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Viejos amigos, enemigos nuevos
A la mañana siguiente, Alec despertó y se sentó guiñando los ojos mientras Seregil abría bruscamente las contraventanas. El aire frío y la luz matutina inundaron la habitación.
—Dudo que esta noche hubieras oído a un intruso, si es que llega a presentarse, pero la verdad es que has bloqueado la puerta perfectamente —señaló Seregil mientras se colgaba el arpa del brazo—. Esta mañana, mientras tú te dedicabas a roncar, he estado pensando. Tu idea de cantar para el alcalde ha resultado ser una inspiración. Después de todo, ese tal Boraneus se aloja con él. Tengo que ocuparme de algunos asuntos en el mercado. Busca algo de comer y nos encontraremos más tarde para encargarnos de tu vestuario. Si no me ves antes, búscame en la herrería de Maklin dentro de una hora. ¡Y ahora, aparta de mi camino!
Tan pronto como se hubo marchado, Alec se levantó y se calzó las botas. En el exterior, el sol brillaba sobre la tranquila superficie del lago y relucía de forma trémula alrededor de las numerosas velas que salpicaban las aguas en el horizonte.
Aunque estaba ansioso por volver a encontrarse con Seregil, el olor a gachas de avena y salchichas fritas que subía por las escaleras era demasiado bueno como para no investigarlo.
—Tú debes de ser el aprendiz del bardo, ¿verdad? —le preguntó una mujer mientras se detenía junto al umbral—. ¡Pasa, muchacho! Tu señor acaba de estar aquí y me ha pedido que me ocupase de que tuvieras todo lo que quisieras.
Seregil debe de haber sido generoso, pensó Alec al ver que ella llenaba su escudilla con gruesas salchichas y pasta de avena, y a ello le sumaba una gran jarra de leche y varias galletas calientes.
—¿Y cómo es que has dado con un señor tan bondadoso como ese, eh? —la mujer sonrió, observando con satisfacción cómo daba buena cuenta de su comida.
—Simplemente me tomó como aprendiz —respondió él con la boca llena—. Antes de eso, la verdad es que lo pasé bastante mal.
—Bueno. Pues mantente a su lado, cariño. Seguro que hará de ti un hombre decente.
Alec asintió con la cabeza, aunque en el fondo albergaba ciertas dudas sobre el particular. Cuando terminó, dejó una de sus monedas sobre la mesa y salió hacia el mercado.
—Todo lo que tengo que hacer es seguir el mismo camino por el que llegamos la otra noche —se dijo. Pero, fuera la que fuese su habilidad a campo abierto, Alec siempre había encontrado las ciudades bastante desconcertantes. A la luz del día, una calle estrecha y sinuosa no se diferenciaba demasiado de otra, y no pasó demasiado tiempo antes de que estuviera tan perdido que ni siquiera podía volver a la zona de los muelles. Maldiciendo a las ciudades y a todos los que vivían en ellas, decidió rendirse y preguntar la dirección.
Desgraciadamente, había poca gente en las calles. Hacía ya mucho rato que los pescadores habían salido y, a esta hora, la mayoría de las mujeres se encontraba en el mercado o en el interior de sus hogares. Un poco antes se había cruzado con varios grupos de niños, pero la calle en la que se encontraba ahora desembocaba en un grupo de almacenes y estaba desierta por completo. No parecía haber otra cosa que hacer más que volver sobre sus pasos y confiar en la suerte.
Después de doblar una esquina, vio una taberna y decidió probar suerte. Estaba casi junto a ella cuando la puerta se abrió bruscamente y un grupo de tambaleantes marineros plenimaranos salió a la calle.
Eran cinco; vacilaban al caminar y cantaban en su lengua materna con voces cuyo tono revelaba que habían bebido de más. Repararon en Alec antes de que pudiera esconderse y se dirigieron sin prisa hacia él.
Alec los saludó con un gesto de la cabeza mientras trataba de pasar a su lado, pero uno de ellos sujetó el extremo de su capa, tiró de ella y lo arrastró hasta que se encontró frente a los soldados. El que lo había cogido, un hombre de cara redonda cuyo labio inferior estaba cortado en dos por una profunda cicatriz, le gritó alguna clase de desafío mientras le clavaba una vez tras otra el dedo índice en el pecho.
—¡Borracho estúpido! —otro de ellos, un hombre más alto y de barba negra, apartó a Caracortada y rodeó con su grueso brazo los hombros de Alec. Hablaba con acento espeso, pero logró hacerse entender—. Como dice mi Hermano Soldado, eres un muchachito con muy buena pinta. Podrías ser marinero. ¿Por qué no te unes a nosotros?
—No creo que valga para soldado —replicó Alec. Al instante, varios de ellos llevaron la mano a la daga, con gesto despreocupado—. Lo que quiero decir es que no soy lo bastante mayor, ni lo bastante fuerte… como ustedes.
Un soldado tuerto tiró de la manga de Alec.
—Vaya, vaya. ¿Demasiado importante para ser Hermano Soldado?
—¡No! —gritó Alec, dando una vuelta en el interior del círculo de hombres—. Yo respeto a los Hermanos Soldados. ¡Hombres valientes! Dejadme que os invite a un trago…
De improviso, Un-Ojo y Cara-Redonda lo sujetaron por los brazos.
El soldado barbudo arrancó la bolsa del bolsillo de su cinturón y vació su contenido en su mano.
—Claro, tú pagas muchas cervezas —dijo, sonriendo de oreja a oreja mientras inspeccionaba las monedas. Repentinamente, su rostro se ensombreció y colocó algo delante de los ojos de Alec.
