16

Un ruido en la cocina despertó a Jon.

Se sentó en la cama sobresaltado por el sonido; la habitación estaba a oscuras, cosa que también lo sobresaltó. Cuando se acostó por la tarde, todavía había luz en el exterior, aunque el día seguía encapotado, pero ahora estaba oscuro como boca de lobo. Se había quedado dormido y, al comprobar la hora en el reloj, comprendió que el sueño había durado hasta bien entrada la noche.

«Mierda», se dijo. Sólo quería descansar un momento, tumbarse un instante y relajarse, no dormirse como un tronco. Ni siquiera había llamado a Karen para decirle que había vuelto a la ciudad de Iowa. Ahora ya era demasiado tarde para llamarla. ¡Maldición! ¿Cómo había podido dormirse de esa manera, mientras Nolan estaba todavía en el aire? ¿Qué demonios le pasaba?

Volvió a oír ruido.

Había alguien trajinando en la cocina. Pensó que sería Breen, que se habría levantado para comer algo.

Antes de partir, dejaron a Breen en la tienda de antigüedades mientras ellos iban a Detroit a dar el golpe a los Comfort; el hombre no estaba todavía en condiciones de viajar a causa de la herida reciente y, además, tenía roto el parabrisas, de forma que lo dejaron a cargo de la tienda.

Cuando Jon regresó, a última hora de la tarde, Breen no paraba de hacerle preguntas. Y de quejarse.

—Podíais haberme llamado —le dijo— y contarme cómo había salido todo. Yo también tengo algo que ver, ¿sabes?

—Bueno —le dijo Jon—, ya sabe cómo es Nolan. No habría gastado un céntimo en una conferencia sabiendo que volvíamos inmediatamente.

Breen farfulló unas palabras acerca de la tacañería de Nolan y después quiso saber qué demonios había pasado con los Comfort. El resumen de Jon fue un relato con una de cal y otra de arena. Primero le contó las noticias buenas: que habían robado con éxito más de doscientos mil dólares y que los dos Comfort habían muerto en el asalto, de lo cual Breen se alegró mucho. Después siguieron las malas noticias: el secuestro del avión.

Breen empezó a protestar y a lamentarse... ¡qué desgracia, haber perdido tanto dinero! Jon no estaba de humor para escuchar sus lamentaciones y se fue arriba a prepararse un bocadillo de queso. Breen subió y se comió la mitad del bocadillo de Jon; y le preguntó por un sitio donde cambiar el parabrisas del coche. Jon le indicó el taller apropiado y se fue a descansar un rato al dormitorio de su tío Planner.

Ahora era plena noche y por fin se había despertado; alguien andaba por ahí, en la cocina. Sería Breen, seguramente, pero el chico no estaba seguro; se sentía inquieto, no había tenido noticias de Nolan todavía y se preguntaba si en realidad sería un intruso el que andaba por la casa. Abrió el cajón de la mesilla de noche que estaba junto a la cama y sacó una de las automáticas del 32 de su tío.

Cruzó la sala de estar, forrada con planchas de pino, y poco a poco se acercó hacia el arco que comunicaba con la cocina. Las luces estaban encendidas, blancas y deslumbrantes. Sería Breen, pero él entró apuntando con el 32 por si acaso.

Irrumpió bruscamente en la cocina. Nolan estaba sentado a la mesa tomando unos cereales de desayuno.

—No dispares, chaval —le dijo, al tiempo que levantaba los brazos con la cuchara en la mano, que goteaba leche sobre la mesa.

—¡Nolan!

—Baja la voz —le dijo, mientras él bajaba los brazos—, o ¿es que quieres despertar a Breen? Está abajo, durmiendo en tu cama como un niño; no me apetece que ese charlatán malnacido se despierte y me tenga toda la noche escuchando historias.

—Nolan —dijo Jon, que aún no daba crédito a sus ojos. Se sentó a su lado y dejó el 32 junto a la caja de cereales—. ¿De dónde sales?

—He venido en autobús desde San Luis. ¿Dónde demonios está el azúcar? Se supone que estos malditos cereales son dulces, ¿no? Pues a mí me parecen puro serrín. Pásame el azúcar.

Jon le pasó el azúcar y volvió a sentarse a la mesa.

—¡Por Dios, Nolan!

—Por Dios ¿qué?

—¿Qué pasó? ¡Cuéntame lo que pasó!

—Tomé un autobús en San Luis, ya te lo dije. —Siguió comiendo cereales con gesto burlón.

—¡Por el amor de Dios, Nolan! No te hagas el listo, demonios, no puedo soportarlo. ¡Cuéntame lo que pasó!

—A ver, chaval, ¿no has oído las noticias?

—No, ¡mierda! Me quedé dormido.

—Me gustaría saber lo que dicen las noticias; a ver qué cuentan sobre nuestro dinero, porque supongo que a estas alturas ya lo habrán encontrado. Pon la radio ésa de ahí, dentro de cinco minutos empieza el parte.

—La encenderé dentro de cinco minutos. ¿Cómo entraste en casa, Nolan? Las puertas estaban cerradas y tú no tienes llaves.

—No necesito llaves para entrar en una casa. Así que estabas durmiendo, ¿eh, chaval? Me halaga que te preocupes tanto por mí.

—Bueno, Nolan, ya ves. Lo siento, me quedé dormido, pero por favor, cuéntame lo que pasó.

—No hay gran cosa que contar. Me quedé en el servicio. Nadie sospechó nada, y el pirata menos aún. Esperé a que salieran del avión todos los rehenes, luego seguí esperando hasta que ese maldito loco se dispuso a saltar y entonces le quité la calculadora. No quería terminar volando por los aires sin paracaídas, tanto si sucedía por accidente como si no, lo cual no sería difícil tampoco si el chico saltaba con el detonador en la mano. Por eso se lo quité.

