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La Dama está indispuesta

Seregil despertó bruscamente poco antes del alba. Un gemido estrangulado escapaba de su garganta. Trató de toser, pero sus jadeos sólo consiguieron atraer a Alec desde su alcoba.

—¿Qué ocurre? ¿Algo anda mal? —susurró el muchacho mientras atravesaba a tientas el destartalado camarote.

—Nada. Sólo ha sido un sueño —la mano de Alec encontró su hombro.

—¡Estáis temblando como un caballo aterrorizado!

—Enciende una luz ¿quieres? —Seregil se abrazó las rodillas con fuerza, tratando de refrenar los temblores que lo sacudían.

Rápidamente, Alec encendió la lámpara de la escalerilla del camarote y miró a Seregil con preocupación.

—Estáis completamente pálido. Algunas veces, la manera más rápida de que una pesadilla pase es contarla.

Seregil dejó escapar lentamente un largo suspiro y le indicó con una seña que acercara la única silla que había en el camarote; no tenía ninguna prisa por volverse a dormir.

—Era por la mañana —comenzó en voz baja, con la mirada fija en la llama de la lámpara—. Estaba vestido y preparado para subir a cubierta. Te llamé pero no estabas, así que subí solo. El cielo era de un espeluznante e intenso color púrpura, la luz que atravesaba las nubes era áspera y cobriza… como cuando se avecina una tormenta ¿sabes? El barco estaba en ruinas. El mástil se había partido y la vela colgaba de un costado. Toda la cubierta estaba llena de restos destrozados. Volví a gritar, pero no había nadie en la cubierta salvo yo. El río era de un color negro y oleoso, como aceite. Y había cosas flotando en el agua, alrededor del barco, por todas partes: Cabezas, manos, brazos, cuerpos, todos cortados… —se llevó el dorso de una mano contra la boca—. Desde donde me encontraba, la costa parecía un yermo desolado. La tierra estaba quemada y desgarrada. El humo que se levantaba desde los campos de labranza flotaba sobre las aguas, y mientras yo lo observaba pareció reunirse, moviéndose hacia el barco en forma de grandes espirales y nubes. A medida que se acercaba, comencé a escuchar ruidos. Al principio no podía determinar la dirección de la que venían, pero entonces me di cuenta de que estaban alrededor de mí, por todas partes. Eran las… las cosas del agua. Todas ellas se movían, los miembros se flexionaban y pataleaban y las caras se contorsionaban adoptando horripilantes expresiones mientras daban vueltas sobre el agua.

Alec jadeó lleno de repulsión; para un adorador de Dalna, no había nada más horrible que un cadáver profanado. Seregil dejó escapar otro suspiro agitado y se obligó a continuar.

—Entonces el barco dio una sacudida, y supe que algo estaba trepando por la vela rota. No podía ver lo que era, pero zarandeaba el barco como si no fuese más que un pedazo de corcho. Me aferré a la barandilla más alejada, esperando a que apareciera. Sabía que se trataba de algo de una maldad inefable y que su mera visión me destruiría. Y, sin embargo, incluso en medio de mi terror, una pequeña y cuerda parte de mi mente me gritaba que había algo terriblemente importante que debía recordar. No sabía si eso podría salvarme, pero era imperativo que pensase en ello antes de morir. Entonces desperté.

Logró esbozar una débil sonrisa irónica, como si se estuviese burlando de sí mismo.

—Eso es todo. Suena bastante estúpido al contarlo.

—¡No! ¡Era algo malo! —Alec se estremeció—. Y todavía seguís sin tener buen aspecto. ¿Creéis posible dormir un poco más?

Seregil miró fijamente al ventanuco cuadrado por el que comenzaba a insinuarse la luz del día.

—No. Ya casi ha amanecido. Pero tú vuelve a la cama. No tiene sentido que los dos dejemos de dormir por nada.

—¿Estáis seguro?

—Sí. Tenías razón con lo de contarlo. Ya lo estoy olvidando —mintió Seregil—. Estaré bien.

Mientras Seregil se entregaba a las rutinas de la mañana, la pesadilla comenzó a desvanecerse de su pensamiento, pero al mismo tiempo lo asaltó una sensación de desasosiego. Además, el dolor de cabeza había regresado, socavando su paciencia y provocándole molestias en el estómago. A mediodía se encontraba tan mal que decidió buscar refugio junto a la quilla, esperando que lo dejaran solo. Alec pareció comprender que haría bien en buscar algo que hacer en cualquier otra parte, pero el capitán no sería tan fácil de desanimar.

