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Hacia el final de las vacaciones se suele producir una sensación algo inquietante. La proximidad de la vuelta a casa, mezclada con una sensación de familiaridad que ya hemos adquirido del lugar de vacaciones, suele desubicar bastante. Las nuevas tandas de turistas, rostros nuevos que ya han ido apareciendo en los últimos días y que, sin querer, comienzan a transformar los recuerdos que ya estamos atesorando como un álbum de fotos mental que repasaremos hasta las vacaciones del año siguiente. Todo eso, sin contar con los amores de verano, ya es bastante desconcertante; con ellos, nos aseguran unas semanas de auténtica pesadilla a la vuelta.
Después de la crisis, José y Antonio saben que no han tenido el tiempo suficiente para recuperarse y asentar definitivamente su relación. Sobre sus sentimientos no existe ninguna duda, pero las heridas abiertas necesitan más tiempo de mimos y cuidados para poder cicatrizar bien. Tiempo que no tienen, porque Antonio se marcha en menos de dos días. Al final, se han dado cuenta que nada han hablado ni planificado sobre lo que ocurrirá después. La intensidad del presente y un recelo a que el futuro lo enturbie, les ha hecho posponer hasta el último momento toda decisión. Sí, se llamarán por teléfono, se visitaran, pero saben que eso es sólo una manera de alargar la agonía, aunque no lo digan. Viven en ciudades alejadas y saben que acabaran pudiéndose ver solamente una vez al mes como mucho. ¿Qué pinta José en Cáceres? ¿Y Antonio en Zaragoza?
José siente verdadera angustia. Ha estado en el hotel de Antonio prácticamente desde le primera noche, y ahora que los sentimientos hacia Eduardo y Carlos han cambiado, se siente impotente y frustrado por tener que estar con ellos los dos días que les quedarán después de que Antonio se marche. Si pudiera, se volvería a Zaragoza. Lo piensa, y en realidad no hay nada que se lo impida. Pero después se da cuenta de que tampoco necesita poner las cosas peor. Si de verdad le importa un bledo lo que los otros piensen, puede ser incluso más falso que ellos y mantener las apariencias. Por otro lado, la perspectiva de pasar esos dos días en Zaragoza, en casa y sin trabajar, le resulta aun más opresiva. Al menos, Torremolinos, que ya les pertenece a Antonio y a él, le ofrece un cobijo colmado de lugares en los que Antonio seguirá aun después de haberse marchado. Todos estos pensamientos le producen un escalofrío. Antonio aun no se ha marchado. Todavía esta aquí, y cada hora cuenta, cada minuto juntos, para compensar una vida entera de absoluta soledad.
Desde luego, José sabe que el vacío al que le han sometido sus amigos le está condenando a una temporada de aislamiento. Ya no sólo por ellos en sí, sino por lo que irán diciendo al resto de la gente a la vuelta. Se encargarán de fomentar una imagen de mal amigo y traidor con la que tendrá que lidiar hasta poder posicionarse de nuevo y malamente, en el minúsculo y provinciano ambiente gay de Zaragoza.
Antonio no tiene muchos amigos, y los que tiene, son de otra índole. No son amistades para salir y utilizar, sino gente a la que aprecia y a la que ve de vez en cuando sin más pretensiones o condicionamientos, casi siempre fuera del ambiente. Ha tenido un par de relaciones antes, de más o menos dos años cada una, y salir, lo ha hecho poco y casi siempre solo, para ligar cuando no ha estado emparejado.
El día que Antonio y José se pelearon, pasó lento y extraño sin que saliesen de la habitación siquiera para picar algo. José a veces parecía dormido, a veces miraba a Antonio brevemente o al vacío, y después volvía a ese trance autista. Ya bien entrada la noche, cuando comenzó a hablar de su hermano por primera vez, Antonio sintió escalofríos al sentir el privilegio de escuchar la magnitud del trauma que durante tantos años había atormentado a José. Hablaba poco y lentamente. Con una calma desnuda y fría que estremecía. Antonio se daba cuenta de que, pasase lo que pasase entre ellos en el futuro, a partir de ese momento José jamás volvería a ser la misma persona.