—Entonces, llegaste a la conclusión de que sí había puesto una bomba.

—Sí.

Nolan expuso la serie lógica de argumentos que probaba la existencia de la bomba, y que coincidía punto por punto con la de Jon. Jon sintió cierta satisfacción, aunque había otras muchas cosas que ofuscaban su pensamiento todavía.

—No lo entiendo. ¿Para qué demonios querías quedarte en el avión? Seguro que no fue sólo para quitarle la calculadora al chico y hacerle el favor a las líneas aéreas de salvar un aparato. No eres precisamente el caballero blanco.

—Tenía mis razones —dijo sonriendo burlonamente y masticando cereales—. Tengo una sorpresa para ti, chaval.

—¿Una sorpresa? ¿A qué te refieres?

—Bien; justo antes de que el avión llegara a San Luis, llamé a la puerta de la cabina y conté a Hazel, al piloto y a los demás lo que había hecho. Que le había quitado la calculadora al pirata antes de que saltara. Entonces me convertí en héroe. Estaban locos de alegría. Cuando aterrizamos y salimos del avión, pedí a Hazel que fuera a recoger el maletín de los tebeos, que estaba en el armarito enfrente de los lavabos, porque se me había olvidado cogerlo y mi sobrino, es decir, tú, no me lo perdonaría nunca. Ella lo hizo encantada y, antes de que el FBI o quien fuera empezara a hacerme preguntas, el héroe del momento se excusó para ir al lavabo, con el maletín bajo el brazo; pero salí de allí y tomé un taxi que me llevó directo a la estación de autobuses. Después de haber pasado tanto rato encerrado en el cagadero del avión, ¿tú crees que a esos idiotas no se les ocurrió que ya había tenido tiempo de sobra para aliviarme? Pues ni se les pasó por la cabeza.

—Un momento, a ver si lo entiendo bien —le interrumpió Jon, que no entendía una palabra—. O sea que ¿te tomaste la molestia de pedir el maletín sólo por complacerme? No es propio de ti, Nolan. No pretendo ofenderte pero no tienes nada de considerado. Bueno, sí, es una gran sorpresa, pero...

—La sorpresa no es ésa —le interrumpió Nolan.

Se agachó para coger el maletín del suelo, al lado de la silla, y lo dejó en la mesa.

—¡Oye! —exclamó Jon—. ¡Ese maletín no es mío!

—No.

—Se parece al mío pero no lo es.

—Ábrelo, vamos.

Jon lo abrió.

—¡Dios! —exclamó.

El maletín estaba repleto de dinero, atiborrado de paquetes de billetes de veinte dólares enfajados en el banco. Miles y miles de dólares verdes.

—La pasta del pirata —dijo Jon asombrado—. ¡Le diste el cambiazo!

—Sí. Fue pan comido. El chaval fue a la cabina a dar órdenes al piloto, entonces salí del tigre, cambié su maletín por el tuyo y volví a esconderme.

—¡Hostia, le diste el cambiazo! ¡Le diste el cambiazo! Nolan, eres un genio. Además es justo, no perdemos un céntimo en el cambio.

—Eso es mucho hablar, chaval. Los federales tomaron nota del número de serie de cada uno de estos billetes antes de entregarlo, te lo aseguro. Tendremos que colocárselos a un perista y pagarle comisión.

—De todas formas, no está mal, ¿verdad?

—No está mal, no.

—Y ¿qué pasa con el otro dinero, el nuestro? El que estaba en tu maleta. ¿Quién se queda con eso?

—No estoy seguro, en realidad. Queda confiscado, eso sí, así que me imagino que terminará en manos del gobierno. Siempre se quedan con todo, ¿no?

—Nolan, ¿cómo demonios pudiste imaginar que el rescate llegaría en un maletín tan parecido al mío?

—No tenía ni idea, pura chorra. En realidad pensaba poner el dinero en tu maletín y los tebeos en el suyo, pero habría sido mucho más complicado, aunque posible; a lo mejor habría tenido que vérmelas con el pirata antes de lo previsto, cosa más arriesgada.

—Entonces, ¿qué pasó con el pirata? ¿Saltó o no saltó?

—Bueno, tuvimos una pequeña refriega. Le di bastante fuerte y se cayó del avión. El paracaídas se abrió, tarde pero se abrió. Después, le dije al piloto que el chico había esperado hasta estar cerca de San Luis; eso fue para despistarlos. A nosotros nos conviene que no lo pillen, porque todo el mundo cree que él se llevó la pasta. Supongo que seguirá con vida.

—Ojalá.

—Sí, ojalá, pero sólo por nuestro propio bien porque, después del mal trago que nos ha hecho pasar, por mí como si se parte el cráneo.

—No es más que un ladrón, Nolan, como tú..., y como yo.

—No. Existe una diferencia. Él es un aficionado. Yo..., nosotros... somos profesionales.

—No creo que yo tenga mucho de profesional —replicó Jon con una sonrisa—, pero gracias, de todos modos. Sólo lamento una cosa...

—¿Qué? ¿Todavía te arrepientes de haber matado al viejo Sam Comfort? No te preocupes, nadie se lo merecía más que él.

—¡Oh, no! No es eso. Eso me preocupa, no creas que no, pero no me refería a esa cuestión.

—¿Entonces?

Jon se inclinó hacia delante y extendió las manos.

—Bien, es fantástico que te hicieras con la pasta, pero, y no te lo tomes a mal, si me hubieras dicho al menos los planes que tenías, habría vaciado el maletín y me habría llevado los cómics. ¿Tienes la menor idea de lo que valen esas revistas? ¿Lo difíciles de encontrar que son? ¿Sabes que...

Nolan añadió azúcar a los cereales.