_____ 16 _____
Una cena con Nysander
A pesar de que la ceremonia lo había dejado exhausto, Alec insistió en ayudar a Wethis a transportar a Seregil escaleras abajo hasta los aposentos. Un pasillo corto y curvo conducía, después de pasar junto a varias puertas cerradas, hasta un confortable dormitorio. La habitación estaba amueblada con sencillez. Dos camas estrechas flanqueaban una ventana con alféizar en la pared más alejada de la habitación. El suelo estaba cubierto por alfombras gruesas y coloridas, y un fuego ardía alegremente en la chimenea que había junto a la puerta.
Tendieron al inconsciente Seregil en la cama de la derecha. Nysander se inclinó sobre él y tomó una de sus manos entre las suyas.
—Se va a curar, ¿verdad? —preguntó Alec, incapaz de descifrar la expresión del viejo mago—. Quiero decir, ¿volverá a ser el de antes?
Nysander dio una última y afectuosa palmada sobre la mano de Seregil y la depositó cuidadosamente sobre su pecho.
—Así lo creo. Es fuerte en muchos aspectos, aunque no sea completamente consciente de ello. Pero ahora será mejor que te vayas a dormir. Enviaré a buscarte cuando hayas descansado y podremos hablar de todo cuanto desees. Si me necesitas, podrás encontrarme en la habitación al otro lado del pasillo, o arriba.
Una vez que se hubo marchado, Alec colocó una silla junto a la cama de Seregil. Le complacía ver lo tranquilamente que dormía su amigo. Su rostro macilento parecía ahora un poco más vivo y un tenue color comenzaba a aflorar a sus hundidas mejillas.
Me sentaré aquí durante unos pocos minutos, pensó Alec mientras apoyaba el pie sobre el extremo de la cama.
Estaba dormido casi al instante.
—Alec…
Alec se incorporó en su silla y miró a su alrededor, momentáneamente alarmado. Había estado soñando con el Orca y tardó un momento en recordar dónde se encontraba. Alguien había llevado una lámpara a la habitación y, a la suave luz que proyectaba, pudo ver que Seregil, con los ojos apenas abiertos, lo estaba observando.
—¿Rhíminee? —su voz era apenas un suspiro.
—Te dije que te traería hasta aquí —dijo Alec, tratando de aparentar indiferencia. Pero, mientras acercaba la silla a la cama, la voz le traicionó.
La mirada de Seregil vagó, un poco aletargada, por toda la habitación, y Alec pudo ver que la sombra de una sonrisa afloraba a sus pálidos labios.
—Mi viejo cuarto…
Alec pensó que el sueño había vuelto a reclamar a su amigo pero, después de un momento, se agitó y dijo con voz áspera:
—Cuéntame.
Escuchó su relato en silencio, agitándose sólo al reparar en la cicatriz de la mano de Alec, y de nuevo ante la mención del nombre de Valerius.
—¡Él! —graznó Seregil. Durante un instante pareció buscar más palabras, y entonces sacudió la cabeza débilmente—. Ya me lo explicarás más tarde. ¿Qué piensas de Nysander?
—Me gusta. Es alguien en quien uno confía desde el principio, como Micum.
—Puedes confiar siempre en él. Siempre —susurró Seregil al mismo tiempo que sus párpados volvían a cerrarse.
Cuando Alec estuvo seguro de que estaba profundamente dormido, se introdujo en su propia cama. Poco más tarde, lo despertó el cuchicheo de unas voces cercanas. Apartó la almohada de su cara y pudo ver a Valerius y Nysander, inclinados sobre la cama de Seregil al otro lado de la habitación. La luz del sol caía inclinada sobre la alfombra.
—Buenas tardes —lo saludó Nysander. El traje bordado de la noche anterior había desaparecido. La sencilla túnica que ahora vestía estaba deshilachada en los puños y carecía de toda ornamentación.
—Debería haberme levantado antes. —Alec se incorporó y bostezó—. ¿Cómo está Seregil? La pasada noche recuperó la conciencia unos minutos.
—Bastante bien —replicó Valerius mientras terminaba de colocar un vendaje limpio. Volvió a cubrir a Seregil con las mantas, se volvió y sorprendió a Alec con una sonrisa casi amistosa—. ¿Cómo andan hoy esos rasguños?
—Todavía duelen un poco.
Colocando una mano bajo la barbilla de Alec, Valerius inclinó la cabeza del muchacho de un lado a otro.
