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Una persecución fantasmal
La carreta avanzaba traqueteando sobre el camino polvoriento y lleno de baches que cruzaba las onduladas tierras de Micenia.
Arrebujado en su capa, Seregil se sentaba junto a Alec en el tosco banco. No hacía tanto frío como en las tierras del norte, pero la nieve no estaba lejos y el frío parecía llegarle hasta los huesos.
Descubrió que si se mantenía completamente inmóvil, podía aclarar su mente y contener a un nivel tolerable tanto los dolores de su cabeza como los ataques de cólera irracional que cada vez sufría con más frecuencia. En estos momentos de lucidez, se sentía aliviado al ver lo bien que Alec se estaba encargando de todo. Sin embargo, el propio hecho de que el muchacho no lo hubiese abandonado, a pesar de contar con razones y oportunidades más que suficientes, continuaba desconcertándolo.
La primera noche que habían pasado en tierra firme, en Torburn, habían alquilado una diminuta habitación junto a la ribera del río y se habían cambiado de ropa para ponerse sus manchados atuendos de viaje. Fue entonces cuando Alec le explicó calmadamente su plan.
—Estáis enfermo —comenzó. Parecía muy resuelto y seguro de lo que estaba diciendo—. Ya que decís que ese Nysander es el único que puede ayudaros, creo que debemos apresurarnos en llegar a Rhíminee.
Seregil asintió.
Alec respiró profundamente y continuó.
—Muy bien. Tal y como yo lo veo, la ruta más rápida en este momento del año supone ir campo a través hasta Keston y entonces tomar un barco hasta la ciudad… una que está en algún lugar, junto a un canal, llamada Cirna. No sé dónde se encuentran. Podéis ayudarme a encontrarlos o preguntaré el camino a medida que viajemos pero, en todo caso, esto es lo que pretendo hacer.
Seregil comenzó a abrochar el cinto de su espada. Sin embargo, después de un momento de vacilación, se la tendió a Alec.
—Será mejor que guardes esto, y éstas otras.
Le dio a Alec la daga de su cinturón y una pequeña hoja, semejante a una navaja, que escondía en el cuello de la capa.
Alec las tomó sin pronunciar palabra y entonces, casi como si se estuviera disculpando, musitó:
—Hay una más.
—Sí, aquí esta. —Seregil extrajo el puñal del interior de su bota y se lo tendió, combatiendo un nuevo impulso de cólera mientras lo hacía.
Era un momento incómodo para ambos. Los dos sabían que estas precauciones no servirían de nada si Seregil cambiaba de opinión y decidía recuperar sus armas. Alec, advirtió Seregil, conservaba consigo sus propias armas.
—¿Cuántos días tardaremos en llegar a Keston? —preguntó Alec una vez que hubo guardado las armas.
Seregil yacía tendido sobre la cama, con la mirada fija en las vigas del techo.
—Dos, si viajamos a galope tendido, pero dudo mucho que podamos hacerlo.
La cabeza volvía a dolerle. ¿Cuánto tardaría el próximo ataque en producirse? Quizá le hubiese ayudado un corto paseo nocturno, pero se sentía demasiado enfermo para intentarlo. Era mejor concentrarse en ayudar a Alec con los detalles.
—Necesitaré dinero —dijo Alec—. ¿Cuánto os queda?
Seregil le arrojó una pequeña bolsa que contenía cinco marcos de plata y las joyas que había llevado a bordo del Veloz. Sacando su propia bolsa, Alec añadió dos medios marcos de cobre y la moneda de plata de Eskalia.
—Olvida las joyas por ahora —le advirtió Seregil—. No vas lo suficientemente bien vestido como para venderlas sin llamar la atención. Pero puedes vender la ropa.
—No sacaremos mucho con eso.
—¡Por las Manos de Illior, el dinero no es el único medio de conseguir las cosas! Has estado conmigo el tiempo suficiente como para saberlo.
Era ya de noche cuando Alec se dirigió al mercado de Torburn.
