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Seregil empeora

Seregil emergió a duras penas de una nueva pesadilla poco antes del alba. Abrió la ventana, se vistió rápidamente y se sentó a observar la luz naciente del amanecer. Gradualmente, la ansiedad provocada por el sueño se desvaneció, pero en la misma medida, comenzó a intensificarse su dolor de cabeza. Poco tiempo después, escuchó a Alec a su espalda, moviéndose por la alcoba.

—Habéis pasado otra mala noche —dijo el muchacho sin molestarse en hacer de su frase una pregunta.

—Ven a sostenerme el espejo, ¿quieres? —Seregil abrió la bolsa en la que guardaba el maquillaje y se puso manos a la obra. Sus ojos estaban enmarcados por círculos negros como moratones; la mano que sostenía el espejo no era tan firme como una semana antes.

—Creo que Lady Gwethelyn pasará la mayor parte del día en su camarote. Hoy no me siento preparado para muchas charadas —dijo, mientras inspeccionaba el resultado sobre su rostro—. Además, eso nos dará la oportunidad de seguir con tu instrucción. Ya va siendo hora de que aprendas a leer. De hecho, es algo vital para nuestro oficio.

—¿Es difícil?

—Has podido con todo lo que te he enseñado hasta el momento —le tranquilizó Seregil—. Es algo trabajoso, pero una vez que hayas aprendido las letras y sus sonidos, lo demás es fácil. No obstante, primero daremos un corto paseo por la cubierta. Necesito aire fresco antes de desayunar. Dejemos que el capitán vea lo enfermo que me encuentro y quizá nos dejé en paz.

Caía una copiosa nevada aquella mañana; copos húmedos y espesos que envolvían el barco en una cortina pesada, amortiguando todo sonido e impidiendo ver mucho más allá de la proa. Cada cabo y cada superficie estaban cubiertos de blanco y la nieve medio derretida había inundado la cubierta. De pie junto al mástil, el capitán Rhal daba órdenes a varios hombres al mismo tiempo.

—¡Dile a Skywake que lo mantenga en medio del río, si es que puede averiguar dónde está! —gritó a un marinero mientras agitaba una mano en dirección al timonel—. Seguiremos avanzando con pies de plomo hasta que el tiempo aclare. Tendremos menos probabilidades de embarrancar mientras sigamos en el centro del río. Por el Viejo Marinero, no hay viento suficiente ni para llenar a una virgen… vaya, buenos días, mi señora. Espero que os encontréis mejor.

—El movimiento del barco resulta perturbador —contestó Seregil mientras se apoyaba sobre el brazo de Alec para crear un mayor efecto—. Me temo que tendré que pasar el resto de la jornada en mi camarote.

—Sí, es un tiempo asqueroso. Y tan pronto… a este paso, tendremos suerte si llegamos a Torburn mañana por la noche. Será un día muy largo así que, si me perdonáis… Ciris, ¿por qué no le traéis un poco de vino caliente de las cocinas a la señora?

Con estas palabras, se alejó caminando en dirección al timón.

—No sé si debo sentirme aliviado o insultado —rió Seregil entre dientes—. Ve a conseguir algo de desayuno. Nos encontraremos abajo.

A pesar de la extraña visión de la pasada noche, Seregil no estaba preparado para lo que encontró en las gachas que Alec le había traído. Apartando el plato a un lado, se retiró al camastro.

Alec frunció el ceño.

—Ha vuelto a ocurrir, ¿verdad?

Seregil asintió, sin pararse a describir la masa reptante que había visto en el plato ni el hedor repulsivo que emanaba de la tetera. Alec recogió los platos, se los llevó y volvió con un vaso de agua y un pedazo de pan.

—Tenéis que tomar al menos esto —le urgió, mientras ponía la copa en las manos de Seregil.

Éste asintió y la vació rápidamente, tratando de ignorar la perturbadora sensación que había recorrido su lengua al tragar.

—No aguantaréis mucho tiempo así —dijo Alec, inquieto—. ¿No podéis tomar un poco de pan? Mirad, acaba de salir del horno del barco.