—Nada serio. Ocúpate de que estén limpios. Nysander me ha contado cómo conseguiste traer a Seregil hasta aquí. Debes de ser tan testarudo como él.
Sin soltar la barbilla de Alec, extendió la otra mano hasta tocar el suelo. El muchacho se estremeció mientras un escalofrío placentero lo atravesaba.
—Esto debería acabar con cualquier dolencia que te moleste —señaló a Seregil con una mano y añadió, de forma algo brusca—. Espero que lo vigiles por mí. Tiene que permanecer en cama hasta que yo diga lo contrario, ¿comprendido?
El brillo temible había vuelto a aparecer en los ojos del drisiano y Alec asintió para mostrar su conformidad.
—No intimides al muchacho —lo regañó Nysander mientras se ponía en pie para marcharse—. Sabes perfectamente que se puede confiar en él. Y, además, es un buen seguidor de Dalna.
—Sí, pero no será un buen seguidor de Dalna con el que tendrá que tratar cuando Seregil comience a impacientarse. Buena suerte, mozo, y que las bendiciones del Hacedor sean contigo.
—¡Y con vos! —se apresuró Alec a añadir en voz alta mientras el hombre abandonaba la estancia.
—Debes de estar hambriento. Al menos, yo lo estoy —dijo Nysander—. Vamos. He hecho que nos sirvan la cena en mi sala de estar.
Alec lanzó una mirada preocupada hacia Seregil.
—Vamos. Debes mantener las fuerzas si pretendes ser de alguna ayuda para él —dijo Nysander mientras tomaba al muchacho del brazo y tiraba de él con delicadeza—. Está justo al otro lado del corredor. Dejaremos las puertas abiertas y volveremos con el vino tan pronto como hayamos terminado de comer.
Wethis se encontraba atareado disponiendo la comida sobre una mesa redonda en el centro de la sala, y dedicó a Alec un amigable asentimiento de cabeza cuando entraron.
Después de la masiva confusión de las habitaciones superiores, Alec se vio sorprendido por el orden que reinaba en la sala de estar de Nysander. La pequeña cámara parecía haber sido decorada y amueblada con el único propósito de resultar lo más confortable posible; más allá de la mesa redonda había un par de sillas encaradas la una frente a la otra al lado del hogar, en el que ardía un buen fuego.
Algunas estanterías dispuestas a lo largo de las paredes contenían una colección de libros y pergaminos primorosamente ordenados, así como algunos objetos de naturaleza incierta.
El rasgo más notable de la habitación era la estrecha franja de pintura mural que corría por completo alrededor de la pared, por lo demás carente de decoración. Apenas tenía setenta centímetros de ancho, pero al examinarla con más detalle, Alec descubrió que estaba formada por una sucesión de bestias y pájaros fantásticos representados con el máximo detalle. Aquí un diminuto dragón desplegaba en toda su longitud unas alas escamosas sobre un castillo todavía más pequeño, mientras arrojaba sobre él un chorro centelleante de ardiente aliento; allá un grupo de centauros perseguía a las doncellas, que escapaban con los brazos extendidos. Más allá, en el mismo muro, un horripilante monstruo marino emergía de las olas pintadas mientras destrozaba un barco entre sus fauces. Junto a la primera de las esquinas, una criatura con el cuerpo de una leona y el busto y la cabeza de una mujer sostenía el cuerpo inerte de un joven entre sus garras. Intercalados entre estas escenas había símbolos que despedían destellos plateados bajo la luz.
Repentinamente, lo sobresaltó el sonido de una risilla complacida, a su espalda.
—Mis insignificantes pinturas te complacen, por lo que veo —dijo el mago.
Alec advirtió entonces, desazonado, que había estado siguiendo el mural a lo largo de toda la habitación, olvidando por completo a su anfitrión. Se volvió. Nysander ya se encontraba sentado a la mesa.
Wethis no estaba a la vista.
—Perdonadme. No pretendía ser maleducado —balbució mientras tomaba asiento a toda prisa.
—Huelgan las disculpas. Las pinturas suelen tener ese efecto sobre aquellos que las ven por vez primera. De hecho, esa es parte de su función.
—¿Queréis decir que son mágicas? —a pesar de que estaba hambriento, Alec experimentaba grandes dificultades para apartar los ojos del mural.
Divertido, Nysander levantó una de sus pobladas cejas.
