18
José ha decidido despedirse de sus padres. Bueno, lo cierto es que Antonio le ha obligado. A pesar de argumentar que la etapa familiar ya la había superado, y que volver a remover historias sin solución no tenía sentido, ha tenido que rendirse al rostro imperativo de Antonio y a sus palabras tan veraces que no admiten discusión.
—Cuéntame otra película. —Le dice mirándole de una forma severa.— Una cosa es desaparecer en general, pero otra es no decírselo siquiera a la poca familia que tienes. Todavía no has sido capaz de darme un argumento convincente en contra de tus padres. No tienes derecho a hacerles esto. ¿No te das cuenta de que una cosa es pasar de gente como Carlos y Eduardo, y otra olvidarte de quienes de verdad te quieren a pesar de haber recibido sólo patadas de tu parte? Ni siquiera les has dado una oportunidad. Al menos tienen derecho a eso. ¿No crees?
Antonio le tiene que hacer recapacitar y replantearse su odio cada dos por tres. Así de bruto es José a veces. En realidad, el muy bestia se marchó de Zaragoza sin despedirse, y al cabo de dos semanas en el paraíso, Antonio le sonsacó la verdad. Le ha obligado a ir el fin de semana a Zaragoza con sus padres. A José se le hace la idea muy cuesta arriba, ahora que acaba de comenzar una vida tan feliz que apenas puede creerlo. La perspectiva de ver a sus padres durante un par de días e incluso tener que dormir en una casa llena de fantasmas que no pisa desde hace bastantes años, se le antoja tan improbable, que en el fondo apenas cree que lo esté haciendo. Lo hace por Antonio, porque sabe que tiene razón, y porque ahora se siente más fuerte y seguro que nunca para poder mirar de frente a los vivos y a los muertos. Quizás se le hace más cuesta arriba el no poder ver a Antonio durante dos días. Se asombra cada vez que piensa en lo felices que están. Cuando se abre la puerta de casa, y Antonio llega de vuelta del trabajo, los dos se alegran tanto de verse, que se ríen de una forma infantil y desenfadada, con carcajadas entrecortadas como niños de tres años. Se abrazan y se besan como si llevasen meses sin verse. Lo más curioso, es que pasan los días, y esa alegría y esa risa van en aumento en vez de decrecer. Es como si todavía no se lo creyesen, y el corroborar que de verdad todo eso esta ocurriendo y que la normalidad es esa maravilla extraordinaria de estar juntos todos los días, les transporta a una felicidad que ni siquiera estaba en su imaginación.
Ha cogido el tren el sábado por la mañana. Hace muy buen día, pero todos sus pensamientos se centran en lo que le espera al llegar. En realidad, hace casi un año que no ve a sus padres. Sí claro, ha hablado con ellos más a menudo que eso, pero de repente intenta recordar el aspecto que tenían la última vez, y se asombra al darse cuenta de lo mayores que están ya. Deben de andar ya por los cincuenta y tantos. ¡Y que vida tan triste…! Es tan deprimente, comparado sobre todo con como se siente él ahora. A veces es como si la cabeza se le hubiese puesto del revés. Es la felicidad, pero también lo que significa haberla alcanzado. La convicción que tuvo siempre acerca de no poder llegar a un estado de gracia como este, era lo que alimentaba su rencor hacia cualquier cosa que hubiese sido parte de su vida, como si la culpa fuese de todo eso, cuando en realidad la culpa es siempre de las cosas que no te han ocurrido; de lo que ignoras. Ahora racionaliza este error y muchos otros, y la perspectiva de ver a sus padres se dulcifica. Se permite pensar que la vida haya podido ser tan injusta con sus padres como con él. Ya no guarda rencor, pero todavía esta lejos de pensar en pedir perdón.
