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Nolan cruzó la carretera de gravilla agachado y saltó a la cuneta. Debía de haber llovido recientemente, porque había humedad en el suelo y los zapatos se le llenaban de barro. Una vez a salvo entre los árboles protectores que separaban la tierra de los Comfort de la parcela contigua, se limpió la suciedad de las suelas frotándolas contra el tronco de uno de los árboles de hoja perenne.

Se sentía incómodo con la máscara de nailon, que le daba calor a pesar del fresco de la noche. Se la quitó y la guardó en el bolsillo de los pantalones con la intención de volver a ponérsela cuando llegara a la casa. En ese momento prefería que nada le estorbara la visión y aspiró con fruición el aire claro y vivificante del campo sin el filtro de nailon por medio.

«Leotardos de nailon», se dijo con una breve sonrisa.

En la mano izquierda llevaba la lata verdosa, una granada de humo del ejército norteamericano igual a la que había entregado a Jon. Con la derecha sacó el 38 de cañón largo de la pistolera; sería necesario repartir unos leñazos o incluso pasar a mayores si algo se salía de los cauces previstos, a pesar de la advertencia que le había hecho a Jon respecto al uso de las armas. Le había enseñado bien, pero la experiencia del chico en cuestiones de tiroteo era más que limitada; si la cosa se torcía, Jon estaría armado y en condiciones de responder; sólo quería evitar que el chaval utilizara el arma frívolamente.

Avanzó amparándose en la espesura de los árboles, llegó a la altura del cobertizo gris y, agachándose de nuevo, cruzó campo a través una distancia como de media manzana y se tumbó en el suelo, pegado a la pared trasera del cobertizo. Oía ruido como de vacas o algo parecido que se movía en el interior, pero seguro que no se trataba de uno de los Comfort: los Comfort eran propietarios de la tierra, según Breen, pero realquilaban los prados y el cobertizo a un granjero cuya parcela colindaba con la de ellos por la parte de atrás; este arreglo los convertía en terratenientes, dedujo Nolan, una deducción en toda regla.

La casa debía de estar a unos noventa metros del cobertizo o poco más. A campo abierto, con luna llena y la casa bastante bien iluminada, no sería fácil cubrir la distancia sin ser visto. Se puso a cuatro patas y comenzó a avanzar como si se tratara de un entrenamiento militar bajo el tiroteo de una metralleta en manos de un sargento de mandíbulas cuadradas.

Nada más dar el primer paso, la mano en la que llevaba la pistola se le hundió en algo blando que, tras mirarlo más de cerca, resultó ser boñiga de vaca. No le hacía gracia tener la mano y el revólver llenos de mierda, de modo que los limpió con la hierba. Enfundó el 38, juró en voz baja y siguió arrastrándose. Pero aquel prado era un auténtico campo de minas en forma de mierda de vaca y, al cabo de unos metros, volvió a meter la misma mano en otro cúmulo de sustancia parecida a la de antes, un poco más seca pero igual de fastidiosa. Dijo «¡joder!» mentalmente, retomó la posición de agachado y prosiguió la marcha. «¡Qué demonios!», pensaba, seguramente los Comfort no estarían vigilando por si llegaba él y, además, a un urbanita no se le podía pedir que se arrastrara por la mierda de esa forma, ni por nada ni por nadie.

Una valla de alambre de espino separaba el prado del patio de los Comfort. Nolan pasó por debajo sin rasgarse el jersey siquiera, prueba que superó con mayor lucimiento que el intento frustrado de arrastrarse varios metros por la mierda. En el patio, la maleza llegaba a la altura de la cadera y siguió avanzando agachado hasta donde terminaba la vegetación y empezaba el camino de gravilla que rodeaba el caserón. El Buick de la familia estaba aparcado paralelamente al edificio, en la parte izquierda, detalle que le hizo plantearse el dilema de a cuál de las dos puertas, la principal o la de atrás, se dirigiría Sam Comfort cuando se declarara el «incendio». Antes de abandonar la maleza para cruzar el camino, sacó la máscara de nailon, se la puso y desenfundó el 38 otra vez. Manos a la obra, con boñiga o sin ella.

