8

Ya había pasado la hora de comer cuando despertaron. Por primera vez, la vigilia les había sorprendido separados. José había despertado antes, y al darse cuenta de que no estaban abrazados, volvió al estado de incertidumbre y vacío con el que se había dormido la noche anterior. Tenía los ojos hinchados. Cuando Antonio despertó y se dio cuenta que sus cuerpos no estaban juntos, quiso inmediatamente acercarse a José, pero la sospecha de que éste estaba despierto le frenó. Había apenas dos palmos de distancia entre ambos, que a Antonio le parecían el mismo abismo que había presenciado la noche anterior. Veía la nuca de José y se estremecía al pensar que acaso la de anoche hubiese sido la última vez que disfrutaron el uno del otro. La seguridad que Antonio siempre se había infundido a sí mismo, flaqueaba casi desde sus cimientos. Pensaba que su físico era en el fondo un obstáculo; siempre lo había sido. Ese tamaño descomunal y ese cuerpo velludo no hacían más que asustar a casi todo aquel al que se acercaba. Sabía que esa era la razón por la que Eduardo y Carlos obligaban a José a elegir. Y sin embargo, él se sentía a gusto así. Su cuerpo le parecía fuerte y viril… ¿se estaría equivocando? Decidió que no, que los demás no iban a dictar su aspecto ni su sensación de orgullo o vergüenza. Por otro lado, si en vez de ser grande y obeso, hubiera sido un chico mono y delgado, Carlos y Eduardo estarían aun peor. La envidia y la rabia no tendrían límites. Dentro de lo malo, esta situación no era la peor. ¡Ojalá que José pensara como él! Intentando mantener ese sentimiento positivo en su cabeza, pensó en qué hacer. Por fin, alargó su mano y la colocó sobre la cintura de José, quien al sentir el contacto dio un respingo. Antonio retiró la mano instintivamente, era como si a José le hubiese dado un calambre. Hubo unos momentos de tensión y por fin Antonio no pudo contenerse más. El grito que pegó, hizo que José diese otro respingo. Esta vez le dio motivos.

—¿¡¡Se puede saber qué coño te pasa!!? ¿Por qué estas así conmigo? ¿Es que tengo yo la culpa de que tus amigos sean incapaces de verte feliz? ¿Es que tenemos que buscarle un novio a cada uno antes de poder estar juntos? ¿Eh? ¡Dime! ¡Estoy harto de que los dos nos tengamos que sentir culpables, tú por tus amigos y yo por ti! ¿Es que ahora voy a dejar de gustarte simplemente porque no te conviene con tus amigos? ¡¡Pues te podías haber dado cuenta de eso muchísimo antes!! De hecho, mira: si después de lo que nos hemos llegado a conocer y a intimar, eres todavía incapaz de estar por encima de sus chorradas y prejuicios, es que a lo mejor no tenemos que estar juntos. Por lo menos yo no estoy dispuesto a seguir con complejo de culpa cuando los que tenían que estar avergonzados son ellos. Si tu te dejas llevar por esa absurdez, allá tú. ¡Hasta ahora he conseguido evitar muy bien las trampas y los prejuicios de gente como esa, y no estoy para tener que ponerme a comer mierda ahora! ¿Me explico?

José se volvió y en sus ojos había una mezcla de furia y horror. Nunca había visto a Antonio así. Le había plantado en la cara cuatro verdades como puños. El orgullo; ese orgullo que le había hecho sobrevivir en sus peores momentos, asomaba ya dispuesto a lo que fuera. Cualquier palabra que saliese de su boca iba a ser un dardo envenenado, y lo sabía. Se contenía, y sin embargo tenía que decir algo, pero ese algo iba a ser el punto y final. Como con sus padres, como con su hermano, esa era la táctica: dar carpetazo. Antonio se había incorporado para hablarle. Desde abajo, la visión de su cuerpo firme y su mirada glacial se le antojaban de repente a José de una belleza y sexualidad inalcanzable. Ahora veía lo que inexorablemente se le escapaba entre los dedos, y los temores de la noche anterior le parecieron ya realidades palpables: perdía a sus amigos y perdía a Antonio. Un insoportable peso le caía encima y se sentía incapaz de afrontarlo. Estaba enfadado con sus amigos y estaba enfadado con Antonio, pero sobre todo, estaba asqueado consigo mismo. Se dio la vuelta, no quería mirar a Antonio, pero después se dio cuenta de que tampoco quería que Antonio le viese así. De repente, quería esconderse. Se levantó camino del cuarto de baño lo más airado que pudo, pero enseguida oyó que Antonio se movía, y notó una mano firme que le sujetaba el brazo.