—Debes perdonarme, pero siempre resulta refrescante encontrarse con alguien tan ingenuo como tú. No son pocos los que han entrado aquí con la esperanza de encontrar revelaciones de proporciones míticas: dragones bajo la mesa del vino, espíritus que hacen su aparición en la chimenea… No les queda asombro para las maravillas pequeñas. Toda su capacidad de asombro se ha convertido en apetito. Sin embargo, en respuesta a tu pregunta te diré que sí, el mural es de hecho mágico. Su propósito, aparte de deslumbrar a quienes invito a cenar, es proteger mis aposentos. Cada uno de los símbolos que ves está encantado para responder a un tipo diferente de intrusión. Los encontrarás por toda la Casa Oréska. Quizá advirtieras los que había en la cúpula de la cámara superior. Todo el edificio está protegido por medio de una elaborada urdimbre de magias… ¡Pero te estoy apartando de tu comida! Hablemos de cosas insignificantes mientras cenamos. Después, podremos conversar de manera civilizada sobre unas copas de vino.
Alec comenzó a comer con cautela, recordando las especias furiosamente picantes del día anterior, pero cada plato sucesivo le resultó aún más apetitoso que el anterior.
—Seregil me contó que los magos venían a Rhíminee para ser instruidos —se aventuró a decir al fin.
—Magos, eruditos, locos… Todos ellos vienen a buscar el conocimiento amasado y preservado por la Tercera Oréska. Aquí hay mucho más que magia, ¿sabes? Reunimos información, cualquier tipo de información. Nuestra biblioteca es la mejor de los Tres Reinos, y las cámaras subterráneas contienen reliquias mágicas que datan de la llegada de los Hierofantes.
Alec dejó el cuchillo a un lado.
—¿Por qué se la llama la Tercera Oréska?
—Los primeros magos que llegaron a esta tierra desde Auréren formaban la Oréska original —explicó Nysander—. Fueron ellos los primeros en explicar que el conocimiento es tan poderoso, a su manera, como cualquier magia, y que la magia sin conocimiento es peor que inútil; es peligrosa. Más tarde, cuando los poderes mágicos comenzaron a manifestarse entre los hijos mestizos de los Aurénfaie y los humanos, fundaron en Ero la Segunda Oréska. Desgraciadamente, casi todos los que la formaban fueron destruidos durante la Gran Guerra. Desde entonces, los magos nunca han vuelto a ser tan numerosos. La destrucción de Ero supuso otra desgracia. Una terrible desgracia. ¡Se perdieron tantos escritos antiguos! Cuando fundó Rhíminee, la Reina Tamír legó este lugar a los magos supervivientes, a cambio del compromiso de contribuir a la defensa de Eskalia. La nueva alianza establecida en aquel momento fue la piedra angular de la Tercera Oréska. La construcción del Canal de Cirna fue la primera demostración de la buena fe de este pacto.
—Algo había oído sobre eso. ¿Cuántos magos existen hoy en día?
—Me temo que no más de unos pocos centenares, en el conjunto de los Tres Reinos. Cada vez nacen menos y menos niños con el poder; la sangre de los maestros Aurénfaie se está diluyendo.
—Pero entonces, ¿los hijos de los magos no heredan sus poderes?
Nysander sacudió la cabeza.
—Los magos no pueden tener hijos. Ese es quizá el mayor precio que pagamos por nuestros dones. Las habilidades mágicas demandan cada brizna de fuerza creativa que poseemos. A cambio somos recompensados con largueza, en poderes y una vida muy larga. Pero la fuerza de Illior que nos otorga la habilidad de recrear el mundo a nuestro alrededor consume al mismo tiempo las naturales fuerzas procreadoras del cuerpo. El Inmortal no ha revelado jamás las razones de esto, ni siquiera a los Aurénfaie… ¡Pero te estoy dando lecciones como si fueras un novicio! Volvamos a tu habitación. Seregil aún duerme profundamente y lo más seguro es que lo haga durante mucho tiempo, pero creo que nos hará bien tenerlo cerca.
Nysander tomó dos copas altas de una estantería cercana y le tendió una de ellas a Alec. El muchacho la examinó por todos lados, asombrado. Nunca había visto nada igual. Tallada sin una sola mácula en un cristal de roca, su borde y su pie estaban decorados con ricos adornos de oro y esmaltes rojizos que brillaban con el color del vino a la luz del fuego.
—Puedo usar la copa de la cena —protestó Alec mientras sostenía la copa en ambas manos con sumo cuidado.