La casa tenía muchas ventanas y casi todas las habitaciones estaban iluminadas, pero con las persianas bajadas, contratiempo que le dificultaría averiguar si tanto el padre como el hijo estaban dentro y en qué habitación. La persiana de una ventana de la derecha tenía una rendija de cuatro o cinco centímetros en la parte inferior, por donde podría echar una ojeada; por la descripción que Breen le había hecho de la casa, no se sorprendió al descubrir que esa habitación era la sala de estar. Sí le sorprendió un poco la exactitud de las palabras de Breen: no había exagerado nada al decir que estaba lujosamente amueblada, y con muy mal gusto. Una moqueta roja de pelo largo cubría el suelo de pared a pared, con un sofá y un sillón reclinable de piel amarillenta; había un montón de muebles de madera sólidos y caros, de estilos variados y dispares, además de un par de sillas claras de plástico de asiento hundido. Todo era de gran calidad, pero el conjunto recordaba a la planta de saldos de un almacén de muebles. El papel de la pared, viejo y sin encanto, descolorido y rasgado a trozos, era el contrapunto del mobiliario, caro y reunido sin ningún criterio armónico; la guinda era un anuncio de cerveza Hamms que había encima del sofá; estaba iluminado por dentro y mostraba un paisaje cambiante de relucientes «aguas azul cielo». Recostado en el sofá, tomando una Hamms y bañado en el brillo de un televisor en color del tamaño de un coche de importación, se encontraba Sam Comfort, un viejo flaco y barrigudo que llevaba calzoncillos largos, con los botones abiertos hasta medio pecho. Estaba viendo el programa «Hee-Haw».

Ninguna de las demás ventanas dejaba resquicio alguno por el que mirar, aunque, por la descripción de Breen, sabía dónde estaba todo: desde la sala de estar se accedía a la cocina (con una nevera de la era espacial, claro está, sólo colocando un vaso bajo un agujero de la puerta salía agua helada) y al dormitorio de Sam, situados una al lado del otro; entre ambos ocupaban el mismo espacio que la sala, de tamaño más que regular; en alguna parte tenía que haber un cuarto de baño, no se acordaba de dónde con exactitud, a menos que los Comfort utilizaran todavía la letrina exterior..., o quizás las vacas no fueran las únicas que cagaban en el prado. Siempre según Breen, el dormitorio del viejo no se parecía a las demás habitaciones de la casa, era el único que no tenía señales de prosperidad; el dormitorio del amo estaba vacío, era tan funcional como su propia mentalidad. Arriba se encontraban el de Terry (el corruptor de menores, que en esos momentos se hallaba en período de reforma) y el de Billy, además de una especie de despacho donde Sam planeaba los golpes y demás. Nolan vio luces de colores tras la persiana de la ventana de Billy; Breen decía que el cuarto del chico era un refugio de fumeta, con colchón de agua, luz estroboscópica, carteles de luz negra y toneladas de equipos estereofónicos con una carga de vatios tan alta como para alimentar una emisora de radio de buenas proporciones. Un amortiguado sonido de música rock llegaba de esa habitación del piso superior; Nolan tendría que confiar en la suposición de que Billy se encontrara allí en trance, según era su costumbre.

Satisfecho por haber localizado a los dos Comfort, Nolan puso manos a la obra en la ventana del sótano, que daba a la parte de atrás. La ventana se abrió con facilidad, sin ruidos, gracias a la presión justa de la navaja. Entró en el piso inferior de la casa aprovechando como escalón la lavadora automática que había al pie de la ventana para no hacer ruido alguno.

Con un bolígrafo linterna echó una ojeada a la estancia; se encontraba en la parte del sótano dedicada a cuarto de la ropa; la otra estaba en proceso de transformación en bar y sala de juegos. Era la primera reforma que los Comfort emprendían y, a juzgar por el aspecto chapucero, debían de estar llevándola a cabo ellos mismos; había tablones, botes de pintura y diversos materiales de construcción desparramados por toda la superficie. El desorden era una baza a su favor, porque la falta de precauciones puede ser motivo de un incendio fortuito; era posible que se declarase un incendio en el sótano, lo cual contribuiría a despistar a Sam en cuanto se pusiera a pensar de dónde provendría el humo. La reforma estaba casi concluida, pero aún faltaban detalles; la barra estaba colocada y también el suelo de linóleo, pero el techo estaba sin alicatar, cosa que también le favorecía porque las vigas descubiertas permitirían que el humo se expandiera hacia arriba con más facilidad.

Se arrodilló con la lata en la mano, tiró de la anilla y oyó el característico sonido; rápidamente la dejó en el suelo, en medio del sótano, y volvió la cabeza hacia otro lado antes incluso de soltarla, porque el humo comenzó a salir a chorro como agua de una manguera de bomberos. El bote silbaba a medida que dejaba escapar el contenido y Nolan se dirigió al otro extremo, hacia el cuarto de la ropa, se subió a la lavadora y volvió a salir por la ventana.

