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Llamaban a la puerta de atrás. Jon hizo caso omiso y siguió concentrado en la película de medianoche que estaba viendo en la televisión, King Kong, la versión original de 1933. Pero insistieron tanto que, por fin, a regañadientes, se levantó y bajó a ver quién era el desconsiderado hijo de puta que se creía con derecho a ir por ahí molestando a la gente en pleno pase de King Kong. «Más vale que sea asunto de vida o muerte», pensó Jon, «porque me revienta»; abrió de golpe y vio a un hombre corpulento apoyado en la pared, con la camisa y las manos llenas de sangre. También tenía sangre en la cara. Miró a Jon y dijo con voz ronca:
—¿Quién... quién demonios eres tú?
Le había quitado las palabras de la boca.
Hasta ese momento, el día había transcurrido con toda normalidad. Se levantó hacia el mediodía, se duchó y se vistió, tomó un poco de zumo y salió al buzón a ver si habían llegado tebeos nuevos en el correo. Jon era un fanático de los cómics, coleccionista apasionado de arte gráfico en todas sus formas, y utilizaba mucho el correo para comprar o intercambiar material con otros adictos de todo el país. Además, tenía veleidades de autor de tiras cómicas (inéditas hasta el momento) y, aunque un tanto decepcionado porque no recibía cartas de aceptación de los trabajos que enviaba, se consolaba pensando que tampoco los rechazaban explícitamente.
Jon tenía veintiún años, un chico de baja estatura pero corpulento (estaba tan loco por los cómics que había llegado a inscribirse en el curso de Charles Atlas que anuncian en las cubiertas de los libros), con abundantes rizos castaños y ojos de un azul intenso. Su nariz no le gustaba nada porque era respingona, pero afortunadamente a las chicas les parecía graciosa. Solía vestir vaqueros gastados y camisetas con héroes de cómic, cualquiera valía, desde Wonder Warthog, de las revistas marginales, hasta el Capitán Marvel de la Edad de Oro del cómic de los años cuarenta. En ese momento llevaba una camiseta de manga corta con un motivo de Flash Gordon; el dibujo (Flash Gordon de cuerpo entero y con capa) era de Alex Raymond, el finado creador de Flash. Jon no se conformaba con sucedáneos.
En resumen, los tebeos eran toda su vida.
La habitación por sí sola era un buen ejemplo. Cuando su tío se la asignó, no era más que un sombrío almacén de la trastienda de un anticuario, un cubículo con suelo de cemento y paredes de madera gris, alegre como la celda de un condenado a muerte. La había transformado en un luminoso reflejo de su afición por el arte de los dibujantes. Las paredes estaban literalmente empapeladas de carteles coloristas de héroes como Dick Tracy, Batman, Buck Rogers y el ya mencionado Flash Gordon, todos ellos reproducidos por el propio Jon a lápiz, tinta y acuarela, copias exactas de los personajes en su estilo original (trabajos que demostraban una gran habilidad por su parte y un gran problema al mismo tiempo: dominaba admirablemente la técnica de la copia, pero le faltaba estilo propio. «Dadme tiempo», decía Jon a unos críticos invisibles, «dadme tiempo»). El suelo estaba cubierto con alfombras de pelo largo de color cartón y, contra las paredes, se alineaban cajas que contenían su voluminosa colección de cómics, clasificados y ordenados en bolsas de plástico, más un armario archivador en un rincón donde guardaba sus tesoros pop más preciados. Arrimados a la pared estaban la mesa de dibujo con silla giratoria y una papelera rebosante; al pie del caballete, como caspa de tamaño gigante, se esparcían hojas de papel de dibujo y cubiertas de Zip-a-Tone. Los dos muebles antiguos de nogal que su tío le había dado tampoco se habían librado de la influencia de los tebeos. La magnífica cómoda estaba cubierta de llamativas calcomanías de tebeos marginales (Zippy, los Freak Brothers, Mister Natural) y, encima, los lápices, plumas, pinceles y tinteros se mezclaban con tubos de desodorante, crema de afeitar y otros efectos personales. Incluso la cabecera de la cama, una delicada talla de madera, hacía las veces de expositor de sus ensayos artísticos, con esbozos de tiras cómicas y estudios de personajes, sobre todo de su chica, Karen, de Nolan y de su tío Planner, pegados con celo.