Cuando se marchó hace un par de semanas, se despidió de Zaragoza con un corte de mangas pensando en no volver jamás. Ahora se da cuenta de que Antonio le ha cambiado y le ha infundido un valor que él mismo ignoraba tener. Ese valor le ha hecho quitarse muchos escudos. Ahora es también más vulnerable. O quizás no. Puede que las cosas que antes podían hacerle daño, sean ahora anécdotas inofensivas.
Mientras ve pasar frente a sus ojos las zonas industriales de los suburbios madrileños; hangares y naves abandonadas, oxidadas y olvidadas, le hacen acordarse de Carlos. En el fondo le resulta fascinante pensar que tenía a alguien tan cerca pasándolo incluso peor que él por el mismo motivo. Por un deseo reprimido. ¡Si se lo hubiesen dicho el uno al otro! Hubiesen podido ayudarse tanto… Carlos en cambio ni siquiera lo admitió cuando José reveló sus gustos presentando a Antonio. Posiblemente se sintió aún más traicionado. Esa es la diferencia clave entre ambos. La verdad es que le da bastante pena. Hace un par de meses leyó la conversación del «chat». Antonio la había guardado para él. No esperaba que Antonio pudiese llegar a ser tan desalmado. Ahora entiende que la mayoría de la gente puede ser tan cruel como él lo ha sido durante tantos años, y que por lo general, simplemente elige no serlo. A menudo había pensado que la crueldad era un don que él tenía. ¡Que ridículo! Lo único que se necesita es odio para ser cruel, y eso le hace advertir que posiblemente Antonio odie lo bastante a Carlos como para ser capaz de sacar ese lado tan siniestro, e inventarse una historia y unos personajes que atraparan a Carlos para más tarde, restregarle la cruda realidad.
Atravesando Guadalajara, la aparentemente infinita y llana meseta, se abre de golpe en enormes barrancos, por el que ríos secos fueron horadando el camino. Pueblos pequeños y casi deshabitados salpican el paisaje, colocados a menudo al borde de alguna de estas grietas, que a veces dejan de serlo para abrirse por completo y revelar un valle ondulado y extenso que se va difuminado a lo lejos en una neblina azul y luminosa. Todas estas visiones abstraen a José, y ve su pensamiento uniforme e inamovible durante años, abrirse de golpe de la misma forma para revelar visiones que creía tener vetadas. Imágenes de una vida optimista, generosa, y sobre todo, posible y real. Piensa en los complejos mecanismos de la mente, y en la imperiosa necesidad que tenemos unos de otros. En cómo ha cambiado él y en cómo ha cambiado Antonio. Ninguno de los dos son las mismas personas que en el atardecer de un verano agonizante se miraron a los ojos y enseñaron sus almas. José se recuerda a si mismo, y con una sonrisa a medio dibujar, se pregunta todavía como pudo Antonio enamorarse de alguien tan perdido y tan egoísta.
Se da cuenta de su obstinación por cumplir las venganzas tan añoradas durante años. En su amargura, pensó en las represalias que tomaría contra todas las personas que le hacían daño. Curiosamente, ahora que está en la posición que le permite hacerlo, comprende que su ánimo es otro y que todos esos planes diabólicamente trazados, no son mas que una perdida de tiempo. Sobre todo para él.
Sus padres estaban muy contentos cuando le recibieron, aunque José veía el terror dibujado en el fondo de sus miradas. No sabían que esperar de aquella visita inesperada después de tanto tiempo, aunque estuviesen felices de verle. «¿Cuánto daño les he hecho?». Nunca había pensado si ellos tenían la misma sensación de injusticia que él tuvo y que le llenó de odio. En el fondo ellos habían perdido más. Habían perdido a dos hijos, y él no les dio siquiera la oportunidad de intentar recuperar al único que estaba vivo. Cómo no iban a estar aterrorizados al verle aparecer. Tenían el corazón destrozado. Cualquier nuevo disgusto era demasiado difícil de soportar.
