8

Era viernes por la tarde, las ocho cincuenta. En el campo, todo silencio y quietud, al parecer no había tráfico que pisara la gravilla de la carretera secundaria. A un lado del firme había una granja de dos pisos, de madera y pintada de gris; el edificio empezaba a combarse y la pintura se pelaba como un bañista que hubiera tomado el sol más de la cuenta. Era una estructura destartalada y levantada de cualquier manera, un rancho que nadie cuidaba; la vivienda estaba plantada en medio de un patio infestado de malas hierbas, lejos de todo, apenas se distinguían las luces de las granjas vecinas. El lugar quedaba aislado de la civilización, situación muy conveniente para la gente que vivía allí y, de paso, para los propósitos de Nolan y Jon.

Jon había estudiado el tugurio que el clan de los Comfort llamaba su casa.

—Dogpatch —musitó Jon sacudiendo la cabeza.

—¿Qué? —dijo Nolan.

Estaban en el interior del Ford azul oscuro, de sólo un año de vida, que Bernie había prestado a Nolan esa tarde. El motor estaba apagado y las luces también; habían aparcado en un campo de maíz, al otro lado de la carretera, frente a la hacienda de los Comfort. Se encontraban a más de manzana y media de la casa; el morro del coche bordeaba, sin meterse dentro, la franja de tierra que unía la cuneta y la carretera de gravilla. Ya habían pasado por una entrada semejante al acceder al campo de maíz y habían apagado los faros para seguir por el camino que al final se cruzaba con el que conducía a la casa de los Comfort. Avanzaban despacio, haciendo un ruido sordo sobre el campo recién segado, como un animal prehistórico arrastrándose tras su presa a paso de caracol. El único ruido que se oía era el de la farfolla de maíz que crujía bajo las ruedas, pero a Jon le parecía atronador a causa del silencio de la noche y la precariedad de la situación, y le inquietaba sobremanera. La luna se le antojaba un foco enorme que iluminaba el campo y le dejaba expuesto a la vista de cualquiera, lo cual le ponía más nervioso aún. Se habían vestido adecuadamente, de negro: Nolan llevaba pantalones de punto y jersey de cuello alto, Jon se había puesto vaqueros y una sudadera (la sudadera del revés, porque tenía un Batman fluorescente por el derecho). La ropa pesaba, calentaba, lo cual era beneficioso porque la noche estaba fresca, casi fría. Tenían un revólver cada uno en la cadera, con la culata hacia fuera al estilo de los policías; eran Colt del 38 con cañón de cuatro pulgadas. Entre los dos asientos había dos botes de color pardo verdoso que parecían latas de cerveza, pero con símbolos militares en vez de letras con el nombre de la marca y anillas que no abrían sino que ponían el mecanismo en marcha. Había además un paquete de medias sin abrir.

Jon no aclaró el comentario de Dogpatch; no era más que un pensamiento en voz alta y, a pesar de la tolerancia que Nolan mostraba últimamente respecto a su afición por los cómics, no le pareció el momento oportuno de poner esa tolerancia a prueba explicándole el parecido que encontraba entre la guarida de Comfort y un dibujo de Al Capp.

—¿Quieres que lo repasemos otra vez? —dijo Nolan.

—No.

—De acuerdo.

Nolan estaba recostado en el asiento, a sus anchas, aparentemente tranquilo, pero a Jon le parecía percibir una tensión extraña en su voz, causada tal vez por cierta preocupación por su inexperiencia en cuestiones que podían resultar violentas.

Habían repasado el plan varias veces, primero en el hotel, en la habitación, y una vez más en el coche, durante el camino. Nolan se acercaría a la casa por la parte de atrás, por el prado; era terreno abierto, abierto como las puertas del infierno, aunque había unos árboles rodeando la casa y un cobertizo que proporcionarían a Nolan el resguardo necesario. Jon dejaría transcurrir cinco minutos, tiempo que Nolan emplearía en abrir la ventana del sótano, entrar, dejar la tarjeta de visita y volver a salir. Pasado ese tiempo, Jon iniciaría la segunda fase del plan entre la maleza del patio delantero.