Se había sentido aun más culpable al ver que, lo que había hecho con José, era algo más que ayudarle a ver un error, o discutir sin más. Había abierto la caja de Pandora, y lo que salió, fue sobrecogedor. Después de escuchar la historia de su hermano, la muerte, y las consecuencias que tuvo para él y para su familia, Antonio tuvo una visión clara de lo que la homosexualidad puede significar para alguien. De las consecuencias y la magnitud de un trauma causado por una simple secuencia de hechos adversos. Antonio se había sentido de repente afortunado por su vida sencilla y sin grandes preocupaciones.
José no había vuelto al apartamento que había alquilado con sus amigos más que para coger ropa y algunas cosas. Les había visto y hablado brevemente, pero ya sin ningún sentimiento de culpa. Ellos se mostraron cautos al ver su actitud, y la cosa pareció no ir a más, aunque José sabía que le esperaba el castigo ejemplar a la vuelta. Curiosamente, ya no le asustaba lo que ellos le hiciesen; le resbalaba. Y eso le hacía sentirse extrañamente fuerte. Únicamente le preocupaba la solitaria espera entre encuentros con Antonio. Los días largos y agónicos para estar con la única persona que le había conocido, comprendido y amado de verdad. Sabía que las llamadas telefónicas tendrían que dosificarse y también las visitas. Le escribiría cartas. Cartas que llenasen las horas de soledad y que le abriesen aun más su corazón. Cartas a aquel ser marciano e improbable que, de repente, lo era todo. De la misma forma que él era un marciano para Antonio. Lo sabía por las veces en que se habían sorprendido mirándose el uno al otro con gesto inquisitivo, intentando resolver un rompecabezas con esos ojos, esa boca, ese pelo, ese gesto, esa piel, que en conjunto daban un ser capaz de desbaratar nuestros esquemas, nuestra vida, nuestro corazón.
José, a pesar de tener ya unos años de antigüedad, ganaba un sueldo todavía modesto en la agencia de viajes. Antonio, como encargado de almacén del hipermercado, ganaba algo más. El problema era su jornada laboral, porque raramente tenía un fin de semana completo libre; y eso lo complicaba todo. Antonio no sabía como abordar ese problema. No iban a ser capaces de verse mucho. La idea de ir uno a vivir a la ciudad del otro no les terminaba de gustar. Puede que por eso ni siquiera lo hubíesen mencionado. El que lo abandonase todo, siempre tendería a reclamar más del otro como pago, y el que lo recibiese, tendría el enorme peso de la responsabilidad adquirida. No podían arriesgarse a eso tan de repente, casi no habían convivido juntos y el entorno de unas vacaciones no sirve como prueba. Estaban tristes y desconcertados. Ambos sabían que lo importante ahora era disfrutar hasta el último momento el uno del otro, y como un pacto no hablado, evitaban el tema del inevitable final, de la despedida. Pero ya estaba ahí.
Antonio intentó suavizar la situación lo más posible, y la última noche decidió romper ese pacto. Comenzó a hablar con toda naturalidad de la visita que iba a hacer a José en cuanto éste regresase. Tendría que ser un domingo y un lunes. Los días que libraba esa semana. José enseguida dijo que ese lunes se pondría malo y no iría a trabajar para pasar más tiempo con él. Después hablaron de cuando José fuese a Cáceres. De la gente a la que Antonio le presentaría; todas las cosas que quería enseñarle para que se conociesen más a fondo. Cómo prepararía su casa y su cama para él. Las fotos que le enseñaría de su pueblo, de su familia o de él cuando era pequeño. Funcionó. José se emocionó y continuó haciendo planes. Le encantaba la idea de explorar la vida de Antonio para conocer más de él. Sin embargo, todavía era reticente a mostrar su pasado tan alegremente; no era un camino de rosas.
Cuanto más pensaban, más planes hacían. Eso era; planes. Sí, planes…, pero Antonio se marchaba. Se verían pronto…, Antonio esta haciendo la maleta. Sólo serán unos días…, es el fin. El fin.