7

Nolan entró en el ascensor. Sólo había una niña de orejas puntiagudas y piel olivácea. Llevaba un sari plateado que la hacía parecer un envoltorio de papel de aluminio, como un bocadillo. Era joven, de unos dieciséis años, una muchacha fornida pero relativamente atractiva, a pesar de su color verdoso y sus orejas puntiagudas.

Nolan albergaba la esperanza de que no bajara los quince pisos hasta el vestíbulo, como él. Acababa de salir de la habitación, donde había constatado la repentina obsesión de Jon por el aseo personal, pues debía de haberse duchado al menos un par de veces, a juzgar por el estado de todas las toallas y la humedad del suelo. Cosa que, por otra parte, encajaba con el aire de manicomio que tenía el hotel, un asilo de chavales tan raros que hacían parecer normal a Jon.

Como, sin ir más lejos, esa chiquilla verde de orejas puntiagudas con quien compartía el ascensor. Nolan esperaba que se apeara pronto y que no tendría que dirigirle la palabra. Siempre le resultaba difícil hablar con extraños, y más aún si eran de color verde. Le preguntaría si le extrañaba que fuera tan rara, y él diría que no, pero ya sería tarde, porque ya habrían entablado conversación y el ascensor era tan lento que convertiría un viaje de quince pisos en toda una vida. Por otra parte, se imaginaba ya por qué iba vestida de forma tan particular: esa noche habría luna llena y ella se estaba preparando para el evento.

—Seguro que le ha llamado la atención mi vestido —dijo la joven con voz chillona.

Nolan no respondió, pero logró esbozar una especie de sonrisa.

—Normalmente no me vestiría así.

—¡Ajá!

—Bueno, menos mañana por la noche. Están celebrando una convención, ¿sabe? De tebeos y Star Trek y cosas así, y el baile de disfraces es mañana.

—¡Ajá!

—Me lo he puesto para la conferencia de prensa. Nos pidieron a unos cuantos que nos disfrazáramos para la conferencia de prensa. Han venido algunos periodistas y la televisión, hacen entrevistas y esas cosas sobre la convención. Si ve las noticias de las seis, a lo mejor salgo yo.

El ascensor llegó al piso del salón, el anterior al del vestíbulo. Se abrieron las puertas y, a la misma entrada del salón, se habían reunido unas ciento cincuenta personas, chavales de la edad de Jon en su mayoría, cinco años más o menos, algunos con ropa rara, además de cámaras de televisión, reporteros y periodistas que iban de un lado a otro maniobrando equipos y acercando micrófonos a la gente iluminada por la luz de los focos, casi tan espléndidos como la aurora boreal.

Nolan se retiró al fondo del ascensor; no quería salir en las noticias de las seis.

—¡Scotty! —gritó la chica verde; salió del ascensor y se mezcló entre la concurrencia en su carrera hacia un tipo colorado, relativamente atractivo y de cabello oscuro que a Nolan le resultaba conocido; supuso que sería algún actor de televisión. Su mirada se cruzó con la del actor, le dedicó una sonrisa de conmiseración y el actor movió la cabeza como diciendo: «Me gustaría ir al bar contigo, amigo». El pobre actor estaba rodeado de chicas y reporteros y Nolan se preguntó cómo podría nadie dedicarse a un asunto tan espeluznante como aquél.

Las puertas se cerraron y Nolan llegó al vestíbulo. Fue rápidamente al bar y se tomó un whisky, tanto a su propia salud como a la del sufrido actor.

En el taburete de al lado había una linda muchacha de cabello castaño y corto que llevaba un bonito traje pantalón. Nolan le preguntó con la mirada si le dejaría invitarla a un trago, y ella le devolvió otra de aceptación.

—Ginebra con tónica —dijo la chica, en el tono preciso para pedir ginebra con tónica.

Nolan echó una ojeada al reloj. Era temprano. En realidad su amigo Bernie le había proporcionado todo lo necesario en mucho menos tiempo del que había calculado. Aún faltaba una hora y media al menos hasta el momento de reunirse con Jon en la cafetería, y se dedicó a matar el rato.