—¡De ningún modo! —Nysander tomó una jarra del aparador y se dirigió hacia el dormitorio—. Conseguirlas estuvo a punto de costarme la vida. Sería un terrible desperdicio no utilizarlas.
Encontraron a Seregil profundamente dormido.
—Sentémonos junto a él. —Nysander volvió a guiñar un ojo a Alec de forma cómplice—. Permíteme, como deferencia a mi avanzada edad, que me apropie de la silla. Tú puedes sentarte en el borde de su cama. Una parte de él sabe que estamos aquí y se siente reconfortada.
Alec se acomodó con las piernas cruzadas y la espalda apoyada contra el pie de la cama. Nysander llenó las copas con vino tinto y saludó a Alec alzando la suya.
—¡De un trago! Este es un vino que suelta la lengua y sé que tienes muchas preguntas. Puedo verlas agolpándose detrás de tus ojos como un enjambre de abejas.
Alec dio un largo trago. Una calidez apacible se extendió por todo su cuerpo.
—Me gustaría saber algo más sobre el disco. ¿Cómo lo llamasteis antes?
—Un talismán. Un objeto mágico dotado de poderes propios e innatos que puede también ser utilizado como foco de poder por alguien que comprenda su función. El veneno con el que había sido untado ayudaría en esto, como Valerius y yo discutimos la pasada noche. Desgraciadamente, no sé mucho más.
—Bueno, ¿y qué hay de la criatura a la que Seregil aseguraba ver? ¿Era real?
Una sombra de preocupación cruzó por un instante el rostro de Nysander.
—Tendré que oír la historia de labios del propio Seregil para estar seguro. Sea cual sea el caso, es indudable que alguien no reparaba en esfuerzos para encontraros. A vosotros y al disco.
Alec lo miró directamente a los ojos.
—¿Creéis que pueden estar siguiéndonos todavía?
—Es muy posible. Pero no tienes nada que temer, querido muchacho. El disco se encuentra ahora más allá de su alcance. Si de verdad alguien os estaba siguiendo, el rastro debió desvanecerse en el preciso instante en que introduje el disco en la jarra, o puede incluso que cuando lo arrancaste del cuello de Seregil. Mientras te encuentres entre los muros de la Oréska, ni siquiera un ejército podrá alcanzarte.
—Pero si ese Mardus es un mago tan poderoso…
—¡Mardus no es ningún mago! —por un instante, Nysander estudió a Alec con una mirada que lo dejó paralizado—. Lo que voy a contarte ahora no debe salir de estas cuatro paredes, ¿comprendido? Te lo repito, no es ningún mago. Mardus es uno de los más poderosos nobles de Plenimar y, según aseguran los rumores, un hijo bastardo del anciano Señor Supremo. Sea cual sea el caso, es un hombre implacable, dotado de una inteligencia cruel y peligrosa, un astuto guerrero, y un reputado asesino. Fue una desgracia que os viera las caras aquella noche en Herbaleda. Esperemos que no volváis a encontraros con él. Pero no te he traído aquí para causarte más miedo del que ya has pasado durante las últimas semanas, así que te serviré un poco más de este excelente vino y cambiaremos a temas menos preocupantes. Dime, ¿te contó Seregil que una vez fue mi aprendiz?
—No, pero Micum lo hizo, allá en Boersby. —Alec contemplaba como hipnotizado los reflejos que producía la luz del fuego al incidir en las profundidades carmesíes de su copa. Durante todos los días que habían pasado en las Quebradas y después, Seregil no había hablado una sola vez de su pasado—. Micum mencionó algo sobre que la cosa no había funcionado.
Nysander le sonrió sobre el borde de la copa.
—Esa, querido muchacho, es una afirmación de lo más certera. ¡Ningún mago tuvo jamás pupilo tan devoto y al mismo tiempo tan desastroso! Pero comencemos por el principio. Cuando Seregil llegó a la corte de Idrilain, no era más que un pariente de la Reina, pobre y lejano, que había sido exiliado por su familia. Estaba completamente solo. En la corte trataron de hacer un paje de él, pero la cosa no duró mucho, como bien puedes suponer. Después, según creo, le ofrecieron un puesto como aprendiz de escriba. Otro fracaso. Después de uno o dos fiascos más, se me encomendó su cuidado e instrucción. Al principio, estuve encantado de contar con él y no podía creer mi buena suerte. Poseía una enorme habilidad, ¿sabes? Y, además, estaba deseoso de aprender. Pero al cabo de unos pocos meses se hizo evidente que algo andaba mal. Logró dominar las disciplinas rudimentarias con una facilidad que nos asombró a ambos, pero tan pronto como intentamos pasar a la magia más elevada, las cosas comenzaron a ir mal.
