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El trabajo de José se hace eterno. Estamos en octubre, casi es temporada baja en la agencia de viajes y hay poco que hacer comparado con la pesadilla que precedió a sus vacaciones. Preferiría estar agobiado con mil cosas y tener así la cabeza ocupada. Hacia las diez y media ha salido a desayunar. Casi nunca lo hace, ni él ni sus compañeros de trabajo, pero con tan poco que hacer, se van turnando para dejar el trabajo un rato cada uno. Antes ha pasado por la tienda de fotos para recoger sus recuerdos, que quiere ver tranquilamente y a solas en la cafetería. Como para asegurarse la intimidad, se ha ido a una bastante apartada de la agencia y se ha sentado en una mesa junto a una ventana por donde entra más luz. Como todo enamorado, tiene la certeza de que ahora, durante este periodo de plenitud dichosa y desdichada, el mundo gira alrededor de él, porque la conjunción de circunstancias que le han sido propicias para encontrar y enamorarse de Antonio, se tienen que mantener durante un periodo de tiempo, sostenidas cuando menos, por la intensidad de sus sentimientos. Esa sensación de protagonismo tan egocéntrica pero tan normal para alguien en su situación, le hace ver al mundo y a la gente desde una distancia inconmensurable. Le parece que todos viven ciegos, peleándose por un pedazo de estiércol, sin ver lo que realmente importa, que por supuesto es, lo que él tiene. Sin embargo, esos pensamientos, o quizás más percepciones que razonamientos, no le hacen sentirse más tranquilo, aunque sí más afortunado. Casi tira la taza mientras remueve el café; está demasiado nervioso. Piensa que la gente le está observando y tiene una sensación de asco en el estómago, que le suena y se revuelve inquieto. Por fin toma algo de café y un bocado de su croissant; el estómago se tranquiliza, los nervios se calman ligeramente y la atención sobre él parece haberse esfumado. Decide abrir el primer sobre y comienza a ojear. Las fotos aparecen por orden cronológico. Primero unas con sus amigos justo al llegar al apartamento, con sus amigos en la playa, Rodolfo dando saltos en el agua y todos riendo, sesión fotográfica de atardecer en el acantilado, foto sorpresa mientras Eduardo se acicala en el baño para la caza nocturna, paella fantástica en el paseo marítimo, y de repente Antonio. Afable y tranquilo en la puerta de un restaurante la segunda noche que salieron a cenar. No se había atrevido a pedirle que posase antes. Antonio en la cala en bañador, Antonio en la cala sin bañador, Antonio dormido sobre su toalla, una foto que le hizo Antonio mientras se vestía en el apartamento, Antonio en la terraza de su hotel, una foto que se hicieron juntos con el disparador automático y que le corta media cabeza a Antonio, la barriga y el pecho peludos de Antonio…

Después de ver los dos carretes José tiene que mirar a su alrededor para recuperar un poco el sentido de la realidad. Acaba de viajar en el tiempo y en el espacio, pero nada ha cambiado a su alrededor, la misma gente sigue tal cual, pasando por alto su presencia. José hace un segundo visionado, y le da vértigo contemplar la rapidez con que pasó de estar en unas vacaciones normales y divertidas con sus amigos, a sumergirse en la experiencia más intensa que ha tenido en toda su vida. Ahora se fija en una foto suya mientras duerme, y es que parece que Antonio también quería tener algún recuerdo espontáneo o tierno de él, pero no entiende porque no la hizo con su propia cámara, bueno, puede que no la tuviese a mano, aunque ahora que se fija mejor… Le acaba de entrar un escalofrío por todo el cuerpo. Antonio le ha hecho esa foto mientras él está encogido en la cama, de espaldas a la cámara, y no duerme; en calzoncillos y con un leve moratón en el brazo; la cama está completamente deshecha. Hay poca luz, y aunque el flash no saltó, todavía se pueden ver todos los detalles con bastante claridad. José tiene un hormigueo que no se le calma, y que le sube por la espalda hasta la nuca. En las horas que pasó sumido en ese combate consigo mismo, Antonio estuvo pendiente, expectante, meditativo, y decidió hacer esa foto para que José la viese, como una señal más duradera que el propio recuerdo, que siempre acabamos trastocando y amoldando a nuestra conveniencia. Es una foto de una persona, pero hay dos, el fotografiado y el fotógrafo, el objeto y el testigo. No puede haber una cosa sin la otra. José se pone en el pellejo de Antonio en el momento en que pulsó el disparador. Según le contaría luego, mientras él estaba ido, Antonio sentía una horrible incertidumbre sobre lo que les ocurriría. Pensó que aunque José no le guardase rencor por esa discusión, seguramente decidiría que no era posible que siguiesen juntos. Posiblemente, poniéndose en lo peor, decidió hacer la foto, pensando en cuando la revelara, y enviándole así, un mensaje mudo y tardío, pero lleno de significado al que José podría poner más atención y sopesar, ya que lo vería después de las vacaciones; una vez en casa. Antonio quería transmitirle la intimidad que habían compartido. Quería enseñarle cómo le había visto, desnudo y desvalido; confuso y perdido. Quería decirle que incluso así, le amaba aun más. Pero José no le ha abandonado, y ver el mensaje inscrito en la foto, le deja de repente sin fuerzas y le produce de nuevo ese vértigo ante unas sensaciones para las que no existe medida.

De vuelta al trabajo, José piensa sobre esa experiencia que va mutando conforme se adentra en las personas, desde el deseo sexual y el contacto corporal, hasta una profunda e ilógica simbiosis mental. Y cuanto más lo piensa, entiende que es como una obsesión vulgar y mundana, que entra por pura casualidad en nuestras vidas, de repente se vuelve inmensa y le damos todas las prioridades, haciendo que trastoque nuestra existencia por completo. Como el grano de arena que consigue meterse en una ostra y acaba convertido en joya.