Era la moneda de Eskalia; la había sacado la noche anterior y había olvidado volver a guardarla en su bota.
—¿De dónde sacas esto, muchachito? —gruñó el plenimarano barbudo—. ¡No pareces asqueroso eskaliano! ¿Por qué tienes dinero de la asquerosa reina zorra?
Antes de que tuviera tiempo de contestar, el hombre le propinó un fuerte puñetazo en el estómago y gritó:
—¿Espía asqueroso, quizá?
Por la Misericordia del Hacedor, otra vez no.
Jadeando en busca de aliento, Alec se encogió y los soldados lo arrojaron al barro medio helado que llenaba la calle. Alguien le dio una patada en la espalda, y unas punzadas de intenso dolor ensombrecieron su visión. A duras penas logró ponerse de rodillas y extendió una mano hacia la bota, donde escondía la daga, mientras rezaba para que su capa escondiera el movimiento.
—¡Tú, Tildus! ¿No es demasiado temprano para andar torturando niños?
Alec no podía ver al que acababa de hablar, pero su voz tenía un acento norteño que, en aquel momento, parecía una bendición. Los marineros dejaron de golpearlo y el hombre barbudo se volvió.
—¡Micum Cavish, saludos! No torturamos. Sólo interrogamos a espía.
—Ese no es ningún espía, maldito idiota, es el hijo de mi hermano. ¡Dejadlo ir antes de que peligre nuestra amistad!
Perplejo, Alec estiró el cuello para poder ver mejor a ese tal Micum Cavish. Cuando lo tuvo ante sus ojos, comenzó a comprender.
Cavish era el encapuchado con el que Seregil había hablado la noche anterior. Sólo que ahora la capucha estaba echada hacia atrás y revelaba un rostro pecoso de rasgos fuertes bajo una espesa melena de pelo castaño. Unas pobladas cejas de color rojizo coronaban sus ojos azules, y un mostacho todavía más poblado caía por ambos lados de su boca. Su postura era relajada, pero su mano derecha, apoyada como si tal cosa en el cinturón, se encontraba muy cerca de la empuñadura de su espada. El hecho de que lo superaran en número en una proporción de cinco a uno no parecía importarle en absoluto.
—Perdón —estaba diciendo Tildus—. Tenemos mucho licor. Cuando vemos dinero de la reina zorra por aquí, nos volvemos como locos. ¿Ves?
—¿Desde cuando convierte una simple moneda a alguien en espía? —el tono de Micum Cavish era jocoso, pero la mano permanecía cerca de la espada—. No hace mucho que ha comenzado a trabajar con un bardo. En las rutas de las caravanas se ve toda clase de monedas. Aquí en el norte la plata es plata, y a nadie le importa la cara que la acompaña.
—Error, ¿eh? —Tildus rió de lado a lado, mientras hacía un gesto a los demás para que ayudaran a ponerse en pie a Alec—. No mucho daño, ¿verdad, muchachito? Tú cantas, quizá nosotros podemos ir a oírte cantar. ¡Te damos buena plata de Plenimar! Vamos, Hermanos. Mejor dormir la mona y no meterse en más problemas —con estas últimas palabras reunió a sus ceñudos compañeros y abandonaron el callejón dando tumbos.
—Gracias —dijo Alec mientras reunía sus monedas llenas de barro. Ahora que se encontraban más cerca, le sorprendió descubrir que los cabellos del hombre estaban salpicados de plata en torno a las sienes—. ¿Así que sois mi tío Micum?
El alto espadachín sonrió, afable.
—Es lo primero que me pasó por la imaginación. Ha sido una suerte para ti que yo pasase por aquí precisamente ahora. Para empezar, ese Tildus es un bastardo desagradable, y además es todavía peor cuando está bebido. ¿Qué estás haciendo vagando solo por aquí?
—Trataba de llegar al mercado, pero me perdí.
—Sigue por esta calle, tuerce a la izquierda y continúa recto hasta que llegues allí —ofreció a Alec un guiño de complicidad y dijo—. Creo que encontrarás a Aren en la segunda sastrería, a la derecha de la esquina.
—Gracias de nuevo —dijo Alec mientras Micum se marchaba. El hombre alzó la mano brevemente a modo de saludo y desapareció detrás de la esquina.
Alec encontró a Seregil muy ocupado, regateando por el precio de unas camisas. Al reparar en el aspecto desarreglado del muchacho, se apartó rápidamente de la barraca del sastre.
—¿Qué te ha ocurrido?
Alec relató su historia rápidamente. Al escucharle mencionar a Micum, Seregil levantó una ceja, pero no hizo comentario alguno al respecto.
—Hoy parece haber muchísima actividad. Parece que hemos llegado justo a tiempo. Los plenimaranos se marchan mañana y el alcalde va a ofrecer esta noche un banquete en su honor. Parece que será todo un acontecimiento. Sin embargo, parece ser que se encuentra un poco corto por lo que a los espectáculos y entretenimientos se refiere. He estado ideando un plan para hacerme ver.
—¿Qué pretendéis hacer? ¿Cantar en las escaleras de su casa?
—Nada tan evidente. Justo al otro lado de la plaza hay una agradable fuente. Creo que está lo suficientemente cerca, ¿no te parece?
Concluyó sus negocios con el sastre y se dirigieron atravesando el puente hacia la calle de los Armeros.
Allí, el clamor de los martillos contra el metal era casi más de lo que Alec podía soportar. Sin embargo, a medida que se acercaban a la tienda de un vendedor de arcos, su rostro se iluminó a ojos vista.
