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El salón de baile estaba ocupado por mesas alargadas, llenas de artículos de los diferentes comerciantes; cientos de jóvenes de todas las edades desfilaban ante las mesas deteniéndose a examinar los objetos. Había comerciantes de varias clases, desde el pequeño coleccionista de barrio que quería deshacerse de los números repetidos hasta los grandes tratantes que habían llegado de las dos costas en camionetas cargadas de cajas y más cajas de material raro. Ambas clases de mercancías sufrían el puntilloso escrutinio de los posibles compradores, que quitaban el precinto a los libros para comprobar si estaban debidamente clasificados y bien tasados y comprobaban todas las partes de cada artículo amarillento como joyeros en busca de impurezas en un diamante. Sin embargo, el ambiente general era de cordialidad; el toma y daca, el regateo sobre el precio de los artículos, se desarrollaba en términos mucho más amistosos que, por ejemplo, en una casa de empeños o de antigüedades. Jon, en vaqueros y sudadera, encajaba bien entre esa multitud de aspecto nada próspero, aunque, fijándose bien, todas aquellas manos calientes apretaban con fuerza billetes verdes de cuantía variada como si fueran papeles cualesquiera. Había niños que aún no tenían los trece y hombres de mediana edad y más, pero la mayoría eran de la quinta de Jon y de su mismo estilo: de sexo masculino, con gafas, con problemas de acné, flacos (o gordos), bajos (o altos), con camisetas de superhéroes. Si Nolan hubiera estado allí, los habría mirado y habría pensado que eran los vagos de mañana —los vagos de hoy, ¡qué narices!—, pero en realidad eran adultos muy inteligentes, aunque algo chiflados, supermanes en potencia incluso, aunque más bien tuvieran el aspecto de un Clark Kent poco convencional.

Se trataba de un salón del cómic. La sala de baile de un hotel del centro de Detroit se había convertido en un «Salón de los Encantes» y Jon, como todos los desaliñados aficionados que iban de un lado a otro en busca de sueños de literatura barata, iba tirando el dinero como un jugador de Monopoly insensato: pasó la casilla de salida y se gastó sus doscientos dólares en los primeros veinte minutos. Compró tres Big Little Books, dos Flash Gordon, un Buck Rogers, un Weird Fantasy con una historia de Wood y dos Famous Funnies con tiras de Buck Rogers en el interior y tapas de Frazetta. Todo eran versiones de ciencia ficción en libros de cómic, es decir, piratas del espacio exterior: Killer Kane secuestraba el cohete espacial de Buck; el Implacable Ming raptaba a Dale Arden para hacer caer a Flash en una trampa; piratas que ondeaban la bandera de la calavera y las tibias cruzadas en el espacio exterior como si del mar se tratara. Un material de categoría.

Entonces, ¿por qué se sentía tan mal?

No era por el precio que había pagado —se había desenvuelto bien con lo que había comprado hasta el momento, regateando con astucia aunque con poco ánimo— ni por las dimensiones del salón, aunque no podía compararse con los de Nueva York, que quitaban la respiración por los metros cuadrados dedicados y por la carestía de los precios. Al fin y al cabo, este salón no estaba dedicado exclusivamente al cómic, sino que era la feria trivalente de Detroit que reunía locos del tebeo, entusiastas de la ciencia ficción y amantes de películas antiguas. Como Jon encajaba en las tres categorías, el arreglo le parecía muy bien.

Pero en ese momento estaba deprimido, cosa realmente excepcional teniendo en cuenta que se hallaba en medio de un ambiente que era lo más semejante a su idea del cielo, es decir, un gran espacio atiborrado de cómics. No se sentía mal exactamente, sino inquieto, más bien, irritable, tenso, incómodo.

La noche —la perspectiva de esa noche— le ponía los nervios de punta.

Cuando Nolan propuso ir a Detroit a pegarle el timo al viejo Comfort, el salón le vino a la cabeza inmediatamente; pero prefirió esperar el momento oportuno para decírselo a Nolan. Cuando, efectivamente, le preguntó si le parecía bien que él se quedara en dicho hotel, Nolan enarcó una ceja y dijo:

—Tebeos, seguro que tiene algo que ver con los tebeos... No sé qué será, pero seguro que hay algo de eso.

Jon admitió que estaba en lo cierto, pero recalcó que:

—En el salón me olvidaré del asunto... No me pondré tan nervioso dándole vueltas. Mientras tú preparas las cosas, el coche y lo demás, yo me voy a los Encantes y paso la tarde mirando tebeos antiguos; es una forma de distraerme y no pensar más de la cuenta en esta noche.