—Tú no te vas de aquí sin decirme algo.

La voz de Antonio sonó firme como una sentencia. José jamás se había sentido tan acorralado en toda su vida. Aquellos brazos anchos y manos fuertes que había admirado tanto, se le volvían ahora odiosos. No contaba con eso. No era justo. Estaba luchando por no hacer daño a Antonio. Hacer eso era también la forma más sencilla de flagelarse. Decir unas cuantas palabras hirientes a alguien que de verdad apreciaba le dolería durante mucho más tiempo que si se hiciese algo a sí mismo.

—¡¡Que coño quieres que te diga!! ¡¡Suéltame!! ¿Quieres humillarme, no? Pues vale, es cierto que soy un imbécil al dejarme influir por las gilipolleces de mis amigos. ¡Pero no lo es menos que tú también te has equivocado de lleno conmigo, porque si es verdad que yo soy igual que ellos, entonces también lo es que he conseguido engañarte como a un idiota por hacerte creer otra cosa! ¿No, señor espabilado? Además, visto lo visto, puede que no estén tan equivocados. ¡¡Suéltame!!

José se deshizo de Antonio y se encaminó al baño, pensaba que estaba consiguiendo salir del paso sin herirle demasiado, pero cuando estaba a punto de cerrar la puerta tras de sí, sin apenas poder contener más el llanto, volvió a sentir la mano de Antonio aferrada a su brazo por el mismo sitio; esta vez le dolía. Antonio dio un tirón y lo sacó del baño. José ya sólo intentaba deshacerse de nuevo, sin poder emitir apenas un sonido. Con el último remanente de ira que le quedaba, le lanzó un puñetazo con el brazo libre, pero Antonio lo esquivó apartándole ligeramente. Le dio una patada, pero con los pies descalzos, era como si nada. Antonio apretó aún más haciéndole verdadero daño, y habló ya a gritos.

—¡Yo no me he equivocado! ¡¡Dime que no me he equivocado contigo!! ¡Dime que sólo estas diciendo esto para joderme! ¡¡¡Dímelo!!!

José se colapsó; sus ojos estaban llenos de lágrimas. Sentía por primera vez, con una brutal crudeza, que no estaba preparado para afrontar la realidad de una relación de verdad; que en el fondo estaba abocado a una vida gris de anhelos y ensueños inalcanzables. La misma que tenían Eduardo y Carlos. Ahora acababa todo, y Antonio se empeñaba en no ser un espejismo en su vida. Aquello que tenía delante era la veracidad que siempre había querido, y Antonio se lo ponía en las narices sin siquiera darle la oportunidad de pensar que no había sido auténtico. Le enfrentaba con sus mayores miedos y limitaciones, le impedía siquiera volver a esas aspiraciones que le habían mantenido expectante antes de conocerlo. Le obligaba a ver que estaba equivocado. Mirándole a los ojos con una intensidad que no había visto hasta ahora, Antonio le estaba obligando a explicarse, o lo que era lo mismo, a humillarse. Por fin, derrotado, en un suspiro, comenzó a hablar, casi pensando en voz alta.

—No lo sé…, querría creer por ti, y sobre todo por mí, que no te has equivocado, pero cuanto más lo pienso, más me doy cuenta de que… que no estoy…, no estoy a la altura de las circunstancias… No valgo para esto. Ya lo has visto. Déjame. Ahora estarás satisfecho.

José se volvió a soltar al notar que Antonio aflojaba la presa; y ya no se encaminó al baño, sino que directamente fue a vestirse. Vio como la tensión cesaba y Antonio parecía satisfecho. A él le daba ya igual. Había pensado que la humillación a la que Antonio le había sometido, era lo peor que le podía pasar; pero en cambio, la súbita y traidora nitidez con que se había visto a sí mismo, le dejó tan deshecho, que ahora sólo quería esconderse en el rincón más remoto para lamer sus heridas, y quizás, poco a poco construir otro castillo de naipes algo más sólido que el que acababa de derrumbarse. Mientras cogía su ropa, Antonio le contestó, acercándose a él.