El chico estaba seguro de que no surgirían complicaciones, pero deseaba que Nolan se sintiera igual porque su confianza flaqueaba ante la sospecha de que Nolan no estuviera completamente seguro de él, actitud que había detectado a raíz de una discusión sobre las armas que mantuvieron en el hotel.

—No acabo de entenderlo —le había dicho Jon—. ¿Cómo vamos a reducir a esos tipos? O sea, ¿vamos a darles un culatazo en la cabeza o qué?

—¡Por todos los santos, chaval! —contestó Nolan, con los ojos más cerrados que nunca—. No se te ocurra nunca andar jugueteando con la culata del revólver. Tendrás el cañón apuntándote a ti y podrías acabar con un agujero en el pecho tan grande como el que tienes en la cabeza. ¿Por qué crees que prefiero las pistolas de cañón largo?

—Porque se apunta mejor, dijiste.

—En efecto. Y además, con una escopeta de cañón largo puedes poner a dormir a un tipo sin disparar un solo tiro.

—Entonces, ¿qué? ¿Vamos a sacudirles con el cañón?

—Sí, si fuera necesario, pero no lo será. Ya te he dicho en qué consiste el plan y no creo que hayas oído nada de zurrar a nadie con la pistola, ¿verdad? Bien, yo me encargo de reducirlos... Y tú deja el revólver en la cartuchera, ¿entendido?

—Escucha, Nolan: sé usarlo si hace falta.

—Es posible, pero no te lo tomes como el recurso más deseable. Ya has tragado bastante mierda de ésa por el momento y seguro que aprecias la diferencia entre lo que vamos a hacer y las tonterías de un cuento de hadas. Si la situación llegara a ser desesperada, úsalo, por supuesto. Para eso lo llevamos. Pero, como el elemento sorpresa juega a nuestro favor, no creo que sea necesario.

Jon estaba determinado a mostrar su talento esa noche, a recuperar la confianza de Nolan comportándose como un profesional frío y duro, no como un chaval ingenuo. Nolan empezó a abrir el paquete de las medias, Jon se quedó escuchando el crujido del celofán, esperando a que Nolan le pasara una media.

Sin embargo, lo que siguió fue un largo silencio e, incluso en la oscuridad, distinguió claramente la expresión atónita de Nolan.

—Chaval.

—¿Sí?

—Creo que tenemos que cambiar el plan.

—¿Cómo?

—Sí. Me parece que no vamos a poder dividirnos. Tendrás que venir pegado a mis talones.

—¿Por qué?

Nolan alzó las medias. Eran leotardos.

—Son leotardos.

—¡Mierda, Nolan! —exclamó Jon—. Bueno, es que es lo que se ponen las chicas hoy en día. Tendría que haberlas pedido de las antiguas. Esto, yo...

Nolan sacó la navaja del bolsillo.

—Nolan... ¿qué haces?

Una sonrisa brilló bajo el bigote de Nolan, tan amplia y ajena a él que Jon se asustó.

—No voy a matarte, chaval —le dijo—, es que voy a hacer una operación de urgencia.

Nolan separó las gemelas siamesas; pasó uno de los miembros amputados a Jon y se quedó con el otro.

—¿Sabes una cosa, chaval? Te has tomado muchas molestias para salirte con la tuya.

—¿Para salirme con la mía?

—Sí. Pero tú ganas. A partir de ahora, yo me encargaré de comprar las medias.

Los dos sonrieron en ese momento y Jon sintió que el entusiasmo le corría por las venas como droga.

—No te fallaré, Nolan.

—Ya lo sé.

Nolan se colocó la media y su cara se desfiguró al momento.

—Cinco minutos, Jon.

—Cinco minutos, Nolan.

Y Nolan desapareció.