Estaban sentados en el avión después de haber ido en coche al aeropuerto de la ciudad Quad, en Moline, para tomar un vuelo a Detroit el viernes. No habían reservado hotel por teléfono porque Nolan tenía la intención de buscar un motel barato, una vez allí. Se lo dijo a Jon, a quien no le sorprendió la decisión teniendo en cuenta que en ese momento viajaban en clase turista, otra táctica de Nolan para ahorrar dinero. Hilaron la conversación por medio de eufemismos, porque sus dos asientos, el central y el de pasillo, estaban demasiado cerca del de la ventana, ocupado por un ejecutivo de estilo conservador que podría alarmarse si oía los planes para efectuar un robo a mano armada.

Con la experiencia, Jon había descubierto cierta tacañería en Nolan. En quince años de profesión, su amigo había ganado más o menos medio millón de dólares y lo había puesto a buen recaudo en bancos mientras llevaba una espartana existencia de privaciones. Siempre se había conformado con pisos modestos y coches Ford de segunda mano porque vivía para el mañana, es decir, tenía pensado retirarse joven del deporte de los atracos y, en el retiro, pretendía contar con un club nocturno de su propiedad, que él dirigiría durante «el ocaso de su vida».

Pero ahora que le habían privado de su pequeño tesoro de medio millón, y no una vez, sino dos (en la segunda desapareció también el de Jon), se podría pensar que habría aprendido a disfrutar un poco del presente, ya que la caja fuerte puede caerle a uno en la cabeza el día de mañana.

Pero no era así. Con Nolan se viajaba en segunda y se alojaba uno en moteles baratos, además de cenar hamburguesas, suponía.

Así que, cuando vio que a Nolan no le convencía el argumento del hotel del salón del cómic como forma de que Jon se distrajese, al chico se le ocurrió comentar que ofrecían un precio especial. Si la economía no lo convencía, nada lo haría.

—Podemos alquilar una habitación doble por veinte pavos, Nolan. Es menos de la mitad. Los que van a la convención tienen una rebaja de más de la mitad.

—De acuerdo, chico. Como quieras.

Se felicitó por haber sabido encontrarle las vueltas a Nolan y llevarlo a su terreno una vez al menos.

No es que su admiración mermase por ello, pero la tacañería era, cuando menos, un punto débil de Nolan; resultaba gratificante descubrir sus imperfecciones, saber que era humano en algunos aspectos. De todos modos, lo mejor era que en lo importante, en la supervivencia, por ejemplo, Nolan era sólido como una roca y a Jon le gustaba tenerla cerca.

A esa misma roca se habría arrimado justo en ese momento. El salón no acaparaba su atención tanto como esperaba.

El viejo ese, Sam Comfort, con esos ojos que infundían terror y esas arrugas sádicas en la cara, era una imagen que le venía a la cabeza una y otra vez, intensa, espantosa, capaz de nublar todas las fantasías cuatricolores que llenaban las largas mesas de los vendedores en el Salón de los Encantes. Al anochecer, Nolan y él irían a por el viejo chiflado y, si todo salía bien, terminarían con una caja fuerte repleta de dinero en las manos, la del viejo malnacido. Sería estupendo, pero aún estaba por hacer; el gran momento les aguardaba en un futuro muy próximo, había que hacerlo esa noche.

Jon se cagaba de miedo sólo de pensarlo.

El plan le apetecía, en principio; se moría de ganas de recuperar parte del dinero que había perdido hacía un mes y medio y, cuando Nolan trazó el plan para limpiar a Sam Comfort e Hijo, le pareció perfecto, y seguía pareciéndole perfecto. Pero eso era visto desde la ciudad de Iowa, desde casita, arropado por la seguridad del entorno, donde planear un atraco era como urdir la trama de una nueva historieta de tebeo. La ejecución del plan parecía lejana, el resultado impreciso de una idea tajante pero abstracta. Ahora..., ahora estaba en Detroit, habían llegado ya hasta ahí, dentro de nada sería la hora de la verdad.

Ya lo había hecho antes, claro, ya había vivido otra hora de la verdad en una ocasión anterior, durante uno de los planes potencialmente violentos de Nolan, pero eso no arreglaba nada. Se había estrenado el año anterior, con el asalto al banco, y había participado con una actitud ingenua, como inconsciente, más cercana a la idea de acción de las historietas, las aventuras y las hazañas. Después, cuando las cosas dieron aquel maldito giro inesperado y se produjo el enfrentamiento con la gente a punta de pistola, el derramamiento de sangre que convirtió a seres humanos en carne inerte, Jon comprendió de pronto que la vida de Nolan no era cuestión de capas donde rebotaban las balas sino la cruda realidad. Las balas atravesaban el cuerpo y salían por el otro lado llevándose por delante carne, hueso y lo que fuera; después, Jon aceptaría de buen grado el consejo de Nolan, según el cual «esto te servirá para olvidar esas tontas fantasías». Tan pronto como Nolan pronunció esas palabras, volvió a estallar la violencia y Jon tuvo que reaccionar en consecuencia apresurándose a sacar a Nolan de la línea de fuego para llevarlo a un lugar más protegido.

