_____ 12 _____
Solo

¿Soñaban los muertos en la muerte? Algún vestigio de su consciencia viva sentía el paso del tiempo. Se estaba produciendo un cambio de alguna clase pero ¿de qué se trataba? Lentamente, comenzó a sentir el dolor. Pero era solamente algo sordo, percibido desde muy lejos.

Realmente extraño.

Con el dolor vinieron los aromas. Aromas de infección, de enfermedad, los aromas de la suciedad de su propio cuerpo que repelían a su fastidiosa naturaleza, a pesar de que se regocijaba por ser capaz de percibirlos. ¿Acaso no estaba muerto, después de todo?

No tenía explicación alguna para el apurado trance en el que se encontraba, ni recuerdos sobre su pasado y, ahora mismo, incluso el dolor comenzaba de nuevo a deslizarse lejos de él. Silenciosamente, lleno de impotencia, deseó poder hacerlo volver, pero ya se había ido.

Estaba solo…

Alec avanzaba tan deprisa como se atrevía a hacerlo. Estaba determinado a alcanzar el puerto al día siguiente. Sólo se detuvo un rato para dar descanso al pony y ocuparse de las heridas de Seregil.

La quemadura de su mano hacía que el brazo le doliera hasta el codo, pero ya comenzaba a formarse una costra. Por el contrario, al examinar a la luz del día la herida del pecho de Seregil, descubrió que todavía estaba en carne viva y rodeada por un ominoso abanico de líneas de infección.

Se detuvo en la siguiente granja junto a la que pasaron, esperando poder mendigar unas pocas hierbas y algún paño de lino.

La anciana que le abrió la puerta echó una ojeada a Seregil y desapareció en su cocina. Un momento más tarde regresó con una canasta que contenía ungüento de milenrama y aloe, trapos limpios de lino, un tarro de infusión de corteza de sauce y un jarro de miel, queso fresco, pan y media docena de manzanas.

—No… no puedo pagarle —balbució, abrumado por tal generosidad.

La anciana sonrió y le dio unas palmaditas en el brazo.

—No hace falta que lo hagas —dijo con su marcado acento micenio—. El Hacedor ve todas las buenas acciones.

En dirección a Keston, los campos se convertían en una sucesión de suaves pendientes. La tarde siguiente llegaron a una tierra más poblada.

La brisa arrastraba aromas diferentes. Era un olor a agua pero con un toque intenso y desconocido para él. Las gaviotas, mucho más grandes que aquellas pequeñas de cabeza negra que habitaban en las orillas del Lago Negragua, volaban describiendo amplios círculos en el cielo. Tenían el pico amarillo y alargado y las alas de un color gris salpicado de negro. Grandes bandadas de ellas sobrevolaban las tierras o se posaban sobre los campos vacíos o los montones de desperdicios.

Alec coronó una loma y entonces vio en la distancia lo que no podía ser sino el mar. Asombrado, tiró de las riendas y lo contempló en silencio. El sol estaba muy bajo. Las primeras luces doradas de la puesta de sol dibujaban una franja reluciente sobre las aguas color verde plateado. A lo largo de toda la costa, como nudillos en una piel de agua, emergían pequeñas islas, algunas de las cuales estaban cubiertas de vegetación oscura mientras otras no eran más que pedazos de piedra sobre las aguas.

El camino descendía siguiendo una trayectoria sinuosa hacia el litoral, y terminaba en una ciudad desperdigada a lo largo de la orilla de una amplia bahía.

—Me apuesto algo a que eres de tierra adentro.

Un anciano buhonero se había detenido junto al carromato. Arrugado y estevado, el anciano se inclinaba hasta casi tocar el suelo bajo el peso del enorme fardo que transportaba. Lo poco que Alec alcanzaba a ver de su rostro bajo el ala de su gastado y flexible sombrero estaba oculto por el polvo y una barba de pocos días.

—Tienes el aspecto de un habitante de tierra adentro que acaba de ver el mar por vez primera. Ahí sentado, con la boca muy abierta… sí, no puedes ser otra cosa —señaló el anciano mientras reía entre dientes.

—¡Es la cosa más grande que jamás he visto!

—Pues parece todavía más grande cuando estás en medio de él —dijo el buhonero—. Fui marinero en mi juventud, antes de que un tiburón se cenara mi pierna.

Apartó la polvorienta capa a un lado para mostrar a Alec la pata de palo sujeta al muñón de su pierna izquierda. Tallada con habilidad para semejar la extremidad a la que había remplazado, terminaba en un zueco de madera casi idéntico al verdadero que lucía su otro pie.