Miró con atención las facciones de la chica, delicadas y claramente perfiladas (tenía los ojos de un avellana verdoso poco común).

—¿Modelo? —le preguntó.

—Auxiliar de vuelo —dijo ella.

—¿Quiere decir, azafata?

—Auxiliar de vuelo —repitió con una firme sonrisa.

—No se preocupe.

—Que no me preocupe, ¿de qué?

—No creo lo que cuentan en los libros.

La chica soltó una carcajada y el camarero le llevó la ginebra con tónica. Se quedó mirando a Nolan de forma parecida a como él la había mirado a ella.

—¿Es usted gángster?

—Hoy me estreno.

—No se preocupe.

—Que no me preocupe, ¿de qué?

—No creo lo que cuentan en los libros.

Rieron los dos y, cuarenta y cinco minutos después, en la habitación de ella, en el décimo piso, la mujer le besó la mejilla mientras jugueteaba con el vello entrecano de su pecho.

—No, en serio, ¿a qué te dedicas?

—Ya te lo dije abajo. Soy gángster, lo adivinaste.

—¡Venga ya!

—Aunque muy especializado.

—¡Ah! ¿Sí?

—Mi única misión consiste en procurar que nadie moleste a Sinatra.

La chica volvió a reír, las sábanas le resbalaron hasta la cintura y Nolan se quedó mirándole los senos. Los tenía abundantes, muy abundantes, demasiado en proporción con su cuerpo delgado, pero no le importaba. Los pezones eran pequeños, lo cual hacía parecer los senos más grandes, y de color coral..., le gustaban. Se inclinó hacia uno y lo mordisqueó.

—¡Oye! ¡Eres un cachondo! ¡No seas glotón!

—Señorita —le dijo entre mordisqueos—, me serviré tantas veces como pueda. Voy pocas veces a restaurantes de esta calidad.

—¡Para! —le dijo con una risita, en un tono que le invitaba a seguir adelante.

Y siguió adelante y disfrutaron por segunda vez. A Nolan le gustaba hacerlo dos veces siempre que fuera posible, porque la segunda era más lenta y cariñosa, sin las prisas de la primera, muy apetitosa pero precipitada. Tenía un trasero tan hermoso como el pecho, nada huesudo, al contrario que el resto del cuerpo; era suave, carnoso y agradable de tomar entre las manos.

Aquella mujer le producía un efecto benéfico: los lazos con Sherry se quemaban más deprisa de lo que había pensado, y era un alivio. Se dio cuenta de que separarse de Sherry le pesaba excesivamente y, aunque no le gustara, tenía que reconocer que la echaba de menos; no le hacía gracia estar a punto de dar un golpe con esa clase de preocupaciones emocionales en la mente.

Hacer el amor esa tarde era un verdadero descanso, le hacía sentirse purgado, le hacía sentirse muy bien, como un chaval.

—No vayas a equivocarte —le dijo, sentada en la cama; el pecho le colgaba ahora, ligeramente caído, como un poco fatigado.

—¿Sobre ti o sobre las azafatas? —le preguntó.

Ella sonrió, una sonrisa amplia de las que las chicas guapas suelen evitar.

—Sobre las dos. ¿Fumas?

—No; hace tiempo que lo dejé.

—¿Por qué?

—No es bueno. Cuando uno llega a mi edad, más vale cuidarse.

—¿Qué quieres decir con eso de «tu edad»? ¿Cuántos años tienes, por cierto?

—Cuarenta y ocho —mintió Nolan.

—No es para tanto. Yo tengo treinta y cinco, que ya es bastante para una auxiliar de vuelo.

—Aparentas veinte, pequeña —le dijo, pensando «treinta y cinco por lo menos». Le acarició un seno y le besó el cuello.

—¡Oye, dame un respiro! Ya basta, ¿no? Al menos de momento. Bueno, cuéntame, ¿a qué te dedicas? ¿Qué haces en Detroit?

—Dirijo un club nocturno, en los alrededores de Chicago —le dijo, cosa que, al fin y al cabo, era verdad en parte, porque el Tropical ofrecía ciertas diversiones en el bar.

