10
—Ojalá fuera contigo —dijo Carol.
Ken le hizo una mueca en el espejo del dormitorio como diciendo «No seas ridícula», y siguió abrochándose el paracaídas al estómago, por encima del jersey negro de algodón. Sobre la cama estaba la maleta, cerrada con llave, con la falsa bomba dentro. La maleta consistía en una bolsa de viaje barata, de color tabaco, que habían adquirido a precio de regalo en las rebajas de unos almacenes. Había sido un «regalo» en el sentido literal de la palabra, porque Ken la había robado, para gran consternación de Carol, que todavía temblaba cada vez que se acordaba del incidente, ocurrido hacía ya varias semanas.
Ken dijo que no quería dejar tras de sí ningún rastro que pudiera servir de pista para llegar hasta él y adujo que comprar artículos de ese tipo en el barrio podía resultar peligroso. Carol no estaba de acuerdo, los artículos a los que se refería (la maleta, ropa, una peluca) se podían comprar en cualquier cadena de grandes almacenes y no podían servir de pista. ¿Quién podría averiguar, por ejemplo, en qué tienda de las miles que había se había comprado una bolsa de viaje?
Pero Ken le soltó un montón de ambigüedades sobre los códigos que llevaban las cosas según el área en que fueran distribuidas, sobre que la piratería aérea era delito federal de consideración grave, sobre que los hombres del FBI eran capaces de llegar hasta cualquiera partiendo de un hilo de la camisa, etc., etc., etc. Carol no se creyó una palabra, pero comprendía que Kent tampoco, seguramente. Había un motivo secreto que no quería compartir con ella todavía y que le obligaba a desplazarse ciento sesenta kilómetros para comprar las cosas que, además, no pensaba comprar sino robar; este último detalle no se lo comunicó a Carol hasta que detuvieron el coche en el enorme aparcamiento de los grandes almacenes.
—Tú me cubres —le dijo—. Avísame si se acerca algún encargado o algún vendedor.
—Pero Ken... Es una locura.
Carol se quedó mirando el mar de coches —era sábado y el único sitio libre que encontraron estaba al final del inmenso aparcamiento—; incluso desde lejos, los almacenes parecían enormes, una especie de grotesco monumento nacional al consumismo. El enorme edificio era de ladrillos rosados, pero en la fachada resaltaba más el cristal enmarcado en acero, con un grandísimo letrero de neón arriba que decía «CIUDAD DE LAS REBAJAS». Sabía, sin haber estado nunca allí, que la inacabable fila de puertas se abriría a un vestíbulo, suficientemente espacioso como para albergar su casa entera, flanqueado por máquinas expendedoras de chicle y vigilantes armados.
¿No era el sábado el peor día del mundo para ir a robar? ¿Con tanta gente allí? Según Ken, el sábado era el día idóneo precisamente porque había mucha gente, porque el personal de los almacenes tendría muchos a quienes vigilar. A Carol no acababa de convencerle el razonamiento, pero se avino a los deseos de Ken. A la hora de la verdad, siempre acababa cediendo ella.
Comprendía que, en los tiempos que corren, no estaba de moda dejar que el marido, o cualquier otro hombre, controlara la vida de una mujer. Pero ella no se consideraba liberada ni tenía ganas de serlo. Suponía que ese punto de vista se debía a que era la menor de seis hermanos, todos chicos excepto ella. Fue la niña bonita de la casa, y tanto su madre como ella misma vivieron siempre a la sombra del padre y los cinco hermanos, lo cual no supuso una mala experiencia. Ser la única chica entre cinco muchachos proporcionaba muchas ventajas, además de recibir más atención que nadie por ser la menor; por ejemplo, más regalos por Navidad y más mimos que cualquiera.
De todas formas, gran parte de su infancia se centró en aprender a mantener su papel. Era una cosa que tenía que aprender sólo por ser la menor, pero la coincidencia de ser la menor y chica además le hizo acostumbrarse a que siempre hubiera alguien dirigiendo su vida, tomando decisiones por ella, pensando en su lugar. Así llegó a aceptar como natural que su mundo estuviera dominado por hombres.
