—¿Qué hace un joven tan encantador como usted en una situación como ésta? —le preguntó en un tono tan amable que le sorprendió.
Mientras estudiaba el caso de otros piratas del aire, averiguó que sus motivos eran diferentes de los de la mayoría. Curioso, porque habría asegurado que sus motivos eran los más normales. Pero no era así. Muchos lo hacían por conseguir gloria, cosa que a él no le interesaba. Era cierto que la aventura en sí le resultaba atractiva, pero la publicidad no tenía sentido para él. No deseaba convertirse en una especie de héroe del pueblo al estilo de Rafael Minichiello o D. B. Cooper ni, por descontado, quería que su nombre apareciera en la prensa. Otros se dedicaban a la piratería impulsados por ansias de muerte, por tendencias suicidas; en su caso, si había algo de eso, ni siquiera lo sabía. Sin embargo, la mayoría de los casos respondía a cuestiones de protesta política o por buscar asilo político, los que terminaban en Cuba eran un buen ejemplo. En su acto no había motivaciones de esa clase, aunque el desencanto natural con respecto al gran sueño americano tuviera algo que ver con su transformación de ciudadano recto y conservador en pirata del aire. Pero, al fin y al cabo, ¿quién no era pirata en un estado de cosas en que la corrupción lo invadía todo, desde la Casa Blanca hasta los estratos sociales más bajos? Además, había comprobado el funcionamiento del gran sistema capitalista, ¿no? La ética protestante que había observado en el trabajo con celo religioso sólo le había servido para ser estafado y exprimido hasta la última gota, y privado de sus ahorros, de su juventud y de sus ideales gracias a esos buenos capitalistas de la agencia inmobiliaria Tierra Soñada. Sin embargo, no era un contestatario, la política le importaba un bledo. Su propósito era abiertamente egoísta, cosa que compartía con muy pocos piratas del aire como D. B. Cooper y un puñado más, y ahí se acababa todo.
Así pues, cuando la azafata le preguntó por sus motivos, se los explicó en tono de justificación.
—Necesito dinero —fue su respuesta.
Ella sonrió, sin poder evitarlo, y asintió con la cabeza casi compasivamente.
—Comprendo a lo que se refiere —le contestó.
Quería decirle que no deseaba hacerle daño a ella, pero se dio cuenta de que sonaría como una tontería, una hipocresía rayana en el absurdo. Sin embargo, era cierto, como también era cierto que no deseaba hacerse daño a sí mismo; pero, si lo obligaban, sabía muy bien que condenaría al avión a las llamas del infierno, con la bonita azafata y consigo mismo, junto a sus esperanzas y sus sueños. El único paliativo era que todo sucedería en un instante, como apagar el televisor, apretar un botón y ¡bum! Sin dolor.
Le dijo a Hazel que dejara salir a los rehenes y ella lo anunció por el intercomunicador, porque los voluntarios estaban repartidos por todo el avión, en sus asientos respectivos, por orden expresa del secuestrador. Le había parecido mejor que no se reunieran, como se suele hacer en esas situaciones, porque podrían haber organizado una revuelta o cualquier otro estúpido acto de heroísmo que prefería evitar.
Se alegró al ver salir a los rehenes. Se sintió aliviado. Ya había sentido lo mismo antes, cuando salieron los primeros pasajeros. Parecía como si le fueran quitando un gran peso de encima. En esos momentos, con sólo la tripulación y una azafata a bordo, estaba casi sereno del todo. El piloto, el copiloto, el navegante y la azafata (ella también, por mucho que le gustara) eran como personal militar, habían aceptado un trabajo arriesgado y estaban preparados, hasta cierto punto al menos, para morir en el cumplimiento del deber. Su presencia no le pesaba tanto en la conciencia como la del resto de los pasajeros. Encontrarse rodeado por la gente le había resultado mucho más inquietante de lo que imaginaba. La posibilidad de pulsar el botón de la calculadora trucada y destruir el avión con toda la gente no era más que eso, una posibilidad, un caso que con un poco de suerte no ocurriría, a menos que le obligaran los de arriba si es que estaban locos. La responsabilidad no sería suya. Sin embargo, una vez en el avión, rodeado por caras de verdad, por vidas de verdad, todas sus asépticas teorías de laboratorio le dieron de lleno en la cara como un experimento mal calculado; su capacidad racionalizadora se vio desbordada cuando las cifras sin rostro de su ingenioso plan fueron sustituidas por seres humanos de carne y hueso, por gente, y no por peones. La mano le temblaba al agarrar la funda de plástico de la calculadora.