Sólo unas pocas de las casetas de la plaza permanecían abiertas, pero finalmente logró encontrar un sastre. El dueño resultó ser muy diestro en el regateo y Alec sólo consiguió la decepcionante cifra de cuatro peniques de plata.
Dejó escapar un suspiro ronco mientras guardaba las monedas.
—Esto no me va a facilitar las cosas —pasó junto a una mujer que freía salchichas, se detuvo a observarla ansioso y siguió su camino, todavía hambriento.
Una hora más tarde y después de una ardua negociación, era el propietario de una desvencijada carreta de ponis. Aunque apenas era más que una caja grande sustentada sobre un único eje, parecía suficientemente sólida. Esto, junto con la compra de unas cuantas y modestas provisiones, le dejó con sólo dos medios marcos de cobre y la moneda de Eskalia. Completamente insuficiente para comprar un caballo.
Es hora de recurrir al robo para hacer el bien, pensó, todavía escocido por la última reprimenda de Seregil. Volvió a la posada para dormir unas pocas horas y entonces, poco antes del alba, se deslizó silenciosamente escaleras abajo. Salió por una puerta lateral, se puso las botas y se dirigió a los establos.
Grandes nubarrones plateados se desplazaban lentamente bajo la luna, que muy pronto desaparecería. Mientras levantaba el picaporte de la puerta del establo, su corazón latía furiosamente, provocándole una desagradable sensación en el pecho. Elevando una silenciosa plegaria a Illior, defensor de los ladrones, penetró subrepticiamente en el lugar.
La vela casi consumida de su linterna le proporcionaba la luz suficiente para evitar al mozo de cuadra que, borracho, dormitaba en una casilla vacía. Recorrió el establo hasta que un pony peludo, de color blanco y marrón, atrajo su atención. Colocó un cabestro alrededor de su cuello, condujo a la bestia hasta un callejón cercano en el que había escondido la carreta y la enjaezó. Cuando hubo terminado de hacerlo, regresó apresuradamente a la habitación.
Seregil ya estaba despierto y preparado para marcharse. Una mirada bastó para revelar a Alec que no había pasado una noche apacible.
A pesar de ello, al contemplar la carreta y el pony que Alec había conseguido afloró a su rostro, apenas visible a la luz de la luna, una sombra de su vieja sonrisa ladeada.
—¿Por cuál de ellos tuviste que pagar?
—Por la carreta.
—Bien.
Cuando amaneció, estaban ya muy lejos, en camino a Keston. La senda serpenteaba entre tierras de labranza y campos ondulados, desnudos por el invierno, y sólo encontraron unos pocos carromatos y una patrulla de la milicia local.
Al llegar el invierno, después de la cosecha y dado que la Vía Dorada se cerraba hasta la llegada de la primavera, Micenia se convertía en un lugar muy apacible.
A medida que transcurría el día, Seregil se fue sumiendo en un silencio ominoso. Respondía a los pocos intentos de entablar conversación realizados por Alec de tal manera que el muchacho decidió muy pronto abandonar. Cuando se detuvieron para pasar la noche en una posada del camino, Seregil se retiró inmediatamente, dejando a Alec solo frente a su cerveza en el salón común.
A la mañana siguiente, el hambre de Seregil se había difuminado hasta convertirse en un dolor sordo; incluso pensar en beber agua le provocaba náuseas.
Y lo que era peor, comenzaba a sentirse culpable con respecto a Alec. El muchacho había mostrado su honorabilidad al negarse a abandonarlo, pero sin duda debía de estar arrepintiéndose profundamente de su voto de lealtad. Seregil estaba tratando de reunir las fuerzas necesarias para entablar una conversación amable cuando, con el rabillo del ojo, detectó un destello de movimiento a su izquierda. Se volvió rápidamente, pero los campos estaban vacíos. Se frotó los ojos, pensando que su cuerpo debilitado comenzaba a jugarle malas pasadas, pero entonces volvió a advertirlo, justo en el extremo de su campo de visión.