Alec apartó la servilleta que lo envolvía y le mostró una gruesa rodaja. El dulce y humeante aroma de la levadura se elevaba describiendo espirales bajo la luz del sol. Por desgracia, mientras extendía la mano para tomarlo, comenzaron a brotar gusanos de su interior y se arrastraron por los dedos del muchacho y sobre la mesa.

Seregil apartó la mirada con una mueca de asco.

—No. Y creo que será mejor que comas en otra parte mientras esto dure.

Comenzaron las lecciones de escritura aquella misma mañana. La gastada mochila de cuero de Seregil contenía varios rollos de pergamino, plumas y un tarro de tinta. Sentados a la pequeña mesa, Alec observaba a Seregil mientras éste trazaba las letras.

—Ahora, inténtalo tú —dijo, tendiéndole la pluma—. Copia cada letra debajo de las mías y yo te diré cómo suenan.

Alec sabía tan poco de manejar una pluma como de esgrima, así que se tomaron algún tiempo para que aprendiera a sujetarla. Muy pronto, estaba manchado de tinta hasta la muñeca, pero Seregil veía que estaba haciendo progresos, así que no dijo nada. Una vez hubo aprendido a escribir las letras, Seregil recuperó la pluma y escribió sus nombres, así como las palabras para «arco», «espada», «barco» y «caballo».

Su escritura resultaba elegante y grácil al lado de los sucios garabatos de Alec, quién lo observaba todo con interés creciente.

—Esta palabra de aquí, ¿se refiere a mí?

—Se refiere a cualquiera llamado Alec.

—Y esta significa «arco». Es como si estas pequeñas marcas tuvieran poder. Las miro y las cosas a las que se refieren aparecen en mi cabeza, como por arte de magia. Esta de aquí no se parece en nada a un arco, pero ahora que conozco los sonidos de las letras, no puedo mirarla sin ver un arco en mis pensamientos.

—A ver que te parece esto. —Seregil escribió «El arco Negro Radley de Alec» y lo leyó en voz alta al mismo tiempo que señalaba cada palabra.

Alec siguió su dedo con la mirada. Sonreía.

—Ahora me imagino mi propio arco. ¿Es cosa de magia?

—No en el sentido al que te refieres. Las palabras ordinarias sencillamente preservan las ideas. Pero debes ser muy cuidadoso. Las palabras pueden mentir o ser malinterpretadas. Puede que no sean mágicas, pero poseen poder.

—No lo comprendo.

—Bueno. El alcalde de Herbaleda escribió una carta al alcalde de Boersby, en la que decía algo como esto: «Aren Windover y su aprendiz han robado mi dinero. Captúralos y serás recompensado». Puesto que el alcalde de Boersby conoce al de Herbaleda, lee sus palabras y las cree. ¿Acaso robamos su dinero?

—No. Simplemente entramos en las habitaciones y vos…

—Sí, sí. —Seregil cortó en seco sus palabras—. ¡Pero la cuestión es que unas pocas palabras sobre un pedazo de papel eran todo lo que hacía falta para convencer al alcalde de Boersby de que lo hicimos!

Seregil se detuvo bruscamente. Prácticamente estaba gritando.

Alec se había echado hacia atrás, encogido, mirándolo como si esperara un golpe. Se apretó las rodillas con las palmas de las manos y respiró profundamente. La jaqueca había regresado desde dondequiera que hubiese estado escondida, y con ella venía un extraordinario ataque de cólera.

—No me encuentro demasiado bien, Alec. ¿Por qué no te vas arriba un rato? —tuvo que hacer un esfuerzo para hablar con calma.

Con una expresión malhumorada en el rostro, Alec abandonó la habitación en silencio.

Seregil enterró la cabeza entre las manos. Pugnaba con una inexplicable y conflictiva oleada de emociones que había despertado en su interior. Quería seguirlo, disculparse y explicarse pero ¿qué iba a decirle?

Lo siento, Alec, pero por un momento he sentido el impulso de estrangularte.

—¡Maldita sea! —recorrió de un lado a otro la diminuta habitación.