Nysander sacudió la cabeza al recordar.
—Al principio, ocurría simplemente que los conjuros no funcionaban. O lo hacían, pero con los resultados más inesperados. Digamos que trataba de mover un objeto pequeño, por ejemplo un salero; sólo conseguía que se diese la vuelta. Lo intentaba de nuevo y la sal comenzaba a arder. Al tercer intento, el salero salía volando hacia su cabeza o la mía. Un día intentó realizar un encantamiento muy simple para enviar un mensaje. Al cabo de cinco minutos, todas las arañas, ciempiés y tijeretas del lugar acudieron en tropel por debajo de la puerta. Después de aquello decidimos continuar su instrucción en el exterior. Intentando levitar, hizo explotar una arboleda entera del parque. Con una simple convocación, de mariposas según recuerdo, logró que todos los caballos de las cuadras enloquecieran durante una hora. Muy pronto, las cosas llegaron a tal punto que cada vez que ocurría algo inusual en la Casa Oréska, se nos acusaba de ello. ¡Oh, pero resultaba tan frustrante…! A pesar de todas las pifias y a pesar de toda la destrucción, yo sabía que el poder estaba allí. Podía sentirlo, aunque él mismo no pudiera. Porque, en realidad tenía éxito, en todos sus intentos. ¡Sólo que de una manera errática! El pobre Seregil estaba desolado. Una vez le vi romper a llorar intentando encender una simple vela. Fue entonces cuando se convirtió en un ladrillo.
Sorprendido en medio de un sorbo, Alec se atragantó mientras comenzaba a reírse. Sabía que no debía hacerlo, pero para entonces el vino se había apoderado de su corazón y no podía evitarlo. Nada de lo que estaba escuchando le recordaba al Seregil que conocía.
Nysander sacudió la cabeza con aire contrito.
—Los conjuros que lo atraían por encima de todo eran aquellos que le permitían cambiar de forma. Normalmente yo lo ayudaba a hacerlo. Esta vez, sin embargo, estaba resuelto a hacerlo por sí mismo y, en efecto, consiguió convertirse en un ladrillo… creo que intentaba transformarse en un caballo, por cierto. En cualquier caso, se produjo el destello habitual, luego un sonido sordo… y allí estaba, a mis pies, sobre el suelo: ¡Un ladrillo corriente y moliente!
Alec se tapó la boca con la mano, tratando de reprimir una risotada que recorría su cuerpo y sacudía la cama. Seregil se agitó contra la almohada.
—No, no, no te preocupes por moverte. Es bueno para él sentir nuestra presencia. —Nysander dio a Seregil unas palmaditas afectuosas en el hombro—. Nunca te ha gustado que te recuerden aquel incidente, ¿verdad? Ah, Alec, ahora nos reímos, ya lo creo, pero te aseguro que en aquel momento no fue nada divertido. Revertir el cambio de otra persona desde un estado que se ha impuesto a sí misma, especialmente si se trata de un objeto inanimado, resulta terriblemente difícil. ¡Me llevó dos días conseguirlo! Después de aquello supe que debíamos detenernos, pero él me suplicó que le diera una última oportunidad. Así lo hice y logré que acabara en otro plano.
—¿Plano? —Alec hipó, mientras se limpiaba las lágrimas de los ojos.
—Es como otro país u otro mundo, salvo que no existe en nuestra realidad. Nadie comprende con seguridad por qué existen, pero lo cierto es que lo hacen y que hay medios para viajar a ellos. Pero suelen ser muy peligrosos y es difícil regresar una vez que uno se encuentra allí. Si no hubiera estado con él cuando lo hizo, se habría perdido irremisiblemente. Entonces decidí que había llegado el momento de decir «Nunca más».
Nysander volvió a mirar a Seregil. Todo rastro de alegría había desaparecido de su rostro.