¿Cinco minutos? Parecieron cinco horas. Jon hizo un esfuerzo consciente por no mirar el reloj, por no quedarse siguiendo la trayectoria de la aguja grande. Pero no lo consiguió, claro está, y el tiempo pasaba con lentitud exasperante, los segundos le acribillaban como las gotas líquidas de la tortura china del agua; el tictac del reloj sonaba a un volumen anormal, como en una cámara de resonancia, y se preguntaba por qué demonios una reliquia como aquélla (un Dick Tracy de los años treinta, aproximadamente) armaba tanto alboroto.

Creyó ver movimiento al otro lado de la carretera, en el patio de los Comfort, pero no era más que la maleza que se mecía al viento. Ese movimiento llamó su atención hacia la casa, que era lo que debía vigilar en realidad, por si ocurría algo fuera de lo normal y tenía que acudir inmediatamente. Al fin y al cabo, no era de esperar que los Comfort se ciñeran a su plan estrictamente y, como solía decir Nolan, nunca se sabe cuándo entrará en acción el elemento humano y echará por tierra un plan bien concebido hasta el último detalle.

Jon se puso a mirar el edificio gris de dos pisos y pensó en la descripción del lugar que le había hecho Breen la noche anterior. Aunque a juzgar por el aspecto exterior no se hubiera sospechado nunca, según Breen el castillo de los Comfort estaba lujosamente amueblado y equipado con los últimos inventos y un sinnúmero de aparatos. El aspecto descuidado era deliberado, al menos en parte; el viejo Sam Comfort, como ladrón que era, tendría una mente terriblemente suspicaz y retorcida, perfectamente capaz de idear una defensa de ese tipo, es decir, vivir en una casa que pareciera un montón de cascotes desde el exterior y fuera un palacio por dentro. «Muy astuto», pensaba Jon, porque, fiándose del exterior, no habría sitio menos indicado que aquél para cometer un robo. El único botín que se sacaría de un lugar así sería unas cuantas cervezas y un puñado de vales de comida, como máximo y si mediaba la suerte.

No tenían intención de robar las posesiones que los Comfort hubieran adquirido tras años de dedicación al latrocinio; nada de lo que los Comfort hubieran reunido para hacer más confortable su vida tenía interés alguno para Jon y Nolan. En aquella casa sólo había una cosa que les interesara: la caja de caudales, que estaría guardada en algún rincón entre los engañosos muros ruinosos del caserón. Según los informes de Breen, el viejo Sam siempre tenía como mínimo cincuenta mil en esa caja, y había posibilidades (porque acababan de volver de la ciudad de Iowa) de que aún no hubieran ingresado en el banco la última recaudación de los parquímetros. Es decir, era muy probable que encontraran doscientos de los grandes en la caja metálica.

Miró el reloj.

Faltaban treinta segundos para los cinco minutos.

Sacó el revólver de la funda, lo sopesó y volvió a guardarlo. Respiró hondo dos veces, el hormigueo del estómago empezó a desaparecer.

Diez segundos.

Se cubrió el rostro con la media. No le estorbaba la visión para nada, aunque notaba la presión en toda la cara. Era una sensación extraña, como aplastar la nariz contra una ventana.

Cinco minutos; salió del Ford, pisó la cuneta y caminó hasta encontrarse frente a la casa; entonces se arrastró sobre la gravilla de la carretera, salvó la otra cuneta y llegó a las altas hierbas del patio delantero de los Comfort. La maleza proporcionaba un camuflaje más que suficiente, avanzando a gatas no se le veía. Se encontraba a escasos metros del edificio cuando oyó un ruido sordo como el descorchar de una botella y, al cabo de un momento, el aire empezó a llenarse de humo. Nolan había dicho que el humo entraría a paladas y así fue. Formaba remolinos en insospechadas rendijas de la casa, alrededor de las ventanas y entre los tablones despintados, en todas partes... humo gris y envolvente; de no haberlo sabido con certeza, habría jurado que la casa estaba en llamas.

Y ésa era precisamente la intención, convencer a los Comfort de que la casa estaba ardiendo, asustar al viejo hasta el punto de obligarlo a abandonar el barco con el cofre del tesoro a cuestas.