—No sé mucho de estas cosas, pero he oído que Corda es el mejor —señaló Seregil.
Alec se encogió de hombros sin apartar los ojos de los arcos expuestos.
—Los de Corda son buenos, pero no tienen el alcance de los de Radly. En todo caso, cualquiera de ellos está más allá de mis posibilidades. Si no os importa, podríamos parar en la tienda de Tallman. No me siento a gusto viajando sin un arco.
—Perfecto, pero primero tenemos que hablar con Maklin para conseguirte una espada.
Desde algún lugar detrás del vestíbulo de la tienda del herrero les llegaba el tronar de los martillos contra el acero, y Alec tuvo que contener el impulso de taparse los oídos con las manos. Mientras tanto, Seregil paseaba con expresión de felicidad entre la resplandeciente colección de espadas y cuchillos que cubría las paredes. La mayoría de las armas era obra del propio herrero, pero una sección de la tienda estaba dedicada a armas antiguas que habían sido canjeadas por otras más nuevas. Seregil se detuvo para examinar estas últimas con más detenimiento, señalando las de diseño arcaico o extranjero, así como esas otras que habían experimentado modificaciones inteligentes. Alec apenas podía escuchar sus comentarios.
Por ventura, el estruendo disminuyó considerablemente cuando un hombre corpulento, que lucía un delantal de cuero manchado, hizo su aparición por una puerta en el fondo de la tienda y saludó a Seregil con una exclamación alborozada.
—¡Bienvenido, Maese Windover! ¿Qué puedo hacer hoy por ti?
—Bien hallado, Maese Maklin. —Seregil le devolvió el saludo—. Necesito una espada para mi joven amigo.
—¿Para mí? —preguntó Alec, sorprendido—. Pero si os dije…
El herrero miró a Alec y durante un momento pareció evaluarlo.
—¿Alguna vez has blandido una espada, muchacho?
—No.
El herrero extrajo un juego de calibradores y comenzó a medir las diversas dimensiones de Alec. Después de palpar los músculos de su brazo con una expresión seria en el rostro, dijo:
—¡Tengo justo lo que necesita! —y volvió a desaparecer en el interior de la tienda. Regresó al cabo de un rato llevando debajo del brazo una espada larga con su vaina. Presentó la empuñadura a Alec mientras le invitaba con el gesto a cogerla.
—Tiene la estatura y la envergadura necesarias para blandirla —señaló Maklin a Seregil—. Es una buena hoja, bien equilibrada y fácil de utilizar. La hice por encargo de un mercader, pero el desgraciado nunca vino a recogerla. No es que sea especialmente bonita pero es un buen acero. Mientras la forjaba la bañé en sangre de toro y, como bien sabes, para el acero no hay mejor encantamiento que éste.
Incluso Alec podía ver que el herrero estaba siendo modesto.
Sentía la resplandeciente espada como si fuera una extensión de su propia mano. No era ligera, pero a pesar de ello, mientras Maklin le enseñaba a sostenerla y blandirla de esta o aquella manera, experimentaba una sensación fluida, natural en los movimientos. La empuñadura estaba envuelta en un alambre enrolado y terminaba en un pomo esférico y bruñido. Los nervios de la guarda, de bronce, describían elegantes curvas rematadas por pequeños botones aplanados, cincelados para semejar la cabeza aovillada de un helecho sin abrir. La hoja no estaba decorada, pero al reflejar la luz emitía destellos ligeramente azulados.
—Un diseño singular —señaló Seregil, tomando la espada entre sus manos y pasando un dedo sobre los nervios de la guarda—. No es bonita, pero tampoco es tosca. ¿Ves cómo se curvan estas púas desde la empuñadura, Alec? Esto es lo que utilizas para arrebatarle a tu enemigo la espada de la mano o para romper su hoja, si sabes cómo utilizarla.
Desenvainó su propia espada y le mostró a Alec las similitudes entre ambas. Por primera vez, Alec reparó en que los nervios del arma de Seregil, terminados en gastadas cabezas de dragón, estaban llenos de muescas y cicatrices.
—Es una buena arma, Maklin. ¿Cuánto? —preguntó Seregil.
—Cincuenta marcos con la vaina —replicó el herrero.
Seregil pagó el precio sin regatear y Maklin incluyó un cinto de espadachín. Acto seguido, instruyó a Alec sobre la manera correcta de colocárselo, anudado dos veces en torno a su cintura y con las correas atadas de manera que la espada pendiese en el ángulo apropiado contra la cadera izquierda.
Cuando estuvieron de nuevo en la calle, Alec trató de dar las gracias a Seregil.
—Me lo pagarás de una forma o de otra —dijo Seregil, poniendo fin a la cuestión—. Por ahora, me basta con que me prometas que no la desenvainarás hasta que hayas aprendido a utilizarla. Aunque la sostienes bien, eso no basta en el caso de que se produzca una lucha.
Mientras pasaban de nuevo frente a las tiendas de arcos, Seregil se detuvo frente a la de Radly.
—No tiene sentido entrar ahí —le dijo Alec—. Un buen arco de Radly cuesta por lo menos tanto como esta espada.
—¿Y lo vale?
—Bueno, sí.
—Entonces vamos. Llegado el caso de que nuestra vida dependa de ti, no quiero que utilices un palo de tres peniques.
El corazón de Alec comenzó a latir con más fuerza cuando entraron en la tienda. Su padre, que era un arquero decente, había señalado más de una vez el lugar con una reverencia que en él era insólita. El Maestro Radly, había dicho a su hijo, poseía un don para la fabricación de arcos que iba más allá de lo natural. Alec nunca había imaginado que un día entraría en aquel lugar como cliente.