—Aquel día fue uno de los más tristes de toda mi vida, querido hijo, el día que tuviste que renunciar a tu túnica de aprendiz —tomó un largo trago de su copa y continuó—. Ya lo ves, Alec. Privados de hijos verdaderos, no es raro que nuestros aprendices llenen ese vacío. Les damos nuestros conocimientos y nuestras habilidades y ellos conducen nuestro recuerdo hasta el futuro cuando morimos. Así ocurrió con mi viejo maestro y conmigo. Perder a Seregil como aprendiz fue como perder a un hijo muy querido.
—Pero en realidad no lo perdisteis del todo, ¿verdad?
—No. Y en realidad, tal como estaban las cosas, creo que nos hice a ambos un gran servicio al impedirle perseverar. Si se lo hubiera permitido, creo que habría acabado matándose. Además, le obligué a buscar aquello para lo que realmente estaba dotado. Pero en aquel momento se marchó, desapareció durante mucho tiempo y no supe si volvería a verlo alguna vez. No obstante, cuando regresó, ya se había adentrado profundamente en el camino que le llevaría a ser lo que es hoy.
Alec suspiró.
—Sea eso lo que sea…
—¿Es que no lo sabes?
—Aún no estoy seguro. Quiero entenderlo, para poder comprender mejor lo que está intentando enseñarme.
—Un sabio proceder. Y estoy seguro de que, cuando esté preparado, el propio Seregil te lo explicará mejor de lo que Micum o yo mismo podríamos hacerlo. Por ahora, lo que puedo decirte es que tanto Micum como él son Centinelas.
—¿Centinelas?
—Espías, o una especie de espías, al menos. No se les permite hablar de ello, ni siquiera entre ellos mismos. Pero como resulta que yo soy el líder de los Centinelas, creo que puedo ofrecerte alguna explicación.
—¿Vos sois un espía? —exclamó Alec, sorprendido.
—No exactamente. Los Centinelas son mis ojos y mis oídos en lugares distantes. Viajan constantemente, haciendo preguntas discretas, escuchando, observando. Entre otras cosas, han resultado ser de la máxima utilidad para mantener vigilados ciertos movimientos de los plenimaranos. Naturalmente, la Reina tiene su propia red de espías, pero a menudo mis hombres trabajan con ellos. Durante el último año habían aumentado los rumores sobre actividades inusuales en el norte, así que envié a Seregil y a Micum para que evaluaran por sí mismos la situación.
—Si no os importa que os lo pregunte, ¿por qué se molestaría un mago en ser el líder de una organización como esa?
—Supongo que resulta un poco insólito, pero es una tradición que data de la fundación de la Tercera Oréska. Mi maestro y su maestro antes de él, y así a lo largo de los siglos, han ostentado el cargo, y mi sucesor hará lo mismo. A lo largo de los años, los Centinelas han contribuido mucho a la riqueza de la biblioteca de la Oréska. Además, mantienen bien informados a aquellos de nosotros que estamos interesados por lo que ocurre en el ancho mundo que se extiende más allá de nuestras fronteras.
—Pero ¿no es posible conocer tales cosas por medio de la magia?
—Algunas veces sí. Pero no debes creer que la magia otorga omnipotencia.
Alec dio vueltas a la copa entre sus manos, estudiando la tracería dorada mientras sopesaba su siguiente pregunta.
—¡Vamos Alec, adelante! Creo que sé lo que deseas preguntar.
Alec respiró profundamente y aventuró su pregunta:
—Sabíais que algo le había ocurrido a Seregil y sabíais que estábamos intentando llegar hasta vos. ¿Por qué simplemente no nos trajisteis hasta aquí, como hicisteis con la sidra la pasada noche?
Nysander dejó la copa en el suelo y posó las manos sobre su rodilla levantada.
—Una pregunta justa. Y muy común, por añadidura. En este caso había varias razones para no actuar de aquella manera. En primer lugar, no sabía con exactitud dónde os encontrabais o qué era lo que os había ocurrido. Lo poco que conocía me había sido revelado por medio de visiones fugaces y confusas, y no porque yo hubiese emprendido una búsqueda de manera consciente. Utilizar la magia para encontrar a alguien cuando no tienes apenas pistas resulta difícil en el mejor de los casos, y normalmente no da resultado. Durante los siguientes días, vislumbré algunos destellos referentes a vuestra situación, pero apenas me revelaban otra cosa que el que os encontrabais en tierra firme o en el mar. Al menos hasta que reconocí el Canal. Esa es una razón. La segunda es que un conjuro como el que hubiera sido necesario para traer a Seregil hasta aquí es más difícil de lo que imaginas; la magia siempre se cobra un peaje, y transportar a Seregil a través del espacio hubiera sido miles de veces más difícil que hacerlo con aquella jarra de sidra, incluso para mí. Por no mencionar el hecho de que Seregil, con su particular resistencia a la magia, tiene grandes dificultades con los conjuros de transporte. Normalmente, incluso en las mejores condiciones, lo dejan exhausto. En este caso, enfermo como estaba, es posible que no hubiera sobrevivido. Además, no hubiera podido traeros a ambos, por lo que tú te hubieras quedado allí, sólo, preguntándote qué habría sido de tu amigo. Considerando todo ello, decidí que sería más seguro esperar a vuestra llegada.