—¿Qué ocurre? —preguntó Alec. Lo miraba intrigado.
—Nada. —Seregil recorrió con la mirada el campo desierto—. Creí haber visto algo.
A medida que el día avanzaba, el fastidioso parpadeo volvió una vez tras otra y, hacia la caída de la tarde, Seregil se encontraba más tenso y ensimismado que nunca. Consideró la posibilidad de que se tratase de una nueva manifestación de su demencia, pero sus avezados instintos le decían otra cosa. Por desgracia, su dolor de cabeza había ido en aumento durante todo el día, dejándolo demasiado torpe de mente y lleno de náuseas como para reflexionar seriamente sobre ello. Se protegió con la capa contra el viento helado y siguió vigilando y combatiendo el deseo de dormir.
Pasaron aquella noche en el henil de una granja solitaria. Las pesadillas de Seregil regresaron, más intensas y horribles que nunca, y despertó al alba, bañado en un sudor frío. Lo aguijoneaba una sensación indefinible de ansiedad; no podía recordar los detalles de sus sueños, pero las miradas de soslayo que, de tanto en cuanto le dirigía Alec, le hacían sospechar que habían sido más agitados de lo normal. Comenzaba a considerar la posibilidad de preguntar al muchacho sobre ello cuando creyó detectar un movimiento en una esquina sombría del granero. Alec estaba ocupado enjaezando los caballos y no le vio alargar el brazo en busca de una espada que ya no colgaba de su cinto.
Las sombras no ocultaban nada.
Éste va a ser el cuarto día que pasa sin comer, pensó Alec mientras volvían a ponerse en camino. Estaba pálido y ojeroso pero, aparentemente, se encontraba mucho mejor de lo que Alec hubiera esperado. Físicamente, claro está; su extraño comportamiento resultaba cada vez más alarmante.
Hoy se sentaba encorvado como un anciano, ausente por completo salvo en los ocasionales ratos en que su atención parecía repentinamente atraída por algo. En aquellos momentos, un resplandor terrible asomaba a su mirada y apretaba los puños con tal fuerza que parecía que en cualquier momento sus nudillos desgarrarían la piel. Este nuevo comportamiento, unido a los hechos de la noche anterior, no pronosticaba nada bueno.
Alec comenzaba a sentir tanto miedo por Seregil como por sí mismo.
La pasada noche había decidido permanecer en vela, pero la fatiga de los últimos días lo había vencido y finalmente se había quedado dormido. A mitad de la noche, algo lo había despertado abruptamente. Seregil se encontraba acurrucado, apenas a un paso de distancia. Sus ojos brillaban en la oscuridad como los de un gato, y su respiración era tan áspera que casi se había convertido en un gruñido. Estaba completamente inmóvil. Lo miraba fijamente, sin hacer nada más.
Alec no habría podido decir cuánto tiempo habían pasado así, paralizados, mirándose el uno al otro, pero finalmente Seregil se había vuelto y se había dejado caer sobre la paja. Alec había pasado el resto de la noche vigilándolo desde una prudente distancia.
A la mañana siguiente ninguno de ellos habló sobre el incidente. Alec dudaba que Seregil lo recordase siquiera. Pero en todo caso, unido a la vigilancia nerviosa a que pareció entregarse durante el día, reforzó su decisión de no volver a cerrar los ojos hasta que pudiese dejar a su compañero a salvo, encerrado en el camarote de un barco, en alta mar.
Y, sin embargo, mientras el día pasaba por encima de ellos y continuaban su viaje sin descanso, era terriblemente consciente de lo mucho que estaba sufriendo Seregil. Se inclinó hacia atrás, cogió una de las gastadas mantas que descansaban sobre el banco de la carreta y le cubrió con ella los hombros.
—No tenéis buen aspecto.