Cuando los vapores de la cordita desaparecieron, y se hubo limpiado la sangre y enterrado a las víctimas, cuando el asalto al banco y su horrible desenlace se hicieron borrosos en su mente y adquirieron la forma de un recuerdo emocionante, Jon se dejó arrastrar hacia la idea de que todo había sido divertido en cierto modo y que, al fin y al cabo, él había salido sin un rasguño. Es decir, volvió a caer en la falsedad de equiparar la vida de Nolan con la del bendito Batman o cualquier otro, aunque los hechos no tardaron en refrescarle la memoria una vez más, y de la forma más dura, porque el juego a que Nolan se dedicaba suponía apuestas muy fuertes, las más fuertes —a vida o muerte—, por no hablar de otras minucias como acabar lisiado quizás, o encarcelado. El recordatorio le llegó en forma de dos hombres, los que mataron a su tío, se apoderaron del dinero y lo dejaron en la estacada otra vez. Y ahora que la pesadilla comenzaba a pasar a la neblina del recuerdo, él volvía a engañarse a sí mismo con respecto al precario estilo de vida de Nolan, con la esperanza de recuperar una parte del dinero que ambos habían perdido en la última partida.

Pocas horas antes, había mantenido una conversación con Breen que aún le daba vueltas en la cabeza y le inquietaba con la misma intensidad que la imagen del viejo Comfort. Nolan llegó de madrugada, hacia las dos y media y, después de hablar con Breen, salió en coche a dar una vuelta por el extrarradio de la ciudad de Iowa, para comprobar si los Comfort todavía andaban por allí. Nolan se imaginaba que no los encontraría, pero prefirió ir a comprobarlo mientras Jon se quedaba con Breen en la tienda de antigüedades, armado, por si acaso los Comfort volvían a atacar durante la ausencia de Nolan.

Mientras aguardaban su regreso, Jon y Breen charlaron.

—¿Eres pariente de Nolan, o algo por estilo? —fue la primera pregunta de Breen—. A lo mejor es tu padre, ¿eh? —añadió, un tanto irritado.

—No, que yo sepa —replicó Jon, sorprendido por la pregunta—. ¿Qué narices le ha hecho pensar en una cosa así?

—No sé —respondió Breen negando con la cabeza—. Conozco a Nolan desde hace mucho y nunca le había visto comportarse de esa manera.

—¿Cómo?

—Te mima a todas horas, chaval. No es su estilo. ¿Sabes lo que me ha dicho?

—No. —Y era cierto: Jon no había participado en la conversación entre los dos hombres.

—¡Dijo que tenía que procurar por todos los medios que el viejo Comfort no viera quién lo asaltaba! ¿Te lo imaginas?

—¿Y eso qué tiene de malo? —inquirió Jon—. Comfort y Nolan se conocen y, como es lógico, no quiere que sepa quién le da el golpe.

—¿Es que no lo entiendes? Está llevando el asunto con una delicadeza exquisita, cuando tendría que coger el toro por los cuernos directamente. Cuando vas a robar a un ladrón, hay que matarlo. A gentuza así no se la deja viva después de despellejarla, y menos a Sam Comfort, porque, si no, te arriesgas a que vuelva, te la corte y te la haga comer.

Esa idea tan poco agradable hizo tragar saliva a Jon.

—¿Y qué? —dijo, tratando de imprimir a la voz un tono burlón—. Eso sólo significa que Nolan tiene razón en no dejarse ver por Comfort, porque, si no, se nos... se nos llenarían las manos de sangre.

Breen se sentó en la cama ligeramente estremecido por el dolor de las heridas.

—Bien —dijo entre dientes—, reconozco que Nolan evita matar siempre que sea posible, pero no en un caso como éste. Los Comfort son un cáncer que hay que extirpar. Es mejor para todos arrancarles la cabeza de cuajo y terminar la fiesta.

—¡Qué bocazas, Breen, si ni siquiera lleva pistola!