Nysander se detuvo un instante mientras examinaba a Alec por debajo de sus espesas cejas.
—Ahora bien, todas estas son razones válidas, pero más allá existe otra que tiene precedencia sobre todas ellas. La Oreska fue fundada sobre el principio de que el propósito de la magia es ayudar a los esfuerzos del hombre, no suplantarlos. A pesar de las penalidades que has arrostrado, de las preocupaciones y los cuidados, considera todo lo que has ganado. Mostraste más valor, más fuerza y más lealtad que en toda tu vida anterior. Y la mayor recompensa es que tuviste éxito; salvaste la vida de tu amigo. ¿Renunciarías a todo ello a cambio de verme transportar a Seregil de un lado a otro chasqueando los dedos?
Alec recordó la expresión del rostro Seregil al despertar en su cama limpia, en Rhíminee.
—No —respondió en voz baja—. Por nada del mundo.
—Eso pensé.
Alec tomó otro sorbito de vino.
—Micum me habló un poco de vos, pero la verdad es que no sois tal como yo imaginaba que sería un mago.
—¿De veras? —Nysander pareció bastante complacido con su comentario—. La mayoría de mis colegas se mostrarían de acuerdo contigo. Pero ellos siguen su propia senda y yo sigo la mía. Cada uno de nosotros sirve a un bien más elevado, a su propia manera. ¿Me equivoco o tienes algo que decir al respecto?
—Es sólo que, con todo lo que acabáis de contarme sobre Seregil y todo lo demás, no termino de explicarme lo de Thero. Ayer tuve la impresión de que… quiero decir, que él no… vaya, que no le tiene demasiado aprecio a Seregil. Ni a mí, ya que estamos con ello.
Nysander esbozó una sonrisa irónica.
—Si te sirve de consuelo, te diré que creo que Thero tampoco siente demasiado cariño por mí.
—¡Pero es vuestro aprendiz!
—Lo cual no garantiza en modo alguno el afecto, querido muchacho, aunque idealmente, tal consideración debería existir entre un maestro y su pupilo. La fidelidad que demuestras hacia Seregil al cabo de tan corta asociación habla muy bien de ambos. Me llevó varios años encontrar un nuevo aprendiz. Como te dije antes, son muy pocos los que nacen con el poder y, entre aquellos que lo poseen, el grado de habilidad varía enormemente. Entre los pocos que, gota a gota, llegaban cada año a la Oréska, no encontré a ninguno que se adecuara a mis propósitos hasta dar con Thero. Sea lo que sea lo que pienses de él, debo decirte que está dotado de un talento extremo. No existe faceta de nuestro arte que él no sea capaz de comprender y utilizar. Además, el hecho de que perteneciera a la familia de mi viejo maestro le hizo parecer en aquel momento todavía más apropiado. Todo ello, unido a mi desesperación por encontrar un sucesor, me cegó a ciertos aspectos de su personalidad que en otras circunstancias me hubieran impuesto prudencia. Thero se ha mostrado digno de confianza en todas las situaciones, a pesar de que su sed de conocimientos bordea en ocasiones la avaricia… lo que resulta un serio defecto en el caso de un mago. Carece de sentido del humor y, aunque no encontrarás este rasgo entre los requerimientos para ingresar en la Casa Oréska, yo creo que resulta de un valor incalculable para todos aquellos que aspiran a alcanzar el poder de cualquier clase. Y esta falta de humor provoca que, en ocasiones, se sienta un poco avergonzado de mí. Sin embargo, es la animosidad hacia Seregil lo que, a lo largo de los años, ha acabado por alarmarme más. Pues revela envidia… una de las más peligrosas debilidades. No le basta con haber reemplazado a Seregil como mi aprendiz, ni con estar más dotado para la magia de lo que él nunca podría estar. Y a pesar de que no encuentra utilidad alguna a mi afecto, no puede soportar que Seregil lo conserve. Naturalmente, no es que el propio Seregil sea mucho mejor, como muy pronto descubrirás. Pero Thero es un mago. Si se comporta de esta manera en cuestiones tan insignificantes, ¿de qué no será capaz cuando haya de enfrentarse a las importantes, cuando sea poderoso?
