14
Al fin. ¡Que nervios! Una eternidad parece que ha pasado y cualquiera diría: han sido sólo diez días; pero José y Antonio no son ése cualquiera, son la eternidad del otro, el otro lado de la eternidad, el eterno otro, el lado eterno…
Cuando José se montó en el autocar esa misma mañana temprano, además de la alegría, le encantaba tener de nuevo esa sensación de furtividad. Le gusta comparar esa sensación con la de alguien a quien acaba de tocar «el gordo» de la lotería, y sin habérselo dicho a nadie, va a recoger el premio en secreto. Se ríe al pensar en el chiste malo. No se lo va a contar a Antonio porque no cree que le hiciera gracia, pero piensa que en realidad sí que le ha tocado «el gordo».
La mañana transcurre por paisajes otoñales que a José se le antojan frescos y risueños, y el tiempo pasa volando mientras la cabeza se le pierde entre pensamientos alegres que, por primera vez en mucho tiempo, no vienen acompañados del habitual poso amargo. A ratos lleva los cascos puestos y cierra los ojos. Se da cuenta de que está sonriendo. El mero hecho de salir de Zaragoza ya le hubiese puesto de buen humor, pero lo que le espera en la parada de Cáceres no tiene comparación.
El cielo pasa de tener nómadas e inmensas nubes, a cubrirse por completo con una capa tras la que todavía se puede adivinar un sol radiante. Es en momentos como ese, en que el paisaje se tiñe de una luz irreal, cuando inevitablemente se acuerda de la tarde que llovió en la cala.
El autocar no está muy lleno, pero sabe que al llegar a Madrid eso cambiará. En un momento que ha dejado la música, el chico que tiene a su lado se ha puesto a hablarle. José no se había fijado en él. Es más joven que él, y bastante menudillo. José le juzga enseguida como un macarrilla enrollado. El chico sólo quiere tener un poco de charla para pasar el rato, y a José le encantaría contarle, ahora que tiene alguien dispuesto a escuchar, que esta como loco por un cacereño que le ha puesto la vida patas arriba. Se conforma con decirle que va a visitar a un amigo. El chico le cuenta que va a ver a su novia y le habla de ella babeando, y entonces José se pone de mal humor.
Han parado en Madrid a la hora de la comida y a partir de ahí, el viaje se ha hecho incómodo. Ese celaje que le infundía tantos pensamientos alegres quedó atrás, y el sol del mediodía ha subido la temperatura, por no hablar de la cantidad de gente que ha abarrotado el autocar. Por fin, el autobús esta llegando a Cáceres, y aunque más rápido y barato que el tren, es mucho más incómodo. Se le ha pegado la ropa al cuerpo y cree que le huelen los sobacos por no hablar de los pies. Se aseó en la última parada, pero está tan nervioso que no ha parado de moverse en el asiento y el chorro frío del aire acondicionado parece empeorar las cosas en vez de ayudar. El macarrilla se ha quedado dormido y para colmo cabecea sobre el hombro de José. Antonio le estará esperando en la parada. No cree que puedan darse más que un apretón de manos; les lincharían si les viesen besarse. Esto es Cáceres, no hay que olvidarse. Aunque un abrazo se lo puede dar cualquiera, sí, un fuerte abrazo como si no se hubiesen visto desde hace mucho tiempo; desde una vida anterior.
Son casi las cinco de la tarde, las de todavía un sol de justicia. El autobús llega puntual y el revoloteo general es desorientador, todo el mundo quiere salir primero; los bultos, las bolsas, las mochilas, salen de cualquier rincón y llenan todo el espacio. Parece que a la gente no le gusta dejar sus cosas en el maletero. La bolsa de José debe de estar ahí abajo sola zarandeándose de un lado a otro. Es una calle en cuesta y con una acera relativamente estrecha, y hay mucha gente que ha venido a recibir. Vamos, que todo son ventajas… Entre el alboroto y los abrazos y gritos de júbilo de la gente, José no ve nada, no se orienta. El macarrilla esta besando a la novia con la impudicia que sólo los niñatos tienen. «Respira e intenta relajarte, aprovecha para coger tu bolsa, a ver si se deshace un poco este tumulto y puedes moverte un poco». Se gira, no sabe por qué, o sí, claro que sí, al fondo, intentando abrirse camino está Antonio, más alto que los demás, ha sido fácil de encontrar. Llega, casi está ahí, ya es irrevocable, ya es real. En un segundo, mirándole a los ojos, José ve pasar por su cabeza, a toda velocidad, todos los recuerdos, desde el primer día hasta las fotos y las llamadas de teléfono de hace apenas unas horas. Y se abrazan, y se abrazan más, y Antonio lo levanta por lo alto, y no pueden articular palabra, y José besa su cuello mientras está en alto y Antonio se lo devuelve y se mueren. Parece que el tiempo se ha detenido y el ruido ha disminuido. Pero no es una percepción; es real. Alguna gente ha dejado de hablar o de saludarse mientras les miran atónitos. El macarrilla y la novia han dejado de besarse y les miran con un gesto de asco. ¿Qué es esto? ¿Qué insensatez le ocurre a la gente? ¿Qué niñería de arrumacos? ¿Quién entiende a estos dos chalados? ¡Qué más les da a ellos!