La jaqueca se había convertido en un dolor que le impedía pensar. Por debajo del dolor, un vago impulso comenzaba a tomar cuerpo como una sensación casi sensual de necesidad. Lo recorrió de arriba abajo, forzando a sus labios a esbozar una sonrisa terrible, animal, llenando cada fibra de su cuerpo con el deseo de atacar, de azotar. Quería apresar. Quería golpear. Quería desgarrar y cortar…

Quería…

Y entonces, en un último y abrasador destello, todo desapareció, llevándose consigo lo peor de su dolor de cabeza. Cuando su visión se aclaró, descubrió que sujetaba por el mango la pequeña navaja que habían estado utilizando. De algún modo, la había clavado en la mesa con tal fuerza que la pequeña hoja se había partido por la mitad.

Ni siquiera recordaba haberla cogido.

La habitación pareció dar vueltas alrededor de sí mientras, inmóvil y de pie, contemplaba el cuchillo roto.

—Illior, ayúdame —susurró con voz ronca—. ¡Me estoy volviendo loco!

Ofendido y confuso, Alec paseaba a lo largo de la cubierta. Hasta la última noche, Seregil sólo había mostrado hacia él amabilidad y buen humor; aunque no siempre comunicativo, lo había tratado con generosidad y justicia.

Y ahora, de pronto, esta frialdad.

La conmoción provocada por los acontecimientos de la mañana se desvaneció gradualmente y su rabia se convirtió en preocupación.

De pronto se daba cuenta de que precisamente sobre esto le había intentado prevenir Seregil la pasada noche. Naturalmente, las palabras del propio Seregil eran lo único que le aseguraba que se trataba de una aberración nueva y desconocida. ¿Y si había estado loco desde el principio?

Pero, a pesar de todo, no podía olvidar la conversación que había mantenido con Micum Cavish, allá en Boersby. Alec había confiado en él desde el principio, y este comportamiento no se correspondía a lo que le había dicho aquella noche. No, decidió Alec, Seregil no era el culpable de lo que estaba ocurriendo.

No tenía razón alguna para sacarme de las mazmorras de Asengai y a pesar de todo lo hizo, se reprochó con severidad. ¡Dije que lo ayudaría en esto y lo haré!

Y, sin embargo, a pesar de su resolución, seguía deseando que Micum los hubiera acompañado al sur.

Aquella noche, Alec paseó desconsoladamente por la cubierta del barco, ignorando las miradas inquisitivas que los marineros intercambiaban a su paso.

El errático comportamiento de Seregil había continuado durante todo el día. No había sido capaz de comer nada aquella tarde y, a medida que la noche se les echaba encima, se había mostrado más agitado e irritable. Alec había tratado de hablarlo, de calmarlo, pero lo único que había conseguido era enfurecerlo todavía más. Finalmente, Seregil lo había echado una vez más de la habitación, refunfuñando entre dientes.

Hacía demasiado frío para dormir en el exterior, así que Alec bajó la escalera y se acomodó contra la puerta del camarote. Comenzaba a dormirse cuando Rhal apareció junto a él.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó el capitán, sorprendido—. ¿Le ocurre algo a la señora?

La mentira que había ensayado antes surgió con toda naturalidad.

—Mis ronquidos perturbaban su sueño, así que decidí salir aquí —replicó Alec mientras se rascaba el dolorido cuello.

Rhal lo miró un momento con el ceño fruncido y luego dijo:

—Puedes utilizar mi camastro. No creo que vaya a necesitarlo. No con este tiempo.

—Os lo agradezco, pero creo que es mejor que permanezca cerca de la señora, por si me necesita —replicó Alec, escamado ante esta generosidad inesperada.

En ese momento, un grito ronco llegó del interior del camarote, seguido por el ruido de lo que parecía ser una lucha.

Poniéndose en pie precipitadamente, Alec trató de impedir que el capitán irrumpiera en la habitación.

—¡No! Dejadme…

El fornido Rhal lo apartó a un lado como si fuera un niño. La puerta estaba cerrada con llave. Rhal la abrió de una patada y dio un paso al frente.

Detrás de él, Alec observó con alarma cómo el hombre se detenía bruscamente y llevaba la mano hasta el gran cuchillo que pendía de su cinto.

—¿Qué demonios significa esto? —gruñó el capitán.

Alec dejó escapar un gemido de consternación.

