15
Carlos y Eduardo no saben nada. No saben qué es dejarse ir, no saben qué es amar, no saben que José ama, y no saben cómo salir del hermetismo en que se han encerrado, no saben que están atrapados. No tienen nada, salvo Rodolfo. Ni siquiera se tienen el uno al otro. Ni siquiera saben que no se tienen. Por las calles de la Zaragoza nocturna, caminan con una falsa confianza, con cierto desdén. La cabeza siempre bien alta. Aspecto impecable. Intimidadores anónimos. Son de los que están en cualquier sitio dando la impresión de no estar a gusto; de estar acostumbrados a algo mejor. Llevando una vida monótona y a la vez incómoda, acaban preguntándose al cabo de los meses, por qué José no ha vuelto a ellos. Aunque no pueden permitirse pensar que haya encontrado algo mejor que ellos. Eso no. La única conclusión a la que llegan es, a que estará tan deprimido que no quiere llamar a nadie, y ellos, tampoco le van a llamar porque no quieren saber nada de penas y consuelos. Que vuelva cuando se le pase.
Ahora, pensar en José es pensar en las vacaciones; y Carlos a veces piensa en el episodio con Antonio y en tantos otros por el estilo. En las veces que se ha permitido algo fuera de la norma y en lo contradictorio de sus sensaciones, en esa disciplina auto-impuesta. En esa sensación de asco a sí mismo que le taladra por dentro como bilis, cuando siente ese deseo animal que tiene que refrenar, a veces a base de pataletas y quejidos. Como si un demonio le poseyera. Ver a José con Antonio, fue más de lo que podía resistir. Por eso, al ver a José llorando después de la ruptura, sintió un cierto alivio; Los gordos no son buenos.
Eduardo comienza a pensar algo. Un pensamiento que de repente le quiere decir unas cuantas cosas con significado. Algo que le va a demostrar que está equivocado, y le va a desbaratar la vida. El pensamiento pasa por delante, pero él mira a otro lado, y en vez de prestar atención, prefiere regañar a Rodolfo, o a Carlos o a quien quiera que ahora este de paso por su vida. Así, cualquiera que fuese esa idea que empezaba a nacer, se ha olvidado ya. Enterrada junto a tantas otras miles que ha cubierto de escombros.
En los sitios de siempre. Con la gente de paso de siempre, entre el terror y el desafío, aferrados a una idea cuya esencia perdieron casi desde el principio, siguen sus vidas. Casi siempre sin nada nuevo que contarse. Preparando un nuevo viaje o un nuevo encuentro, y con la esperanza cada vez más desgastada, más vieja.
El nuevo bar, o el nuevo chico son acontecimientos con los que, sin apenas éxito, intentan infundir un toque de emoción en lo cotidiano. Cotilleos, cotilleos, y satisfacción ante las desgracias ajenas, que utilizan para convencerse de que ellos llevan la razón, y que hacen lo que se debe hacer. Sin embargo, la realidad se cuela por muchas fisuras llevando una luz insidiosa que se niegan a mirar. Al final, la única salida, aunque ya con cierta desgana, es seguir perfeccionando su arrogancia para ocultar esas luces, y penetrar aún más en la cueva ciega, ataviada de objetos preciosos sin vida.
Una estación más, un nuevo intento de huida hacia delante. Una cama siempre vacía y una nueva excusa bajo esa máscara más o menos convincente. Aunque siempre hay compañeros en este viaje. La sombra de la muerte se ríe mientras camina a su lado, y les hace burla mientras que ellos se tapan los ojos. Demasiado alcohol una noche o demasiadas drogas o demasiada desesperación, bastan para olvidarse del condón o para olvidarse de quien eres o de lo que vales; o bien descubrirlo: Nada.
Total, qué más da, casi todo el mundo lo hace y tampoco pasa nada. Si sólo se la voy a chupar un poco, no me hace falta el condón. Bueno, que la frote un poco contra mi culo, eso si que me gusta y no pasa nada. Bueno, sólo la puntita un poquito, sí, que gusto, cómo me pone este tío. Bueno, sí, métela del todo pero sin correrte. Bueno, sí, no te corras, ay sí, no, me corro, sí, espera, no te corras. Bueno, se ha corrido, ahora me limpio la corrida en casa, tampoco creo que pase nada. Es un tío con una pinta muy sana.