Nysander se detuvo y se frotó los párpados con dos dedos.
—Porque, con o sin mis enseñanzas, llegará a ser muy poderoso. Y lo mantengo a mi lado porque temo dejarlo ir con otro maestro. Mi mayor esperanza es que el tiempo y la madurez le proporcionen la compasión de la que carece. Y entonces… ¡Ah, qué gran mago será!
Alec estaba asombrado por la franqueza del viejo mago.
—Seregil no me cuenta nada de sí mismo y vos me lo contáis todo.
Nysander sonrió.
—Oh, de ningún modo. Todavía no. Todos tenemos nuestros secretos y las razones para guardarlos. Te he contado todo esto sobre Thero y sobre sí mismo para que puedas comprenderlo mejor, y quizá para que entiendas por qué actúa como lo hace. Al igual que Seregil, también yo espero tu discreción y confío en ella.
Nysander estaba extendiendo la mano para tomar de nuevo la copa cuando un globo de luz amarilla se materializó súbitamente delante de él. Flotó unos segundos en el aire, brillando como un sol diminuto, y entonces se deslizó con lentitud hasta posarse sobre su mano extendida. El mago inclinó la cabeza, como si estuviera escuchando una voz que resultaba inaudible para Alec. Entonces, la esfera desapareció tan abruptamente como había llegado.
—Es Ylinestra —se explicó Nysander—. Discúlpame un momento.
Cerró los ojos, levantó su delgado índice y una esfera similar, de color azul brillante, emergió de él.
—Por supuesto, querida —le dijo—. Estaré contigo enseguida.
Obedeciendo a un rápido gesto de su dedo, la esfera desapareció de la vista.
Alec se puso en pie. Sabía que el mago iba a marcharse y sentía que el vino se le había subido a la cabeza.
—Bien… eh, creo que comienzo a comprender algunas cosas. Muchas gracias.
Nysander enarcó una ceja.
—No hay ninguna prisa. Ya le he mandado un mensaje.
—No, de veras. Si Ylinestra me estuviera esperando a mí… ¡Oh, maldita sea! —Alec balbució y se detuvo. Las mejillas le ardían—. No quería decir… o sea… es cosa del vino, supongo.
—¡Por la Luz de Illior, muchacho! Seregil no logrará hacer nada de ti si no consigues que tu rostro esté en calma un solo momento. —Nysander soltó una risilla mientras se ponía en pie—. Aunque es muy probable que tengas razón. Esa mujer puede ser de lo más impaciente. ¿Por qué no te das un paseo por los jardines? Creo que lo encontrarás de lo más agradable después de haber pasado tanto tiempo confinado en el interior de barcos y casas. Wethis puede ocuparse de Seregil.
—No creo que fuera capaz de encontrar el camino —dijo Alec, al tiempo que recordaba todos los giros y vueltas que mediaban entre el dormitorio y la puerta principal.
—Eso tiene fácil solución. Llévate esto contigo. —Nysander abrió la mano y le mostró al muchacho un pequeño cubo de piedra verde, en cada una de cuyas caras se habían grabado diminutos símbolos.
Alec lo tomó y lo hizo rodar sobre la palma de su mano.
—¿Qué es?
—Una piedra guía. Simplemente sostenla en alto y dile a dónde quieres ir. Te conducirá hasta allí.
Un poco avergonzado, Alec levantó la piedra y dijo:
—A los jardines.
Apenas acababa de pronunciar las palabras, un pálido nimbo emanó de la piedra y ésta se alzó en el aire y levitó hasta colocarse delante de él.
—Te llevará a cualquier lugar de la Casa al que se te permita acceder —le explicó Nysander—. Pero recuerda que no debes entrar en los aposentos de ningún mago sin ser invitado. Si estás preparado, dile simplemente que adelante.
—Vamos, pues —dijo Alec al cubo. Flotando a través de la habitación, éste atravesó la puerta de madera barnizada de una manera decididamente antinatural.
Detrás de Alec, el mago volvió a reír entre dientes.
—Pero no olvides que tú debes abrir las puertas.