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Miró hacia el exterior, al aeropuerto. Era modesto, dos edificios de ladrillo marrón que flanqueaban una torre central y unos cuantos hangares a un lado. El aeropuerto entero habría cabido en el vestíbulo del O’Hare sin estorbar para nada. Lo había escogido en parte por su reducido tamaño. Había decidido partir de Detroit y recalar en las ciudades Quad para recoger el dinero porque ninguno de los dos aeropuertos había sufrido casos de secuestro hasta el momento; el de las ciudades Quad en concreto estaba pobremente equipado para contingencias de esa clase. Contaba con la posibilidad de que hubieran tenido que llevar el dinero desde Chicago, a unos veinte minutos de vuelo y, como había obligado al piloto a pasar el aviso por adelantado, seguro que su avión llegaba al mismo tiempo que el rescate. En las ciudades Quad, las fuerzas de la ley no estarían preparadas para enfrentarse a un caso de piratería aérea y los refuerzos que enviaran con carácter de urgencia desde Chicago actuarían de forma desorientada y caótica, carente de sincronización con las autoridades locales; cuando lograran organizarse mínimamente, él ya estaría lejos. Por el contrario, si hubiera escogido el O’Hare, por ejemplo, habría tenido que enfrentarse a todo un cuerpo antipiratería.

Era más que consciente del duro destino al que tuvieron que enfrentarse otros que cometieron ese mismo delito. Se habían dado tantos casos de secuestradores abatidos por francotiradores del FBI que no los recordaba todos con claridad, aunque sí tenía muy presente un episodio sucedido hacía poco: un pirata del aire fue partido en dos, literalmente hablando, por efecto de una ráfaga disparada a corta distancia por un agente del FBI. Tales consideraciones le hicieron decantarse por un aeropuerto de «ciudad relativamente pequeña» aunque, a pesar de todo, sabía que el exceso de confianza sería una insensatez. Ese fue el motivo que le impulsó a enviar a la azafata a recoger el dinero. No estaba dispuesto a sacar la cabeza del avión para que un tirador del FBI le levantara la tapa de los sesos.

Se quedó mirando a la atractiva azafata de cabello castaño que, siguiendo instrucciones, avanzaba por la pista (la entrega del dinero debía hacerse a la vista del avión y a plena luz del día), mientras que un fornido policía de expresión adusta, agente del FBI seguramente, con traje marrón, maletín de ejecutivo y dos paracaídas avanzaba desde los edificios del aeropuerto al encuentro de la chica. Le entregó el maletín de dinero de tan mala gana como si fuera de su propiedad, después le dio los paracaídas y se alejó por donde había venido. Ella volvió al avión; al parecer, no había intento de engaño.

Se arrellanó en el asiento con una sonrisa.

Hazel, la auxiliar de vuelo, le llevó el maletín de ejecutivo.

—Siéntese al otro lado del pasillo —le dijo— y abra el maletín.

—¿Quiere que lo abra yo?

—Sí. Lo siento, pero podría ser una trampa. A lo mejor, al abrirlo sale un gas o algo parecido. Tengo que tomar precauciones, lo comprende, ¿verdad?

—Sí, naturalmente.

Se sentó frente a él y abrió el maletín. No salió gas ni se produjo una explosión.

Sí había, sin embargo, mucho dinero. Filas y filas, montones y montones de paquetes verdes, paquetes de billetes que todavía tenían la faja de Chicago.

—¿Desea que lo cuente?

—Por favor. Tiene que haber diez mil billetes de veinte dólares.

—Ni uno más ni uno menos —dijo ella al cabo de un rato.

—Gracias. Ciérrelo, por favor.

Así lo hizo, y se lo entregó. El chico lo dejó en el asiento de al lado.

Ella lo miró de forma extraña. Era una mujer muy bonita, con atractivos ojos del color de su nombre.