Tío Planner... Todavía no se hacía a la idea de su muerte. Hacía pocos meses que había sucedido y, aunque se había acostumbrado prácticamente a la ausencia del viejo, no le gustaba vivir solo en la vetusta tienda de antigüedades, grande y llena de polvo. Pronto llamaría a un experto para que tasara la mercancía almacenada. Sólo la colección de insignias antiguas ya valía bastante. Como es natural, lo que había a la entrada de la tienda, las supuestas antigüedades de la estrecha y alargada «galería de exposición», eran pura quincalla, basura que Planner había recogido en mercadillos y traperías sólo para tener suficientes artículos a la vista; las cosas de valor estaban en la trastienda, porque cuando Planner encontraba antigüedades auténticas, las embalaba con esmero y las guardaba en otra parte, fuera del alcance de curiosos. El tío de Jon sentía verdadero respeto por las antigüedades auténticas y opinaba que venderlas era una estupidez porque su valor aumentaba de día en día. Jon, por el contrario, no tenía la menor duda en cuanto a vender los tesoros de la trastienda, aunque haría lo posible por encontrar un comprador que se llevara la basura y las joyas en el mismo lote.
La tienda, en realidad, no había sido para su tío nada más que una tapadera. Planner se había dedicado justamente a lo que indicaba su nombre: a hacer planes: a planear los detalles del trabajo de ladrones profesionales, concretamente. Viajaba por todas partes «en busca de artículos» y, en su papel de viejo anticuario cascarrabias, recogía la información necesaria para urdir «programas» completos para atracadores profesionales como Nolan. Los programas de Planner eran minuciosos y precisos, llegaba a incluir a veces planos del objetivo, y él cobraba un tanto fijo más un porcentaje de los beneficios. Dos años atrás, a instancias de su tío, Jon había participado en la ejecución de uno de esos programas, el atraco a un banco, capitaneado por Nolan (a quien Planner consideraba acaso el mejor, en un arte en peligro de extinción); Planner guardó en su caja fuerte tres cuartos de millón de dólares, producto del atraco, pero ese mismo verano, dos hombres armados entraron en la tienda, mataron a Planner de un tiro y se llevaron el dinero.
Jon y Nolan salieron en persecución de los ladrones y del dinero, atraparon a los tipos, pero el botín se perdió y con él, el sueño de Jon de tener una tienda de cómics propia, la meca de los coleccionistas apasionados como él, y también sus esperanzas de disponer de dinero suficiente hasta encontrar su hueco en el mundo del arte gráfico. Todo se evaporó en el aire.
Aunque no del todo. Como único heredero de Planner, se convirtió en dueño de un local que podía convertir en su meca del tebeo, aunque su ubicación (ciudad de Iowa) quedara un poco fuera del circuito clásico. Además, en las dos habitaciones de atrás había muchas antigüedades valiosas cambiables por dinero. Por otra parte, Nolan le había dicho que la próxima vez que tuviera algo entre manos, él sería el primero en saberlo. De modo que, en realidad, las cosas no se presentaban tan mal.
Jon volvió a su habitación con el correo (no mucho: unas cuantas facturas y el último número de The Buyer’s Guide for Comics Fandom) y se tumbó en la cama mirando el póster de Lee van Cleef en la pared, encima de la mesa de dibujo. El póster de Van Cleef era una de las pocas reproducciones fotográficas que tenía en la habitación, casi todo lo demás eran dibujos propios. Van Cleef aparecía en su típica pose de pistolero «vestido de negro» y, en su opinión, se parecía mucho a Nolan: los mismos ojos semicerrados, bigote, pómulos altos y aspecto de auténtico tipo duro, aunque Nolan podía parecer más temible aún, si cabía.
Por un momento dudó si Nolan le habría dicho que le avisaría la próxima vez por mera consideración.
No.
Estaba seguro de que había sido sincero. Sabía que Nolan se sentía responsable de la pérdida del dinero y que, tarde o temprano, aparecería con un plan para sanear la situación financiera de los dos.