Pasaron la tarde en casa. José les cuenta vagamente una razón de trabajo para haberse marchado a Madrid con tanta rapidez. Ellos no se atreven a preguntar nada, sin embargo, el estar rodeado de tantos recuerdos, a acabado por hacer mella en José. La casa ya no desprende los delirios de grandeza que su madre se empeñaba en ansiar. Sin embargo, ahora tienen muebles y electrodomésticos caros, pero discretos y austeros. Aunque sólo hablan de tonterías, al final, poco a poco, comienzan a salir, casi descuidadamente, recuerdos y anécdotas. Su madre a acabado llorando, en silencio, mientras servía el café. Su padre no ha podido resistirlo y ha llorado también. José sabe que no esperan nada de él. Solamente están felices de verle. En ese cuarto de estar que le devolvía a su infancia, José notaba que se podía cortar el aire. También en silencio y aun a su pesar, él ha derramado unas lágrimas. Durante un rato se han quedado los tres ahí sentados tomando el café, sin atreverse a abrazarse; siquiera a mirarse. Arropados por la luz de una tarde mortecina y con los vagos sonidos de la calle al fondo, los tres notan que de alguna manera se han perdonado.
«No ha estado mal después de todo», piensa José. Quizás la próxima vez se atreva a darles un beso o a abrazarles, ahora que ha visto inconfundible, el terrible sufrimiento por el que sus padres han pasado.
Ha salido a la calle después de cenar, nada de ir al ambiente. Seguramente irá al cine. Necesita tomar algo de aire y llamar por teléfono a Antonio. Mientras camina se percata de algo extraño. La extraña ligereza que sentía en casa de sus padres, y ahora. Se da cuenta de que el fantasma de su hermano se ha esfumado. A pesar de ver las viejas fotos que sus padres tienen enmarcadas. A pesar de haber visto en la habitación señales de él por todos lados. Su fantasma se ha marchado. Se ha ido. José siente por primera vez que el recuerdo primigenio de su hermano vuelve. Aquel que tenía al poco de morir. El reciente; el autentico. Aquel monstruo que fue creciendo con los años, ya no existe.
—¿Te encuentras bien entonces? —pregunta Antonio desde el otro lado del auricular.
José esta en una cabina contándole todo, y sintiendo simultáneamente varias emociones. Todas alegres y positivas. Hablar con Antonio le devuelve la energía, y hacerlo desde una cabina le devuelve a los meses pasados, en los que la llamada a Antonio le daba el único buen momento del día. Mientras le cuenta la experiencia con sus padres, José vuelve a captar, ahora con más claridad, la dimensión de las emociones que se han puesto en juego, y sin proponérselo vuelve a llorar.
—Sí, muy bien. No sé, muy raro también. Es como si ahora comprendiese un montón de cosas que hasta ahora me hubiese negado a ver. No sabes cuanto me alegro de que me obligases a venir.
—¿Ves? Tienes que hacerme más caso cuando te digo las cosas.
—Sí, lo sé, pero no me lo restriegues mucho. De todas formas, creo que voy a intentar verles más a menudo. Incluso desde Madrid. A lo mejor algún día hasta podría presentaros.
—La verdad es que me gustaría mucho hablar con ellos, pero no nos adelantemos a los acontecimientos.
—Ya. La verdad es que ahora tengo que moverme con mucho cuidado con ellos. Están muy sensibles. Ahora me voy al cine; así me despejo y les dejo a ellos también que se despejen un poco. Cuando vuelva ya se habrán acostado, y mañana el tren sale a media mañana, o sea que desayunaré con ellos y poco más.
—Bueno, ¿qué película vas a ver?
—No lo sé. Me da un poco igual. La que me venga bien por la hora.
—Yo también veré lo que pongan por la tele.
—¿Te quedas en casa? ¿Por qué no sales? Es sábado, hombre. ¿No te acuerdas del bar ese de osos que vimos el otro día? Podías ir a ver que tal está.