Sin embargo, los pasajeros se habían ido, el último salía ya siguiendo las indicaciones de la azafata y la mano dejó de temblarle al asir la calculadora..., aunque tenía la palma un poco sudorosa.
Una vez los pasajeros estuvieron a salvo fuera del avión, la azafata volvió a su lado para que le diera las instrucciones pertinentes. Le dijo que comunicara al capitán que debían despegar inmediatamente.
Y así lo hicieron. La azafata se quedó en la cabina y él se abrochó el cinturón de seguridad mientras el avión maniobraba por la pista y elevaba el morro en el aire. Cuando el aparato retomó la posición horizontal, ya en pleno vuelo, se desabrochó el cinturón, se levantó del asiento y, llevando consigo sólo la calculadora, se acercó a la cabina y llamó a la puerta.
Contestó la azafata y él le pidió que dijera al capitán que saliera para hablar con él.
No quería entrar en la cabina. No quería verse confinado en un sitio de dimensiones tan reducidas con aquellos tres hombres perfectamente capaces de reducirlo. Además quería demostrarles, y sobre todo al capitán, que él, el pirata del aire, había asumido el mando y que si ordenaba al capitán que saliera a hablar con él, más le valía obedecer. El capitán, efectivamente, salió.
—¿Adónde nos dirigimos? —preguntó el capitán.
—Creo que pondremos rumbo a México —replicó.
—Necesitamos combustible para llegar allí.
—Lo sé. Podemos repostar en San Luis.
El capitán asintió con un gesto.
—Quisiera que todos ustedes —añadió, señalando a la azafata—, permanecieran en la cabina durante el resto del viaje, ¿entendido?
Ellos indicaron que sí, que habían comprendido.
—Capitán, quiero que pilote la nave en altitud baja y a poca velocidad, desde ahora mismo.
—¿A qué altura?
—Entre mil quinientos y mil ochocientos metros, velocidad doscientos diez kilómetros. Vuele en línea recta hasta San Luis. Conozco el terreno, sabré si nos desviamos, y nada de acrobacias aéreas, por favor.
—¿Tiene intención de saltar? —inquirió el capitán—. Creía que había dicho México...
—Tal vez, pero eso es cuestión mía. Supongo que comprenderá mis motivos para ocultarle mis verdaderas intenciones, tanto a usted como a la gente con quien se mantenga en contacto constante por radio. Por cierto, enseguida se dará cuenta de que la rampa posterior está bajada. Voy a bajarla tan pronto como regrese usted a la cabina.
El capitán puso cara de comprender lo que quería: sabía que la rampa era idónea para el salto en paracaídas y que sólo los 727 y los DC-9 la tenían.
—No dé por sentado, capitán, que voy a saltar inmediatamente. Tal vez sí o tal vez no, pero sé que en el cuadro de mandos se encenderá una luz cuando baje la rampa, así que le advierto de antemano que voy a bajarla para evitar que informe sobre el punto exacto en que haga el lanzamiento. Si no he llamado a la puerta cuando aviste San Luis, sabrá que me he marchado.
—¿A qué aeropuerto de San Luis debo dirigirme?
—No importa. El FBI estará en cualquiera de ellos. Mire, escoja usted el que mejor le parezca. Al fin y al cabo, el capitán es usted.
El capitán entrecerró los ojos mientras que la azafata casi disfrutaba de la humillación a la que estaba siendo sometido y, cuando el capitán volvió a la cabina, ella permaneció en el umbral de la puerta para decirle unas palabras al pirata del aire.
—Ya es un poco tarde para decirle esto, pero procure no hacer nada de lo que se arrepienta después.
—Sí, es un poco tarde ya, efectivamente —replicó él con una sonrisa.
—Bien, de todas formas, que le aproveche el dinero.
—Gracias, haré todo lo posible.
La azafata desapareció tras la puerta.
Volvió a su asiento y aguardó a que el piloto descendiera a la altura deseada; entonces, se dirigió a la cola del avión para bajar la rampa. Los asientos que utilizaban las azafatas durante el despegue estaban recogidos contra la puerta y, por encima, se encontraba la manivela, que él hizo girar a la izquierda hasta el tope; la portezuela se abrió hacia dentro; justo en el exterior, a la izquierda, se encontraba el mando para bajar la escala, una especie de caja pequeña con una palanca, que empujó hacia fuera. La rampa descendió, inmediatamente se produjo un efecto de succión que ya esperaba y se sujetó con fuerza. El ruido del viento y el rugido del avión eran ensordecedores, pero a la altura que volaban no había problemas en cuanto a la presión. Le dolían los oídos y el viento le azotaba la cara, pero sonrió al ver la rampa, los pequeños escalones que le permitirían saltar desde el avión con facilidad.