—Yo creo que sí lo estas. Creo que estas a la altura de las circunstancias; lo acabas de demostrar…

Antonio le quitó la ropa de la mano y la volvió a tirar al suelo. Agarró la cara de José y le obligó a mirarle. Después, sus brazos se alargaron en un abrazo que levanto a José del suelo y lo depositó en la cama. Con infinita dulzura comenzó a besarle y acariciarle todo el cuerpo. Inerme y pasivo; José dejó hacer a Antonio, quien alargó ese momento con susurros y miradas.

—Si tú fueras como ellos, habrías dejado que mandase tu orgullo y te habrías marchado altivo, pero en vez de eso, has preferido rendirte para no herirme; no me he equivocado contigo.

José no contestó. Parecía ausente. Su mirada perdida en el vacío, ilustraba el profundo viaje en el que se estaba embarcando. Inmóvil, sentía como si acabara de morir. Ni siquiera se planteaba si le gustaba o quería que Antonio le estuviese haciendo y diciendo aquello. Había perdido la voluntad, y ni siquiera sabía por donde empezar a recuperarla. Se vio a sí mismo por paisajes vacíos y horribles, vagando sin rumbo mientras las palabras de Antonio sonaban de fondo. No tenía miedo a ese vacío porque no tenía nada; él estaba vacío también. Empezó a ver que hasta ese momento lo más valioso que había tenido eran su obstinación y su odio, y habían sido doblegados por una voluntad más auténtica y real.

Lejos, muy lejos, transitaba lugares de su pasado, buscando el punto en que comenzó a creer sus propios pretextos, en el que se auto-convenció de que lo que hacía era lo mejor porque no tenía más opciones. Un punto en el que poder reengancharse, y a partir del cual, acaso poder tomar otro rumbo. Y así, tras un viaje a través de aguas calmas, sabía que al final de la bruma llegaría a un puerto desconocido.

Antonio le miraba y se sentía testigo de excepción. Veía el trance por el que José estaba pasando, a través de aquel gesto inexpresivo, que era delatado esporádicamente por una mueca o una lágrima. No había nada que él pudiese hacer salvo esperar; era un viaje en solitario. Lo que sí quería, era estar presente cuando él decidiese volver. Poder reconfortarle tras la batalla que estaba librando consigo mismo. Pero entonces, se sintió culpable. ¿Y si de verdad José no estaba preparado para eso? ¿Y si le había provocado una crisis de la que no podría salir? Durante minutos, después horas, le estuvo observando. Cada vez más preocupado. Cada vez dudando de si era mejor dejarle así o espabilarle. Se había tendido junto a él, había dado vueltas por la habitación. El sol se estaba poniendo. Ese día había pasado de la forma más extraña que pudiera recordar. Había dado una cabezada, se había duchado, y cuando su estomago se puso a hacer ruido, se dio cuenta de que no habían probado bocado desde el almuerzo del día anterior, pero estaba demasiado preocupado como para bajar a comprar algo y dejar a José solo. Le parecía increíble que sólo veinticuatro horas antes hubiesen llegado a ese estado de plenitud, juntos en la playa, con la historia que le había contado, y con esa rendición sexual como culminación. Era increíble que después de eso, hubiese caído todo tan en picado. Miraba a José. Estaba casi siempre boca abajo. A veces parecía soñar despierto, y otras, dormir en blanco. Pasó bastante tiempo, y por fin, muy lentamente, José abrió los ojos. Miró un poco a su alrededor (parecía haber olvidado donde se encontraba) hasta que se encontró con la mirada de Antonio, quien no sabía cómo empezar, cómo disculparse. José le miraba con un gesto de duda y a la vez firme. Parecía haber tomado una decisión, tanta deliberación parecía dar fruto. Tomó aire, y con un hilo de voz, comenzó a hablar. En sus frases no había la menor entonación.

—Mi hermano murió cuando yo era pequeño…