En aquel momento, el maestro fabricante de arcos, un hombre severo y corpulento, estaba instruyendo a su aprendiz en las técnicas más complejas de la fabricación de flechas. Después de invitarlos a inspeccionar por su cuenta la tienda, siguió con su quehacer.
En aquel lugar, Alec se encontraba en su elemento.
Inspeccionaba la hilera de arcos con el mismo deleite que, obviamente, Seregil había sentido en la herrería.
Varios arcos largos sin tensar, de casi un metro ochenta de longitud, pendían, sujetos a cuerdas, del techo. Dispuestas en varias estanterías a lo largo de las paredes, había ballestas de todos los tipos junto a arcos cortos, apropiados para las damas, arcos compuestos de caballería y, en general, todos los tipos de armas que se utilizaban comúnmente en el norte. Pero Alec sólo tenía ojos para un tipo particular de arco, conocido como el Radly Negro.
Algo más cortos que los arcos largos regulares, éstos estaban fabricados con la madera del tejo negro del Bosque del Lago, muy difícil de trabajar. Otros fabricantes menos diestros podían arruinar media docena de varas de esta madera antes de terminar un arco, pero Radly y sus aprendices habían perfeccionado la técnica al máximo. Barnizados con aceites y cera de abeja, resplandecían como el carey negro.
En el centro mismo de la tienda, situados sobre una mesa alargada, descansaban siete de ellos. Alec los inspeccionó uno por uno, comprobando la rectitud de los miembros terminados en punta, la suavidad de la talla y la marca de marfil del artesano pegada en el envés, allí donde el arco se empuñaba. Por fin pareció decidirse por uno. Lo sujetó por ambos lados de la empuñadura y lo dobló bruscamente; al instante, el miembro inferior cayó en su mano, suelto.
—¿Qué estas haciendo? —siseó Seregil con alarma.
—Es un arco de viaje. —Alec le mostró el regatón de acero que coronaba el extremo del miembro, con el diminuto perno que lo fijaba en su lugar, en el interior de la vaina de la empuñadura—. Son más fáciles de transportar cuando se viaja por terrenos difíciles o a caballo.
—Y también más fáciles de esconder —señaló Seregil mientras volvía a ajustar la sección en su lugar—. ¿Tiene tanta potencia como un arco largo?
—Dependiendo de la longitud, puede llegar a ejercer más de ochenta libras de presión.
—¿Y puede saberse lo que eso significa?
Alec tomó otro de los arcos y lo sostuvo frente a sí como si fuera a tensarlo.
—Significa que si pudiera colocar a dos hombres en fila, uno delante de otro, podría atravesarlos a ambos por completo de un solo flechazo. Con esto puede abatirse casi cualquier cosa, desde una liebre hasta un ciervo. He oído que pueden incluso atravesar una cota de mallas.
—¡Harían sangrar a una veleta de cobre! —dijo Radly mientras, por fin, se reunía con ellos—. Parece que algo sabéis de arcos, joven señor. ¿Qué os parecen?
—Me gustan estos —dijo Alec, señalando los dos que había apartado—. Pero no termino de estar seguro sobre la longitud.
—Será mejor que comprobemos vuestra envergadura.
Con una mano, Alec sostuvo el arco en alto mientras con la otra tiraba de una invisible cuerda hasta el oído, al tiempo que el maestro artesano extendía un cordel de medida entre su dedo índice izquierdo y el ángulo de su mandíbula, bajo su ojo derecho.
—Cualquiera de los dos os valdrá —concluyó Radly—. O aquel de allí.
Señaló a uno de los que descansaba sobre la mesa, que Alec había descartado.
—Creo que prefiero estos dos —contestó el muchacho, firme en su primera decisión.
Radly colocó todos los arcos en fila.
—Mirad las marcas.
La marca de la tienda, un tejo negro grabado sobre el marfil, parecía la misma en todos ellos. Entonces, Radly señaló la diminuta «R», visible sólo en la copa de los dos que Alec había elegido y que indicaba que ambos eran obra del maestro y no de uno de sus ayudantes.
—Tenéis buen ojo para ser tan joven —dijo el fabricante de arcos—. Venid a probarlos.
Después de armar los arcos, Radly los condujo a través de la tienda hasta el callejón que había al otro lado.
Al final del mismo se habían dispuesto varias dianas. La primera de ellas era un simple círculo pintado sobre la sección en forma de cruz de un gran leño. La segunda era otro círculo, pero esta vez, para acertar al blanco, la flecha tenía que atravesar tres anillas de hierro que colgaban de unos palos situados entre el arquero y el objetivo. La última estaba formada simplemente por ocho varas de sauce clavadas sobre la tierra.
—¿Qué es todo esto? —suspiró Seregil mientras el arquero iba a ajustar las varas.
—Dicen que no vende un Negro a nadie que no consiga acertar las tres dianas —le contestó Alec en un susurro mientras anudaba una guarda de cuero alrededor de su antebrazo izquierdo.
Al volver, Radly le tendió un carcaj de flechas.
—Tened. Veamos cómo disparáis.
Alec seleccionó con cuidado una flecha y la clavó sin dificultades en la primera de las dianas. Probó entonces con el segundo arco y consiguió repetir la hazaña con facilidad. La segunda de las flechas había arrancado parte de los penachos de la primera.