Han salido del gentío y no saben qué decirse.
—Huelo mal. Apesto.
—Mejor, te lo voy a comer todo en cuanto lleguemos a casa.
—¡No! Me ducho primero. Me da vergüenza llegar con esta pinta.
—Estas… Estas… —en lugar de acabar la frase, Antonio decide levantarle por lo alto otra vez.
Han llegado al piso de Antonio. Bastante austero. Salvo por algún que otro detalle delator (unos discos de Abba, novelas ambientadas en la antigua Grecia…), nadie diría que ahí vive un gay. Se van derechos a la cama, pero sólo se abrazan y se acarician; cada vez más lentamente, mirándose a los ojos. Se sienten raros, hay cierta indolencia en su comportamiento, y saben que no era eso lo que el uno esperaba del otro. Antonio está algo incómodo porque no sabe si su casa y su ambiente van a satisfacer a José, quien, ahora que todo a pasado y después de tan largo viaje, parece querer sumirse en el sueño, en su sueño.
Al final, ni siquiera han hecho el amor. Antonio se ha quedado medio traspuesto, y cuando se recupera ve a José profundamente dormido. Con mucho cuidado y aún dubitativo, se levanta. No quiere sacar a José de casa la primera noche. Quiere que todo sea íntimo y casero. Después de quitar de en medio del pasillo las cosas de José, y hacer algunos preparativos para la cena con mucha tranquilidad, vuelve a la habitación y se queda mirando a José dormido. Una escena que sigue repitiéndose, parece el sino de los dos. José le había contado por teléfono que, desde que se separaron no había podido dormir bien ni una sola noche y, bromeando le había dicho que seguramente se pasaría casi todo el tiempo durmiendo a su lado para recuperar el sueño. Por ahora no parece equivocarse.
Antonio se ha desnudado y se ha metido tumbado a su lado. Le abraza por detrás, como solían dormir. La sensación es indescriptible, un placer tan intenso que duele. Respirando el olor del pelo y la nuca de José. Sintiendo de nuevo la piel fina y suave de su culo en la pelvis, la espalda en su pecho. Muy lentamente, José se empieza a mover, ahora a frotar, Antonio lo aprieta más contra sí, lo besa y muerde su nuca, explora su oreja con la lengua. José se está volviendo loco y a Antonio se le ha puesto ya dura como una piedra. El condón está preparado, se lo pone rápidamente y comienza a presionar. José se frota, Antonio se refriega y su pene busca la hendidura, el hueco cada vez más dispuesto. Lo encuentra y presiona algo más, José también, y es tanta su avidez que deja entrar el enorme miembro de Antonio a la primera, no hay dolor, y sí un placer instantáneo y creciente. Antonio jadea y acomete una segunda embestida hasta sentir la presión del culo de José en sus testículos. Gira a José poniéndolo boca abajo, culo en alto y comienza a moverse rítmicamente y sin miramientos. Cada vez que empuja se produce una penetración completa. Siente el ano y el recto de José a lo largo de todo su miembro. Acelera el ritmo y la intensidad. José está con la cara de lado, la boca abierta, los ojos casi en blanco, y no para de moverse. Follan como si el mundo se fuese a acabar ya, porque de hecho se acaba a cada segundo que pasa, porque sólo hay presente y el mañana parece algo a lo que siguen sin mirar.
