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Los tres chicos dieron un último vistazo a la playa antes de marcharse. Tras varias horas paseándose de la toalla al agua y viceversa, obteniendo sólo vagas miradas de los hombres macizos tendidos al sol, se habían dado por vencidos. Por el momento. No estaban excesivamente desanimados. En vacaciones las oportunidades surgen a cada instante, y estaban en Torremolinos. Por eso, tras una siesta reparadora, y una ducha después de la cena, estarían listos para salir de nuevo a los bares nocturnos en busca del perfecto amor de verano, o de un apaño en su defecto.
Los cuerpos voluptuosos de las «musculocas», hinchados por los esteroides, depilados y bronceados a la perfección, y cuidadosamente expuestos con trajes de baño de marca; les habían puesto cachondos. La noche traería aún más movimiento y más provocación, y la caza se convertiría en algo obsesivo: sexo a toda costa. Si al borde del cierre de bares y discotecas todavía no hubiesen conseguido nada, la desesperación les haría acabar en algún cuarto oscuro chupándosela a cualquiera de los que habían ignorado y criticado antes con desdén. Aunque ese pensamiento siempre se evitaba. Cuando el momento llegase, el alcohol, el resto de las drogas, el cansancio, la desesperación y la oscuridad, amortiguarían la realidad con bastante eficacia.
En la playa, José se había fijado en un candidato fuera de la norma: un chico con un cuerpo bastante robusto y velludo. No era un cuerpo de gimnasio, pero sin duda hacía ejercicio. Hombros y cuello anchos, brazos fuertes, un pecho muy bonito y unas piernas gruesas y bien formadas. También tenía algo de barriga, bueno, en realidad una barriga en toda regla, pero eso era casi un punto a su favor en medio de la artificialidad de los músculos depilados que le rodeaban. Avergonzado por excitarse viéndole, José lo había observado furtivamente a escondidas de Eduardo y Carlos, quienes lo despellejaron descaradamente, riéndose cuando el chico les miraba con gesto confuso. Con la excusa de cuidar las cosas mientras sus amigos iban a bañarse, José aprovechaba para mirar con más atención. Sin embargo, en esos momentos en los que se sentía desprotegido sin el resguardo de los otros, era incapaz de sostener la mirada que el chico le dedicaba. Una punzada de terror y vergüenza le hacía ignorar la sonrisa tímida que le llegaba desde unas pocas toallas más allá.
Una de las veces que fue solo al agua, el chico también se bañó. Esa era la oportunidad de oro, y sin embargo, sus amigos habían visto la jugada y desde la playa le habían hecho señas, divirtiéndose al observar las maniobras de aproximación. José estuvo a punto de ignorar a sus amigos y propiciar el encuentro, pero el bochorno fue más fuerte. De repente parecía que la playa al completo le estaba observando. Salió del agua de inmediato dejando al chico plantado en remojo. Desde ese momento dejó de mirarle, pero no pudo eludir escuchar los comentarios de sus amigos que, amargados por no ligar con nadie, volcaban su frustración en el chico a base de criticarlo.
José estaba deprimido sólo a medias. Le incomodaba que sus amigos se burlasen de alguien que a él le gustaba, aunque no lo supieran; pero también reconocía que ése no era un cuerpo de belleza griega, y se contentaba pensando que quizás necesitase de la constante vigilancia que ellos ejercían, para no acabar con cualquier adefesio. Aunque a veces se imaginaba a sí mismo, en un lugar completamente aislado de la esclavitud del gimnasio, los cuerpos esculturales y la delgadez, con un hombre grande, rollizo y velludo como aquel, y sentía que podría disfrutar de su homosexualidad con una plenitud hasta ahora inédita.
Había algo más: la valentía de mostrarse en medio de aquel festival de la lycra, solo y sin parapeto, mostrando un cuerpo que desafiaba las normas más básicas del nunca escrito tratado de la estética gay. Aquello conmovía a José porque le sugería que quizás aquel chico pensase, al igual que él, que un cuerpo fornido pudiese poseer una belleza natural y que tuviese su espacio en un mercado de la carne como aquel. De hecho, se había dado cuenta de que, a lo largo de la mañana, el chico había estado hablando con gente en la orilla del mar. Seguramente, esa naturalidad le hacía más accesible.
Camino del apartamento, José se sintió cobarde y pequeño. Esclavo de unas normas que, aún no sabía bien por qué, había aceptado. Las vacaciones comenzaban a ser más traumáticas que divertidas, y el despotismo de sus amigos se le hacía más cuesta arriba que nunca.
