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Algunas pesquisas

—Oh, sí, estuvieron aquí mismo. No creo que lo olvide en mucho tiempo —declaró el posadero mientras examinaba a los dos caballeros.

El más delgado parecía estar escudriñando su interior y tuvo que apartar la mirada, pero el otro, el caballero moreno y bien parecido con la cicatriz debajo del ojo parecía un hombre que comprendía el valor de la información.

Efectivamente, el caballero moreno introdujo una mano en su fina bolsa y depositó una gruesa moneda de dos árboles sobre el tosco mostrador que los separaba.

—Si fueras tan amable como para responder a unas pocas preguntas, os estaría sumamente agradecido —otra de aquellas gruesas monedas rectangulares se unió a la primera—. Esos jóvenes eran sirvientes míos. Estoy ansioso por encontrarlos.

—Os robaron algo, ¿verdad?

—Es un asunto bastante delicado —replicó el caballero.

—Bien, siento decir que os llevan casi una semana de ventaja. Eran mala gente. Me di cuenta en cuanto les puse la vista encima, ¿no es así, mamá?

—Oh, sí —aseguró su mujer mientras observaba a los extraños por encima del hombro de su marido—. Nunca debimos haberlos admitido, se lo dije después. Con habitaciones libres o sin ellas.

—Y tenía razón. El rubio trató de asesinar al otro en plena noche. Me encerré con mi familia en la despensa cuando lo descubrí. A la mañana siguiente se había marchado. No sé si para entonces el enfermo seguía con vida o no.

El posadero alargó la mano para tomar las monedas pero el hombre moreno puso un dedo de su enguantada mano sobre cada una de ellas.

—¿Por casualidad pudiste ver la dirección que tomaron?

—No, señor. Como ya os he dicho, estuvimos encerrados en la despensa hasta estar seguros de que se habían marchado.

—Es una lástima —murmuró el hombre mientras apartaba la mano de las monedas—. ¿Serías tan amable de mostrarnos las habitaciones en las que se alojaron?

—Como queráis —dijo el posadero con aire dubitativo. Les condujo escalera arriba—. Pero no dejaron nada. Eché un buen vistazo justo después de que se hubieran marchado. Fue muy extraño. El muchacho me pidió la llave de la puerta del otro. Creo que lo encerró y luego se presentó en su habitación, en medio de la noche. ¡Oh, debierais haber oído el tumulto! Chillidos y golpes por todos lados… Aquí estamos, señores. Fue aquí donde ocurrió.

El posadero se apartó mientras los dos hombres registraban las estrechas habitaciones.

—¿Dónde se produjo la lucha? —preguntó el hombre pálido. Sus modales no eran tan correctos como los de su compañero, y tenía un acento que resultaba divertido.

—En esta de aquí —le dijo—. Ahí mismo, en el suelo junto a vuestros pies, podéis ver unas pocas gotas de sangre seca.

El hombre moreno intercambió una mirada rápida con su compañero y acompañó al posadero hacia las escaleras.

—Permítenos unos momentos para satisfacer nuestra curiosidad. Mientras tanto, ¿serías tan amable de llevar algo de cerveza y comida a nuestros sirvientes, en el patio?

Ante la oportunidad de obtener nuevas ganancias, el posadero se apresuró escaleras abajo.

Mardus esperó hasta que el posadero no pudiera oírlos y entonces, con un asentimiento de cabeza, indicó a Vargul Ashnazai que comenzara.

El nigromante se arrodilló y sacó un pequeño cuchillo. Rascó los manchones de sangre seca diseminados sobre los toscos maderos, guardó cuidadosamente las virutas obtenidas en un frasquito de marfil y lo cerró. Mientras sostenía el vial entre el pulgar y el índice, sus delgados labios se curvaron para esbozar la desagradable parodia de una sonrisa.

—¡Los tenemos, Lord Mardus! —dijo, saboreando cada una de las palabras. Había utilizado la Vieja Lengua—. Aunque haya dejado de llevarlo, con esto podremos rastrearlos.

—Sí es que son ellos a los que estamos buscando —replicó Mardus en el mismo lenguaje. En este caso particular, todo indicaba que las suposiciones del nigromante eran acertadas pero, como de costumbre, Mardus no iba a hacer el menor esfuerzo para alentarlo.

Cada uno de ellos tenía su papel.

Seguido por un silencioso Vargul Ashnazai, Mardus bajó las escaleras y obsequió al posadero y su esposa con un elocuente encogimiento de hombros.

—Como dijiste, no había nada allí —dijo, fingiendo abatimiento—. Sin embargo, hay una última cosa…

—¿Sí, señor? —preguntó el posadero. Saltaba a la vista que había vislumbrado otra oportunidad de lucrarse.

—Dijiste que pelearon. —Mardus jugueteaba con el cordel de su bolsa—. Siento curiosidad respecto a la causa de la pelea. ¿Tienes alguna idea?

—Bueno —replicó el posadero—. Como ya he dicho, escuché gritos y golpes antes de que subiera allí. Cuando conseguí encender la lámpara y encontrar mi cuchillo, el joven ya había conseguido derribar al otro. Sin embargo, a juzgar por lo que vi, me pareció que estaban luchando por una especie de colgante.

—¿Un colgante? —exclamó Vargul Ashnazai.

—Oh, parecía una cosa de poco valor, ¿no es así? —la mujer del posadero asomó la cabeza—. ¡Nada por lo que matarse!

—Exacto —dijo su marido con aire disgustado—. Sólo era un pedazo de madera, del tamaño de una moneda de cinco peniques, colgado de una especie de cordel de cuero. Creo recordar que tenía alguna especie de grabado, pero no parecía más que la típica baratija comprada a un vendedor ambulante.

Mardus ofreció al hombre una sonrisa complacida.

—Bueno, supongo que no eran más que un buen par de rufianes, como tú dices. La verdad es que me alegro de haberme librado de ellos. Muchas gracias.

Depositó una última moneda en la mano del posadero y salió al patio, donde sus hombres lo esperaban preparados.

—¿Todavía tenéis alguna duda, mi señor? —susurró Ashnazai con rabia apenas contenida.

—Parece que han vuelto a escapársenos —musitó Mardus mientras, con aire pensativo, se daba golpecitos en la barbilla con un dedo.

—¡Debería de haber muerto hace ya una semana! Nadie podría sobrevivir…

Mardus esbozó una tenue sonrisa.

—Vamos, Vargul Ashnazai. Incluso tú debes haber advertido que no estamos persiguiendo a unos ladrones ordinarios.

Examinó con la mirada las tierras desiertas que rodeaban la posada de la encrucijada y entonces se volvió hacia el grupo de hombres armados.

—¡Capitán Tildus!

—¿Señor?

Mardus inclinó levemente la cabeza hacia él.

—Matadlos a todos. Y luego, quemad este lugar.