—Tampoco tú —graznó Seregil. Tenía los labios terriblemente secos—. Si continuamos viajando durante toda la noche, podríamos llegar a Keston mañana por la tarde. Creo que podría ocuparme de las riendas durante un rato… si necesitas dormir.
—¡No! No hace falta que os preocupéis —respondió Alec rápidamente. Demasiado rápidamente, se diría, porque Seregil apartó la mirada y reanudó su silenciosa vigilia.
A medida que el día avanzaba, la sensación de estar siendo perseguidos se hizo más intensa. Seregil comenzaba a vislumbrar destellos fugaces de lo que quiera que los estaba acechando, un movimiento súbito, una figura oscura y borrosa que desaparecía en un parpadeo.
Poco después del mediodía, comenzó a agitarse con tal violencia que Alec tuvo que poner una mano sobre su brazo.
—¿Qué ocurre? —inquirió—. Habéis estado haciendo eso desde ayer.
—No es nada —musitó Seregil. Pero esta vez estaba completamente seguro de haber visto durante un instante a alguien que los seguía de lejos.
Poco después, atravesaron la cresta de una colina y se encontraron con un funeral Dalnico. Varios hombres y mujeres bien vestidos y dos niños estaban de pie junto al camino, cantando mientras observaban cómo un joven granjero cruzaba con un buey y un arado un campo vacío. El suelo invernal sólo cedía a regañadientes frente al instrumento y la tierra caía a ambos lados en gruesos bloques congelados. Una anciana seguía al campesino, desperdigando sobre el surco recién abierto puñados de ceniza que tomaba de un cuenco.
Cuando las cenizas se agotaron, limpió cuidadosamente el interior del cuenco con un puñado de tierra y lo enterró en el campo. El granjero hizo dar la vuelta al buey y volvió a arar lentamente el surco. Mientras Alec y Seregil se alejaban, comenzó a caer sobre el campo un fino polvo de nieve.
—Es igual que en el norte —señaló Alec. Seregil miró hacia atrás con indiferencia—. Me refiero al modo en que entierran las cenizas en el campo con el arado. Y la canción que estaban cantando también era la misma.
—No me he fijado. ¿Cómo era?
Alentado por el interés de su compañero, Alec comenzó a cantar:
Todo lo que somos te lo debemos a ti,
Oh Dalna, Hacedor y Dispensador.
En la muerte, devolvemos tu generosidad
y somos uno con tu maravillosa creación.
Acepta al muerto en tu fértil tierra
y que nueva vida pueda brotar de las cenizas.
Y en la siembra y en la cosecha,
el muerto será recordado.
Nada se pierde en manos del Hacedor.
Nada se pierde en manos del Hacedor.
Seregil asintió.
—La he oído…
Se interrumpió repentinamente, tiró de las riendas y obligó al pony a detenerse.
—¡Por la Tétrada, mira allí! —jadeó mientras lanzaba una mirada llena de inquietud hacia el campo de labranza que se abría a su izquierda. Una figura alta, envuelta en ropajes negros, se encontraba de pie, a menos de cien metros de la carretera.
—¿Dónde? ¿Qué es?
—¡Ahí, ahí! —siseó Seregil.
Incluso a la distancia de un flechazo, Seregil se daba cuenta de que había algo extraño en el contorno de la figura, una profunda perversión que lo perturbaba más todavía que el hecho evidente de que Alec no fuera capaz de verla.
—¿Quién eres? —gritó Seregil, más aterrorizado que furioso.
La figura oscura lo miró en silencio durante un momento y entonces hizo una profunda reverencia y comenzó una grotesca danza, saltando y dando cabriolas de una manera que hubiera resultado ridícula de no ser tan horrible. Seregil sintió que todo su cuerpo se paralizaba mientras asistía a aquella actuación de pesadilla.
Temblando, le pasó bruscamente las riendas a Alec.
—¡Sácanos de aquí!
Alec espoleó al pony sin hacer preguntas.
Cuando Seregil se atrevió a volver la mirada, la extraña criatura había desaparecido.