Rodolfo les mira a veces con un gesto de interrogación. Ahora, que han acabado por irse a vivir juntos, se pasan el día entre riña y reconciliación; como dos viejas. Era una idea que les aterrorizaba, pero que a la vez se hacía irresistible. La casa muy mona, nunca va nadie. Los armarios ordenados y la ropa planchada y doblada o colgada con escuadra. Las caras y las cabezas también; cuadriculadas. Revistas de moda y diseño, la última música, aunque ni siquiera eso. Cada vez que van a pasar el fin de semana a Barcelona se sienten peor. Como dos paletas con ínfulas de grandes galas. Tienen que hacer juegos malabares con el ansia por recopilar lo nuevo y las justificaciones a lo obsoleto que se empecinan en abrazar; no hay nada peor que no saber que hacer cuando se deja de ser moderna. O quizás sí. Eduardo se ha enamorado. Un chico que no vale nada, pero que por un extraño golpe de suerte, ha traspasado las barreras y ejercita con Eduardo el ritual del cortejo. Un cuadro imposible que se mantiene durante una fracción. Pero sólo eso. Eduardo no se ha enamorado. Simplemente un día fue a pensar, y en vez de regañar a Rodolfo o a Carlos, vio a este chico y se lanzó agarrándose a un clavo ardiendo, y aunque se está quemando, sigue sin pensar. Carlos ha aguantado al novio dos días. Al tercero, lo está poniendo a parir. No le da la gana disimular su desprecio. Además, no puede ser; «no va a encontrar novio éste antes que yo». Bronca monumental, y si te he visto no me acuerdo, si éramos hermanas ahora somos víboras. Los dos se asombran de lo retorcido que puede llegar a ser el otro en comentarios hirientes y en la cantidad de cosas que los dos tenían guardadas esperando el momento del reproche. Eduardo se marcha de la casa y se va a vivir con el otro, que ya antes de instalarse juntos esta viendo el batacazo. Eduardo lo ha visto mucho antes, pero por cabezonería, va de cabeza.
La ruptura con el novio no es ni eso. Estaba tan cantado que cuando los dos se han mirado a la cara por primera vez, han salido corriendo. Hay una inesperada repulsión en el hecho de admitir que pudieran haberse sentido atraídos el uno por el otro. Este es el típico episodio del que ninguno de los dos implicados hablará nunca, e intentarán borrarlo de sus vidas como si jamás hubiese ocurrido.
«No sé que me pasó. Era un fraude. No te puedes imaginar lo maniático que era. ¡Y encima toda una reina! Hermana, la próxima vez te prometo que te hago caso. ¡Con lo bien que estamos aquí juntitos!». No ha terminado la frase y ya está abriendo las maletas sobre la cama con una inseguridad que disimula. Carlos sabe que está bien que vuelva, le hace sentirse superior y le da la razón, pero le quiere castigar más. Necesita humillarle, aunque quizás si él encontrase un hombre ideal del que enamorarse de verdad, se lo restregaría al otro con un placer que superaría todas las venganzas. Pero claro; ¡sigue soñando! Al final se tiene que contentar con el servilismo del otro, que como está cagado de miedo hace equilibrios entre una supuesta dignidad y la más rastrera pleitesía. Aunque sabe que el placer que encuentra Carlos en humillarle es lo que le abre de nuevo las puertas de la casa.
Entre el ritual monótono de los días y las semanas, ha ocurrido un percance. Un coche ha matado a Rodolfo. Al menos eso les ha servido para llorar. Tenían tanto guardado, que ahora es un torrente y lo están llorando todo. Desde el primer aspaviento, hasta el penúltimo desprecio. Y en esa vorágine de indulgencia, se permiten hasta un comentario: ¡que injusta es la vida! Carlos lo piensa desde el odio que tiene por su tendencia a los hombres gordos; aunque si pudiese elegir, lo que de verdad le gustaría es, ya no dejar de estar atraído por los hombres grandes, sino por los hombres en general. Ser heterosexual para no tener que llevar la esclavitud de una vida a escondidas. O mejor aun, que le siguieran gustando los hombres y a la vez ser heterosexual, lo que significaría ser ¡una mujer! Y porque no. Fantaseando va más allá. Puestos a pensar, podría mantener sus gusto por los hombres gordos, y ser la típica mujer escultural que se enrolla con un banquero gordo. Esa idea le vuelve loco de placer. Luego mira a su alrededor, ve a Eduardo y vuelve a la realidad. Le pegaría una patada en la cara. ¡Que injusta es la vida!
Eduardo piensa en conocer a un hombre guapo y con un cuerpo escultural. Aunque en ese planteamiento hay algunos puntos que no encajan. Tiene claro que en la relación, él tendría que ser el bello, el idolatrado; y sin embargo, todos los hombres que le gustan son mucho más atractivos que él. ¡Que injusta es la vida!
Y sin embargo, no lo es tanto para ellos, que en un par de meses ya han sustituido a Rodolfo por Adolfo, que es incluso más mono, más joven y tiene más pedigrí. Cosa que se nota, porque el perro va con la cabeza más alta que ellos, si cabe, y no es nada servicial ni cariñoso. Pero a ellos eso casi les gusta. Los tres van altivos por la calle y la gente se les queda mirando, entre el asombro y a veces la risa.
El círculo se vuelve a cerrar. La existencia petrificada continúa inmóvil a pesar de la vida; o precisamente por causa de ella. Los artificios se complican en ornamentos cada vez más elaborados y más faltos de significado. Como un símbolo que se adorna tanto, que acaba por hacerse imposible de reconocer.