En la siguiente diana, la primera de sus flechas rebotó en una de las anillas y quedó corta. Miró al cielo. Era un día despejado. Respiró profundamente, dejándose invadir por la calma que necesitaba para tirar. Al segundo intento acertó en el centro mismo de la diana y entonces repitió el disparo, sólo para asegurarse. Volviendo de nuevo al primero de los arcos, consiguió tres dianas limpias en rápida sucesión.
Decidió entonces que era un buen día para disparar, mientras se relajaba hasta alcanzar el estado de calma y bienestar casi sobrenatural que experimentaba en momentos como aquel. Se volvió hacia la última de las dianas y dejó volar cuatro flechas, una detrás de otra, sin un momento de pausa. Se clavaron todas ellas, en estacas alternas y prácticamente a la misma altura.
A su espalda, Seregil dejó escapar un suspiro de admiración pero Alec mantuvo la mirada fija en las estacas.
Cambió de arco y rápidamente volvió a acertar a las varas restantes, sólo que esta vez a una altura diferente. Mientras bajaba el arco, estalló detrás de él un aplauso y se volvió; Seregil, Radly y varios de sus aprendices sonreían abiertamente con aprobación.
Ruborizándose, musitó:
—Creo que me quedaré con éste.
Aquella tarde, la misión de Seregil fue un éxito; regresó con la noticia de que habían sido contratados para actuar en el banquete del alcalde que tendría lugar al caer la noche. Tan pronto como se hubo disculpado con el posadero, arrastró a Alec hasta una casa de baños cercana y luego de vuelta a la habitación para darle los últimos toques a su acicalado.
—Te sienta mejor que a mí —señaló Seregil mientras le ajustaba la faja a Alec.
Alec vestía el segundo mejor traje de «Aren»: una larga túnica de fina lana azul, decorada con franjas bordadas que recorrían el dobladillo y las mangas. Habían pagado a una de las muchachas que trabajaban en la cocina para que puliera sus botas hasta darles un brillo respetable.
El propio Seregil estaba magnífico con su túnica carmesí, decorada con un intrincado patrón blanco y negro y con una delgada banda de seda escarlata y negra, atada en la espalda con un elaborado nudo. Cubrió con elegancia uno de sus hombros con su nueva capa de suntuoso color azul medianoche y la prendió con un pesado alfiler de plata.
—Mientras negociaba nuestra paga con el bailío del alcalde, pude sonsacarle algo sobre los invitados —le dijo Seregil—. Lord Boraneus, aparentemente un enviado comercial, es el jefe de la expedición plenimarana. Va con ellos otro noble, un tal Lord Trygonis, que parece tener también algún poder, aunque habla muy poco. Recurriendo a algunas zalamerías, conseguí que una de las doncellas me contara que Boraneus y Trygonis se alojan en los mejores aposentos del segundo piso. Aparte de la guardia de honor habitual en un banquete como éste, imagino que habrá numerosos soldados vigilando los alrededores de la mansión. Veamos, ¿estás absolutamente convencido de haber comprendido lo que vamos a hacer esta noche?
Alec estaba intentando con poco éxito arreglar los pliegues de su capa a imitación de la de Seregil.
—Cantaremos hasta que todo el mundo haya bebido bastante. Vos haréis una pausa para afinar el arpa y romperéis una cuerda. Entonces me enviaréis a casa a buscar una nueva cuerda mientras salís a tomar un poco el aire. Hay una pequeña escalera para el servicio en la parte trasera de la casa que conduce al segundo piso. Nos encontraremos allí y subiremos juntos.
—¿Tienes la cuerda de repuesto contigo?
—En mi túnica.
—Excelente. —Seregil extrajo el fardo que guardaba debajo de la cama y sacó de su interior algo envuelto en un jirón de tela de saco. Lo desenvolvió y se lo mostró a Alec: era una hermosa daga. La empuñadura estaba hecha de cuerno negro con incrustaciones de plata. La delgada hoja parecía mortalmente afilada—. Esto es para ti —dijo Seregil mientras la sopesaba un instante sobre la palma de la mano—. Llamó mi atención mientras te entretenías con Maklin. Es más larga que la otra y está mejor equilibrada. Acaso un poco suntuosa para un aprendiz de bardo, pero nadie va a verla dentro de tu bota. Si hacemos como corresponde el trabajo de esta noche, no la necesitarás para nada.
—Seregil, no puedo… —el muchacho balbuceó, abrumado—. Nunca podré pagaros todo esto y…
—¿Pagarme por qué? —preguntó Seregil, sorprendido.
—¡Por esto! ¡Por todo esto! —exclamó el muchacho describiendo con el brazo un giro en derredor—. Las ropas, la espada, el arco… No he hecho nada en toda mi vida para merecerme todo esto. Por el Amor del Hacedor, ni siquiera hace una semana que nos conocemos…
—No seas tonto. Todas estas cosas no son más que las herramientas del oficio. Sin ellas no me servirías de nada. No te preocupes por ellas y no me insultes hablándome de deudas. No puedo pensar en nada que signifique para mí menos que el dinero; es demasiado fácil de conseguir.
Sacudiendo la cabeza, Alec deslizó la daga en el interior de la bota y sonrió.
—Como un guante.
—Espléndido. Vamos a trabajar, entonces. Y que Illior vele por nosotros esta noche.
Las estrellas ya habían salido cuando partieron hacia el palacio del alcalde. Un viento helado que soplaba sobre el lago les obligó a arrebujarse con sus capas. Como prometiera, Seregil le había conseguido a Alec un par de guantes, y suponía que el muchacho le estaría agradecido por el calor que le proporcionaban.
