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Caminaron muy despacio, charlando sobre temas superfluos e interrogándose mutuamente con las preguntas más básicas sin entrar en muchos detalles, hasta que unas enormes rocas indicaron el final de la playa. En las mentes de ambos se acumulaban las posibles opciones para dar el siguiente paso, para plantear un segundo encuentro sin mostrar debilidad o desesperación; y sobre todo, para alargar ese instante que el sol poniente les había puesto en bandeja, y que era en sí el objetivo de las vacaciones, o de la vida. Lo que siguiese importaba menos porque casi siempre era decepcionante y siempre perecedero, pero el instante de cortejo y acercamiento a otra persona, tan colmado de posibilidades y esperanzas, es lo que deja su firma; lo que se graba en la mente y se recuerda incansablemente durante el borroso porvenir. Por ejemplo; sólo un momento antes, en una escueta pausa, se miraron, encontrando el brillo de la mirada del otro. ¡Que tontería! Y aunque no lo saben, pase lo que pase, ese instante lo recordarán el resto de sus vidas.
Por fin, Antonio, aproximándose más, acarició el brazo de José. Era una mezcla de deseo y contención. Quería que cada uno de esos momentos, irrepetible, se produjera y al mismo tiempo fuese una posibilidad aún por explorar. Observó complacido que José se destensaba aceptándole, como si llevase ya rato esperando que algo así ocurriera. Siguió acariciándole la espalda con mucha suavidad, muy lentamente, y ya sin titubear, le estrechó entre sus brazos (pero sin cogerle en volandas). José le abrazó por la cintura y casi temblando sumergió su cara en la anchura de ese pecho mullido, devorando su aroma y apreciando lo acogedoras que resultaban las dimensiones de Antonio. Se sintió embriagado, casi aturdido por una sensación que superaba sus expectativas. Los pezones de Antonio, tan cerca de su boca, estaban erizados, culminando la redondez de un pecho fuerte y bien desarrollado. Una línea vertical, dibujada por el vello oscuro que confluía en el centro, atravesaba su barriga firme, bajando desde el pecho y atravesando el ombligo, hasta perderse debajo del pantalón.
No había nadie cerca, sólo algún pescador en la distancia. El aire olía a sal seca y musgo marino. La luz era cada vez más tenue, dando a su encuentro un toque aún más íntimo. Rodolfo estaba entretenido con un pequeño cangrejo que le mantenía entre curioso y asustado. Sólo se oía el sonido del mar y el de las gaviotas. Se sentaron en unas rocas desgastadas por la marea, y Antonio atrajo a José hacia sí para besarle. Primero tímidamente, juntaron sus labios. Pero pronto sintieron sus lenguas entrelazarse y sus mentes perderse en un laberinto de placer. José sentía las manos de Antonio en su nuca, le sujetaba la cabeza contra la suya mientras le acariciaba. Entretanto, él pasaba sus manos por el pecho, los brazos y la barriga de Antonio. Abrió ligeramente los ojos mientras seguían besándose, y se encontró con la mirada intensa de Antonio. Aquella vehemencia le hacía preguntarse si Antonio también consideraba tan especial el encuentro, si mantenerse la mirada y escrutarse con tanta pasión significaba de verdad algo también para él.
Aquellas dudas pasaban fugazmente, casi desatendidas, eclipsadas por un torrente denso de plenitud sobrecogedora. Los brazos, las manos, el pecho y la cara de ambos, absorbían el mero contacto del otro, como una panacea. Seguían besándose mientras se mantenían la mirada. Era un momento de una intensidad casi insoportable.
Por fin, cuando ese largo beso calmó momentáneamente la necesidad de ambos, y volvieron a la realidad, se sintieron desnudos y abochornados frente al otro. No sabían todavía muy bien qué, pero habían hecho algo más que besarse. Era como si de repente hubiesen compartido algo demasiado íntimo demasiado pronto. Las palabras sobraban ahora, y los dos lo sabían. Ya no podía haber una conversación superflua, ni siquiera una seria. Poco a poco dejaron de mantenerse la mirada, y la vergüenza de ambos tomó la forma de una sonrisa tímida. Todavía sorprendidos y confusos, decidieron que lo mejor era despedirse hasta más tarde.
José se sentía ridículo al ser incapaz de detener esa tendencia suya a enamorarse locamente al mínimo signo de atracción y afinidad con alguien. Sabía que era una niñería, que no era real; apenas conocía a Antonio. ¿De qué habían hablado? De tonterías. Era posible que Antonio sólo quisiera encandilarle para acostarse con él. Bueno, ¿y porqué no? ¿Que había de malo en eso? Estaba de vacaciones y seguramente eso era a lo que había venido. También era eso lo que él quería ¿no? Bueno, eso y algo de romance de por medio. De todas formas Antonio era agradable y atento. Si tenía esa táctica para buscar sexo, José no tenía que poner la más mínima pega. Pero quería pensar que había algo más. Aunque cuanto más pensaba, más creía que lo contaminaba todo con conclusiones equívocas. La pureza e intensidad de lo que había ocurrido, se emponzoñaba con una rapidez fulminante. Su cabeza se empeñaba en hacer un idilio justificando la perfección en todo lo que había ocurrido, o de repente, sacaba pegas que le llenaban de inseguridad y le hacían pensar en Antonio como en un embaucador profesional destinado a arruinarle la vida. Era incapaz de dejar sus conclusiones para más adelante, cuando tuviese otros elementos con los que juzgar. Intentó frenar todo pensamiento. Imposible.
De camino al hotel, Antonio se sorprendió visualizándose a sí mismo en pleno invierno en su casa, haciendo el amor con José bajo gruesas mantas. Eso le confundió. La predisposición o incluso sumisión que José proyectaba, le conferían una fragilidad que simultáneamente despertó en Antonio su libido y sus más profundos instintos protectores. El ansia por abrazarle, apretujarle, cogerle en brazos, besarle, cubrirle, poseerle; se hacía mayor cuanto más lo pensaba. Intentó quitarse de la cabeza toda idea que no fuese realista. Seguramente José encandilaba a todos los hombres con su irresistible sonrisa y su (posiblemente fingida) fragilidad, para acostarse con cuantos quisiera. A fin de cuentas era verano, y la playa no era más que un mercado de la carne; si no se podía pedir más, se conformaría sólo con sexo. Aunque no le importaba pensar en algo más duradero, en cierto modo le fastidiaba. Le hacía sentirse inseguro, y eso no era frecuente. José le estaba descolocando bastante. De momento, se le había pasado la hora de la cena en el hotel. Caminó por el paseo marítimo y se sentó en una terraza a comer una porción de pizza con una cerveza mientras veía a las familias paseando. El mar, al fondo, le devolvió a lo que le acababa de ocurrir, y no tuvo más remedio que admitir su debilidad por José. Pensó que lo mejor era asumirlo y actuar en consecuencia. Tenía que conquistarlo.
Torremolinos, efervescente y hortera, permanecía impasible a los avatares individuales, mientras engullía y regurgitaba a máxima potencia, egoísta y ansioso, consciente de lo cerca que estaba el fin del verano. Las hordas de extranjeros, motivando al turismo nacional con un supuesto caché internacional, y los españoles haciendo creer a los de fuera, que el mejor sitio para veranear es la costa del sol. Y mientras, la especulación inmobiliaria y las mafias cada vez más descaradas y atrevidas, recolectando de una fuente que, por el momento provee de forma estable, y alimentando un espejismo que todos, de una forma u otra, necesitamos creer.