Cuando se marcharon, Antonio se arrepintió de no haber hecho nada. Le habían mirado y le habían sonreído, pero el hecho de ser tres, le había confundido. Los tres le resultaban atractivos, pero no sabía muy bien cual de ellos iba tras él, o si bien eran todos. Había uno de ellos que no sonreía y que miraba de forma disimulada; era un flirteo más sugerente y juguetón frente a las descaradas sonrisas de sus otros dos amigos. Aunque, una vez más, tenía que poner en duda esa hipótesis; sabía que su físico era constante fuente de comentarios y risas. Puede que sólo se hubieran reído de él; y sin embargo, no podía quitarse de la cabeza al chico que no miraba, al que le esquivaba. Si ése no reía, tal vez los otros tampoco se burlaban…
Si al menos supiera a donde iban a salir esa noche…, no todos los días se recibe la atención de tres a la vez. De cualquier forma lo intentaría; tampoco había muchas opciones; los encontraría seguro con ir solamente a dos o tres bares.
Habían pasado dos horas, y la playa estaba casi vacía. Ese hecho le producía sensaciones contradictorias. Ser de los últimos le daba la impresión de parecer un perdedor, de aprovechar hasta el último momento para ligar. Por otro lado, esa era la mejor hora del día. El sol era menos intenso, y ahora que mucha gente se había ido, la playa estaba más tranquila. Hasta el sonido de las olas parecía apaciguarse. De todas formas se iría pronto. Habían sido ya muchas horas bajo el sol, aunque, como al fin y al cabo no tenía nada más que hacer, prefería estar ahí, que solo en la habitación del hotel en el que se alojaba a pensión completa. La cena se empezaría a servir dentro de una hora; quizás se diese un último chapuzón antes de marcharse.
Un chico se acercaba paseando a un perro al borde del mar; un cachorro de cocker muy gracioso. ¡Qué pena que no le gustasen los chuchos! Pensaba que eso le pasaba por ser de campo. Los animales de granja sí que le gustaban, porque servían para algo, pero los perros de compañía le resultaban demasiado aristocráticos y serviles, sobre todo los de raza. El chico parecía más interesante cuanto más se acercaba, aunque el sol sólo le dejase ver su silueta a contraluz, nada despreciable por otro lado. Aquella imagen, reflejada en la arena lisa y recién mojada por las olas transmitía cierta melancolía. Antonio miraba descaradamente y, por el ángulo de la cabeza del chico, adivinaba que este le correspondía, pero únicamente cuando estuvo casi a su altura, Antonio pudo ver con quien estaba flirteando: era uno de los tres chicos que se habían marchado antes. Sorprendido, no pudo evitar un gesto de incomodidad, y apartó la mirada bruscamente. Fue sólo un instante, pero el chico, el más tímido del trío, lo interpretó inmediatamente como un signo de rechazo y también dejó de mirarle y continuó caminando. Para corregir su torpeza, y antes de que el chico se alejase, Antonio decidió actuar con rapidez.
—Hola, ¿qué tal? —dijo con la mayor seguridad que pudo aunque todavía con una mueca de vergüenza.
—Hola. Bien, ¿y tú? —contestó el chico visiblemente ilusionado mientras aminoraba el paso.
—Bien también, gracias. Te he visto antes aquí. Estabas con dos amigos ¿no?
—Sí. Yo también te vi. Nos marchamos hace un buen rato. He vuelto para pasear al perro. —Y para ver si estabas aquí todavía, pensó.
—Me llamo Antonio. —Dijo incorporándose para estrechar su mano.
—Yo soy José, y el cocker se llama Rodolfo. —Dijo intentando disimular su sobresalto al ver que Antonio la sacaba casi una cabeza.
Al contrario de lo que José había imaginado, Antonio no era bajito y robusto, sino que era todo un pedazo de tío. Quizás demasiado, pensó. Su barriga no era demasiado grande en proporción a su cuerpo, pero era enorme de todas formas. Y aunque eso en cierto modo hasta le gustase más, no pudo evitar el pensar automáticamente en lo que sus amigos le iban a decir. En la playa ya le habían hecho burla por comentar vagamente que aquel chico robusto y achaparrado no le desagradaba del todo. Si vieran cómo es en realidad, la burla se convertiría en auténtica preocupación por sus gustos «enfermizos».
Se sentía sobre todo muy nervioso, como si estuviese cometiendo un delito o algo así. También muy confundido. Por un lado, Antonio era perfecto para explorar esa tendencia que siempre había reprimido hacia los tíos que no marcan abdominales y no se depilan. Pero sabía que eso significaría enfrentarse a Eduardo y Carlos, y revelar que de alguna manera les había estado engañando, al menos respecto a sus gustos. Le daba pánico pensar en eso. Si sus amigos le daban de lado, no sabía que haría. Necesitaba sentirse parte de un grupo y, Eduardo y Carlos eran lo más afín que jamás había encontrado.