No por vez primera a lo largo de aquel día, Seregil se preguntó qué estaba haciendo al arrastrar a un muchacho inexperto, al que apenas había conocido hacía una semana, a un robo. O qué estaba haciendo el muchacho al acompañarlo. Astuto como era para algunos asuntos, el chico parecía depositar en él demasiada confianza, y eso lo alarmaba. Seregil, que nunca había sido responsable de nadie más que de sí mismo, no estaba muy seguro de nada, salvo de que, en su momento, internarse en las Quebradas con el muchacho a su lado le había parecido una buena idea. Por mucho que la lógica le dictase lo contrario, al mirar a Alec caminando a su lado, su intuición le decía que la decisión la había tomado la fortuna por él.
Una vez en la casa del alcalde los condujeron a la cocina, donde les fue servida la cena acostumbrada. El tapiz de la puerta había sido retirado y podían ver a un saltimbanqui actuando para los huéspedes en el salón. Cuando se hubo retirado la última de las fuentes y se sirvieron el vino y las frutas, Aron Windover fue anunciado.
El salón estaba iluminado con cirios de cera y la luz que despedía la chimenea. Varias mesas de caballete se habían dispuesto en forma de una gran «U» encarada hacia el hogar. Los invitados, en su mayoría ricos mercaderes, maestros de los gremios y artesanos de Herbaleda, aplaudieron calurosamente mientras Seregil y Alec ocupaban el lugar que les correspondía en una pequeña plataforma preparada al efecto.
Alec tendió el arpa a Seregil con un movimiento ostentoso, aprendido apenas una hora antes, y luego retrocedió respetuosamente.
A la manera más florida de Aren Windover, Seregil se presentó y pronunció un pequeño discurso de agradecimiento para el alcalde y su mujer. Sus palabras fueron bien recibidas y comenzó la primera de sus canciones en medio de una salva de aplausos. Primero atrapó la atención de su audiencia con una conmovedora trova de caza, entonces pasó a interpretar una sucesión de baladas y canciones de amor, intercalando aquí y allá una cancioncilla ligeramente subida de tono una vez que estuvo seguro de que las damas lo aprobaban. Alec lo acompañaba a menudo con una segunda voz, y servía cerveza a su señor cuando la ocasión lo requería.
El que se hacía llamar Boraneus se sentaba en el lugar de honor, a la derecha del gordo alcalde. Mientras tocaba, Seregil lo observó subrepticiamente. Era alto, moreno y de pelo negro-azulado, como correspondía a un verdadero plenimarano. Era más joven de lo que Seregil había esperado; no debía pasar de los cuarenta y era extremadamente bien parecido, a pesar de la delgada cicatriz que recorría su rostro desde el borde interior de su ojo izquierdo hasta el pómulo. Sus negros ojos despedían un fulgor libertino cuando compartía alguna chanza con la mujer del alcalde, pero en cuanto la sonrisa se desvanecía su rostro se tornaba una máscara velada e ilegible. Por la Luz, es el duque Mardus… se haga llamar aquí como quiera, pensó Seregil mientras tocaba. Aunque nunca había visto a Mardus antes de ahora, conocía bien su descripción y su reputación.
El oficial de más alto rango del sistema de espionaje de Plenimar, conocido también por ser un inquisidor sádico y despiadado. Seregil no pudo evitar un estremecimiento cuando la mirada impasible de Mardus se posó un instante sobre él. El que un hombre como ese estudiara tu rostro era la peor suerte imaginable.
El otro enviado no parecía ser individuo de gran importancia.
Enjuto y pálido, de pelo negro y lacio, Trygonis parecía estar haciendo cuanto podía para no participar en la conversación que sostenían las gárrulas matronas que se sentaban a ambos lados de él. Aunque vestía espléndidamente, con el atuendo que correspondía a un embajador de Plenimar, su piel pálida y su comportamiento silencioso y observador revelaban al experto ojo de Seregil una historia bien diferente. Su apariencia correspondía más bien a alguien que hubiera pasado toda la vida inclinado sobre libros, en habitaciones a las que nunca llegaba la luz del sol.
Seregil actuó durante casi una hora hasta considerar que el momento adecuado había llegado. Se detuvo entonces para afinar el arpa, rompió la cuerda y, después de mantener entre susurros un tenso intercambio de palabras con Alec, se levantó e hizo una reverencia al alcalde.
—Su excelencia —dijo, adoptando un aire de irritación apenas contenida mientras Alec trataba de parecer avergonzado—. Parece ser que mi aprendiz ha olvidado traer cuerdas de repuesto para mi instrumento. Con vuestro permiso, enviaré al muchacho a mis aposentos para que las traiga.
El alcalde se encontraba a gusto y había bebido bastante. Hizo un gesto de asentimiento y Alec salió apresuradamente.
Seregil volvió a realizar una reverencia.
—Si me permitís volver a abusar de vuestra indulgencia, aprovecharé la ocasión para refrescar mi garganta con el frío aire de la noche.
—Naturalmente, Maese Windover. Creo que pasará algún tiempo antes de que os despidamos. Vuestro fino cantar es buena compañía para este vino.
Una vez en el exterior, Seregil fingió estar aclarando sus pulmones y contemplando las estrellas. Viendo a un guardia plenimarano apostado junto a la fachada del edificio, preguntó por las letrinas y se dirigió hacia el patio trasero del palacio. Tan pronto como estuvo a salvo detrás de la esquina, se apresuró a esconderse entre las sombras y examinó el lugar; no había guardianes en la parte de atrás. Alec lo esperaba junto a la escalera de servicio.