En ese momento, Jon acababa de subir los escalones de cemento que llevaban a la puerta principal; tiró de la anilla de la lata verdosa, que se abrió con su peculiar sonido y empezó a expulsar humo como si fuera una antorcha, con un fuerte siseo de escape. Mientras se retiraba de nuevo hacia la maleza, se preguntó cómo cabría tanto humo en un bote tan pequeño. Antes, había interrogado a Nolan sobre los botes de humo; quería saber por qué tenían la tapa gris y todo lo demás verdoso. Nolan le dijo que el verde era para efectos de camuflaje y que la tapa iba pintada del color del humo que producía. A Jon casi le habría gustado más que un bote fuera de humo verde y el otro rojo; no habría parecido humo de fuego, pero seguro que el «colgao» de Billy Comfort habría flipado mucho. Ese desgraciado malnacido habría pensado que alucinaba.

Nolan debía de estar a punto de aparecer por un lado de la casa. El humo iba espesándose pero Jon todavía gozaba de una visibilidad relativamente buena, incluso a través de la máscara de nailon. Una silueta dio la vuelta por la esquina izquierda de la casa. «Será Nolan», se dijo Jon, pero entonces vio el contorno de la cabeza: se trataba de una cabeza con abundante pelo rizado, al estilo afro.

Era Billy Comfort: el diablo acudía a la llamada.

La peluda silueta se dirigía hacia él; Jon se agachó tras los escalones de cemento. Billy llevaba una especie de bastón y, aunque al parecer no había descubierto a Jon, iba directo hacia el bote de humo, que seguía escupiendo sus grises entrañas y silbando como una serpiente enferma. Cuando Billy se acercó, Jon reprimió la tos tapándose la boca, que ya cubría la media, y se preguntó dónde estaría el maldito Nolan o, lo que es lo mismo, dónde estaría el viejo Comfort.

Billy se arrodilló junto al bote de humo tratando de apartarlo con la mano libre. Empujó el bote ardiente con un pie como lo habría hecho un hombre de Neanderthal que no conociera el fuego. «Qué jodidos», exclamó por fin, y empezó a reírse y a toser al mismo tiempo.

Jon tocó la culata del 38 suavemente. Nolan había dicho «yo me encargo de reducirlos», pero Nolan no estaba en ninguna parte. Alguien tendría que reducir a Billy Comfort, y en ese mismo momento, antes de que fuera corriendo a decirle a su padre que todo era un simulacro.

Así es que Jon actuó según su mejor criterio.

Se lanzó hacia él y le clavó la cabeza en las pelotas.

Billy soltó el consiguiente grito, pisó la lata de humo, resbaló como un concursante al caer en una prueba de arrastre de troncos y fue a dar al suelo con todo su peso, vaciando los pulmones en una exclamación. Jon le tapó la boca con la mano y sonrió victorioso antes de tiempo, porque Billy logró golpearle con algo en un lado de la cabeza y perdió el conocimiento.

Cuando despertó, unos segundos después, vio inmediatamente lo que le había quitado el sentido: el mango del bastón que llevaba Billy, sólo que no era un simple bastón sino el mango de madera de una horca de cinco dientes. Jon levantó la mirada y, a través de la bruma de nailon y humo, distinguió en los ojos de Billy una bruma de otra clase: la que producen las drogas. Billy estaba colocado y dispuesto a seguir con el juego. Tal vez le hubiera visto colocando la bomba de humo, o a Nolan, o a los dos quizás; a lo mejor estaba en el cobertizo desde el principio, fumando o esnifando o tomando cualquier clase de droga y, al percibir movimientos sospechosos en los alrededores de la casa, cogiera la horca a modo de arma provisional y saliera disparado en defensa de la casa y el hogar.

Así estaban las cosas: Billy tenía un pie encima del pecho de Jon, el humo flotaba a su alrededor como niebla asfixiante, Billy levantaba la horca para atravesar el cuerpo de Jon y dejarlo inconsciente otra vez... Para siempre.