4

Ésa era una de las pocas ocasiones en que los ejercicios de musculación del Charles Atlas servirían para algo. Jon cogió en brazos al hombre cubierto de sangre como si fuera un bebé absurdamente descomunal. Aquel tipo pesaba más que él y era un poco más alto, además, de modo que representaba una carga considerable. Llevó el cuerpo a su habitación, en la trastienda, con la esperanza de no haberse equivocado al obedecer el impulso de ayudarlo. Cada vez que le pasaba algo así, lamentaba no tener a Nolan cerca para consultarle.

«Pero Nolan no está», se dijo, «de modo que a la mierda con el “si estuviera”».

Mientras lo llevaba, lo miró con atención, tratando de sobreponerse a la primera impresión de la sangre. Debía de tener cuarenta y pocos años, calculó, pelo corto y oscuro; llevaba camisa deportiva azul claro, manchada de sangre en la parte inferior del lado derecho, y pantalones blancos de verano, manchados de sangre también en la parte inferior de la pierna izquierda. Tenía sangre en la cara, seguramente porque se había tocado una de las heridas, o las dos, y había gotas y churretes de sangre por toda la ropa, además de alrededor de las heridas. Lo dejó con cuidado en la cama, fue arriba y volvió con vendas, un frasco de agua oxigenada, una palangana con agua y varios paños.

Las heridas no eran graves, en realidad. Al menos, no tanto como temía al principio al ver la ropa tan empapada de sangre; los colores claros la hacían destacar más, la camisa azul y los pantalones blancos, y el tipo debió de correr después de recibir los disparos, por eso se había esparcido tanto por toda la ropa. Jon se alegró de que lo de la pierna fuera sólo un rasguño; en cuanto al costado, parecía que la bala había salido limpiamente por el otro lado, sin herir nada de importancia. Al menos eso le parecía. Si la bala hubiera roto una vena, la hemorragia sería enorme, y el tipo no sangraba mucho en realidad. Le lavó las heridas y se las tapó con vendas apretadas, pero no tanto como un torniquete.

El hombre volvió en sí cuando Jon estaba a punto de terminar.

—¿Quién..., quién demonios eres tú? —preguntó.

—Ya me lo ha preguntado antes —replicó Jon—. ¿Qué le parece si me dice usted primero quién es y después hablamos de mí?

—¿Dónde está Planner?

Las sospechas de Jon se confirmaron: se trataba de un antiguo socio de su tío; seguro que habían surgido dificultades durante un golpe o algo parecido y había acudido en busca de ayuda. Ése fue su primer pensamiento y, como ya había pasado por una situación semejante con Nolan, el instinto le empujó a prestar ayuda al desconocido.

—Te he preguntado que dónde está Planner, chico. ¿Sabes a quién me refiero?

—Sí, sé a quién se refiere —contestó Jon. Al cabo de un momento añadió—: Planner era mi tío.

—¿Era?

—Ha muerto. Hace ya unos meses.

—¡Jesús! —El tipo se incorporó sin ayuda, se apoyó en los codos y habló como para sí mismo—. ¡Dios santo! Últimamente todos los buenos mueren o van a la cárcel, esto parece... ¡Dios mío! ¿Cómo ocurrió?

Jon dudaba otra vez, pero los comentarios del hombre le parecían sinceros, de modo que dijo:

—Mi tío guardaba el dinero de unos hombres en la caja fuerte. Un día llegaron dos tipos, lo mataron y se llevaron el dinero.

—¡Mierda! ¿Es cierto? ¡Mierda! Habría que dar con esos tipos y...

—Ya está hecho. ¿Cómo se encuentra? Está un poco pálido. Más vale que se acueste y descanse.

—Me encuentro bien.

—Sí, claro; creo que las heridas no son graves, pero de todas formas sería mejor que se tumbara y se estuviera quieto.

—Te lo agradezco, chico; me has ayudado, me cuidas muy bien.

—Si tanto me lo agradece, ¿por qué demonios no me dice quién es usted y qué narices pasa aquí?

—Bien; yo estaba en el mismo negocio que tu tío. Sabes a qué se dedicaba tu tío, ¿no, chaval?

—Sí. También soy del ramo.

—¿Te refieres a las antigüedades, como toda esa mierda de tebeos viejos que tienes ahí?

—Ya sabe a qué me refiero.

—Bien, de acuerdo. Entonces, ¿con quién has trabajado, si es que perteneces al ramo?

—Con Nolan. Es con el único que he trabajado hasta ahora. Con él y con otros que usted no conoce.

—Creía que Nolan tenía problemas con la Familia de Chicago.

—Ya no.

—¿Has trabajado con Nolan? ¿Cuál fue tu primer trabajo? ¿Para qué iba a liarse con una mierda de chaval como tú? Sin ánimo de ofender.

—Porque los grandes profesionales como usted no querían ni acercarse a él. Sin ánimo de ofender. Por los problemas con la Familia, ¿sabe?

El tipo quedó convencido.