—¿Te ha visto alguien? —susurró Seregil.
Alec sacudió la cabeza.
—Atravesé la plaza y luego volví por el otro lado de la casa.
—Bien. Ahora quédate cerca de mí y presta atención. Si algo va mal, sálvese quien pueda, ¿comprendido? Si llegamos a eso, haré lo que pueda por ayudarte, pero hagamos lo posible por no meternos en problemas, ¿de acuerdo?
Alec, aparentemente más intranquilo después de este consejo, asintió rápidamente y lo siguió escaleras arriba hasta el segundo piso.
La puerta estaba cerrada pero Seregil sacó una ganzúa alargada y lo solucionó en cuestión de segundos. Más allá se abría un pasillo apenas iluminado. Seregil hizo el signo Deprisa y corrió hacia una puerta que había al otro extremo. Desde el otro lado se escuchaba el rumor de la fiesta del piso de abajo. Seregil abrió la puerta sin apenas ruido y descubrió que se encontraban cerca del rellano superior de la gran escalera.
Justo cuando estaban a punto de dirigirse a hurtadillas hacia las habitaciones de los invitados, un soldado plenimarano vestido de negro comenzó a ascender las escaleras desde el salón y desapareció en el interior de una de las habitaciones con vistas a la calle. Emergió un momento más tarde llevando consigo un pequeño cofre, y se perdió de nuevo escaleras abajo. Seregil contó lentamente hasta diez y luego, llevando a Alec detrás de sí, penetró en el pasillo y se deslizó rápidamente hacia la habitación que el soldado acababa de abandonar. La puerta estaba abierta.
—Esta es la habitación de Trygonis —susurró Seregil—. Vigila. Si tocas algo, lo que sea, asegúrate de dejarlo exactamente como lo encontraste.
Junto a la pared había una caja de cama con un arcón de ropa a los pies. Al lado de la ventana, un alto guardarropa y un escritorio.
—Creo que esto primero —murmuró Seregil mientras se arrodillaba junto al arcón. Lo examinó durante un momento y entonces extrajo del interior de su túnica una bolsa de cuero enrollada; la desplegó sobre el suelo, delante de sí, con los ademanes seguros y precisos de un artesano. Contenía una impresionante colección de ganzúas diversas y otras herramientas, cada una de ellas alojada en un diminuto bolsillo.
El pesado candado del arcón cedió al primer intento.
Aparte de un tubo de latón para guardar mapas, el arcón no contenía más que los habituales artículos de vestimenta y equipo.
Todos ellos parecían confirmar que su dueño era un diplomático y no un soldado. A toda prisa, Seregil abrió el tubo y extrajo un pergamino enrollado de su interior. Se dirigió hacia la delgada franja de luz que penetraba por la puerta y lo extendió. Era un mapa de las tierras del norte. Alec lo observó durante un momento por encima del hombro de su compañero y enseguida volvió a la vigilancia, mientras Seregil lo estudiaba más detalladamente y trataba de grabar todos los detalles en su memoria.
Se habían marcado con tinta roja pequeños puntos cerca de las ciudades de la Vía Dorada, Herbaleda, Kerry y Sark. Otros puntos marcaban los remotos señoríos diseminados a lo largo de las laderas de las Montañas del Corazón de Hierro. Asengai era uno de ellos.
No había nada sorprendente en todo ello. Seregil enrolló el mapa y volvió a colocar los contenidos del arcón tal y como los había encontrado. El escritorio no contenía nada de valor, pero en el guardarropa encontró una pequeña bolsa de seda que contenía un disco dorado engarzado en una cadena de oro.
Un lado del medallón era liso y suave; el otro mostraba un peculiar diseño abstracto formado por intrincadas líneas y volutas en relieve. Por mucho que lo intentó, Seregil no fue capaz de memorizarlo. Ligeramente molesto, volvió a colocarlo en su lugar y se unió a Alec en la puerta. No habían pasado más de cinco minutos.
La siguiente habitación era muy similar a la primera, salvo por la presencia de un cofrecillo que descansaba sobre la mesa. Estaba reforzado por bandas metálicas claveteadas y asegurado por una cerradura interna en vez de un candado. Seregil se acercó de nuevo a la luz, examinó la placa de la cerradura y descubrió pequeñas imperfecciones en el metal que rodeaba al ojo. Un ladrón menos experimentado las hubiera tomado por meras corrosiones; Seregil las reconoció: pequeños alojamientos para agujas, tapados con cera y polvo de latón. Cualquiera que intentase forzar la cerradura mientras el mecanismo estuviera en funcionamiento terminaría con una aguja diminuta, pero indudablemente envenenada, clavada en la mano.
Pasó las sensibles yemas de sus dedos sobre las cabezas de los clavos metálicos hasta encontrar una, en la esquina izquierda de la parte de atrás, que se hundía ligeramente al contacto. La apretó, provocando un clic apenas audible. Volvió a probar para asegurarse de que otra no se le había pasado por alto y luego abrió con una ganzúa la cerradura y levantó la tapa.
Lo primero que encontró fue un fajo de documentos cifrados. Los apartó a un lado y sacó un mapa. Era muy semejante al primero, pero sólo mostraba dos puntos rojos: el primero, en el corazón de las Marismas del Negragua, al sur del lago; el segundo, en el Bosque Lejano. El punto de las Marismas estaba envuelto en un círculo.
Bajo el mapa había una bolsa de cuero con otro de los medallones dorados.
En el nombre de Bilairy, ¿qué son estas cosas?, se preguntó, frustrado de nuevo por su incapacidad para encontrarle algún sentido al diseño.