Inmediatamente corrió a apostarse de nuevo en la ventana de Sam, que seguía descansando en la sala de estar. Esbozó una sonrisa bajo la máscara de nailon cuando vio el asombro que se dibujaba en la cara de Sam al oler el humo primero y verlo después. Tras una cómica reacción con efecto retardado, el viejo payaso se levantó del asiento como movido por un resorte y echó a correr hacia el piso de arriba por la escalera del fondo de la habitación. La situación de esa escalera daba a Nolan la ventaja de saber si Sam optaría por la puerta principal, que se encontraba en la sala de estar, o por la de atrás, a la que se llegaba por la cocina. Sam no tardó ni medio minuto en volver, apareció rodando por la escalera, un hombre que jamás habría caído por allí, tosiendo a causa del humo, cada vez más espeso, y con evidentes señales de pánico pues temblaba de pies a cabeza, todavía en ropa interior. Cuando Nolan logró ver al viejo con mayor claridad en medio de la estancia, observó que llevaba bajo el brazo una enorme caja metálica de caudales de color verde (¡Bingo!) y una escopeta de dos cañones colgada en el otro brazo. Nolan dedujo que estaba verdaderamente asustado, pero más suspicaz y ladino que nunca.

Un ruido de lata al abrirse le hizo volver la cabeza en un acto reflejo, pero enseguida se dio cuenta de que era el bote de humo de Jon, lo cual significaba que todo iba según el plan. Cuando miró de nuevo hacia la sala de estar, ya no vio al viejo.

¡Mierda! Había mucho humo en la estancia a esas alturas y no podía distinguir si la puerta principal estaba entreabierta o no, única pista de que disponía para saber si el viejo había salido por allí. ¡Maldición! No le quedaba otro remedio que dar la vuelta por detrás de la casa y, si no lo encontraba allí, volver a la parte delantera para cerrarle el paso. ¡Maldición!

Nolan echó a correr.

Sam no estaba en la parte de atrás ni la puerta estaba entreabierta.

Tampoco se veía rastro de él al otro lado, donde se encontraba el Buick.

¿Y Billy? Una serie de pensamientos desagradables comenzaron a hilarse en su cabeza. Sam había subido arriba por tres motivos, ¿no? Para poner a salvo la caja de caudales, coger el rifle y avisar a su hijo Billy. Sin embargo, tardó muy poco en bajar, no habría tenido tiempo de hacerlo todo. ¿Cómo era que Billy no había bajado pisándole los talones a su padre? ¿Y por qué Sam no gritó «¡Fuego!» cuando el humo empezó a llegar a la habitación, y así dar la voz de alarma a su hijo inmediatamente? ¿No debería haber sido ésa la reacción espontánea?

Entonces, si Billy no estaba arriba, ¿dónde demonios estaba? Y lo que era más importante, ¿dónde estaba en esos momentos?

Tan pronto como llegó a la parte delantera de la casa, supo la respuesta a las preguntas sobre Billy, o a algunas por lo menos: Billy no estaba en la casa, sino fuera de ella, Dios sabría por qué y dónde. Billy había descubierto el truco del «incendio», se encontraba al lado del bote que Jon había abierto.

Billy sonreía. El humo era tan espeso allí como en el interior de la casa. El chico parecía reírse, una combinación de tos producida por el humo y de escarnio enfermizo. Estaba completamente colocado y se encontraba de pie, pisando a Jon en el pecho, disponiéndose a clavar una maldita horca a su amigo, a atravesarlo con los dientes de acero y dejarlo clavado al suelo como un espantapájaros.

Nolan seguía corriendo, a paso lento pero firme, y tropezó con Sam, que salió por la puerta delantera. Se encontraron los dos frente a frente por un instante. A pesar de la máscara de nailon, Nolan supo, por la mirada directa de los ojos grises, que el viejo lo había reconocido.

Le dio un culatazo en la cara con el 38. Sam se quejó y dio un traspiés que lo abalanzó sobre Nolan. Nolan cayó al suelo y se levantó de nuevo antes de que transcurriera un segundo, apuntó con el 38 y disparó dos veces.

Los tiros rasgaron la quietud del campo como truenos de tormenta. Las balas alcanzaron en el pecho a Billy Comfort y sacudieron su cuerpo zarandeándolo como a un niño travieso al explosionar en su interior; la sangre le salía a chorros por delante y, por detrás, una rociada de huesos, órganos y más sangre. Retrocedió tambaleándose, gorgoteando, muriendo.

Jon volvió en sí y se apartó a un lado cuando el último esfuerzo de Billy Comfort en la vida —lanzar la horca— erró el blanco: la horca quedó clavada en suelo, vibrando justo al lado de Jon pero, afortunadamente, no le alcanzó.

Nolan miró a Jon y, a través de la media que les deformaba el rostro, intercambiaron una mirada que encerraba toda suerte de sentimientos —alivio, sorpresa y frustración entre otros, quizás incluso arrepentimiento—; de pronto, la expresión de Jon se tensó aún más bajo la máscara y exclamó a gritos:

—¡Nolan! ¡El viejo!

Y mientras recuperaba la imagen del viejo, al que había apartado de un simple empellón para ocuparse de asuntos más importantes, mientras volvía a su memoria el recuerdo del viejo demente empuñando un rifle, Nolan oyó el estruendo del tiroteo que rompía la quietud del campo por segunda vez...