—¿A qué venía todo eso? —inquirió Alec, levantando la voz para hacerse oír por encima del traqueteo de la carreta.
Seregil, todavía temblando y aferrado al extremo del banco, no respondió. Unos instantes más tarde, levantó la mirada. La cosa caminaba por el mismo camino, delante de ellos. A esa distancia podía ver que era demasiado alta para ser un hombre. Los hombros y la cabeza estaban demasiado separados y, por el contrario, aquellos y las caderas estaban muy juntos, de manera que sus brazos parecían ser inmensamente largos y sus movimientos, desprovistos de toda elegancia, transmitían una sensación de fortaleza y vigor. Miró hacia atrás por encima de uno de los inclinados hombros y lo llamó con señas, como si pretendiera que se apresurase hacia algún destino.
—¡Míralo! ¡Allí! —Seregil gritó a pesar de sí mismo al mismo tiempo que sujetaba con fuerza el brazo de Alec y señalaba—. Todo de negro. ¡Por los Ojos de Bilairy, ahora tienes que verlo!
—¡No veo nada! —replicó Alec. Su tono de voz evidenciaba que estaba muy asustado.
Seregil lo soltó con un gruñido de exasperación.
—¿Es que estás ciego? Es tan alto como…
Pero mientras él volvía a señalarla, la criatura hizo un gesto de despedida y volvió a desaparecer. Una oleada de miedo gélido se abatió sobre él.
Durante el resto de aquella plomiza tarde, su oscuro torturador jugó con él una siniestra partida de escondite. Primero, Seregil lo veía desde muy lejos, girando enloquecidamente en medio de un campo de labranza vacío. Un momento después aparecía a su lado, caminando tan cerca del carromato que casi podía tocarlo. Una tropa de milicianos micenios pasó a caballo junto a ellos. La criatura brincó entre los soldados sin que nadie pareciera reparar en su presencia.
Poco después pasó junto a Seregil y Alec, encaramada en la parte trasera del carro de un granjero.
Era evidente que Alec no podía verla, y muy pronto Seregil dejó de tratar de llamar su atención; fuera lo que fuese lo que el visitante pretendía, sólo le concernía a él.
Lo peor llegó justo cuando el sol se aproximaba al horizonte. No había visto al espectro desde hacía casi media hora. Repentinamente, se vio envuelto por una oleada de frío aterrador. Se puso en pie de un salto y se volvió. La criatura se encontraba acurrucada en la parte trasera del carromato, con los brazos extendidos como si fuese a abrazarlos a ambos y atraerlos hacia su pecho. El dobladillo de su manga negra acariciaba la cabeza de Alec.
Entonces se rió. Una risilla obscena y untuosa se alzó desde las profundidades de la negra capucha, y con el sonido vino un hedor a cementerio tan repulsivo que Seregil no pudo evitar sentir arcadas mientras alargaba el brazo para desenvainar la espada de Alec.
El muchacho, creyendo que Seregil había enloquecido finalmente por completo, se resistió y ambos rodaron sobre el costado del carromato.
Se precipitaron pesadamente sobre el suelo. Seregil había caído encima. El pony avanzó unos pasos más y entonces se detuvo. Seregil levantó la mirada y vio que el carromato estaba vacío.
Retrocedió tambaleándose, con una mano apretada contra el pecho. Respiraba profundamente, con agitación.
—¡Mírame! —le gritó Alec con furia mientras se ponía en pie y lo sujetaba por los hombros—. No te preocupes por el pony. No se va a ir a ninguna parte. ¡Tienes que decirme lo que está ocurriendo! ¡Quiero ayudarte, Seregil, pero, maldita sea, tienes que hablarme!
Seregil sacudió la cabeza con lentitud. Todavía miraba por encima del hombro del muchacho en dirección al carromato.
—¡Debes sacarnos del camino antes de que caiga la oscuridad! —susurró—. Aura Elustri malherí…
—¡Dime lo que viste! —chilló Alec, mientras lo sacudía lleno de frustración.