El cofre de la ropa contenía varias camisas cuidadosamente alineadas. Pasó los dedos lentamente entre ellas hasta que encontró una placa de madera tachonada cerca del fondo. Apartó la ropa; había un estuche rectangular de treinta centímetros de longitud y apenas la mitad de altura, cerrado simplemente con un gancho. Mientras lo abría cuidadosamente, se dibujó en sus labios una sonrisa privada de toda alegría; en su interior yacía una colección de pequeños pero efectivos instrumentos de tortura y varios frasquitos de loza. Ahora que estaba seguro de que su hombre era efectivamente Mardus, Seregil puso especial cuidado en dejarlo todo exactamente como lo había encontrado. Sin embargo, mientras volvía a colocar la ropa, un pequeño saquito de piel cayó del interior de una de las camisas. En su interior, Seregil encontró unas cuantas monedas plenimaranas, dos anillos, un cuchillo envainado y unos pequeños discos de madera.
Había ocho en total. Estaban hechos de una madera oscura y se había labrado un agujero cuadrado en el interior de cada uno de ellos. Su tacto era ligeramente oleoso y todos mostraban en una de sus caras el mismo frustrante diseño que había visto en los medallones dorados.
Por fin un poco de suerte, pensó. Era poco probable que alguien echara en falta estos toscos objetos a la hora de partir. Se guardó uno en el bolsillo, con la intención de estudiarlo más tarde.
Acababa de cerrar el cofre cuando Alec le hizo un gesto frenético desde la puerta. Alguien se acercaba.
Seguido de cerca por el muchacho, Seregil se movió silenciosa pero rápidamente hasta la ventana. Abrió los postigos y se asomó. El voladizo del tejado estaba a su alcance.
Ya se había encaramado sobre las tejas de pizarra cuando reparó en los dos guardias que holgazaneaban junto a la fuente; estaba al descubierto. Si miraban hacia arriba, lo verían. Sin embargo, el estrépito proveniente del salón debía de haber enmascarado el ruido que había hecho durante su escalada o quizá estaban borrachos, porque ninguno de ellos lo hizo.
Alec lo siguió y Seregil lo sujetó de la muñeca para ayudarlo a subir. El muchacho parecía asustado, pero a pesar de ello tuvo la suficiente presencia de ánimo como para cerrar suavemente la ventana con el pie mientras ascendía.
El tejado de pizarra estaba resbaladizo y la inclinación de las aguas era muy pronunciada pero, a pesar de ello, lograron alcanzar la parte trasera y descolgarse junto a la escalera de servicio sin un traspié. Una vez allí, Seregil posó una mano sobre el hombro del muchacho. Durante un instante se mantuvo así, en silencio. Su gesto y su expresión demostraban que estaba satisfecho. Entonces le indicó con un ademán que se dirigiera hacía la puerta de la cocina.
Alec casi se encontraba allí cuando una figura alta emergió de las sombras y lo tomó por la capa. Seregil se puso tenso y su mano se deslizó hacia la daga. Instintivamente, Alec retrocedió de un salto y el hombre rió. Justo cuando Seregil estaba a punto de acudir en su ayuda, escuchó la voz del recién llegado y se dio cuenta de que debía de ser uno de los soldados que habían abordado al muchacho aquella mañana.
—Eh, tú cantas bien antes —exclamó el hombre. Su tono parecía amistoso, pero no había soltado la capa de Alec—. ¿Quizá cantas más para mí?
—Tengo que volver al banquete —apartándose todo lo que podía, Alec extrajo de su túnica la cuerda del arpa y la agitó delante del hombre como si fuera un pase—. Mi señor necesita esto. Si le hago esperar me meteré en problemas.
—¿Problemas? —el hombre miró la cuerda entornando los ojos—. No problemas para ti, muchachito de Cavish. ¡Canta más para el gordo alcalde y mi amo! —soltó a Alec y lo ayudó a ponerse en camino con una resonante palmada en la espalda.
Seregil dejó escapar un silencioso suspiro de alivio, esperó hasta que el camino volviera a estar despejado y entonces se escabulló entre las sombras hasta reaparecer en la dirección de las letrinas del palacio.
Era más de medianoche cuando regresaron a Los Tres Peces. A pesar de ello, Seregil insistió en que debían prepararse para partir antes del alba.
—Lo hiciste bien esta noche —dijo mientras terminaba de asegurar las correas de su equipaje—. Lo de la ventana demostró rapidez de pensamiento.
El elogio hizo que Alec sonriera contento y continuó comprobando su nuevo equipo. Por el mismo precio del arco, Maese Radly había incluido una funda impermeable y un carcaj cubierto, a lo que Alec había añadido una docena de flechas, bramante de lino, cera para las cuerdas del arco y penachos rojos y blancos.
Seregil estaba a punto de decir algo cuando la atención de ambos fue distraída por el sonido de alguien que ascendía a toda prisa las escaleras. Micum Cavish irrumpió en la habitación. Jadeando, dijo:
—¡No sé lo que has hecho esta vez, Seregil, pero una jauría de soldados plenimaranos se dirige hacia aquí en este mismo momento!
Desde algún lugar, debajo de ellos, les llegó el sonido de una puerta echada abajo y luego el rumor de numerosos y pesados pasos.
—¡Coge tus cosas, Alec! —ordenó Seregil mientras abría apresuradamente los postigos.
Un momento después, Tildus y una docena de soldados de Plenimar irrumpieron en la habitación, pero la encontraron vacía y a oscuras.