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De regreso
A primeras horas de la mañana llegaron a Watermead. Seregil fue el primero en entrar en el patio. Micum se encontraba allí, rodeado por sus sabuesos.
—¿Ya habéis vuelto? —dijo el hombretón, levantando la mirada. Sin embargo, su sonrisa se desvaneció tan pronto como puso la vista sobre ellos—. ¿Qué demonios os ha pasado?
—Parece ser que llamamos un poco la atención en Cirna —contestó Seregil, mientras desmontaba con dificultades y entraba cojeando en la casa.
—Nos tendieron una emboscada en el camino de vuelta —le explicó Alec—. Creo que eran asesinos.
—¿Estás seguro?
Seregil enarcó una ceja con aire irónico.
—No pudimos charlar mucho con ellos, pero sí, yo diría que tiene razón. Lo más probable es que me hayan vigilado desde que Thero salió de la Torre con mi cuerpo.
—¡Me parecía haber oído voces familiares! —dijo la voz de Kari. Salió de su habitación y entró en el salón. Estaba muy pálida—. ¡Seregil, estás herido! Traeré mis hierbas.
—Estoy bien —la tranquilizó él, mientras tomaba asiento en un banco junto al fuego—. Hemos dormido en un puesto de la guarnición esta noche. Su cirujano se ocupó de mí. No obstante, me iría bien un baño caliente.
—Le diré a Ama que ponga amentos de abedul y hojas de árnica en el agua para aliviar la herida. De todas formas, un poco de infusión de corteza de sauce no te hará ningún daño.
—Está un poco pálida —comentó Seregil—. Ha estado enferma, ¿verdad?
—Enferma no, exactamente —replicó Micum, sin mirar a su amigo a los ojos—. Más bien… indispuesta.
Seregil estudió la expresión de Micum un instante y entonces se dibujó en su rostro una sonrisa de complicidad.
—Conozco esa mirada. Está embarazada de nuevo, ¿verdad?
—Bueno…
—Oh, vamos. Díselo de una vez —dijo ella, que regresaba con un par de jarras—. ¡No sirve de nada tratar de ocultarle las cosas!
—¿Entonces es cierto? ¿Lo estás? —exclamó Seregil—. ¡Por los Testículos de Bilairy, Micum! ¿Cuánto hace que lo sabes?
—Me lo dijo cuando volví a casa, el otro día. El niño nacerá a finales del verano, si el Hacedor quiere.
—Si el Hacedor quiere —repitió ella, posando las manos sobre la parte delantera de su delantal—. Conmigo no siempre han ido bien las cosas y ya estoy mayor para un embarazo. La verdad es que no pensé que volvería a concebir, pero Dalna debe de haber pensado que había espacio para uno más —sonrió con aire pensativo—. Puede que esta vez tengamos un niño. Dicen que los niños te hacen ponerte peor los primeros meses.
—La pobrecilla ha estado vomitando toda la noche y toda la mañana —les explicó Micum, mientras pasaba un cariñoso brazo alrededor de la cintura de ella.
—Y no es que ahora me sienta mucho mejor —suspiró Kari—. Será mejor que vuelva a echarme. Las niñas no os molestarán. Se han ido a pasar todo el día fuera.
Micum ayudó a Kari a llegar hasta el dormitorio y cerró la puerta.
Cuando regresaba, Seregil pretendió estar recordando con toda clase de aspavientos.
—Veamos, veamos. A finales de verano, ¿eh? Debió de ser toda una fiesta, cuando volviste a casa el pasado Erasin.
—Mejor de lo que te imaginas, puedes creerme. Sólo espero que éste salga adelante. No me importaría tener otro pequeñuelo correteando por aquí.
—¿Que salga adelante? —preguntó Alec.
—Oh, sí —asintió Micum con tristeza—. Ha perdido tantos niños como los que ha dado a luz. La última vez fue aproximadamente un año después de que Illia naciera. Siempre ocurre en los primeros meses y la deja terriblemente enferma durante algunas semanas. Todavía no hemos pasado la época de peligro y está muy preocupada. Pero volvamos a vosotros dos. ¿Con qué os han golpeado, con palas de batán?
—Con un alud de rocas —contestó Seregil, nuevamente serio—. Dos hombres nos sorprendieron en un paso estrecho, junto a los acantilados. Conseguimos escapar, pero perdí a Cepillo.
—¡Oh, vaya! ¡Eso sí que es una desgracia! Era un buen animal. Pero ¿quiénes eran?
—No pudimos averiguarlo. Los matamos para defendernos y los cuerpos cayeron por el precipicio. Pero antes de eso, uno de ellos le dijo a Alec que los había enviado alguien a quien no le gustaba que anduviéramos husmeando en sus asuntos. Eso ocurrió después de que hubiéramos terminado nuestras pesquisas en Cirna y hubiéramos encontrado la conexión con Lady Kassarie.