Ojeroso y pálido, Seregil se alzaba en la esquina más lejana con la espada en la mano. Se balanceaba suavemente. Su camisón estaba completamente desgarrado, lo que revelaba a las claras que su identidad como Lady Gwethelyn no era más que una farsa. Por un momento, pareció que se disponía a atacarlos. Pero en vez de ello sacudió la cabeza y arrojó la espada sobre el camastro. Alzando una delgada mano, les indicó con un gesto que pasaran. Alec corrió a su lado. Rhal permaneció donde se encontraba, junto a la puerta rota.

—Sólo os preguntaré esto una vez —dijo lentamente, la voz enardecida por la cólera—. Sea lo que sea lo que estéis haciendo, ¿ha puesto en peligro a mi barco o a mi tripulación?

—No lo creo.

Rhal los observó durante un momento prolongado. Parecía estarlos evaluando.

—Entonces, ¿qué es, en el Nombre de Bilairy, lo que estáis haciendo disfrazado con aparejos de mujer?

—Tenía que escapar de ciertas personas. Si os dijera algo más, seríais vos el que estaría en peligro.

—¿De veras? —Rhal parecía escéptico—. Bien, yo hubiera dicho que era un asunto político o que os perseguía un marido enfurecido. El Veloz no era el único barco anclado en Boersby aquella noche. ¿Por qué elegisteis precisamente el mío?

—Oí que erais un hombre de honor…

—¡Tonterías!

Seregil sonrió suavemente.

—Pero no es ningún secreto que no sentís simpatía por Plenimar.

—Eso es muy cierto. —Rhal volvió a observarlo durante un largo rato—. Ya veo lo que pretendéis hacerme creer. Asumiendo que me lo trague, y no digo que lo esté haciendo, no explica la mascarada que habéis estado interpretando desde que subisteis a bordo. ¡Me habéis tratado como a un idiota y eso es algo que no me gusta!

Seregil se dejó caer con aire fatigado sobre el camastro.

—No voy a explicaros mis motivos, pues no os conciernen. Por lo que se refiere a vuestras atenciones hacia Lady Gwethelyn, el chico y yo hicimos todo lo que pudimos para desalentaros.

—Supongo que eso es cierto, pero la verdad es que sigo inclinado a escoltaros hasta la orilla.

—Tendríais que dar muchas explicaciones a vuestra tripulación si lo hicierais, ¿no creéis? —señaló Seregil levantando la ceja en un gesto significativo.

—¡Maldito seáis! —Rhal se pasó una mano por la barba. Parecía frustrado—. ¡Si uno solo de mis hombres llega a enterarse de esto, la historia se conocerá en toda la costa antes de primavera!

—Eso puede evitarse fácilmente. Mañana atracaremos en Torburn. Lady Gwethelyn puede desembarcar allí, alegando problemas de salud. Creo que corren algunas apuestas al respecto de si conseguiréis o no tener intimidad con ella. Si lo deseáis, puedo dejar que me vean abandonando vuestro camarote por la mañana, con una sonrisa lujuriosa en los labios…

Rhal pareció encolerizarse de nuevo.

—Lo único que quiero es que permanezcáis en vuestro camarote hasta que desembarquemos. Seguid con el juego hasta que estéis lejos de mi barco. Después de eso, no quiero volver a veros en mi vida.

Abandonó la habitación enfurecido y dando largas zancadas. En el pasillo se topó con el segundo de a bordo. Antes de que el hombre tuviera tiempo siquiera de sonreír, Rhal gruñó:

—¡Volved al trabajo, Nettles! —y se encerró dando un portazo en su propio camarote.

—Bueno. Sin duda acabo de pasar uno de los momentos más embarazosos de toda mi vida —suspiró Seregil, mientras su fanfarronería se desvanecía como si nunca hubiera estado allí—. No es fácil enfrentarse a un marinero grande y furioso sin otra cosa que un camisón.

—¡Tirasteis la espada a un lado! —exclamó Alec, incrédulo, mientras volvía a colocar la puerta en su lugar.

