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La noche siguiente a la partida de Sherry, Nolan se consumía de aburrimiento y rencor, sentía que tenía que salir del motel una noche o se volvería loco. El motel se llamaba Tropical y Nolan llevaba varios meses dirigiéndolo por cuenta de unos hombres del sindicato de Chicago, pero últimamente se había cansado del trabajo y necesitaba descargar la tensión. Como no quería poner a sus empleados en un aprieto ni irritarlos, se tomó la molestia de conducir unos ochenta kilómetros hasta un pueblecito donde nadie lo conocía, vestido con la ropa más vieja y mugrienta que encontró; pasó la velada en una cochambrosa sala de billar con los «elementos duros» del pueblo, gente que habría escogido el mal camino desde su más tierna infancia de haber sido el pueblo tan grande como para tener caminos donde escoger.
Nolan era un buen jugador de billar. Jugaba muy bien con apuestas de por medio, pero prefirió hacerlo solo y pasó dos largas horas con el taco y las bolas sin que nadie lo molestara, bebiendo cerveza y esforzándose por colar las bolas lo más rápido posible. Esa noche estaba un poco distraído, pensaba en Sherry, en el trabajo en el Tropical y en las posibilidades de cambiar esa vida que empezaba a ser aburrida.
Tenía cincuenta años, aunque no los aparentaba; era alto, huesudo, con sólo una pequeña tripa después de tantos meses de vida relajada y fácil. Tenía el pelo negro, con pico entre las entradas de la frente y abundantes canas que iban progresando desde las patillas; lucía un bigote curvado hacia abajo que avinagraba aún más la expresión natural de su boca; sus marcados pómulos conferían a sus facciones un aire brusco, como un rostro tallado por un escultor durante un acceso de mal humor.
Hacía casi veinte años que era ladrón profesional, organizador y jefe de atracos, a instituciones por lo general (bancos, joyerías, coches blindados y similares) y ostentaba el mejor historial de la profesión: ni un solo miembro de su equipo estaba ni había estado jamás entre rejas, aunque algunos estaban encarcelados por otros asuntos no relacionados con él y unos pocos habían muerto en intentonas de traición que pudo controlar a tiempo.
Antes de dedicarse al robo, cuando en realidad no era más que un chaval, había trabajado para la Familia en Chicago, como director de un club nocturno donde puso en juego todas sus dotes organizativas. Convirtió un antro de Rush Street en una máquina legal de hacer dinero (aunque pertenecía al sindicato), gracias, en parte, al carácter típico que le imprimió con su propia intervención como «gorila». El problema surgió cuando su reputación de caso problemático llegó a oídos de los jerarcas de la Familia y les hizo concebir una idea errónea sobre él. Intentaron entonces que Nolan saliera del club de Rush Street y se uniera a ellos para prepararlo como joven ejecutivo, por llamarlo de alguna manera, para que empezara desde abajo en calidad de «agente de la ley». Se mostró reacio a aceptar la propuesta y, en la discusión que siguió con el subjefe de la Familia, llegaron a las manos y hubo sangre; Nolan tuvo que desaparecer del alcance de la Familia durante una temporada. «Una temporada» que se prolongó durante casi veinte años, en los cuales se dedicó al robo. Hacía poco que había recuperado el favor del sindicato, cosa que sucedió a raíz de un cambio de régimen largamente esperado y que derribó a la Familia de Chicago. A través de un abogado llamado Félix (el consigliere de la Familia), Nolan recibió la invitación de volver con un puesto semejante al que deseaba en principio —director de club nocturno— y además como socio. La Familia le ofreció participar al cincuenta por ciento en una serie de negocios multimillonarios (entre los que se incluían un centro turístico muy conocido y un elegante restaurante y club nocturno). A Nolan le pareció bien, porque tenía cuatrocientos mil dólares en la caja fuerte de su amigo Planner, su parte en el botín del atraco al banco de Port City, y ésa era la ocasión de colocarlos en una inversión excelente.
Por desgracia, cuando aún estaba en negociaciones con Félix, robaron el dinero, que se perdió definitivamente, y no pudo mantener su parte del trato con la Familia.