—Todo el día vagabundeando de aquí para allá. No sé cuál de los pies me duele más. ¿Podrías ofrecerle a un hermano viajero un rincón en tu carreta para llegar a la ciudad?

—Subid. —Alec alargó una mano para ayudarlo.

—Muchas gracias. Hannock de Brithia, para servirte —dijo el buhonero mientras se acomodaba sobre el asiento. Se produjo un silencio. El hombre parecía esperar algo.

—Aren. Aren Silverleaf. —Alec se sintió un poco tonto dándole un nombre falso al anciano, pero a esas alturas ya comenzaba a convertirse en un hábito.

Hannock se llevó un dedo hasta el ala de su sombrero.

—Bien hallado, Aren. ¿Qué le ha pasado a tu amigo, el de ahí atrás?

—Una mala caída —mintió Alec rápidamente—. Decidme, ¿conocéis la ciudad de Keston?

—Debería decir que sí. ¿Qué puedo hacer por ti allí?

—Necesito vender este carromato y encontrar un barco que nos lleve a Rhíminee.

—¿Rhíminee, eh? —Hannock se frotó la peluda barbilla—. Por el Viejo Marinero, serás tremendamente afortunado si consigues encontrar pasaje a estas alturas del año. Y además será caro. Más de lo que podrás sacar de este artilugio y este famélico pony. Pero no te inquietes, muchacho. Tengo un amigo o dos en el puerto a los que podremos recurrir. Tú déjaselo al viejo Hannock.

Muy pronto, Alec se alegró de contar con la compañía del buhonero. Keston era una ciudad bulliciosa, un entramado laberíntico de calles dispuestas sin orden ni concierto; las avenidas por las que Hannock lo guiaba eran poco más que estrechos pasadizos entre un amontonamiento confuso de casas, almacenes y tabernas. En los callejones oscuros podían verse grupos de marineros, borrachos de uno u otro licor, y desde todas partes parecían llegar fragmentos de canciones y maldiciones entonadas en alta voz.

—Sí, tengo un amigo o dos en los muelles —dijo Hannock mientras llegaban junto a la costa—. Déjame preguntar un poco por aquí y nos encontraremos más tarde en la Rueda Roja. ¿Ves ese cartel de allí? Dos tiendas más allá, en el siguiente almacén, encontrarás a un carretero llamado Gesher. Probablemente te compre este armatoste. No te hará daño mencionar mi nombre mientras regatees.

A pesar del nombre de Hannock, el carretero Gesher examinó con mirada severa el carromato, el exhausto pony y al no menos exhausto propietario.

—Tres árboles de plata, ni un penique más.

Alec desconocía el valor relativo de aquella moneda, el árbol de plata, pero estaba ansioso por descargar el carromato y librarse de él. Quedó convenido que el trato se cerraría cuando Alec regresara y éste se dirigió rápidamente hacia la Rueda. Dejando a Seregil bien tapado, entró en el local.

El viejo buhonero se encontraba sentado a una mesa alargada, intercambiando chistes con un hombre de aspecto curtido que vestía ropas de marinero.

—He aquí al joven en cuestión —dijo Hannock a su compañero mientras empujaba una jarra de cerveza en dirección a Alec—. Siéntate, muchacho. Aren Silverleaf, este es el capitán Talrien, patrón del Orca. El mejor marinero que puedes encontrarte en los dos mares; y sé de lo que hablo. Navegamos juntos con el capitán Strake, yo como segundo de a bordo y él como grumete. Está de acuerdo en embarcaros a ti y a tu desafortunado amigo.

—No tienes mucho dinero, por lo que he oído. ¿Es cierto? —Talrien sonrió abiertamente. No podía negarse que iba directamente al asunto. Su piel, marrón como el cuero de una vieja bota, ajada por el sol y la sal, contrastaba agudamente con el color pálido de su barba y sus cabellos—. ¿Cuánto tienes?

—Puedo conseguir tres árboles de plata por el carromato y el pony. ¿Es un buen precio?

Hannock se encogió de hombros.

—No, pero tampoco es del todo malo. ¿Qué dices, Tally? ¿Te llevas al muchacho?

—Eso apenas alcanza para un solo pasaje. Es muy importante que lleguéis a Rhíminee, ¿verdad? —Talrien hablaba lenta y cansinamente, recostado en su silla. Como Alec se demorara un momento demasiado prolongado, soltó una risotada y levantó una mano—. No importa, no es asunto mío. Te diré lo que haré. A mi tripulación le falta un hombre; por tres árboles de plata me llevaré a tu amigo. Tú puedes trabajar para pagarte el pasaje. Tendrás que dormir en las bodegas, pero estás de suerte porque transportamos grano y lana. El viaje pasado el cargamento era de bloques de granito. Si estás de acuerdo, démonos la mano y estará hecho.

