —declaró finalmente—. Me disgusta la idea de que usted desaparezca con diez mil libras. Con todo lo que sé sobre usted, no me merece suficiente confianza para entregarle semejante suma de dinero. Por lo tanto, la acompañaré.
—De ningún modo —rehusó Sarah—. Ni pensarlo.
—No negociaré sobre este punto —aclaró Hingis—. Piénselo, lady Kincaid. Si realmente necesita el dinero con tanta urgencia como afirma, acepte el trato. De otro modo, lamentándolo profundamente, me habrá hecho perder el tiempo.
Sarah volvió a hacer un esfuerzo por dominarse. En su interior, todo la empujaba a echarle en cara su insolencia y a darle a entender de un modo muy gráfico, y nada propio de una dama, dónde podía meterse las diez mil libras. Pero no podía prescindir de su ayuda.
Sarah estaba a punto de firmar una funesta alianza. El camino que había tomado no tenía retorno. Ya no…
En ningún momento había valorado la idea de que Hingis, al que ella consideraba un erudito de salón, se empeñara en formar parte de la expedición. Aquello complicaba las cosas y embrollaba aún más la situación, pero era la única posibilidad de llegar rápidamente a Alejandría.
—De acuerdo —aceptó, aún dubitativa, y dirigió una mirada acerada a Elingis—. Pero viajaremos por separado hasta Marsella.
—¿Por qué motivo?
—Como ya le he señalado, hay más partes interesadas y tengo motivos para suponer que carecen de escrúpulos. Si planean asaltarnos en el camino, al menos no se perderán juntos el dinero y el artefacto.
—Entendido —replicó Elingis—. Aunque debo confesar que sus historias de terror empiezan a aburrirme. Admítalo, lady Kincaid. No es fácil atemorizarme.
—Mejor —admitió Sarah—. Así pues, nos encontraremos dentro de tres días en Marsella. En el hotel Graivenant.
—¿Ya ha hecho las reservas? —Hingis parecía sorprendido—. ¿Contaba de pleno con que le daría una respuesta afirmativa?
—Naturalmente —confirmó Sarah, y esbozó una sonrisa irónica que pareció enojar al erudito.
—Se lo advierto, Kincaid —resopló—, no intente manipularme, no lo conseguirá. Y si se propone engañarme, dese por avisada: le aseguró que dispongo de los medios adecuados para hundir a su padre. Cuando haya acabado con él, ningún científico serio del mundo le ofrecerá siquiera un pedazo de pan seco.
Sarah miró al erudito con una mezcla de perplejidad y diversión; luego soltó una estruendosa carcajada.
—¿Podría decirme qué le parece tan gracioso?
—Solo me río, estimado doctor, porque está claro que no acaba de comprender la gravedad de la situación. Con su desconfianza y su codicia se ha implicado en algo que supera su horizonte… De lo contrario sabría que mi padre y yo somos sus más ínfimas preocupaciones.
—¿Por qué? ¿Qué insinúa?
—Monsieur, ¿está usted al tanto de la actualidad política?
—No. Mi interés se centra únicamente en la investigación. Además, como ciudadano suizo, estoy obligado a la neutralidad.
—Mejor para usted —replicó Sarah con una sonrisa agridulce—. No obstante, le recomiendo que esta vez haga una excepción y lea la prensa. Encontrará artículos sobre Alejandría que podrían ser de su interés…