[1] —le dijo.

—Como la gorda de los tebeos —replicó ella, arrugando la nariz.

—Bueno, el hotel donde has ido a parar está lleno de tebeos.

—Sí, ya me di cuenta. No hay más que locos del tebeo por todas partes, chavales disfrazados, chavales con camisetas de héroes de cuento... Un chico que llevaba una camiseta de ésas quiso ligar conmigo en el bar, justo antes de que llegaras tú, ¿puedes creerlo?

—Claro, salen hasta de debajo de las piedras. Escucha, tengo que marcharme ya. Nos vemos esta noche.

—De acuerdo. ¡Oye!

—¿Qué?

—¿Y tú cómo te llamas?

Dudó un momento; sería mejor no usar el nombre de Logan. Se había inscrito en el hotel con el nombre de Ryan, pero por algún motivo prefería decirle el nombre con el que más a gusto se sentía.

—Nolan —dijo por fin, ¡al diablo!

—¿Es el nombre —insistió ella—, o el apellido?

—Lo que quieras —le dijo, y salió de allí.

En esa ocasión, el ascensor estaba completamente vacío; Nolan se alegró mucho.

Jon estaba en la cafetería tomándose una Coca-Cola.

—¿Cuánto te has gastado en cuentos hasta ahora? —le dijo, a modo de saludo, al acercarse a la barra.

—Cuatrocientos treinta y cinco y no me arrepiento —contestó el chico con una sonrisa.

A Nolan no le parecía mal, era un capricho que no hacía daño a nadie. Además, se acordaba de que el día en que conoció a Jon, hacía dos años, el chico le enseñó un tebeo que le había costado doscientos dólares y a él le pareció una locura; sin embargo, hacía poco había leído un artículo sobre un niño de ocho años que había pagado mil ochocientos dólares por ese mismo tebeo. Al comentárselo a Jon, el muchacho le respondió con bastante amargura: «El zoquete ése... con tanto aflojar la mosca y tanta atención que le han dedicado en la prensa... ¡mierda! Los precios van a subir otra vez como la espuma. Ese cómic no valía mil ochocientos dólares. No valía ni un penique más de mil dólares».

A Nolan le impresionó el interés que Jon había sacado de su inversión de doscientos dólares y ya no le parecía ridícula la afición de su amigo. Por el contrario, se llamó imbécil a sí mismo, porque él también había tenido ese tebeo en algún momento (lo compró en el quiosco cuando era pequeño), pero, después de leerlo, tiró a la basura una inversión de diez céntimos.

—¿Cómo ha ido todo, Nolan?

—Tenemos carro. No hay problema.

—Bien, y todo lo demás, ¿también?

—Sí, también.

—¿Qué hay de la granja?

—Me acerqué y di una vuelta por los alrededores. No me vio nadie. Hasta he sacado un plano de la granja. Después lo repasaremos juntos, en la habitación.

—De acuerdo.

—¿Nervioso?

—Sí.

—Pensé que te distraerías con los tebeos.

—Yo también, pero no hubo forma. Intenté ligar con una mujer en el bar para ver si así se me olvidaba, pero no hubo forma.

Nolan echó una ojeada al dibujo de Wonder Warthog que Jon llevaba en la camiseta y se preguntó si... pero no, era ridículo.

—Mira, chaval, quiero que me hagas un favor.

—¿De qué se trata?

—Vete a comprar unas medias.

—Sí. ¿Unas medias de qué? ¿Qué clase de medias?

—De nailon, de las que se ponen las mujeres en las piernas.

—¿Medias? ¿Para qué demonios las quieres, Nolan?

—He pensado que vamos a disfrazarnos de vendedoras de Avon.

—¡Ah, bueno! O sea para ponérnoslas de máscara, en la cabeza, ¿no?

—Vete a comprarlas.

—¿Por qué no las compraste tú?

—No quiero ir por ahí comprando medias. ¿Estás loco?

—No te atreves, ¿eh? —comentó Jon con una sonrisa.

—No, ¡narices! ¿Por qué no quieres ir tú?

—Me da vergüenza —admitió Jon.

—De acuerdo, aquí mando yo y tú eres mi esbirro, y si te digo que vayas a comprar medias, vas y compras medias, ¡mierda!

—Es que pensarán que soy un pervertido o algo parecido.

—Seguramente. —Nolan sonrió burlonamente. Estaba de buen humor.

—¿Por qué estás tan contento?

—Esto funciona como un reloj, chaval. Vamos a llenarnos los bolsillos con la pasta sucia de Sam Comfort, y no sabrá quién ha sido.

Jon también sonreía.

—Haces que me sienta mucho mejor; creo que se me han pasado los nervios, ni siquiera me importa ir a comprar las medias. Si la dependienta me pregunta para qué las quiero, le diré que porque quedan muy monas con mi liguero negro de encaje.

—Así me gusta, chaval. Vamos, hasta voy a invitarte a la Coca-Cola.