—Hecho está —replicó Alec mientras estrechaba su mano—. Muchas gracias a los dos.

Talrien tenía una barca amarrada en los muelles. Después de cargar en ella las pocas posesiones que le quedaban a Alec, el capitán y él transportaron cuidadosamente el cuerpo de Seregil hasta la parte trasera del bote.

Seregil estaba más pálido que nunca. Movía la cabeza débilmente de un lado a otro mientras el oleaje agitaba la lancha contra los pilares de piedra del muelle. Colocó una capa doblada bajo la cabeza de su amigo y lo miró, sintiendo una punzada de miedo. ¿Qué ocurre si se muere? ¿Qué voy a hacer yo si se muere?

—No te preocupes, muchacho —dijo Talrien con voz tranquila—. Me ocuparé de que esté cómodo. Ve a vender tu carromato. Yo enviaré el bote a recogerte.

—Volveré… volveré enseguida. —Alec balbució, reacio a dejar a Seregil en manos de un extraño. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?

Encaramándose al desvencijado carromato por última vez, dio un golpecito con las riendas a la polvorienta grupa del pony.

Los árboles de plata micenios resultaron ser pequeñas piezas rectangulares de plata con la forma de un árbol toscamente grabada en una de sus caras. Reunió las monedas y volvió al puerto, corriendo tan rápido como le era posible.

Cuando el desierto muelle aparecía ante su vista, un pensamiento repentino lo hizo detenerse en seco. Poco antes de que dejaran el Veloz, ¿no había dicho algo el capitán Rhal sobre agitadores plenimaranos que trabajaban en los muelles?

—Por el Hacedor —gruñó en voz alta mientras sentía el gélido contacto de la sospecha en el vientre. ¿Acaso, en su apresuramiento y cansancio, había puesto a Seregil en manos de un par de pícaros astutos? Maldiciéndose con amargura, comenzó a recorrer el muelle de un lado a otro, mientras escudriñaba la oscuridad en busca de cualquier signo de movimiento. ¡Ni siquiera se le había ocurrido preguntar a Talrien cuál de los barcos era el Orca!

Era una noche tranquila. Las olas rompían suavemente contra la línea del muelle. De pie en medio de la oscuridad, le llegaba desde lejos el rumor de las alegres canciones que entonaban, sentados junto a sus jarras, los hombres de las tabernas, y esto tornaba su vigilia aún más solitaria. Una campana repicó a bordo de uno de los barcos anclados y su sonido se le antojó apagado y distante.

Ya estaba maldiciéndose con toda clase de epítetos imaginables cuando vislumbró una luz que se movía sobre el agua en dirección a él. Desapareció por un momento, oculta por el casco de alguno de los barcos, y entonces reapareció, sacudiéndose de un lado a otro mientras avanzaba firmemente, envuelta en el chapoteo de unos remos invisibles.

Un marinero enjuto, fuerte y pelirrojo, apenas mayor que él, llevó la pequeña embarcación con destreza hasta el muelle. Alec no sabía mucho sobre agitadores, pero aquel muchacho no tenía el aspecto de serlo.

—¿Eres el nuevo del Orca? —inquirió mientras alzaba los remos y examinaba a Alec con una sonrisa descarada —. Soy Binakel, pero casi todos me llaman Biny. Sube a bordo, pues, a menos que pretendas pasarte toda la noche en el embarcadero, cosa que yo no haré. ¡Por el Viejo Marinero, esta noche es más fría que las pelotas de un bacalao!

Alec había conseguido a duras penas subir a bordo y sentarse en el duro banco cuando Biny comenzó a alejarse. Mientras remaba, hablaba sin parar y apenas deteniéndose de tanto en cuanto para tomar aliento. No parecía necesitar que lo incitaran o estimularan. Tenía tendencia a pasar de un tema a otro conforme las cosas se le iban ocurriendo. La mayoría de ellos eran bastante profanos, pero a pesar de todo Alec consiguió abstraerse de su cháchara. Cuando llegaron junto al lustroso casco del Orca, sus pensamientos estaban ordenados y en calma.

El capitán Talrien era un buen patrón; al menos eso es lo que decía Biny, cuyo mayor elogio era que jamás había hecho azotar a un hombre.

El Orca era un mercante costero de tres mástiles coronados por tres velas triangulares, que podía desplegar veinte remos en cada costado cuando era necesario y que navegaba regularmente entre las ciudades portuarias de Micenia y Eskalia.