Y así llegó al Tropical.
El Tropical era un negocio modesto, comparado con las otras posibilidades que le había ofrecido la Familia; servía principalmente como pista de entrenamiento para los candidatos a puestos de alto mando en los innumerables hoteles, centros turísticos, antros nocturnos y demás establecimientos del poderoso sindicato de Chicago. El Tropical era un motel que constaba de cuatro edificios de dieciséis unidades cada uno, dos piscinas climatizadas, una cubierta y otra descubierta, y un edificio central con restaurante y bar, ambos decorados en un estilo pseudocaribeño que pretendía justificar el nombre del lugar. Estaba situado a unos diez kilómetros de Sycamore (Illinois) y estaba pensado para parejas en luna miel; incluso llegaban algunos recién casados de verdad. Muchos ejecutivos auténticos que salían de Chicago, además de hombres de la Familia, lo utilizaban como lugar de citas y, por lo tanto, el Tropical era un negocio más que rentable, teniendo en cuenta su tamaño.
Nolan también había pasado allí una temporada de prueba antes de que le robaran el dinero, y había tenido que volver con carácter permanente, en calidad de observador de los progresos que hacían otros en período de prueba; se limitaba a seguir su evolución tomando notas mentalmente y enviando a Félix un informe con las observaciones pertinentes sobre el comportamiento y capacidad de los directores provisionales. Aleccionaba a los nuevos (cuya estancia solía durar entre tres y seis meses) y se ocupaba de mantener la continuidad entre los sucesivos directores profesionales.
Es decir, pasaba la mayor parte del tiempo cruzado de brazos.
Teniendo en cuenta el salario que ganaba a cambio, no era un arreglo tan malo. Al menos si Sherry estaba cerca.
Sherry era una muchacha joven, casi demasiado joven, rubia, que se pasaba el día cambiándose de bikini. Llegó al Tropical para trabajar como camarera casi al mismo tiempo que Nolan, pero derramaba continuamente el café y las comidas en el regazo de los clientes; en vez de echarla, Nolan optó por encontrarle un hueco. Y se lo encontró entre las sábanas de su cama; cuando no estaba allí, contribuía a realzar el ambiente del Tropical, bastante erótico de por sí, tomando el sol en la piscina al aire libre, ataviada con un bikini minúsculo. No era muy inteligente, pero tampoco tenía la cabeza hueca. Nolan se acostumbró enseguida a su cháchara continua; además, tenía una voz melodiosa y calmante que, si uno prescindía de las palabras, no molestaba en absoluto.
Pero se había marchado.
El verano había acabado y ya no había sol que tomar; la joven empezó a sentirse inquieta a finales de septiembre y, justo el día anterior, al recibir una llamada de su padre en la que le comunicó que su madre se encontraba mal, decidió volver a Ohio a ayudar a los suyos. Nolan y ella pasaron una noche de despedida muy emotiva, ella lloraba y él hacía un esfuerzo sincero por mostrarse alegre y amable continuamente. Le juró que volvería al verano siguiente; Nolan no comentó que tenía esperanzas de encontrarse muy lejos del Tropical dentro de seis meses. Se limitó a asentir y volvió a ponerse encima de ella.
Trató de rematar la última bola pero falló. Dijo «mierda» y untó el taco con tiza.
—¿Quieres compañía?
—No —contestó Nolan. Dio a la bola de nuevo y, esta vez, la coló.
—¡Eh! Te he dicho que si quieres compañía.
—No —respondió.
El chico que preguntaba debía de tener unos dieciocho años, era delgado, de pelo largo y grasiento y parecía una pizza pringosa. Otro chico gordo, unos dos años mayor seguramente, se acercó en silencio a la mesa como un cerdo al matadero. El delgado llevaba pantalones vaqueros y una camisa gris de trabajo con un distintivo blanco en el bolsillo superior que identificaba la procedencia de la prenda: era de la gasolinera Ron Skelly y el chico se llamaba Rick; el gordo lucía una camisa amarilla de manga corta con manchas de grasa y enormes marcas de sudor bajo los brazos; además no podía abrocharse los botones a la altura del ombligo.