—Pero sería mejor que fuésemos juntos ¿no? Tú tenías muchas ganas de conocerlo. Además me da un poco de corte ir solo, aunque tampoco me apetece quedarme en casa.
—¿Lo ves? Ya iré yo otro fin de semana, cuando tú me hayas contado cómo es, y así ya voy preparado para lo que pueda haber. ¿Tu crees que estará lleno de tíos grandotes?
—Supongo que habrá unos cuantos. ¡Oye, creo que me voy a animar! Total, está al lado de casa. Si me aburro me vuelvo y ya está.
Se despiden y José se asombra de no sentir celos al pensar en Antonio en un bar en el que se lo querrán rifar. ¿Se estará volviendo loco? Está asustado de sí mismo, tantos cambios tan bruscos no pueden ser buenos. Aunque sean positivos.
Al llegar a los multicines se para un momento en la entrada para ver lo que ponen, y pensar en lo que más le apetece ver, cuando escucha una voz a su espalda.
—¿José? ¿Eres tú?
Se da la vuelta y se encuentra con un conocido del ambiente. Ni siquiera se acuerda de su nombre. Es una de esas caras a las que nada más dices «hola» y «adiós» durante años, y no sabes nada de su vida.
—¿Qué tal? ¿Cómo estas? —contesta José pensando irritado en que ahora este chico irá contando a todo el mundo que le ha visto, y le hará montones de preguntas para después poder ir dando el informe pertinente a todas las maricas y darles que hablar durante un buen rato.
—Hacía muchísimo tiempo que no te veía.
—Sí, ahora vivo fuera. —Contesta José esperando el interrogatorio exhaustivo. Para su sorpresa el chico sale por otro lado.
—Ah, entonces has venido por lo de Eduardo ¿no? —dice el chico con una cara bastante seria.
—¿Qué pasa con Eduardo? —pregunta José mosqueado.
—¡Ay! ¡No me digas que no lo sabes! —dice el chico todo preocupado, aunque visiblemente dispuesto a contar con pelos y señales lo que haga falta. Acercándose más a José le habla casi en un susurro.
—Le han diagnosticado el SIDA, y parece que el pobre lo tiene muy mal. Está bastante enfermo y ha resultado alérgico o incompatible o algo así, a todos los tratamientos, los «antirrevirales» o como quiera que se llame eso. Un amigo mío que es enfermero me ha dicho que puede ser porque como tuvo la polio de pequeño… Yo no sé de esas cosas, pero parece que los médicos no le dan muchas esperanzas, ni mucho tiempo.
—Pero ¿cómo es posible? La gente ya no se muere de SIDA. Hay muchísimas cosas ¿no? —pregunta José incrédulo.
—Pues sí, pero es que, ya te digo. Todavía hay una proporción bastante pequeña de gente por la que no se puede hacer gran cosa, y parece que a Eduardo le ha tocado la mala suerte. Se le ha desarrollado no sé qué otra cosa y no pueden atajarlo.
José no ha entrado al cine. Cuando el otro chico se ha ido, ha tenido que quedarse sentado en las escaleras durante un buen rato, intentando digerirlo. En el fondo se veía venir. José sabía que Eduardo y Carlos hacían muchas locuras a altas horas de la noche. Pero siempre con ese absurdo pensamiento de inmunidad, de que a ti no te va a pasar. ¿Si no te ha tocado la lotería, por que te iba a tocar esto?
Carlos seguramente tiene que estar muy hecho polvo. Dice este chico que se pasa todo el tiempo en el hospital. José mira su agenda y ve que todavía conserva el número de teléfono. El de la casa de Eduardo a la que más tarde fue Carlos a vivir también. Va a dejar un mensaje para Carlos que seguro que está en el hospital. No se encuentra con fuerzas para hablar, pero quiere al menos decir que se ha enterado y que intentará llamar en otra ocasión. El teléfono da sólo la segunda señal:
—¿Sí? —contesta de forma seca la voz de Carlos.