Ken era exactamente el tipo de hombre a que estaba acostumbrada. Se conocieron en el instituto de su ciudad natal, en Missouri, y él respondía a la idea de muchacho amable y firme que ella deseaba. No resultó difícil atraparlo: Carol era consciente de sus propios encantos y Ken era un solitario inconformista, por lo que las chicas con quienes salía terminaban plantándolo por su forma de ser; por ejemplo, prefería pasar la noche del viernes trabajando en un montaje electrónico que ir al cine o a bailar. Poseía una fuerza interior que a ella le gustaba, era listo y, aunque no se deshacía en detalles de atención, tampoco era nada cruel. Por otra parte, estaba acostumbrada a hombres egocéntricos. ¿Acaso no eran así todos los hombres? Al menos los que merecen la pena, ¿no?
Sin embargo, había un aspecto de Ken que a Carol le preocupaba, una vez que lo conoció mejor, aunque bendecía esa falta suya en vez de rechazarlo a causa de ella. Cuando descubrió el punto débil de Ken, ya estaba perdidamente enamorada de él y por eso reaccionó de forma positiva; podría influir favorablemente en el defecto de Ken, a su manera silenciosa; le ayudaría a superar su única debilidad.
Esa debilidad consistía en cierta tendencia a no terminar las cosas que empezaba. Era inteligente, más que inteligente en realidad, capaz de hacer cualquier cosa. Pero su pensamiento discurría tan deprisa, su entusiasmo cambiaba de objetivo con tanta facilidad que por lo general nunca llegaba a completar los proyectos iniciados. Suspendió en el instituto de enseñanza superior, principalmente porque no tenía interés en las materias que estudiaba, pero es que además uno no suspende en esos institutos, porque precisamente es a donde van los que tienen más posibilidades de suspender (o han suspendido ya) en otros centros.
Después de casarse, Ken se matriculó en el Greystoke Teacher’s College mientras Carol trabajaba de secretaria para ayudarle a encarrilarse; por fin se diplomó tras repetir un semestre. Greystoke era un centro caro que se llevó gran parte de lo que los padres de Ken le habían dejado, por no hablar de una sustanciosa parte del sueldo semanal de Carol; se trataba de un centro especial de estudios superiores para alumnos que no hubieran logrado aguantar en otros centros, un tribunal educativo de última instancia que garantizaba la diplomatura de todos sus estudiantes. Eran en general hijos de familias acomodadas del este que acudían para obtener un título simbólico. El Greystoke en concreto tenía reconocimiento oficial algunos años, pero no todos. Por suerte para Ken, los títulos expedidos el año en que estudió eran homologados, aunque poco importaba en realidad, porque la reputación del centro seguía siendo igual de mala. No porque las posibilidades de encontrar un buen trabajo con un título de Greystoke fueran escasas; al contrario, eran excelentes siempre y cuando se tuviera a un magnate por padre.
Carol aceptó a regañadientes el trabajo que Ken encontró de vendedor de propiedades inmobiliarias en Florida, con ofertas que incluían una invitación a comer y el pase de una película. Ken viajaba a ciudades de tamaño medio principalmente, con las invitaciones a comer concertadas por adelantado, y después procedía a la exposición de sus ofertas. No sabía de dónde sacaba la compañía su lista de clientes, pero los que aceptaban la invitación solían ser idóneos, parejas que se acercaban a la jubilación, perfectamente maduras para aceptar una buena oferta de adquisición de terreno. Era un trabajo bien remunerado, aunque a Carol le preocupaba el procedimiento de captación de clientes porque tenía atisbos de timo. Ken le aseguraba que era perfectamente fiable y al final la convenció, porque además el jefe de ventas les invitó a los dos a Florida para que Ken viera en directo qué clase de terrenos estaba vendiendo. Acudieron y lo vieron, era una tierra magnífica, incluso compraron una parcela para ellos.
Naturalmente, aquello formaba parte del trato: Ken tenía que invertir en el negocio gran parte de sus ganancias y convertirse en accionista mediante la adquisición de un mínimo de acciones. Aquello terminó con las últimas reservas que sus padres le habían dejado, algo más de cien mil dólares. Pero ¿no era la tierra la mejor inversión que se podía hacer?
En esa ocasión, Ken no había dejado las cosas a medias y Carol se sintió muy orgullosa de él. Pasó tres años vendiendo parcelas y consiguieron ahorrar bastante; Ken, como uno de los mejores vendedores de la compañía, recibía frecuentes ofertas de compra de acciones y reinvertía la mitad de sus ganancias en Tierra Soñada. Compraron la casa de Canker con un préstamo bancario en el lugar que mejor les pareció, una ciudad pequeña cerca de la familia de Carol, para facilitar las visitas, pero lo suficientemente alejada como para disfrutar de intimidad. Ken tenía el plan de seguir en el trabajo tres años más, hasta tener suficientes ahorros para abrir un taller de reparación de televisión y vídeo, negocio ideal para él y para Carol, de paso, porque no le gustaba compartir a su marido con la carretera.