—Oye, Chub —dijo Rick a su amigo. Eran como dos globos, uno deshinchado y el otro hinchado a reventar—. ¿Sabes lo que me parece este tío? Creo que es una especie de gilipollas o algo así —dijo la palabra «gilipollas» con mucho énfasis.
Chub, sin embargo, no dijo nada. Estaba allí, apoyándose en un pie y en el otro sin parar y mirando a Nolan de arriba a abajo.
—Es que —continuó Rick—, fíjate, le pregunto que si quiere compañía y dice: «mierda, no». Debe de ser un cabrón antisocial. ¿Qué opinas tú, Chub?
Al parecer, Chub no tenía nada que decir. Se había acercado para pasar un buen rato con su amigo Rick, pero ahora que estaba allí y había mirado bien a Nolan, no estaba seguro de que le gustase lo que tenía delante. Al cabo de un momento, dio una palmada a su amigo en el hombro y le hizo un gesto con la cabeza como diciendo «vamos, no te metas con este tío».
Pero entonces llegaron refuerzos: dos chicos mayores que parecían salidos de una película de coches trucados de los años cincuenta se acercaron desde el otro extremo del local para ver qué pasaba. Uno de ellos hasta llevaba una camiseta con las mangas enrolladas y un paquete de cigarrillos metido entre la manga y el hombro; era un tipo escuálido con brazos de desatascador que le colgaban de las mangas subidas; Rick a su lado parecía fuerte. De todas formas, la compañía que traía resultaba más amenazadora: un oso de pelo pajizo y grasiento, anchos hombros y ojillos brillantes que llevaba pantalones vaqueros y una camiseta bajo la chaqueta negra de algodón, con unos bíceps como pomelos californianos.
—De acuerdo —dijo Nolan—, ¿quién quiere echar una partida a ocho bolas?
Jugó contra Rick y perdió. Todavía pensaba en otras cosas. Pero la gente que se acercó empezó a hacer comentarios insidiosos sobre su forma de jugar y eso le hizo concentrarse en la partida. Cuando jugó contra el gordo, a cinco dólares, abrió él y no coló ninguna; en el turno siguiente, coló todas las bolas numeradas y la octava, dejando las de Chub esparcidas por toda la mesa. Un murmullo surgió de la concurrencia que los rodeaba, el de los brazos de desatascador se adelantó y Nolan le ganó un billete de cinco de la misma forma. Procedió igual con todos, sólo que algunas veces coló todas las bolas desde el saque.
Era buen jugador de billar, en realidad era bueno en otros muchos juegos. Solía apostar pequeñas cantidades al póquer con unos ejecutivos de Sycamore y le parecía un pasatiempo divertido. A pesar de ser buen jugador, no era aficionado a las apuestas. Le interesaban el billar y las cartas porque ejercitaban la mente y afinaban la habilidad; sin embargo, rehusaba mezclarse con profesionales porque se ganaban la vida con ello y prefería no tontear con el pan del prójimo. El mejor aficionado no quiere jugar con el peor profesional porque el juego es una broma para el aficionado, mientras que el profesional se lo toma completamente en serio y cualquier día, si se juega con profesionales y se les gana, se puede acabar en un cubo de basura con la crisma hecha pedazos.
Además, Nolan nunca se precipitaba, ni en el billar ni en las cartas. Podía, si quería, ir a una sala de billar como ésa y limpiarla en la mayoría de los casos; y lo mismo en los juegos de cartas de grandes apuestas en las ciudades pequeñas. Pero así se ganaban muchos enemigos, igual que mezclándose con profesionales. El aficionado que se cree profesional puede volverse loco.
Como loca se estaba volviendo la gente que lo rodeaba en ese momento.
—Tú eres un cabrón de altos vuelos, ¿verdad, amigo? —Hablaba el primer chico, Rick, el flaco de aspecto pringoso—. Llegas aquí, juegas una mierda y dices que no quieres jugar y, cuando te lo pedimos, dices que vale y nos limpias los bolsillos, ¿no es eso?