Mostraron a Micum el registro y le contaron en pocas palabras lo que habían descubierto.
—Eso parece apuntar directamente a Lady Kassarie. —Micum se mostró de acuerdo—. ¿Crees que se fijó en Alec aquel día?
—Lo dudo. En aquel momento, yo me encontraba oficialmente en prisión y todo parecía estar discurriendo de acuerdo a sus planes. Odio admitirlo, pero creo que me han estado siguiendo desde mi «liberación» de la Torre.
—¿Y qué haréis ahora?
—Volveremos a su castillo —dijo Alec—. No podemos darle tiempo para descubrir que sus asesinos han desaparecido.
—Eso es un hecho —dijo Micum—. ¿Qué te parece, Seregil? ¿Te dará la Reina una fuerza de asalto o simplemente ordenará el arresto de Kassarie?
—He estado pensando sobre eso. El mayor peligro reside en advertir a Kassarie. Ya has visto ese lugar. ¡Es una fortaleza! Ella sabría que un ejército se acerca kilómetros antes de que llegara ante sus puertas, y tendría todo el tiempo del mundo para escapar o destruir cualquier prueba que pudiera incriminarla.
—Eso es cierto —asintió Micum, mientras su mirada se perdía en el fuego.
De pronto, Seregil reparó en que Micum no se había ofrecido a acompañarlos una sola vez. Se le necesita aquí, pensó, sintiendo de nuevo una punzada del antiguo resentimiento. Sin embargo, conocía demasiado bien a su amigo como para no advertir el conflicto en su rostro. Y le dolía verlo.
—La mejor manera es hacerlo rápidamente y en silencio —continuó, tratando de no revelar sus propios sentimientos—. Con suerte, Alec y yo podremos entrar y salir antes de que nadie se dé cuenta. La chica de la servidumbre es la clave, si Alec es capaz de seducirla.
—¿Los dos solos?
—Nysander y tú sabréis dónde estamos —dijo Seregil—. Quiero que esto termine de una vez por todas. Ya hemos tenido suficientes problemas con los espías.
Seregil y Alec sólo se demoraron el tiempo suficiente para tomar un baño y una comida apresurada. A mediodía estaban ya preparados para emprender la marcha. Mientras ensillaban a los caballos que habían dejado allí cuando partieran de camino a Cirna, Micum despareció. Un poco más tarde, volvió con una espada larga.
—No es tan buena como la tuya, por supuesto —dijo, mientras se la tendía a Seregil—. Pero te bastará hasta que la hayas reparado. No lo pasaré tan mal si sé que vas armado.
Seregil pasó la mano sobre la parte plana de la hoja y sonrió.
—La recuerdo. La trajimos para Beka, después de aquella incursión en Oronto.
—La misma. —Micum miró la espada. Su malestar resultaba más evidente que nunca—. ¿Sabes?, me imagino que podría…
Seregil le cortó en seco con un abrazo de despedida.
—Quédate aquí, amigo mío —le dijo en voz baja—. Sólo se trata de entrar a hurtadillas en una casa. Ya sabes que eso no es lo tuyo.
—Cuidaos, entonces —dijo Micum. Su voz había enronquecido—. Y no os olvidéis de decirle a Nysander que me informe de lo ocurrido cuanto antes, ¿de acuerdo?
—¡De acuerdo! —riendo, Seregil subió de un salto a la silla—. ¡Vamos, Alec! Antes de que el abuelo encanezca de preocupación.
Mientras entraban cabalgando en los jardines de la Oréska, una voz profunda los saludó desde la dirección de un pequeño robledal.
Seregil tiró de las riendas y volvió la vista. Hwerlu se aproximaba al trote.
—¡Saludos, amigos! —bramó el centauro—. Han pasado muchos días desde la última vez que me visitasteis. Espero que todo os haya ido muy bien.
—Pasablemente —contestó Seregil, ansioso por volver a ponerse en camino—. Pero en realidad, sólo nos quedaremos el tiempo necesario para hablar con Nysander.
—Vaya. Pues entonces llegáis con un día de retraso.
—¿Retraso? —preguntó Alec—. ¿Quieres decir que no se encuentra aquí?
—Exacto. El joven Thero y él se han ido para acompañar a Lady Magyana a otra ciudad. Algún lugar de la costa sur, creo.
—¡Maldita sea! —musitó Seregil—. Vamos, Wethis nos informará.
—Se han marchado a Puerto Ayre con Lady Magyana —les dijo el joven criado—. Pero no deberían estar fuera más que unos pocos días. Podéis quedaros aquí hasta su regreso, si os place.
