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José siempre decía que no había peor castigo que haber nacido en una capital de provincia como Zaragoza, y en el seno de una familia de ínfulas burguesas y realidad proletaria. Aunque de hecho, había muchas cosas peores, que también le sucedieron.
José tenía diez años cuando su hermano Juan Pedro murió. Un simple accidente de tráfico se lo llevó con sólo dieciséis años, justo cuando para José era un héroe, un mito. Y ya nunca dejó de serlo.
Desde ese momento, el mundo que había conocido se acabó de pronto, y al poco, comenzó a darse cuenta que era marica. Sí, un vulgar maricón, al que su hermano ha abandonado. Así entro en la adolescencia más traumática, metido en un entramado de sentimientos contradictorios. A veces odiaba a su hermano, como si pensase que se había marchado a propósito en el momento en que más le necesitaba, como si le hubiese traicionado en lo más profundo. A veces le culpaba de una homosexualidad que ya reconocía inevitable. Otras, le agradecía en silencio tantos buenos ratos y tantas enseñanzas. Y siempre, le echaba de menos. Todas las cosas que le contaba y que él creía a pie juntillas. Verle jugar al fútbol con los otros chicos mayores. Cómo le enseñaba trucos para jugar mejor a las canicas o a las chapas en el descampado de enfrente de casa. Y más tarde, cuando le veía marcharse en la moto de su amigo Jorge, «a ligar», y él se quedaba solo, con los otros chicos de su edad, que ya, sin saber muy bien porqué, le empezaban a evitar, todavía con cierta delicadeza. Más tarde con un desprecio sin dobleces.
La imagen que José tenía clavada en la memoria era la de su hermano, montado en la moto con Jorge, detrás, sin casco los dos, una tarde de Mayo marchándose para no volver, mientras hacían algún salto por los desmontes pelados y secos que eran escenario perfecto de tantos juegos y aventuras.
Sus padres, sin más hijos, se volcaron en él, pero también le sometían constantemente a la comparación con un hermano al que ya era imposible ganar. Un ser inalcanzable y perfecto. Cuando más le odiaba, era cuando se sentía atrapado bajo el peso de la responsabilidad que éste le había dejado. Imposible de soportar.
A los dieciséis años, con la misma edad con que su hermano murió. José decidió una serie de cosas que marcaron su destino durante bastantes años.
Ante todo el odio. Ése sentimiento que reconocía su mala suerte y lo injusta que la vida había sido con él, le dio plena potestad para odiar a los demás, y para justificar todos los actos egoístas que siguió realizando. Se marchó de su casa con diecinueve años. Sin explicaciones a sus padres, sin excusas, sin dinero. No quería nada de ellos. Había dejado la carrera de turismo el primer año y se buscó casa lo más lejos de sus padres que pudo, aunque sin salir de la ciudad. En el fondo estaba aterrorizado.
Se había metido en un piso compartido con otras dos personas, pero no era bueno conviviendo. Tampoco le importaba un bledo. Sus compañeros de piso acabaron, lógicamente, cogiéndole manía, y al final lo único que compartían aparte del alquiler, era un escueto saludo en el pasillo. Le hubiese gustado vivir solo, pero el sueldo en un primer trabajo como agente de viajes, no daba para mucho más. Además, su inexperiencia al administrarse, hicieron que pasase más de un apuro gordo al principio. Pero enseguida tuvo que aprender la lección, y la ropa de marca y muchos otros caprichos, dejaron de ser habituales.
El olvido fue su segunda enmienda. Olvidar a su hermano, desterrar ese recuerdo que se había convertido en un monstruo, echar a ese fantasma que no le dejaba respirar. Aquel que cuanto más odiaba, más le hacía llorar, y a quien cuanto más lloraba, más odiaba.
Durante uno, casi dos años, lo consiguió. Con tantas novedades, tantos retos y tantas experiencias, el fantasma se marchó. José pensó que había vuelto a casa de sus padres para seguir torturándoles a ellos; aquella idea le agradaba. Aunque su huida hacia delante, tenía que pasar factura tarde o temprano, y poco a poco, y a medida que su vida se estabilizaba, el fantasma se volvía a acercar y le susurraba con una media sonrisa, que ya estaba de vuelta y que jamás se marcharía. Que se agarraría a él y se mantendría vivo a través suyo. Que la vida había sido incluso más injusta con él, y por eso le tocaría a José, mantenerlo vivo como un recuerdo enquistado y purulento. Su memoria traumatizada, era como una luz que le llamaba a donde quiera que éste fuese.
Aquella guerra perdida de antemano, no conocía fin. José, en un intento por silenciar su cabeza, jamás habló a nadie de su hermano, y cuando le preguntaron, dijo que era hijo único.
Sus padres, sobre todo su madre, se sentían impotentes y preocupados, pero intentaban mantener una postura prudente frente al rechazo de su hijo. Algo a lo que encontraron mil explicaciones, pero nunca la correcta. José se mantenía opaco y siempre daba repuestas ambiguas y malhumoradas. Les había dado carpetazo.
Cuando conoció a Eduardo y Carlos, se sintió en perfecta sintonía, aunque no sabía aún que el único punto en común con ellos era esa ira frustrada y contenida, hacia el resto del mundo. Se sentían como si hubiesen tenido que comenzar una carrera en la que sólo ellos tenían que sortear obstáculos, mientras los demás avanzaban sobre un terreno diáfano. Por eso, su única ansia era la de obstaculizar la vida de los demás como medida compensatoria.
Desde el principio fue como si le hubiesen tomado bajo su tutela, y aunque sólo fuesen un par de años mayores que él, siempre dejaban caer comentarios sobre la experiencia en que le aventajaban. Nunca era mal momento para soltarle algún consejo que les hiciese sentirse superiores, y que José aceptaba de buen grado, porque le encantaba sentirse protegido. No se daba cuenta, pero era algo que había echado de menos subconscientemente desde que le faltó su hermano, y que ahora aceptaba con la confianza demasiado expuesta.
Eduardo era muy agraciado físicamente, con un rostro casi de modelo, aunque a causa de una polio infantil, acusaba una levísima cojera que conseguía disimular con bastante maestría y unas alzas. Aunque eso no bastaba para mitigar su odio. Sentía que tenía una doble tara por homosexual y por cojo.
Carlos era del montón, pero eso no tendría por qué ser algo malo. Su odio parecía no tener un origen claro. Posiblemente lo heredara de una vida anterior. Eso no le impedía ser el más retorcido y venenoso de los tres. Nunca había tenido una relación de más de dos semanas, y eso le torturaba aún más, alimentando su inseguridad. Una inseguridad, que al igual que la cojera de Eduardo, disimulaba casi a la perfección.
Cuando decidieron irse de vacaciones a Málaga, cogiendo un paquete que gracias a la agencia de viajes donde trabajaba José, les salía muy barato, había todavía cierta incertidumbre sobre lo que depararía pasar tanto tiempo juntos. José estaba enfadado consigo mismo, porque comenzaba a tener cada vez más claro su gusto por los hombres grandes, y sabía que junto a sus amigos le sería imposible desarrollar esa nueva faceta; y unas vacaciones de verano no eran para desperdiciar de esa manera. Sin embargo, la anticipación con que prepararon todo, hizo que José se ilusionara sobremanera y, sin saber muy bien porqué, pensara que aquellas iban a ser las mejores vacaciones de su vida.