Seregil volvió la mirada hacia él y entonces, aferrando la túnica del muchacho, dijo con voz desesperada:
—¡Debemos abandonar el camino!
Alec lo observó durante un momento prolongado y entonces sacudió la cabeza con resignación.
—Lo haremos —prometió.
Llegaron a una destartalada posada que se levantaba junto a un cruce de caminos justo antes de que se pusiera el sol. Las piernas de Seregil le fallaron mientras descendía del carromato, y Alec tuvo que ayudarlo a entrar.
—Quiero una habitación… No, dos habitaciones —dijo Alec con voz seca al posadero.
—Subiendo esas escaleras —el hombre observó a Seregil nerviosamente—. ¿Está enfermo tu amigo?
—No tanto como para no poder pagar —dijo Seregil, esbozando una sonrisa forzada. Le hizo falta toda su concentración para que resultara convincente, y tan pronto como el hombre desapareció de su vista volvió a dejar caer la máscara y se apoyó contra Alec mientras ascendían las estrechas escaleras.
Repentinamente se encontraba cansado, terriblemente cansado. Ya estaba medio dormido cuando Alec lo recostó sobre una cama. Se sumió en un sueño intranquilo, despertó y volvió a dormirse.
Alec estuvo allí durante un rato. Trató de ayudarlo a beber agua, pero no estaba sediento, sólo cansado. Finalmente abandonó la habitación y Seregil escuchó el crujido producido por una llave al girar en la cerradura. Era todo muy extraño, pero estaba demasiado agotado para pensar demasiado en ello. Volviéndose hacia un lado, se deslizó lentamente hacia un sueño sombrío.
Despertó algún tiempo más tarde. Tiritaba. La habitación se había enfriado y Alec, tendido sobre la cama, lo empujaba contra la pared.
Uno de sus codos se clavaba contra su región lumbar. Cambió de posición, intentando reclamar algo de espacio, pero hacía demasiado frío para dormir. ¿Era posible que la ventana estuviese abierta? ¿La habitación tenía una ventana? Creía que no.
Finalmente abrió los ojos. La lámpara de la mesa seguía encendida.
—Maldita sea, Alec, mueve…
Las palabras murieron en su garganta.
No era Alec el que se apoyaba contra él sino el espectro oscuro, el que lo había estado atormentando. Yacía boca arriba, con los brazos cruzados sobre el pecho en la aterradora parodia de una efigie de sepulcro. Permaneció completamente inmóvil mientras Seregil abandonaba arrastrándose la cama y se dirigía pesadamente hacia la puerta. Demasiado tarde, recordó que había escuchado el crujido la llave al girar; estaba encerrado.
—¡Alec! ¡Alec, ayúdame! —gritó al mismo tiempo que golpeaba la puerta. Un pánico vertiginoso le aprisionaba el pecho como una cadena de acero.
—Nadie te escuchará.
La voz de la criatura era como un fuerte viento invernal soplando a través de las copas desnudas de los árboles: sardónica, inhumana, la encarnación de la desolación. Seregil se volvió y la cosa oscura se sentó, levantando el torso en un único movimiento rígido, como si fuese la hoja de una navaja. De la misma manera antinatural se inclinó hacia delante y se puso en pie. Su cuerpo parecía llenar la estrecha habitación.
Seregil trató de gritar de nuevo, pero ningún sonido brotó de su garganta.
—Ahora no puede ayudarte —la criatura emanaba oleadas de un frío gélido y el mismo hedor terrible.
—¿Qué eres? —exigió Seregil con un susurro ahogado.
El espectro avanzó un paso, la mitad de la distancia que los separaba.
—Ha sido una buena persecución —replicó en su voz suave y quejumbrosa—. Pero no hay escapatoria, no hay perdón para los que son como tú.
Seregil se pegó cuanto pudo contra la pared mientras su mirada recorría la habitación en busca de algo que le ofreciera protección.
Pero no había nada.