—Gracias, pero no podemos esperar. —Seregil extrajo el gastado registro, garabateó rápidamente una nota y se la tendió a Wethis—. Ocúpate de que reciba esto y dile que se ponga en contacto con Micum. Dile también que yo mismo no espero pasar más que unos pocos días fuera.
Después de dejar los caballos Aurénfaie en la Oréska, se dirigieron al Gallito.
—¿No sería mejor que esperáramos a Nysander? —preguntó Alec con tono dubitativo—. Le dijiste a Micum que hablaríamos con él antes de hacer nada.
—Cuanto más esperemos, más aumentarán las sospechas de Kassarie y más probabilidades habrá de que refuerce sus defensas.
—Ya me lo imagino, pero eso nos deja solos a ti y a mí…
—Por los dedos de Illior, Alec. No se trata más que de entrar en una casa. No importa que la casa sea un castillo. Probablemente habremos regresado antes de que vuelva Nysander.
Subieron silenciosamente la escalera trasera de la posada, pasaron la noche en sus viejas habitaciones y, a la mañana siguiente, se pusieron en camino. Alec vestía el mismo traje de aprendiz que había llevado en su primera visita al castillo de Kassarie; Seregil estaba irreconocible bajo la apariencia de un tuerto juglar errante.
Ambos llevaban dagas en los cinturones, pero sus espadas y el arco de Alec, convenientemente desmontado, estaban escondidos entre el equipaje.
—Todo depende de ti, ¿lo sabes? —recordó Seregil a Alec mientras cabalgaban—. Es posible que tengas que cortejarla durante un par de días antes de que te deje pasar.
—Si es que lo hace —contestó Alec, incómodo—. ¿Qué le digo?
Seregil le guiñó un ojo.
—Con una cara como la tuya, dudo que la conversación sea demasiado importante. A juzgar por lo que viste de ella la última vez, yo diría que tu Stamie es un pajarillo inquieto, deseoso de desplegar las alas y echar a volar. Una promesa de libertad podría bastar para encandilarla. Es su miedo lo que me preocupa. Yo diría que es una casa muy severa, en la que reina la sospecha. Es posible que ella no se atreva a arriesgar el pellejo por simpatía. Si este es el caso, tendrás que interpretar el papel de amante lo mejor que puedas.
—Lo cual podría no ser mucho —musitó Alec.
—Por los Dedos de Illior, Alec, no puedes ser tan anodino. ¿O sí? —se mofó Seregil—. Utiliza un poco la imaginación y deja que las cosas sigan su curso. Estos asuntos tienden a desarrollarse por sí solos, ¿sabes?
Llegados al camino que ascendía hasta el barranco, se internaron en el bosque y subieron hasta las colinas desde las que se divisaba el castillo. Amarraron los caballos más allá del alcance del oído de los centinelas y se aproximaron a pie. Después de trepar al alto abeto que habían utilizado la primera vez, inspeccionaron el lugar.
En el patio parecía reinar el mismo bullicio que de costumbre. Un mozo de cuadra llevaba un hermoso caballo a las cuadras, y desde algún lugar más allá de los muros les llegaba el sonido de un trabajador golpeando un cincel contra la piedra. En aquel momento la puerta de la cocina estaba abierta, y Stamie salió por ella con un cubo uncido entre sus estrechos hombros. Con la mirada perdida en el suelo, desapareció detrás de una esquina del edificio principal.
—¡Mira allí! —susurró Seregil, mientras señalaba una pequeña puerta de postigos situada junto a la cocina. Desde allí, una senda bien marcada se internaba serpenteando en el bosque; sería tan sencillo como esperar junto al rastro de un ciervo a que la presa apareciera.
—¿Que mire el qué?
—Allí, esa pequeña puerta en la muralla, cerca de los acantilados. Inclínate y fíjate en la torre derruida y luego baja la vista hasta…
Seregil se detuvo, sobrecogido por un descubrimiento repentino. Sujetó a Alec por el brazo y susurró con tono excitado:
—¡La torre! ¿Qué le pasa a la torre?
—Un rayo, probablemente —respondió Alec en voz baja—. Parece que ocurrió hace varios años y que…
Se detuvo y, lentamente, en su rostro se dibujó la misma sonrisa hambrienta e intensa de su compañero.
—¿Y qué? —preguntó Seregil.
—¡Que nunca la repararon!
—Lo cual resulta bastante extraño porque…
—Porque emplean a algunos de los mejores albañiles de toda Eskalia. —Alec concluyó la frase—. ¡Sabía que algo se nos había pasado por alto, pero no me he dado cuenta de lo que era hasta ahora!
Seregil volvió a mirar la torre. A su rostro había aflorado una sonrisa irónica.
—Ahí está, justo delante de nosotros. Sea lo que sea lo que tenemos que hallar, me apuesto mi mejor caballo a que se encuentra allí, en alguna parte. Todo lo que tenemos que hacer es entrar.