Le contó que un amigo suyo, antiguo compañero del ejército, tenía una agencia de talentos en Detroit y que le había prometido echar un vistazo a su nueva cartera de artistas.

—¿De verdad? ¿Ya has ido a verlo?

—No; esta noche. Voy a ir a su local esta noche a ver qué tiene por allí.

—Parece divertido. ¿Quieres ir acompañado?

—No. Sería una carga. En realidad se trata de una agencia de poca monta, sólo voy por amistad. O por compasión. Te quedarías dormida, las actuaciones son pésimas.

—Bien —dijo con un mohín—. Parece que me espera otra fabulosa noche de «¿café, té o yo?» —añadió, un tanto decepcionada—. Imagínate que me monto la misma película esta noche y, con un poco de suerte, me violan de camino al hotel.

—No digas chorradas. No te imagino sola en casa a menos que tú lo quieras.

—Dijiste que no te creías todo lo que leías en los libros. Mi vida no es una fiesta continua. Es la primera que me permito en varias semanas.

—Tonterías.

—En serio. Últimamente me he portado como una monja ñoña. Desde que mi matrimonio fracasó, hace un año.

—¿Estabas casada? Creía que las azafatas tenían que ser solteras.

—¿No has oído hablar de la liberación de la mujer, de la igualdad de derechos y de todo lo demás? Las líneas aéreas no pueden imponer esa clase de criterios actualmente, aunque bien sabe Dios que les gustaría. De todas formas, creo que a mí no me habría venido mal, al menos por lo que se refiere a la regla contra el matrimonio. El mío no funcionó precisamente por mi profesión, porque tenía que ausentarme varios días seguidos cada vez. Mi marido se tiraba a no sé qué secretaria de su oficina, una tontita poca cosa con tetitas como pelotas de ping-pong.

—En ese caso —comentó Nolan—, no fue una gran pérdida para ti. Está claro que es un imbécil; además, el mundo está lleno de hombres.

—Sí, y también de majaderos. Como un piloto que me persigue, está casado y es más repelente que las ratas, así que huyo de él. He tenido un par de aventurillas sin importancia con algunos pasajeros interesantes que he conocido en vuelos largos. Pero también suelen estar casados y, en tardes como la de hoy, termino con la sensación de ser una puta o algo parecido. ¿Y tú?

—No, nunca me he sentido puta.

—Quiero decir que si estás casado. No seas gilipollas —pronunció la palabra «gilipollas» de una forma agradable, con cierto cariño.

—No estoy casado. No me he casado en mi vida. El matrimonio es una institución con pocos atractivos, bajo mi punto de vista.

—Después de un matrimonio de dos años que apenas tuvo más éxito que la guerra del Vietnam, creo que soy de la misma opinión que tú. ¡Oye! ¿Sabes una cosa?

—¿Qué?

—Creo que me gustas. Tienes cierta amargura, pero me gustas. Y tu entusiasmo sexual, aunque te consideres viejo, me deja sin aliento, en cierto modo, lo reconozco, y también me gusta. Voy a proponerte una cosa. ¿Por qué no vienes a verme esta noche, cuando termines con las audiciones? Entonces retomaremos la conversación... y todo lo que queramos retomar.

—A lo mejor es muy tarde.

—Te pasaré una copia de la llave. Entras y te metes en la cama conmigo. ¿Qué te parece?

—Me parece bien —dijo con una sonrisa.

Charlaron un rato más, ella dijo que al día siguiente tenía un vuelo, y él, que también tenía que tomar un avión; resultó que se trataba del mismo vuelo. Una feliz coincidencia; al contrario de lo que suponía, a Nolan le gustó mucho la idea de que el encuentro se prolongara por la noche y, en cierto modo, al día siguiente en el avión. En su juventud prefería no complicarse mucho con las chicas y mantenía relaciones muy superficiales; pero, a medida que pasaban los años, buscaba algo más..., no mucho, tal vez, pero sí un poco más.

Se vistió y, cuando se dirigía a la puerta, se volvió y dijo:

—¡Eh! ¿Cómo te llamas? Casi se me olvida preguntártelo.

—Hazel.

—Como tus ojos