Karen le insinuó en una ocasión que tomaba a Nolan por sustituto de su padre, una idea estúpida que le fastidiaba y le avergonzaba; no quería ni hablar de ello, no era más que psicología barata de mierda. Nunca había necesitado a sus verdaderos padres, ¿por qué narices habría de necesitar unos postizos? Su padre no era más que un tipo cualquiera a quien su madre había conocido antes de nacer él, y su madre, una cantante de salón de cuarta categoría que siempre estaba de viaje y lo dejaba en casa de alguien, con familiares que no agradecían el hecho de hacerse cargo de una boca más. Su madre había muerto hacía unos años en un accidente automovilístico, pero no derramó una lágrima por ella porque, sencillamente, apenas la conocía. Había desarrollado la capacidad de divertirse solo, de dejarse transportar por la fantasía cuatricolor de las historietas, de ser un solitario autosuficiente. En realidad, cuando llegó a la ciudad de Iowa para asistir a la universidad (brevemente, según resultó), prefirió alquilar un cuchitril para él solo en vez de irse a vivir con algún familiar otra vez, aunque en esa ocasión se tratara de Planner, el más agradable de todos. Se fue a vivir con su tío después del robo del año anterior, cuando Nolan se quedó también con Planner mientras se recuperaba de unas heridas de bala; sólo entonces se fue con él, para ayudarle a cuidar a Nolan.
Desde que conoció a Nolan, su vida fue ajetreada pero emocionante, trágica y divertida al mismo tiempo. La realidad de Nolan dejaba raquítica la fantasía de los superhéroes de sus cómics. La realidad era cruda... En la fantasía, Planner seguiría vivo y el atraco del año anterior no habría terminado en una locura de sangre. O sea, como diría Nolan, hacerse una paja es más fácil que echar un polvo, pero ni la mitad de gratificante.
Van Cleef, desde su póster, parecía mirar de reojo a Flash Gordon con cierto escepticismo, como si supiera lo ridículo que resultaba comparar a Nolan con héroes de tebeo. Resultaba ridículo pensar siquiera que fuera un héroe de algo, pero para Jon lo era, aunque se tratara de un ladrón. Según su punto de vista, el heroísmo no tenía nada que ver con la moralidad, las causas justas o la política. El heroísmo era valor, hazañas, un código personal, una mirada de acero, una cabeza fría. Nolan tenía todas esas cosas, y en grandes cantidades.
Jon ojeó The Buyer’s Guide (una publicación semanal de artículos y anuncios relacionados con el mundo del cómic) y vio fotos de una exposición que se había celebrado en la Costa Oeste. Por un momento deseó asistir a la convención que iba a celebrarse en Detroit el próximo fin de semana; ya era jueves, el día de la inauguración. Había asistido a varias ediciones de la de Nueva York en años anteriores, pero a ninguna de las muchas otras que aglutinaban a la afición. Era una pena que, para una vez que se celebraba una tan cerca, en el Medio Oeste, no pudiera asistir.
Ese fin de semana era el cumpleaños de Karen y tenía que quedarse con ella. Se enfadaría, y con razón, si Jon daba preferencia a los tebeos sobre ella. Además, era una fecha traumática para Karen, porque cumpliría treinta y uno y la diferencia de diez años que mediaba entre ellos saldría a relucir a la primera de cambio. A Jon no le preocupaba en absoluto, pero Karen estaba un poco obsesionada con la idea. Lo único que no le gustaba de que Karen fuera mayor que él (y divorciada) era el mocoso de diez años que tenía, Larry, un pecoso pelirrojo que parecía escapado de una pintura de Keane, el mejor argumento a favor del control de natalidad en que Jon podía pensar.
Fue plenamente consciente de ese detalle una hora y media después, mientras comía con Karen en una hamburguesería; el colegio había empezado ya y podrían comer juntos sin la compañía de Larry. Felicidad total.
Jon y Karen llevaban seis meses viviendo medio juntos. Medio juntos porque en realidad Jon no se había mudado a casa de Karen (ni viceversa), por la sencilla razón de que no se entendía bien con Larry y, además, Karen pensaba que el hecho de convivir los tres podría ser perjudicial para su hijo. Una idea pintoresca en estos tiempos tan liberales, pensaba Jon, aunque no le llevaba la contraria porque disfrutaba de sus momentos de intimidad y por nada del mundo cobijaría bajo el mismo techo a Larry y su colección de tebeos. La relación le satisfacía tal como estaba y Karen se alegraba de seguir cobrando la generosa pensión que recibía del abogado de su ex marido en concepto de mantenimiento del niño (pensión que se suspendería, naturalmente, si contrajera matrimonio con Jon); por otra parte, Jon se había hecho el propósito de no pensar en casarse con Karen hasta que Larry tuviera edad suficiente como para irse a una escuela militar o lo atropellara un camión.