—Me llamo Breen —dijo, y ofreció la mano a Jon, el cual se la estrechó. A pesar de que acababa de recibir unos tiros, tenía una fuerza del demonio—. Un viejo chuloputas llamado Sam Comfort y el colgao de su hijo Billy acaban de cometer una traición, y el traicionado he sido yo. No estaría contándotelo ahora si ese cerdo senil no hubiera estado medio trompa cuando empezó a disparar.

Jon no había oído hablar nunca de los Comfort, y se lo dijo a Breen.

—Pues mejor para ti. No son una familia, son un cáncer de la sociedad. —Volvió a sentarse con un movimiento brusco—. ¡Demonios! Mira, tienes que ir a quitar mi coche de ahí. Lo he dejado fuera; los Comfort conocían a Planner y podrían pensar que he venido aquí. ¿Tienes revólver? No lo llevo encima, mierda, porque si no, me habría plantado y me habría liado a tiros con esos cabrones. Venga, coge un revólver, sal fuera y cambia de sitio ese maldito coche. El parabrisas está destrozado, seguro que no quieres que lo vea un poli y venga a hacerte preguntas.

—De acuerdo.

—Chico, ¿tienes revólver o no?

—Tengo un par.

—Será mejor que te cubra; anda, ayúdame a levantarme de la cama, me quedaré en la ventana o te cubriré como pueda...

—Mire. Túmbese de una vez y cierre el pico. Está usted muy animado para acabar de recibir unos balazos. Con tanta cháchara se va a morir si no me mata a mí antes de aburrimiento.

—Dime —le interrumpió—. ¿Es cierto que conoces a Nolan?

Jon sonrió burlonamente y le repitió que guardara silencio y descansara; después salió.

Volvió al piso superior, sacó una de las automáticas del 32 de su tío y se la colocó en el cinturón; se puso encima un chubasquero y salió a la calle a mover el coche. Primero sacó su coche del garaje, era un viejo Chevrolette II, y metió el Mustang de Breen. Después cerró la puerta del garaje, situado en la parte de atrás, y arrimó el morro del Chevrolette a la pared hasta casi tocarla. La puerta no tenía ventanas y, por la forma en que estaba construido el garaje, empotrado en la parte trasera de la tienda, sólo había ventanas en la izquierda, pero eran opacas y tenían reja, de modo que no había forma de saber si allí había un Mustang o no, a menos que se entrara por la fuerza. Aunque no tenía la impresión de que los Comfort fueran incapaces de entrar por la fuerza.

Aún no había cerrado la puerta cuando una de las ventanas laterales de la tienda se iluminó; la luz provenía de los faros delanteros de un coche que acababa de llegar: los Comfort venían de visita. Se quitó el chubasquero y se colocó el 32 en el cinturón, a la espalda, dejando la mano derecha en la cadera para alcanzarlo con facilidad.

Enseguida llamaron; Jon cogió aliento. Se dijo «calma, demonios, calma», y dudó de si, por una vez, sería capaz de arreglárselas solo sin ir de la mano de Nolan. La puerta estaba cerrada con una cadena de seguridad; Jon abrió una rendija sin quitar la cadena y vio una arrugada cara de viejo con ojos grises que debía de ser la de Sam Comfort. Era una cara que al principio parecía afable, pero en realidad estaba llena de arrugas de tanto sonreír con un sádico sentido del humor. Sesenta y tantos años atrás, ese hombre debía de ser un niño de los que quitan las alas a las mariposas.

—¿Quién diablos eres tú? —preguntó Sam Comfort.

Jon empezaba a hartarse de esa pregunta. Tenía los nervios de punta y le irritó sobremanera que lo interpelara así, de modo que acercó un poco más la mano derecha a la pistola al tiempo que se secaba el sudor de la palma contra el pantalón.

—Es más de media noche, señor —contestó—. Está cerrado.

El aliento alcohólico de Sam era insoportable, pero sus ojos grises no estaban empañados; era un hombre que podía tumbar a cualquiera en el suelo a fuerza de tragos y él no notarlo siquiera.

—No vengo a comprar —dijo.

—Entonces estamos empatados —contestó Jon—, porque yo no vendo nada.

—Soy un viejo amigo de Planner.

—No me importa quién sea usted —replicó, y empezó a cerrar la puerta.

Unos dedos gruesos y fuertes la sujetaron para impedir que se cerrara.

—He dicho que soy amigo de Planner. Dile que un viejo conocido ha venido a verlo.

—Suelte la puerta.

Comfort obedeció sin mucha convicción.

—Mi tío... Planner... está muerto.

—¡Oh, lo siento! Lo siento. No lo sabía. ¿Qué le pasó, hijo?

—Infarto. —Eso era lo que decía en el certificado de defunción, un papel bastante caro, por cierto.

—Y entonces, ¿tú eres sobrino suyo? ¿Vas a hacerte cargo del negocio?