—De acuerdo, yo no, pero Nolan sí. Yo no iría a matar a los Comfort ni a nadie, pero tampoco intentaría robarles, ni por venganza ni por nada. Bastante suerte he tenido saliendo vivo de ésta. Soy un cobarde, pregúntaselo a Nolan si quieres. Lo dejé plantado una vez cuando los del sindicato lo atacaron. Esa es otra cuestión que no entiendo. Nolan dice que va a darme una parte del botín, como si fuera a por los Comfort haciéndome un favor. ¿Por qué? No me debe nada. Me extraña que no me haya dado una patada en el culo por la putada que le hice aquella vez. Así es que no sé qué le pasa. ¿Por qué se lo toma así, como si fuera su gran oportunidad? ¿Por qué tanta delicadeza con los Comfort?

En ese momento, Jon comprendió el punto de vista de Breen. Una vez cometido el robo, los Comfort se figurarían seguramente que Breen habría tenido algo que ver, que lo habría hecho para vengarse de su traición y cobrarse su parte del saqueo de parquímetros. Por eso Breen prefería verlos muertos y le preocupaba que Nolan no estuviera dispuesto a matarlos. Era el propio Breen quien más probabilidades tenía de que se la cortaran (¡glup!) y se la hicieran tragar.

Sin embargo, sus palabras le inquietaron. ¿Acaso Nolan estaría corriendo riesgos que no le convenían, sólo para protegerlo a él? ¿Quería evitar el derramamiento de sangre para que no le resultara tan duro? ¿Tenía razón Breen al decir que más valía matar a tipos como los Comfort? Esta última idea era la que más trabajo le costaba digerir. Se preguntaba si Nolan lo sabría también.

Después de gastarse otros cien pavos, Jon salió del Salón de los Encantes y subió a la habitación que habían alquilado para los dos. Era un cubículo infecto, a pesar de la lujosa apariencia del vestíbulo del hotel, el comedor y el bar, y un auténtico robo a pesar de los precios especiales por la convención. Se desvistió, tomó una ducha fría, volvió a vestirse y bajó al bar a tomar un trago, más para olvidar un poco que para despejarse.

No era la hora punta; el bar formaba parte de un club nocturno de grandes proporciones, con escenario y zona de mesas a la derecha, una sala casi tan grande como el Salón de los Encantes, y tan vacía como lleno estaba el salón. En un extremo de la barra había una mujer guapa de pelo corto y castaño. Llevaba pantalones sueltos y un jersey encima de la blusa, un atuendo informal pero con estilo, en suaves tonos oscuros de azul y marrón. Estaba delgada como una modelo, pero tenía abundante pecho. Le calculó treinta y pocos años, más o menos como Karen.

¿Por qué tenía que pensar en Karen en un momento así? Además de las malas vibraciones que tenía dentro —miedo, depresión y tensión nerviosa—, ahora se sentía culpable. Porque estaba pensando en acercarse a la barra y sentarse junto a ella con la improbable esperanza de ligar, porque a lo mejor un ratito de juego sexual (aunque no pasara de la conversación) le ayudaría a descargar tensiones. Pero no..., sólo de pensarlo se ponía peor; ahora, los pensamientos de infidelidad le hacían sentirse culpable.

Por suerte, enseguida se quitó de la cabeza las ideas de culpabilidad. Se acordó de que esa misma mañana, cuando la había llamado para comunicarle con toda la delicadeza posible que iba a asistir al salón del cómic, ella se había enfadado porque no se quedaba a celebrar su cumpleaños... Total, por un puñado de tebeos estúpidos. No le dejó ni explicarse (aunque tampoco habría podido, porque Karen conocía a Nolan y aún le disgustaba más todo lo relacionado con él que los tebeos mismos) y no se mostró nada razonable.

Así pues, con la conciencia tranquila, se sentó al lado de la atractiva mujer morena, sonrió y preparó su estrategia. Cuando llegó el camarero, Jon pidió un whisky (no le gustaba nada, pero era lo propio, dadas las circunstancias) y, cuando se volvió hacia ella para preguntarle qué quería... ¡al camarero no se le ocurrió otra cosa que pedirle el documento de identidad!

Los planes de seducción quedaron anulados automáticamente y, al mirar a la bella treintañera de pelo oscuro y generoso pecho que tenía al lado, con sus delicadas facciones y su sonrisa entre insinuadora y condescendiente, Jon optó por no molestarse siquiera en enseñar su documento de identidad; se limitó a dejar plantadas a la mujer y la bebida y salió como alma que lleva el diablo.

Volvió a la habitación y tomó otra ducha fría, se vistió de nuevo, bajó al salón del cómic y se gastó cien billetes más en libros. Así pasó el rato hasta la hora en que había quedado con Nolan en la cafetería de abajo.