Las inversiones que Ken hacía con su tiempo y su dinero garantizaban a Carol que el defecto de su esposo —esa tendencia a dejar los proyectos a medias, que se debía a cierta inmadurez— era ya cosa del pasado, una herida que había sanado sin dejar cicatrices siquiera.
De todas formas, las heridas pueden abrirse de nuevo al cabo de mucho tiempo si reciben la presión necesaria. En este caso, la presión surgió a través de la compañía central de Ken, tan apropiadamente llamada Inmobiliaria Florida, Tierra Soñada.
En la presentación de las ofertas que Ken hacía, advertía a los compradores que el desembolso de dinero para la adquisición de un terreno en Tierra Soñada podía mantenerse a niveles asombrosamente bajos porque el desarrollo de la zona, es decir, la urbanización y construcción de viviendas, no comenzaría hasta haber vendido un setenta por ciento de las parcelas. Claro está que los compradores no podían esperar eternamente la construcción de su casa en sus terrenos, de modo que se fijó una fecha (cinco años vista a partir de la primera venta de Tierra Soñada) para dar comienzo a las obras. Esa condición estaba garantizada porque, en caso de que las obras no comenzaran en el plazo indicado, el dinero sería devuelto al propietario sin pérdida del título de propiedad.
Todo parecía perfecto, a ojos de vendedores como Ken y a ojos de los compradores, que en su mayoría disponían aún de tiempo suficiente antes de retirarse como para esperar sin problemas unos pocos años por la tierra de sus sueños. Cinco años no era tanto tiempo.
Pero sí el suficiente para consumar una estafa.
Más que suficiente. Las tierras existían, desde luego; todos los que compraron parcelas eran propietarios de un trocito de Florida, pero no se parecía en nada al que Ken les había mostrado en la película durante la comida de invitación exclusiva, ni tampoco al que les enseñó a él y a Carol el jefe de ventas. Las tierras de la película y las tierras a donde les llevó el jefe de ventas pertenecían a otras personas.
La Tierra Soñada también estaba en Florida.
Eran cenagales.
Un terreno de inhóspitos cenagales donde no se podía vivir, donde hasta un cocodrilo habría sentido náuseas; una tierra soñada de auténtica pesadilla. Ken y los demás vendedores y todas las personas a quienes habían vendido parcelas estaban metidos en los pantanos hasta las orejas.
El único aspecto positivo fue que el propio Ken y la mayoría de los vendedores no eran culpables en absoluto del fraude en el que habían caído; tanto ellos como todos los demás (excepto los que manejaban el cotarro de Tierra Soñada) habían sido víctimas del camelo.
De modo que allí seguían, en Canker (Missouri), después de perder más de tres años de su vida, sin ahorros, sin nada de nada, excepto una casa hipotecada y unos planes que se habían esfumado.
Sin embargo, siempre se puede cambiar de planes, y a Ken se le ocurrió uno. A Carol le disgustó desde el principio, pero no se veía capaz de impedirlo. A fin de cuentas, él era el hombre de la casa.
No obstante, ceder siempre a los deseos del «hombre de la casa» podía llevar demasiado lejos. En realidad, no tendría que haberse dejado arrastrar a cosas de las que se pudiera arrepentir después, como ayudarle en esa locura del secuestro aéreo, ni siquiera colaborar y secundar esos estúpidos robos en los almacenes. Sencillamente, no había ningún motivo razonable para ello, ninguna lógica. Además, no tenía la menor idea de cómo pensaba llevar a cabo el robo. Primero levantó la maleta y se la puso bajo el brazo sin más, luego dio unas vueltas por los almacenes y, mientras ella vigilaba, él metía en la maleta varias cosas: una peluca rizada de color castaño, unas gafas de sol, una camisa verde de pana y unos vaqueros.
—¿Cómo vas a pasar por caja? —le preguntó.
—Observa —le dijo, y se dirigió a la entrada de los almacenes.
Había una cafetería a la derecha, al lado de las hileras de cajas. Se sentaron en un reservado del café y Ken sacó del bolsillo, con mucho cuidado, una bolsa doblada, una bolsa grande con el nombre de los almacenes. Metió allí la maleta y, una vez concluida la operación, Carol lo siguió y pasaron de largo la caja; enseguida se mezclaron con las riadas de clientes que salían y cruzaron las puertas tranquilamente con el paquete bajo el brazo, ante la atenta mirada de los vigilantes armados apostados allí expresamente para pescar a los ladrones. Nadie le preguntó nada. No pasó nada.