—¡Carlos! Soy José, pensaba que estabas en el hospital, no pensaba que te iba a pillar. Te llamo porque me acabo de enterar de lo de Eduardo.
—Ah, sí. Esta mal. —Una pausa—. Ya no pinto nada ahí. Lo han atiborrado de calmantes, parece un vegetal. —Dice todavía más seco.
—¿No están probando más tratamientos?
José se siente ridículo. Carlos tiene la facultad de hacerle sentirse culpable bajo cualquier circunstancia. En ésta, le esta hundiendo.
—No. Se va a morir. —Suelta Carlos, tajante como un hachazo. Sabiendo el daño que hace hablando así.
José se queda en silencio. La situación es de por sí bastante hiriente; las puñaladas de Carlos son el remate.
—Lo…, lo siento. —Dice José completamente abochornado.— Me gustaría ir a verle, pero me marcho de Zaragoza mañana por la mañana…
Al final, la curiosidad de Carlos puede más, y afloja la presa cambiando de tema, para enterarse de lo que ha pasado con la vida de José.
—¿Te vas? Vaya. ¿Qué ha pasado contigo? Parece como si te hubieses esfumado. Nadie te ha visto.
—Estoy viviendo en Madrid ahora.
—¡Anda! ¿Y a ti que se te ha perdido en Madrid? —la cabeza de Carlos se pone a cavilar a toda velocidad—. ¿No te habrás echado novio? —pregunta entre el morbo y el miedo a una respuesta afirmativa.
—Sí. Bueno, en realidad lo conoces. Estoy con Antonio, el chico que conocimos en Málaga… Nos hemos ido a vivir allí.
José se da cuenta en ese momento de que acaba de echar más leña al fuego. Podía haber dicho cualquier otra cosa, pero ante la gravedad de la conversación, le parece absurdo ponerse a mentir como una colegiala. Piensa que es el momento de demostrar que tiene superada esa etapa y esos miedos a ser rechazado con los que Carlos y Eduardo siempre han jugado.
Al otro lado del auricular hay un silencio sepulcral. Pero sólo por un instante.
—¿¡Entonces para qué llamas hija de puta!? ¿Para interesarte por tu amigo o para restregar que estas muy bien, como si a alguien le importara? ¿Quieres que te aplauda por haber vuelto con la foca aquella? ¡A la chita callando siempre te las has dado de especial, siempre nos has mirado por encima del hombro, y ahora te crees extravagante por hacer la mayor tontería de toda tu vida, yéndote con el adefesio ese!
—Carlos, no te pongas así. Mira yo sé que en el fondo no…, no piensas que Antonio sea un adefesio.
—¡Tú que sabrás de lo que yo pienso! ¡Tú no tienes ni puta idea de lo que yo tengo en la cabeza!
—Carlos, mira, no es malo que a alguien le pueda gustar un chico algo más grande de lo normal. Para eso están los gustos…
—¿¡Pero es que ahora me vas a hablar como si yo estuviese enfermo!? ¿¡Pero quien te has creído!? ¡Tú sí que estás enfermo! ¡Ojalá os muráis tu foca y tú! ¡No vuelvas a llamar! ¡Jamás!
Clic.
José tiene una mezcla de furia y tristeza. Se encuentra fatal. De repente siente que ha perdido tantos años de su vida… Años en los que no ha habido prácticamente nada bueno. Necesita hablar con Antonio. Marca el número y salta el contestador. «¡Mierda! Seguro que ya se ha ido al bar de osos». Vuelve a casa de sus padres dando un largo paseo, se mete en la cama y no pega ojo en toda la noche. «Hasta en el mejor momento de mi vida, cuando por fin empiezo a poner en orden mis cosas, tiene que poner éste cabrón su pizca de veneno».