—¿Qué es lo que quieres?
—¿No lo sabes? Qué lástima morir sumido en la ignorancia. Pero no nos importa. Eres un ladrón y queremos lo que has robado. No puedes eludirnos por más tiempo.
—¡Dime lo que es! —la furia y la desesperación se mezclaron con el miedo para formar un jirón de coraje.
Extendiendo los brazos hasta el techo, la repugnante cosa emanó un nuevo soplo de fetidez sepulcral.
Iba a morir; no saber el porqué no era más que la injusticia final.
La figura volvió a reír mientras sus brazos caían sobre él, y el sonido de su voz arrancó las últimas raíces de su cordura.
—¡No! —gruñendo, Seregil se abalanzó sobre ella.
Por un breve segundo, pareció que sus manos apresaban alguna clase de forma distorsionada, y entonces chocó con estrépito contra la pared del otro lado. Cuando giró sobre sus talones, la criatura se encontraba junto a la puerta.
En ese momento, otro de aquellos extraños ataques de sangrienta furia se apoderó de Seregil. Pero esta vez le dio la bienvenida y se abrió a la fuerza que le proporcionaba. Se dejó arrebatar por él y, enloquecido de rabia, saltó sobre la criatura. La vela de la mesa cayó al suelo y se apagó pero él siguió luchando, tratando de encontrar la criatura con las manos, sintiendo que su helado contacto se escurría entre los dedos una vez tras otra.
Repentinamente, sus manos dieron con algo. La forma se hizo sólida y la aferró con todas sus fuerzas, buscando su garganta.
Jugaba con él, evadiéndolo sin devolver los golpes.
Pero el juego no duró demasiado. Repentinamente, unas enormes garras se hincaron en su pecho y el mundo se convirtió en una desgarradora erupción de dolor. Entonces, su mente desertó de él.
Alec yacía en el suelo junto a Seregil, medio estrangulado. En la oscuridad no podía ver lo que le había ocurrido a su mano, pero le dolía terriblemente.
—¿Qué está pasando ahí? —gritó el posadero desde el otro extremo del pasillo—. No permitiré que mi casa sea destrozada en mitad de la noche, ¿me oís?
—Traiga una luz. ¡Deprisa! —jadeó Alec, mientras trataba de ponerse en pie apoyándose en un solo brazo.
El posadero apareció en la entrada, con una vela en una mano y un gran cuchillo en la otra.
—Sonaba como si estuviesen asesinando a alguien aquí arriba…
Se detuvo en seco cuando la luz cayó sobre ellos. Seregil yacía sobre el suelo, inconsciente o algo peor. El pecho de su camisa y su cuello estaban manchados de sangre. Alec se dio cuenta de que, probablemente, él mismo no tenía mucho mejor aspecto. Su nariz, donde Seregil lo había golpeado, sangraba copiosamente y tanto su rostro como su cuello estaban llenos de arañazos. Apoyó cuidadosamente la mano izquierda contra el pecho y descubrió, en la palma, lo que parecía ser una quemadura redondeada.
—Bajad la luz —dijo al posadero. Se arrodilló junto a Seregil, comprobó que su amigo todavía respiraba y entonces abrió de un tirón el cuello de su camisa y dejó escapar un jadeo de consternación.
La última vez que había visto la zona enrojecida del pecho de Seregil había sido a bordo del Veloz. Ahora había una herida sangrante en el mismo lugar. Volviendo a acercar la palma de su mano a la luz, Alec pudo comprobar que su quemadura y aquella herida eran exactamente del mismo tamaño y de la misma forma.
En el suelo, junto a Seregil, descansaba el disco de madera, aquella baratija sin valor que habían robado de la casa del alcalde porque nadie la echaría en falta. La levantó con sumo cuidado sujetándola por el cordel de cuero, ahora roto, y la comparó con la extraña quemadura de su mano y con la herida del pecho de Seregil.
Eran idénticas.