En el coche, Carol advirtió su propio jadeo; tenía la cara llena de sudor a pesar de que el día era fresco y estaba nublado.
—¿Qué habrías hecho si te hubieran detenido? —consiguió preguntarle.
—Lo tenía preparado —respondió, con un tono de voz que parecía indicar que le habría gustado—. Me había inventado una historia.
—¿Qué historia?
—Que a una señora se le había caído el paquete en la cafetería y que yo salía corriendo hacia el aparcamiento para devolvérselo.
—Pero en el paquete no hay recibo.
—¿Y qué? Era suyo, no mío.
—¿Y te habrían creído, Ken? Sinceramente, ¿piensas que te habrían creído?
—Habría sido interesante averiguarlo, ¿no crees?
Se alejaron unos ochenta kilómetros y Ken se detuvo a comer, pero Carol no quiso tomar nada; todavía tenía un nudo en el estómago. Durante todo el trayecto tuvo la sensación constante de que en cualquier momento aparecería un coche patrulla en su persecución con la sirena aullando. El corpulento policía Broderick Crawford les diría: «Bueno, chicos, vamos a echar un vistazo a ese maleta que lleváis en el asiento de atrás». El policía no llegó a aparecer, naturalmente, pero lo tenía fijo en la cabeza, con su coche, su sirena y su pistola.
Finalmente, aceptó un bocadillo de queso caliente, que comió a pequeños mordiscos.
—Es la primera vez que robo en mi vida, Ken —dijo.
Ken la miró y en sus ojos bailoteó un guiño.
—Y yo —replicó con una sonrisa.
Ahí estaba la razón, el propósito secreto del viaje. El secuestro aéreo que había planeado, ese proyecto nuevo y peligroso, ese horrible delito de gran envergadura que pensaba cometer sería la primera vez que tomara en consideración siquiera saltarse la ley.
Ken, tan conservador, recto como un árbol. Había una gran diferencia entre robar en unos grandes almacenes y secuestrar un avión, pero aún era mayor la distancia entre un scoutboy de las Águilas y un pirata del aire. Ahora lo comprendía.
Comprendió que, en cierto modo, el robo en el almacén había sido una especie de entrenamiento, una absurda ceremonia de iniciación, que si le hubieran atrapado y no hubiera logrado salir bien del embrollo, se lo habría tomado como una especie de señal, una indicación de no se sabe dónde de que se había propasado y de que ese proyecto debía quedar inconcluso.
Pero no le habían atrapado y allí estaban los dos, unas semanas más tarde, con el plan del secuestro aéreo a punto de empezar.
Ken parecía muy tranquilo. El último sol de la tarde se filtraba por las delicadas cortinas rosadas de la ventana del dormitorio y lo envolvía en un resplandor dorado y agradable; casi parecía un ángel mientras se preparaba, abrochándose los botones de la camisa verde por encima del paracaídas, que le quedaba como si tuviera una tripa prominente. Daba la sensación de que estuviera montando los componentes de uno de sus inventos electrónicos. Carol se preguntaba si era realmente tan frío. ¿Tanta seguridad le había dado el absurdo robo de aquella tarde?
Ella no podía dejar de sentir preocupación, no hasta que volviera a tenerlo en casa, en esa cama. Su único consuelo era que la bomba de la maleta robada era de mentira. Se preguntó brevemente por qué habría tardado tanto tiempo en montar una bomba falsa en una maleta. Esa excentricidad, igual que la del robo, era una parte del «proyecto» que jamás entendería del todo. Se animaba pensando que su Ken no sería capaz de hacer daño a nadie jamás, y menos aún de hacer estallar un avión lleno de gente.
Le tocó el hombro y le miró a los ojos por el espejo.
—A lo mejor surge algo —dijo, manteniendo firme la mirada—, algo en lo que no hayas pensado. Quizás..., quizás sea ésta la última vez que nos veamos.
Ahora sí que Ken puso mala cara y expresó sus pensamientos abiertamente.
—No digas tonterías.
Apartó la mirada.
Quince minutos después estaban en el coche. Ella lo llevaba a una ciudad donde nadie lo conocía, a unos ochenta kilómetros, donde tomaría el autobús a Detroit. Carol estaba incómoda en el asiento del conductor.