En aquel momento la tripulación en su conjunto se encontraba en la cubierta, preparando el navío para la próxima travesía. Alec había esperado hablar de nuevo con Talrien, pero el hombre no estaba a la vista.

—Tu amigo está aquí abajo —dijo Biny mientras le conducía hacia allí.

Seregil yacía dormido sobre unos fardos de lana. Por lo que Alec podía ver a la luz de la linterna de Biny, la gran bodega estaba llena hasta los topes con más fardos y rechonchos sacos de grano.

—Cuidado con la luz —le advirtió Biny mientras se marchaba—. Una chispa o dos sobre la carga y arderemos como una fogata. Déjala siempre en el gancho que tienes ahí, sobre la cabeza y si alguna vez tenemos mar brava, asegúrate de apagarla.

—Así lo haré —le prometió Alec, que ya estaba registrando su equipaje en busca de vendajes limpios. Los que cubrían la herida de Seregil estaban muy sucios—. El capitán ha hecho que os bajen un poco de comida y agua. Las tienes ahí, al otro lado —señaló Biny—. Mañana, será mejor que hables con Sedrish sobre la herida de tu amigo. El viejo Sedrish es tan buen médico como cocinero. Buenas noches.

—Buenas noches. Y dale las gracias de mi parte al capitán.

La gasa del vendaje se había pegado a la herida de Seregil y Alec la retiró con mucho cuidado. La herida seguía abierta y tenía peor aspecto que nunca. No parecía que el ungüento que le diera la anciana estuviera haciendo ningún bien, pero Alec, que no sabía qué otra cosa podía hacer, volvió a aplicarlo.

El cuerpo de Seregil, por naturaleza de complexión delgada, comenzaba a parecer descarnado. Alec sintió su fragilidad mientras lo levantaba para enrollar el vendaje limpio alrededor de la herida. Su respiración era irregular y parecía provocarle un intenso dolor en el pecho.

Alec volvió a depositarlo sobre los fardos de lana y apartó de su rostro unos mechones de cabello lacio. Reparó entonces en sus mejillas y sus sienes, cada vez más hundidas. Sólo faltaban unos pocos días para llegar hasta Rhíminee y Nysander, pero no estaba seguro de que Seregil pudiera sobrevivir tanto tiempo.

Alec calentó la poca leche que le quedaba sobre la llama de la linterna, apoyó la cabeza de Seregil sobre su rodilla y trató de darle de beber un poco con una cuchara. Pero Seregil se atragantó y la derramó sobre su barbilla.

Con el corazón afligido, Alec dejó la copa a un lado, se tendió junto a él, limpió sus mejillas y su barbilla con una esquina de su capa y entonces la extendió sobre ambos.

—Al menos hemos conseguido un barco —susurró con tristeza mientras escuchaba la laboriosa respiración que subía y bajaba a su lado. La fatiga cayó entonces sobre él como una neblina gris y, al fin, durmió.

… una llanura pedregosa bajo un cielo plomizo y amenazador se extendía en todas direcciones alrededor de Seregil. Bajo sus pies, hierba muerta, de color gris. ¿El sonido del mar en la distancia? No soplaba brisa alguna que pudiese producir aquel rumor débil y acompasado. Lejos, en algún lugar, estallaban relámpagos, pero no eran seguidos por el retumbar de los truenos. Las nubes surcaban el cielo a toda prisa.

No sentía su cuerpo, sólo cuanto lo rodeaba, como si todo su ser hubiese sido reducido a una pura esencia de percepción. Y sin embargo podía moverse, contemplar la planicie grisácea que lo rodeaba, la masa de nubes en movimiento que se agitaban y arremolinaban pero no dejaban ver un solo jirón azul. Seguía pudiendo oír el mar, aunque no fuese capaz de determinar la dirección en la que se encontraba. Quería ir hacia él, ver más allá de la monotonía que lo rodeaba pero ¿cómo? Podría ser que se encaminara en la dirección equivocada, se alejase de él y se internase todavía más en la planicie.

Este pensamiento lo paralizó. De algún modo, sabía que la planicie se extendería hasta el infinito si se alejaba del mar.

Ahora sabía al fin que estaba muerto, y que sólo a través de las puertas de Bilairy podría escapar al verdadero más allá. O quién sabe, quizá abandonar toda existencia. El estar atrapado durante toda la eternidad en esta planicie privada de toda vida era un pensamiento inconcebible.

—Oh, Illior, Portador de la Luz —rezó en silencio—. Derrama tu luz sobre este desolado lugar. ¿Qué debo hacer?

Pero no obtuvo respuesta. Lloró entonces, pero ni siquiera su llanto rompió el silencio que reinaba en aquel vacío.