José miraba a Antonio, y la frondosidad de su vello, junto a la abundancia de carnes prietas, le parecieron de una voluptuosidad casi obscenas. La osadía de llevar un bañador de competición sin tener abdominales marcados en una playa como aquella, le había dejado atónito, además de excitarle. De todas formas, lo que se abultaba debajo podía acallar fácilmente cualquier comentario negativo.
Mientras hablaban, José no podía evitar mirar más y más todos los detalles del cuerpo de Antonio, y veía con gusto que él también era objeto de admiración. Notaba que se le ponía la carne de gallina, era una mezcla contradictoria; el cuerpo de Antonio le ponía los nervios a flor de piel, mientras que su mirada y su voz le apaciguaban de una forma que no había sentido antes. Su forma de hablar era firme y concisa; no daba lugar a malos entendidos pero tampoco a jugueteos y dobles sentidos. Afortunadamente el tono grave y relajado de su voz, contrarrestaban, y llenaban de sentido a la sonrisa desnuda y franca que lo acompañaba.
Antonio advirtió que el cuerpecito de José era delicioso; tenía todo en su sitio, y muy bien puesto. Sus músculos no estaban muy desarrollados, pero eso le daba un aspecto casi de adolescente que le encantaba. Su sonrisa casi le hizo derretirse y tuvo que contenerse para no estrecharle entre sus brazos y cogerle en volandas.
Al ver a José así, de cerca, pensaba que el mundo estaba realmente hecho para gente como él, con un cuerpo delgado y un rostro con ángel; no para un paleto de Cáceres con un cuerpo tosco y cubierto de pelo. Y una vez más, tuvo que esforzarse por borrar ese pensamiento que tan a menudo le torturaba. La mirada de José le ayudaba.
—Vi que tus amigos y tú mirabais, pero no sabía si le gustaba a alguno o a todos, o si me estabais criticando, o qué. —Dijo Antonio un tanto violento.
—¡Que va! A Carlos y Eduardo sólo les gustan los tíos depilados y de abdominales marcados. Ya sabes, los que se pasan el día en el gimnasio mirándose al espejo. —Dijo José.
—¿Y a ti? —dijo Antonio con cierto miedo poniendo a prueba su suerte.
—Bueno. —Dijo José un poco abochornado.— Yo no tengo un tipo definido. —Mintió.— Me muevo más por personalidad.— E inmediatamente se arrepintió de una respuesta tan cliché.
—¡Ah! —dijo Antonio.— Entonces no sabré si te gusto hasta que no me conozcas.
—Bueno, por ahora me gusta lo que veo. —Dijo José decidido a vencer su timidez.
—A mí también. —Dijo Antonio expandiendo su sonrisa.— Lo bueno de conocernos en la playa, es que dejamos muy pocas sorpresas por ver.
—Sí, sólo las más interesantes. —Dijo José, ya ebrio de exaltación.
Antonio lanzó una breve carcajada, pero en seguida ambos se quedaron en silencio mirándose furtivamente durante unos segundos. Era como si acabasen de superar con éxito la primera etapa de su encuentro y necesitasen un breve descanso, un instante para recapacitar.
—¿Quieres que camine contigo? —dijo Antonio al fin.— Creo que tu perro se está aburriendo de estar en el mismo sitio.
—¡Claro! ¿Seguro que no quieres tomar más el sol? —dijo José intentando ser lo más formal posible.
—No, creo que ya he tenido bastante por hoy. —Contestó Antonio mientras se ponía unos pantalones cortos y recogía su toalla.
José aprovechaba para calibrar y disfrutar nuevos ángulos de un cuerpo que le excitaba ya sin la menor duda. Por un lado lamentó que Antonio no se hubiese tomado más tiempo para vestirse. Le encantaba tener la oportunidad de observarlo de cerca mientras el otro estaba ocupado. Pero por otro lado, prefería que sólo se hubiese puesto los pantalones. Así podía seguir admirando el pecho y la barriga.
—Rodolfo no es mío, es de mi amigo Eduardo. —Dijo José intentando aclarar las cosas mientras comenzaban a caminar.— La verdad es que los perros y yo, no hacemos muy buenas migas.
—A mí me ocurre lo mismo. —Dijo Antonio encantado de comenzar a encontrar puntos en común entre ambos.
De repente, aminoró ligeramente el paso al darse cuenta de que algo no tenía sentido.
—Pero entontes, —preguntó— si los perros no te gustan y Rodolfo no es tuyo, ¿por qué lo estas paseando?
José se quedó perplejo por un momento y después contestó con una sonrisa pícara.
—No sé, me apetecía volver a la playa.
Antonio comprendió y casi se lanzó a comérselo a besos. En vez de eso, respiró hondo y notó como un instante de felicidad pasaba ante él.
Y los dos se alejaron paseando tranquilamente con un Rodolfo ignorante y feliz dando saltos alrededor. Les perseguían las miradas curiosas de la escasa gente que quedaba en la playa y había estado observando la escena.