Después del orgasmo ha llegado el descanso y el siguiente orgasmo y el siguiente descanso, e incluso el tercer orgasmo. Por fin van a cenar. Antonio ha intentado algo especial, pero está claro que lo suyo no es poner una buena mesa ni cocinar algo sofisticado. A pesar de eso, o por eso precisamente, la cena es lo más romántico que José podía imaginar. Cuando han terminado, Antonio saca un par de películas que ha alquilado en el video club, y se ponen a ver una sentados en el sofá. José en el regazo de Antonio. Es todo tan sencillo, tan natural, tan normal que los dos apenas lo pueden creer. Antonio tiene un pensamiento fugaz y percibe que está en un momento perfecto, en un instante en el que nada le falta o sobra, quizás la felicidad sea eso, un instante eterno imposible de alargar.
Se han quedado medio traspuestos con la película. Ninguno de los dos le prestaba mucha atención. Lo que querían, era ejecutar una especie de ritual cotidiano, algo que les había sido imposible hacer en la vorágine de sentimientos de las vacaciones mientras se encontraban en un lugar ajeno para los dos. Aunque al final, de cotidiano no ha tenido nada; es la primera vez que hacen algo así.
La cinta se ha terminado y la pantalla se ha quedado negra. Los dos siguen quietos en el silencio con la leve luz de una vela en la otra punta del salón. Se sienten tan compenetrados que no necesitan introducción; los dos saben que es el momento de hablar.
—¿Qué vamos a hacer? —dice Antonio sin preámbulos en el tono más natural que puede.
—¡Pues que va ser! —dice José con una medio sonrisa en los labios—. ¡Irnos a vivir juntos!
—Antonio suelta una carcajada y empieza a hacerle cosquillas.
—¿De verdad? ¿Estas dispuesto? —dice Antonio todavía con cierta incredulidad, como si le acabasen de conceder su mayor deseo.
—Eso es lo más fácil de decidir, lo complicado ahora es saber el dónde, el cuándo y el cómo. —Dice José con una mueca ya no tan alegre.
—¡Que va! Lo tengo todo pensado, sólo tengo que convencerte. —Antonio hace un gesto como quien se prepara para recitar una lección bien preparada y aprendida.— Ni te vienes tu aquí, ni me voy yo a Zaragoza; nos vamos los dos a Madrid.
—Antonio, me parece la mejor idea, pero es que no nos podemos permitir los gastos de un traslado, el buscar trabajo y casa. ¡No sabemos el tiempo que puede pasar hasta que encontremos algo! —dice José preocupado.
—Te equivocas. —La cara de Antonio como la de un pillín.— Tengo un trabajo medio apalabrado. En realidad es casi un traslado. Tendría el mismo sueldo, aunque Madrid es más caro que esto, pero al vivir juntos también nos ahorraríamos bastante. Yo creo que merece la pena intentarlo. En Madrid tiene que haber miles de agencias de viajes; creo que podrías encontrar algo en poco tiempo, aunque a las malas nos podríamos apañar con mi sueldo durante una buena temporada. Sería como empezar todo de nuevo, y seguro que conoceríamos a un montón de gente. Podríamos intentar buscar casa en el barrio gay, en Chueca, y no tendríamos que ir dando explicaciones a nadie. No dices nada. ¿No te convence?
La cara de José es un cromo, se le ha quedado un gesto indefinido. Está atónito y no sabe como digerir todo lo que Antonio le acaba de contar. Ante la mirada interrogativa de Antonio, respira hondo y se lanza a su cuello en un abrazo. Mientras sigue bloqueado por la sorpresa, intentando asimilar e imaginar lo que eso sería. Una vez más, Antonio le ha demostrado ser más valiente y ha cogido el toro por los cuernos, enfrentándose a lo que va a ser una situación muy difícil sin titubear ni soñar despierto, como hace él. Por fin lo ve todo claro y se suelta dando un grito.
—¿Cómo te lo has tenido tan callado? No sé si pegarte o abrazarte o que. —Dice José sin parar de dar besos a Antonio.— No puedo dejar de imaginármelo. ¡Pero tenemos tantas cosas que hacer! ¡Va a ser una locura!
—Tú lo has dicho. —Sonríe Antonio.— Pero es lo que queremos ¿No?
—¡Pues claro! Me imagino dentro de unos tres o cuatro meses, que ya estemos instalados en nuestra casita y los dos con trabajo, viviendo tan felices que no queramos ni salir a la calle. —El gesto de José se pone de repente un poco sombrío.— Madrid me da un poco de miedo ¿sabes?
—Sé lo que quieres decir, y a mí también me lo da, pero yo creo que en cuanto estemos instalados y sepamos movernos por allí, eso se nos quitará.
—A mi se me quita todo con saber que te voy a tener todas las noches…