El oso de los ojillos juntos, que parecía ser el cabecilla de esa panda de poca monta, dijo:
—Deja nuestra pasta en la mesa, cabrón. Deja en la mesa lo que nos has robado y sal de aquí o te rompo el culo.
Nolan miró de reojo al propietario, que estaba en la barra donde servía cervezas. Era un hombre mayor con camisa de franela, pantalones deformados en las rodillas y mandil a la cintura. Sabía lo que estaba pasando y no podía hacer nada por evitarlo; esos chicos eran sus clientes habituales y por eso miraba hacia otro lado, hacia las mesas de un rincón en el que no había nadie en ese momento.
Nolan cogió la bola blanca, se la tiró al oso y le dio en medio de la frente; el oso cayó de espalda y perdió el sentido. Sacudió a Rick en el estómago con la culata del taco, Rick se alejó al momento y se echó a vomitar. Los demás se quedaron donde estaban, mirando a Nolan. Nolan sonrió. En ese instante, vio en sus ojos que habían comprendido que él quería que continuaran la pelea.
Porque estaba aburrido, sentía rencor y ésa era una forma de desahogarse.
Asqueado de sí mismo, tiró el taco encima de la mesa, dijo: «a la mierda» y salió del establecimiento. Una hora después, estaba otra vez en su habitación del Tropical preparándose un trago de whisky con hielo y poniendo las noticias para escuchar lo referente a deportes.
A las once, cuando tomaba una ducha, sonó el teléfono.
—¿Logan?
Era Sherry. La imagen de su rostro le llenó la cabeza: sus suaves rasgos de niña enmarcados en mechones de pelo castaño teñido de rubio...
—¿Desde dónde llamas, Sherry?
—Desde casa, desde Ohio. Te echo de menos.
—Sí. Me estoy volviendo loco, solo en esta habitación.
—Mi madre está enferma de verdad, Logan.
Ella lo conocía por el nombre de Logan, el que Nolan había adoptado en el Tropical.
—¡Logan! —dijo otra vez. Se había quedado en silencio, con la mente ocupada en la recreación del cuerpo desnudo de la muchacha: la piel cobriza por el sol de todo el verano, excepto las escuetas zonas blancas, las mejores, que el bikini cubría a medias; los pezones, tan oscuros como la piel bronceada, el triángulo de vello castaño que destacaba en la parte inferior en un contraste similar...
—Sí, aquí estoy —dijo—. Siento mucho que tu madre se encuentre mal.
—Va a tener que guardar cama mucho tiempo.
—Lo lamento.
—Hoy he encontrado trabajo.
—¿De qué clase?
—Camarera.
—¡Oh, Dios!
—Tendré cuidado —replicó con una risa—. Todavía no he escaldado los huevos a ningún cliente con un café caliente.
—Eso quiere decir que todos los clientes de hoy eran mujeres, ¿verdad?
Sherry lanzó otra carcajada y dijo:
—Te echo de menos.
—Eso ya lo has dicho.
—Ya lo sé. Quiero verte otra vez, Logan.
—Claro, el verano que viene.
—No creo que sigas ahí. En el Tropical, quiero decir. Últimamente estabas inquieto.
—Bien.
—Voy a darte mi dirección. Ven a verme cuando puedas y dime adónde vas, si es que vas a alguna parte.
—Me gustaría, Sherry.
Le dio la dirección y él tomó nota.
—¡Logan!
—Sí.
—Cuídate y diviértete.
—Tú también, pequeña.
Colgaron.
Nolan se quedó sentado, llenándolo todo de agua de la ducha, mojando la cama, desbordado por un sentimiento de fastidio y soledad. No lo entendía, se había bastado a sí mismo durante mucho tiempo, ni siquiera era capaz de estar con nadie más de un par de días.
Pero tenía cincuenta años, y esa porquería de vida que llevaba en el maldito Tropical estaba acabando con él.
Se quedó sentado un rato más y el teléfono volvió a sonar. Era Jon, que llamaba en conferencia desde la ciudad de Iowa.
—¡Nolan! ¡Tienes que venir ahora mismo!
La vida volvió a correr por sus venas; no sabía para qué lo necesitaba Jon, pero, fuera lo que fuese, estaba preparado.