Con todo, había dado algunas vueltas a la idea de pedir a Karen que fuera a vivir con él, aunque tuviera que ser en compañía de Larry. Karen era la dueña del Rincón de las Velas, un establecimiento de regalos del centro de la ciudad con cierto regusto de tienda para drogadictos: pipas de hachís, papel de liar, pósters, camas de agua y una sección de tebeos marginales; por todo ello Jon empezó a frecuentarla. Había pensado en pedirle que le ayudara a transformar el anticuario de Planner en una versión más grande de su tienda del centro, con mayor énfasis en las camas de agua y los complementos para la casa, mientras que él limitaría sus pretensiones de «meca del cómic» a pedidos por encargo, actividad que podría organizar desde una de las habitaciones de la trastienda. Karen encontraría sin dificultad alguna persona dispuesta a hacerse cargo de un edificio de tres pisos en el centro de la ciudad, el que comprendía la tienda, su vivienda y una tercera planta alquilable; entonces, ella y (¡aj!) Larry podrían instalarse con él, ya que todo el piso superior del anticuario era una vivienda de cinco habitaciones convenientemente reformada en la que había vivido Planner. Sin embargo, hasta el momento Jon seguía ocupando su habitación de abajo y subía al piso sólo para utilizar la cocina y ver televisión en color en la sala estar, y eso desde no hacía mucho. Había tardado semanas en acostumbrarse a la idea de la muerte de Planner, y más todavía en superar los escalofríos que producía el piso de arriba.
De todos modos, se lo estaba planteando: pedir a Karen que se fuera a vivir con él y montar el negocio a medias. Pero dudaba y, cuando puso una conferencia para hablar con Nolan (que ya conocía a Karen) y preguntarle qué opinaba, Nolan le aconsejó en los siguientes términos: «No mezcles nunca el placer con los negocios... porque saldrás jodido por los dos lados». Como Nolan solía tener razón en esta clase de asuntos, Jon continuaba, de momento, sin hablar del tema con Karen.
Pasó la tarde dibujando, haciendo esbozos a lápiz para una historieta de ciencia ficción que esperaba vender a la revista Heavy Metal. Quería recoger en cierto modo el estilo de los antiguos Weird Fantasy y Weird Science, dos importantes revistas gráficas muertas hacía ya tiempo, víctimas de la sangrienta guerra desatada contra los cómics por grupos de padres y psiquiatras en los años cincuenta. El guión de Jon consistía en dos historias de Ray Bradbury unidas en una sola con los elementos intercambiados; en cuanto a los dibujos, combinaba el estilo del marginal Corben y el del Wally Wood con la esperanza de camuflar su falta de estilo propio mediante el extraño cóctel.
A las cuatro vio una reposición de Star Trek.
A las cinco fue a cenar al establecimiento de enfrente, el Dairy Queen: solomillo, helado con fruta y dulce de leche. Solía comer con Karen, pero ese día, ella había acudido a una reunión de Tupperware, ¡por Dios! («¿Vas a una reunión de Tupperware, Karen? Pero ¿qué clase de librepensadora eres tú? ¡Pipas de hachís, camas de agua y Tupperware!»; «Jonny, es amiga mía, una de las mejores, y me ha invitado; tengo que ir. Si no tienes nada que hacer... ¿podrías quedarte con Larry?»; «Pídeme lo que quieras menos eso, Karen. Pagaré yo a la canguro, si quieres».)
A las seis y media sacó un montón de tebeos que todavía no había podido ojear y empezó a leer.
A las diez subió arriba, encendió el televisor y se preparó para ver el pase de King Kong en el canal educativo, que empezaría a las diez y media, con una Coca-Cola y unas patatas fritas.
A las once y media llamaron a la puerta de atrás.
Era el hombre de la camisa y las manos ensangrentadas.