—No. No me interesan las antigüedades, quiero vender toda la mercancía lo antes posible, en cuanto aparezca un comprador interesante. ¿Puede hacer el favor de marcharse de aquí y dejarme dormir en paz?

Los ojos grises se entrecerraron y después se relajaron.

—Bien. Siento encontrarte tan poco amable con un antiguo amigo de tu tío, y lamento mucho que haya muerto antes de tiempo. Por favor, acepta mi pésame.

—Claro. Siento la brusquedad.

—Lo comprendo. Dime, ¿qué tienes en el garaje?

—Si fuera un garaje, guardaría el coche ahí, pero es un almacén. Buenas noches.

Cerró la puerta del todo, con llave, y se puso a un lado por si entraban balas volando. Unos segundos más tarde, puntualmente marcados por el corazón, se acercó sigilosamente a la ventana lateral y vio al viejo, que se reunía con un chico de pelo largo que lo aguardaba apoyado en el Buick Electra. Intercambiaron unas breves y acaloradas palabras (casi todo el acaloramiento procedía del viejo porque el chico parecía estar en babia). Después, con un encogimiento de hombros, subieron al coche, el viejo al volante y el chico a su lado, y se alejaron.

Cuando Jon volvió junto a Breen, lo encontró dormido, roncando. Al principio se alegró de no tener que seguir escuchando sus divagaciones, pero después lo pensó mejor, lo despertó y le contó el episodio con los Comfort.

—Vales mucho, chaval —le dijo Breen con un guiño—. Te has zafado de Sam magistralmente, según parece.

—¿Por qué no demuestra su gratitud contándome lo que ha pasado? —le dijo Jon.

Breen le complació. Le contó que llevaba un mes trabajando en el asunto de los parquímetros («Una nadería, chico, pero a la larga es rentable»); le dijo también que el viejo Sam se había sacado más de ciento cincuenta de los grandes a costa de pequeños golpes en la zona y que había intentado matarlo hacía menos de una hora para no pagarle los doce mil dólares que le debía.

—Escuche —dijo Jon—. Voy a llamar a Nolan. Seguro que se le ocurre algo que hacer con los Comfort.

A Breen le pareció bien.

Jon se acercó al teléfono que estaba en el mostrador tras el cual solía sentarse Planner a fumar puros caros. Se sentó en el mostrador y, mientras marcaba el número, pensaba en la muerte violenta de su tío y en si no sería una locura seguir el rastro de sangre en el que se estaba metiendo. Olvidó las reflexiones en cuanto oyó a Nolan.

—¿Sí?

—Nolan, tiene que venir inmediatamente.

—¿Qué te pasa, chico? —La voz de Nolan sonaba tranquila, pero Jon creyó detectar una nota de entusiasmo en ella.

—¿Conoces a un tal Breen?

—Sí.

Jon le puso al corriente de lo que le había sucedido a Breen y le dijo que había llegado a su puerta empapado en sangre.

—¿Lo ha visto un médico?

—Le he vendado las heridas, Nolan. Creo que aguantará bien. A lo mejor mañana llamamos al doctor Ainsworth para que le eche un vistazo. Por ahora, me preocupan más los Comfort que otra cosa.

—Y con razón. Has hecho muy bien no llamando al médico, porque a lo mejor los Comfort están vigilándote. Has cerrado bien las puertas, ¿verdad? Y has escondido el coche de Breen, ¿no?

—Claro. Y los Comfort ya han estado aquí. —Se había guardado la guinda para impresionar a Nolan, para aumentar el efecto de la sorpresa.

Pero sabiendo cómo era Nolan, no tendría que haber esperado nada y, efectivamente, le respondió con un lacónico: «¿Y bien?».

Entonces Jon le contó la escenita con Sam Comfort.

—Vas mejorando, chaval. En realidad no te hago falta para nada. Lo tienes todo bajo control.

—Bueno, la verdad es que esos Comfort me tienen sobre ascuas. Son impredecibles, a juzgar por lo que dice Breen y por lo que yo vi.

—¿Crees que engañaste al viejo Sam?

—Supongo que sé lo que le ronda por la cabeza. Podría presentarse otra vez ahora mismo con una pistola y no me sorprendería. ¿Conoces bien a los Comfort, Nolan?

—Hice un trabajo con ese cascarrabias mal nacido hace unos años. No me traicionó, pero es que tampoco me puse a tiro. Si le hubiera dado la espalda, me habría clavado un puñal, seguro. Breen ha hecho el idiota trabajando con él. Todo el mundo sabe que Sam no merece confianza y que está loco.

—Bien, Nolan, ¿qué vas a hacer?

—Iré, sí...

—No es que necesite ayuda, exactamente...

—Ya sé, chaval. Pero te gusta que estemos cerca.

—Sí, en parte.

—Y los ciento cincuenta de Comfort son la otra parte.

—Exacto.

—Nos va llegando la hora, Jon. A lo mejor podemos echar una mano a mi viejo amigo Breen y de paso hacernos un favor a nosotros mismos.

—Bien —Jon sonrió con el teléfono en la mano.