—Pero no podremos hacerlo hasta que Stamie salga. Quizá debiéramos haber esperado a Nysander, después de todo.
—Paciencia, Alec. ¡Un buen cazador como tú sabe que a veces debe esperar a su presa!
—Te sientes culpable por no haber ido con ellos, ¿verdad? —le preguntó Kari con tono imperativo. Estaba tendida junto a Micum en la oscuridad del dormitorio. Conocía bien las señales; en los dos días que habían pasado desde la marcha de Seregil, la impaciencia de Micum había ido en aumento y, al mismo tiempo, su actitud había sido cada vez más ausente. Hoy mismo se había dedicado a ratos a tareas diversas sin terminar nada.
—Quizá deberías haber ido.
—Oh, estarán bien. —Micum la atrajo hacia sí—. Lo que me extraña es no haber sabido nada de Nysander.
—Entonces envíale tú un mensaje. Uno de los muchachos podría estar allí antes del mediodía.
—Sí, supongo que sí.
—No sé por qué estás tan preocupado. Como si Seregil no hubiera hecho cosas como éstas en el pasado. Y dos días no es apenas tiempo.
Micum miró con el ceño fruncido las sobras que la vela proyectaba sobre el techo.
—No es lo mismo. Alec es tan inexperto…
—Entonces envíale un mensaje a Nysander. Prefiero que no estés dando vueltas por aquí con la cara larga, como un perro viejo —le dio un beso en la barbilla—. O, mejor aún, ve tú mismo. Me distraerías si te quedaras esperando. Puedes hacer una visita a Beka mientras estés allí.
—No es mala idea. A estas alturas, la chica debe de estar echando de menos su hogar. Pero ¿estarás bien sin mí?
—¡Por supuesto que lo estaré! —se burló Kari—. Sólo estarás fuera unas pocas horas y tengo a mis mujeres para ocuparse de mí. Duérmete, amor mío. Supongo que querrás salir a primera hora de la mañana.
Sintiéndose un poco culpable, Micum pasó junto a los barracones de la Guardia y se dirigió directamente hacia la casa Oréska. Al cruzar el atrio, escuchó una voz familiar detrás de sí y se volvió. Nysander y Thero caminaban hacia él. Ambos vestían ropas manchadas y botas de montar.
—¡Vaya, buenos días! —exclamó Nysander—. ¿Qué te trae a la ciudad tan temprano?
El corazón de Micum dio un respingo.
—¿No te lo han contado Alec y Seregil?
—Hemos estado fuera —le explicó Thero—. Acabamos de regresar.
—De hecho —dijo Nysander, frunciendo el ceño—, no he sabido nada de ninguno de ellos desde que partieron para Cirna.
—¡Será bastardo! —gruñó Micum—. Me prometió que hablaría contigo antes de ir. Nunca les hubiera dejado marchar solos si lo hubiera sabido.
—Pero ¿qué ha ocurrido?
—Alec y él volvieron hace un par de días con pruebas que conectaban a Kassarie con el oro desaparecido. En el camino de regreso les tendieron una emboscada y Seregil estaba convencido de que también eso era cosa de ella. Estaba resuelto a dirigirse a su castillo directamente, pero dijo que hablaría primero contigo.
—Es posible que dejase un mensaje. Thero, busca a Wethis, por favor. Seregil sólo le confiaría a él un mensaje de esa naturaleza. Vamos a mi torre, Micum.
—No estoy seguro de comprender tu preocupación —continuó el mago mientras subían las escaleras—. Dos días no es demasiado tiempo para un trabajo como ese, y estoy seguro de que, si cualquiera de ellos estuviera en grave peligro, yo lo habría sentido.
—Es posible —dijo Micum de mala gana—. Supongo que lo que ocurre es que me siento un poco culpable por no haber ido con ellos, pero Kari vuelve a estar embarazada y no quería dejarla sola.
Thero volvió corriendo con un pergamino en la mano.
—Estuvieron aquí y dejaron esto para ti.
Nysander desenrolló el registro y la nota garabateada apresuradamente por Seregil, en la que se explicaba su significado.
—Bueno. Es evidente que tenía mucha prisa por seguir esta pista —dijo—. Trataré de encontrarlos.
Nysander tomó asiento frente a su escritorio, se cubrió los ojos con ambas manos y recitó en voz baja el complejo encantamiento.
Después de un momento se reclinó sobre la silla.
—Es difícil obtener una visión clara de ellos, pero parecen encontrarse bien. ¿Quieres quedarte aquí unos días y esperar a que regresen?
—Creo que sí. No obstante, tendrás que enviarle un mensaje a Kari. Y, mientras lo haces, asegúrate de que se encuentra bien. Yo me marcho a ver a Beka. Su madre teme que se sienta nostálgica.