Si se examinaba con más atención, incluso podía verse la marca de la pequeña abertura cuadrada en su centro. Ha estado delante de nosotros todo este tiempo, pensó sumido en una angustia silenciosa. ¿Cómo pudo no darse cuenta? ¿Por qué no lo vi?
Lo había despertado el sonido de un tumulto proveniente de la habitación de Seregil y se había dirigido hacia allí para descubrir lo que ocurría. En su apresuramiento, había olvidado la lámpara y se lo había reprochado con amargura mientras trataba de introducir la llave en la cerradura de la puerta de Seregil. El pasillo estaba a oscuras y en el interior reinaba una oscuridad todavía mayor. A pesar del ruido, no había estado preparado para el ataque que cayó sobre él en cuanto penetró en la habitación.
Cuando unos dedos helados se cerraron en torno a su cuello, su único pensamiento había sido cómo podía defenderse sin herir a Seregil. Estaba tratando de conseguir un mejor asidero en su túnica cuando una de sus manos se deslizó por el interior de su cuello y se topó con el cordel de cuero. Lo sujetó y sintió que se deslizaba entre sus dedos mientras Seregil se echaba hacia atrás. Y entonces, aquel terrible dolor.
—¿Qué clase de imprudencia es ésta? —inquirió el posadero, mirando sobre el hombro de Alec. E inmediatamente retrocedió, mientras sus dedos trazaban nerviosamente un signo de protección contra el mal—. ¡Lo has matado con hechicería!
Alec escondió el disco.
—No está muerto. ¡Volved aquí con esa luz!
Pero el hombre ya había huido. Maldiciendo y frustrado, Alec se tambaleó hasta su propia habitación y trajo consigo una luz.
¿Qué iba a hacer con aquel disco maldito? Arrojarlo al fuego parecía el curso de acción más sensato y, sin embargo, la duda contenía su mano; Seregil había creído que era lo suficientemente valioso como para robarlo, y más tarde se había mostrado determinado a llevarlo a Rhíminee.
Sosteniéndolo solamente por el cordel de cuero, registró las posesiones de Seregil hasta encontrar una camisa remendada y lo envolvió con ella. Guardó el fardo en el fondo de la mochila, bajó su equipaje al piso inferior y volvió a toda prisa junto a Seregil.
El posadero y su familia se habían encerrado en la despensa de la cocina y, a despecho de sus ruegos y garantías, se habían negado a salir. Tuvo pues que bajar el cuerpo de Seregil por sí solo, llevándolo sobre los hombros como si fuera un ciervo muerto. Una vez en el piso de abajo, lo depositó sobre una mesa y atravesó de nuevo la cocina hasta la puerta de la despensa.
—¡Vosotros, los de ahí dentro! —llamó a través de la puerta—. Necesito algunas provisiones. Dejaré el dinero sobre la repisa.
No hubo respuesta.
Una vela descansaba sobre un plato, en un aparador. La encendió con una brasa de la chimenea y comenzó a registrar el lugar en busca de comida. La mayor parte de las provisiones estaba encerrada con el propietario en la despensa, pero logró encontrar una cesta de huevos cocidos, una jarra de brandy, medio queso micenio de buena calidad, algo de pan del día y una cesta de manzanas reinetas. Salió al patio y, junto al pozo, descubrió una jarra de leche que habían dejado a enfriar. La añadió al botín.
Lo colocó todo bajo el asiento del carromato y utilizó todas las mantas con las que contaban y unas cuantas de la propia posada para preparar un jergón en la parte trasera.
Cuando todo estuvo preparado, transportó a Seregil hasta la improvisada cama y lo envolvió cuidadosamente con una de las mantas. Excepto por su laboriosa respiración, parecía un hombre muerto en un féretro.
—Bueno, no creo que mejore si nos quedamos sentados aquí —musitó Alec con tono sombrío, mientras azotaba con las riendas la grupa del pony—. ¡Dije que iríamos a Rhíminee y es precisamente allí a donde pienso dirigirme!