—Habríamos luchado, de no haberlo hecho. Y, hubiese ganado o perdido, no habríamos podido afrontar las consecuencias de una pelea. ¿Cómo habría podido explicar las cosas si lo hubiese matado, eh? ¿Habríamos dicho que fuiste tú, para proteger mi virtud? La tripulación te hubiese matado al instante. Y sólo Illior sabe lo que hubieran hecho con Lady Gwethelyn. Y si él me hubiera matado a mí, las cosas no habrían sido muy diferentes. No, Alec, es mejor negociar, siempre que sea posible. Tal y como están las cosas, no creo que nuestro secreto pudiese estar en manos más seguras. Y, además, él me interesa. Aunque sea un bravucón y un pícaro, sospecho que es inteligente y astuto cuando no hay mujeres de por medio. Nunca se sabe cuándo podría resultar útil alguien como él.

—¿Qué os hace creer que alguna vez se avendría a ayudaros?

Seregil se encogió de hombros.

—Puede que sea la intuición. Rara vez me equivoco.

Alec tomó asiento y se frotó los ojos.

—¿Qué era toda esa conmoción, justo antes de que entráramos?

—Oh, sólo otra pesadilla —respondió Seregil, fingiendo una indiferencia que no sentía. No quería pensar en lo que podría haber sido de Alec si se hubiera encontrado en la habitación cuando despertó.

Se sentó y tomó la capa que descansaba sobre el baúl. El rasgado camisón se deslizó sobre su hombro, revelando una franja de piel enrojecida en el pecho, justo por encima del esternón.

—¿Qué es eso? —dijo Alec. Extendió una mano para apartar el disco de madera y así poder examinarla con más claridad.

Unos dedos de hielo se aferraron al corazón de Seregil. Abrumado por una furia repentina e inexplicable, sujetó a Alec por la muñeca y lo apartó de sí con cajas destempladas.

—¡Manten tus manos lejos de mí! —gruñó.

Se cubrió los hombros con la capa y se acurrucó en el extremo del camastro.

—Vete a la cama. ¡Ahora mismo!

Recostado en su alcoba aquella misma noche, mucho más tarde, Alec lo escuchó agitarse.

—Alec, ¿estás despierto?

—Sí.

Se produjo un prolongado silencio. Por fin, Seregil dijo:

—Lo siento.

—Lo sé. —Alec lo había estado pensando y comenzaba a trazar un plan—. Micum dijo que conocíais a un mago en Rhíminee. ¿Creéis que podría ayudaros?

—Si él no puede, no conozco a nadie que sea capaz de hacerlo —se produjo otro silencio. Alec escuchó algo que parecía una risilla siniestra y el sonido hizo que se le erizase el vello de la nuca.

—¿Alec?

—¿Sí?

—Ten cuidado, por favor. Esta noche, por un momento…

Alec apretó con fuerza la empuñadura de la espada que descansaba sobre sus rodillas.

—Está bien. Volved a dormir.

Su último día a bordo del Veloz fue muy largo. Seregil pasó toda la mañana con la mirada perdida más allá del ventanuco. Parecía malhumorado.

Alec se mantenía cuidadosamente alejado de él. Tenía sus propios planes. A la caída de la tarde decidió arriesgarse a provocar la ira de Rhal y subió a cubierta.

Se acomodó junto al mascarón de proa. Se había levantado la capucha para protegerse del fuerte viento. Cuando finalmente, poco antes de la puesta de sol, arribaron a Torburn, había conseguido hablar con el timonel y alguno de los marineros sin que el capitán lo advirtiera. Si había de llevar a Seregil hasta Rhíminee, debía conocer el camino.

Para alivio de Rhal, Lady Gwethelyn no se dejó ver hasta que hubieron atracado en Torburn. La historia del segundo de a bordo, propagada discretamente aunque no sin chanzas por toda la tripulación, explicaba tanto el silencio de la dama como la repentina frialdad que el capitán mostraba hacia ella. Cuando finalmente ésta hizo su aparición para desembarcar, por toda la cubierta se intercambiaron codazos y gestos de asentimiento.

Sin embargo, nadie salvo el propio Rhal advirtió que la dama deslizaba algo en su mano mientras se encaminaba hacia la pasarela.

Bien entrada la noche, a solas en su camarote, el capitán desenvolvió el pequeño jirón de seda y se encontró con el anillo de granates que su extraño pasajero había lucido hasta entonces.

—Verdaderamente, un individuo peculiar —susurró para sí.

Confuso, sacudió la cabeza mientras guardaba el anillo a buen recaudo.