Volvió a su sitio otra vez, donde le esperaba el maletín de ejecutivo. Se quitó la peluca y las gafas, se deshizo de la camisa verde de pana, bajo la que llevaba un fino jersey negro de algodón y el paracaídas de emergencia atado al estómago. No pensaba utilizar ninguno de los paracaídas que había exigido. Sabía que tendrían un dispositivo de localización, que el FBI habría colocado rápidamente y de modo efectivo para encontrar su paradero sin tardanza. Esperaría un poco y los arrojaría al exterior, uno primero y el otro después, para que los hombres del sheriff perdieran el tiempo en la búsqueda.
Volvió al asiento y, respirando tranquilo por primera vez desde hacía unas horas, empezó a relajarse. El proyecto marchaba bien, sobre ruedas. Había que admitir que había sido más difícil ponerlo en acción que planearlo..., bueno, en realidad, no más difícil sino con mayores implicaciones emocionales. Una cosa era urdir un plan fríamente, urdir las acciones deliberadamente y aprenderse los pasos de memoria y otra muy distinta llevarlo todo a cabo en un avión lleno de seres humanos, y no de equis en un diagrama.
Ése había sido el elemento imposible de prever, el que le preocupaba, tanto en casa como en el avión. Los planos servían de gran ayuda para construir casas, los diagramas eran idóneos para conectar sistemas eléctricos, pero los seres humanos no eran previsibles como los diodos, comprendía que cualquier cosa podría desbaratarse, a pesar de los minuciosos cálculos; sabía que cualquier persona podría dar un giro a los planes.
En realidad, había visto a un tipo que daba toda la impresión de ser el apropiado para imprimir ese giro a los planes. Al lado del chico, el del pelo rizado que llevaba los Big Little Books y los tebeos, había un tipo de expresión impenetrable, pelo negro, bigote y ojos tan rasgados que casi parecía oriental. Había notado que lo escrutaba con la mirada y que Hazel, la azafata, hablaba con él un poco más de lo normal. Casi lo había tomado por un agente del FBI, un mariscal del aire o algo parecido pero, para alivio de sus preocupaciones, el tipo no se quedó como rehén; de lo contrario se habrían confirmado sus sospechas de que era un agente del orden que se encontraba en el avión por casualidad. No había contado con que hubiera una persona así a bordo y se alegraba de que sus temores hubieran resultado infundados.
Al cabo de un rato, volvió a la puerta por donde entraba tanto ruido y arrojó el primer paracaídas.
Volvió al asiento. Todavía llevaba la calculadora en la mano, pero ya no la asía con tanta firmeza, y se sentó a contemplar el paso de la tierra. Había dicho al piloto que volara en línea recta, no quiso especificar más la ruta (porque, si no, daría la pista de que en realidad pretendía saltar pronto), pero sabía que si el piloto no le hacía una jugarreta, la autopista 67 estaría siempre a la vista. Allí estaba, en efecto. Era necesario que, cuando saltara, la autopista 67 estuviera suficientemente cerca como para alcanzarla a pie; así podría llegar hasta Carol, que lo recogería tal como habían planeado. Comprobó la hora; iba bien de tiempo según el horario previsto. Las cosas marchaban a pedir de boca.
Dejó pasar unos minutos más antes de acercarse otra vez a la rampa para arrojar el segundo paracaídas.
Se sentó una vez más y miró por la ventana de doble acristalamiento. El Missouri seguía su curso. Parte del terreno presentaba irregularidades, pero en su mayoría era llano, condición necesaria para el salto. Pronto aparecería la señal convenida para lanzarse al vacío. Se preparó, comprobó el buen funcionamiento del paracaídas, sacó el transmisor de la bolsa, que estaba debajo del asiento delantero, y se la colocó en el regazo, encima del maletín. Todavía tenía la calculadora en la mano, aún no sabía si llevarla consigo o dejarla allí; no era aconsejable dejar tras de sí ningún rastro inoportuno, pero si saltaba con ella, existía una posibilidad remota de que el aparato hiciera detonar la bomba del avión en el impacto de la caída.
Por la ventana veía pasar el conocido paisaje. Entonces apareció la señal —un cobertizo rojo con letras blancas en el tejado inclinado que rezaban CUEVAS DEL MILAGRO— y se puso en pie. Sujetó el transmisor al cinturón y agarró el maletín firmemente bajo el brazo.
Había llegado el momento.
Bajó por el pasillo hacia la rampa, que se encontraba al fondo del avión; la abertura parecía saludarlo como si del umbral de la libertad se tratara, el umbral de un nuevo comienzo para Carol y él. Al pasar junto a los servicios, una mano lo agarró por la muñeca y le hizo soltar la calculadora. Después, recibió un puñetazo en la mandíbula que a punto estuvo de rompérsela y lo tumbó boca arriba.
La cabeza le daba vueltas: «han metido a alguien en el avión en Moline», pensaba; «¡esa mierda de FBI ha metido a un hombre a bordo!».
Entonces levantó la mirada y vio de quién se trataba.
Era ese maldito hijo de puta con bigotes.
En ese momento se arrastraba por el suelo tratando de alcanzar la calculadora, que había caído entre dos asientos. El tipo tenía un gesto de dolor en su jeta de pocos amigos, a causa del ruido del viento y el rugido del avión que entraban por la puerta de la rampa abierta, un ruido áspero que le taladraba los tímpanos.
El pirata del aire se había acostumbrado a ese ruido porque la rampa llevaba un rato abierta, pero el tipo del bigote había permanecido escondido en el servicio, al parecer, donde el ruido quedaba amortiguado. Es decir, el bigotes estaba en desventaja, pero el secuestrador aún no había decidido el contraataque porque el oponente era de gran tamaño, parecía malo como un demonio y seguramente iba armado.
Sabía que se encontraba suficientemente cerca de la puerta como para hacer un lanzamiento correcto, por esa parte no había problema; tenía el dinero. ¿Por qué no saltar?
Pero el tipo del bigote le había visto sin peluca, sin gafas de sol y sin disfraz de ninguna clase, y podría declarar en qué punto exactamente había saltado del avión. Es decir, que atraparían al pirata del aire.
En realidad, en ningún momento había tenido en consideración la posibilidad de ser detenido; siempre había pensado que sería todo o nada: un buen puñado de dinero para empezar una nueva vida o adiós a la vida para siempre. Sin embargo, ahora la perspectiva de un arresto implicaba prisión, de por vida en el peor de los casos, y también para Carol...
En los tres segundos que tardó en plantearse todo eso, el hombre había recuperado la calculadora, aunque todavía estaba a cuatro patas. Levantó la mirada con una expresión de fastidio; era un hijo de puta rematadamente malo, efectivamente, malo como un indio rencoroso.
El pirata del aire le propinó un soberbio golpe de maletín en la barbilla que lo tumbó boca arriba, inconsciente al parecer; intentó arrebatarle la calculadora, que tenía en la mano, más valía no dejarla allí.
Pero el hombre lo asió por el tobillo con su manaza, tiró con fuerza y lo hizo caer de culo en el pasillo, con todo su peso; soltó el maletín sin querer, que fue a parar a pocos metros de la puerta de la rampa. Con el efecto de succión que ejercía la corriente de aire, el maletín desaparecería en segundos si no conseguía cogerlo y, a cuatro patas, se arrastró tras la maleta como un niño enorme. Alcanzó el maletín, la succión que ejercía la puerta abierta le ponía la cara tirante, el viento le golpeaba de pleno y entonces notó un golpe contundente en la espalda. Un pie.
El bigotudo dijo unas palabras, tuvo que alzar mucho la voz, hablar a gritos, en realidad, para hacerse oír por encima del rugido del viento y del motor.
—Si dejo que te levantes, ¿te comportarás como es debido? —le preguntó.
—¡Sí! —contestó el pirata a grandes voces.
—No tendría que dejarte —insistió el tipo, gritando—. Debería echarte del avión con una patada en el culo.
No obstante, dejó de notar la presión en la espalda, el pie ya no le pisaba.
Se incorporó y miró al hombre. Esperaba encontrarlo hecho una furia; sin embargo, parecía estar más fastidiado que iracundo. Además, no tenía pistola, que él viera.
Ese detalle le infundió valor.
Sabía que la distancia hasta la puerta le permitía saltar correctamente, por esa parte no había problema. Tenía el maletín en la mano. ¿Por qué había de entregar el maletín al tipo si ni siquiera le apuntaba con un arma? ¿Por qué rendirse ahora, después de tanto esfuerzo y estando ya tan cerca del final?
Se lanzó hacia delante, golpeó el pecho del contrincante con la mano, lo empujó hasta hacerle perder el equilibrio.
Pero no fue suficiente.
El hombre le propinó un puñetazo del tamaño de una pelota, el pirata reculó tambaleándose; la cabeza le daba vueltas y se golpeó contra la jamba de la puerta abierta. Después, el efecto de succión se hizo cargo de él: desapareció, inconsciente o semiinconsciente, pero aferrado al maletín de modo instintivo, cayendo por los escalones al vacío gris.