Siempre resultaba complicado viajar disfrazado, pero Seregil estaba descubriendo que su actual identidad le imponía más restricciones que de costumbre. Las inoportunas atenciones de Rhal eran más de lo que podía soportar en su estado. Con demasiada frecuencia, el capitán encontraba oportunidades para ponerse a disposición de la dama Gwethelyn, le señalaba lugares de interés a lo largo de la costa, le preguntaba si estaba cómoda y sugería innumerables diversiones para su joven acompañante. Aceptaba sus disculpas con elegancia cortés, pero se mostraba firme en su intención de entretenerlos durante la cena de aquella noche.

Poco después de la comida, Seregil se excusó y pasó el resto de la tarde dormitando en su camarote. Cuando Alec lo despertó para la cena, se encontraba bastante mejor.

—Siento haberte dejado solo ahí arriba —se disculpó mientras Alec anudaba un lazo de su vestido—. Mañana encontraremos algún modo de sacar tiempo para tu instrucción. La dama Gwethelyn puede pasar el día en el camarote y su acompañante puede quedarse con ella para atenderla. La esgrima sería bastante incómoda aquí abajo, pero seguro que se nos ocurre alguna otra cosa. Puede que el lenguaje de signos o algunos juegos de manos. Son cosas que debes practicar o perderás tu destreza.

Se quitó el arrugado vestido, sacó uno limpio de su equipaje y se lo puso por la cabeza. Cuando Alec hubo terminado de ajustar todos los lazos, se cubrió cuidadosamente el cabello con un tocado de gasa, lo sujetó con un cordel de seda y arregló los pliegues para que cayeran graciosamente sobre su hombro. Además del anillo de granate, completó su atavío con una gruesa cadena de oro trenzado y unos grandes pendientes de perlas.

—¡Por los Dedos de Illior, estoy hambriento! —dijo mientras terminaba—. Espero ser capaz de comer como corresponde a una dama. ¿Qué hay para cenar? ¿Alec?

El muchacho lo estaba contemplando con expresión perpleja. Enrojeció ligeramente, parpadeó y replicó:

—Tenemos ave estofada. Desplumé los pájaros para el cocinero mientras dormíais —se detuvo y entonces añadió, con una amplia sonrisa—. Por lo que he podido escuchar hoy entre los marineros, vuestro disfraz está funcionando.

—¿Ah sí? ¿Qué es lo que decían?

—El cocinero aseguraba no haber visto jamás al capitán tan prendado de una mujer. Algunos de los otros están haciendo apuestas sobre si conseguirá salirse con la suya antes de que lleguemos a Nanta.

—Altamente improbable. Confío en que cumplas con tu deber, querido Ciris, hasta que estemos a salvo en la costa.

Rhal les abrió la puerta en cuanto llamaron. Se había ataviado para la ocasión con una casaca de terciopelo que parecía llevar guardada mucho tiempo, y se había recortado la barba con esmero.

Con un suspiro complaciente, Seregil presentó su mano y le permitió que lo condujera al interior.

—¡Sed bienvenida, querida señora! —exclamó Rhal, ignorando intencionadamente a Alec mientras tomaba el brazo de Seregil—. Espero que lo encontréis todo de vuestro agrado.

Se había dispuesto con elegancia una mesa para tres. El vino estaba servido y, en vez de las malolientes lámparas de aceite, brillaban sobre la mesa delgadas velas de cera.

—Creedme, tenéis el aspecto lozano de una rosa primaveral al amanecer —continuó mientras, con una cortesía que revelaba gran práctica, ayudaba a Seregil a tomar asiento—. Me dolió veros tan abatida.

—Me encuentro mucho mejor, gracias —murmuró Seregil. Alec, situado detrás de Rhal, le hizo un guiño.

Tanto el vino como la comida eran excelentes. Sin embargo, la conversación durante la cena fue un poco tensa. Rhal no prestó demasiada atención a Alec y, cuando el muchacho hizo varias alusiones intencionadas al ficticio marido de Lady Gwethelyn, replicó de forma un tanto brusca. Ahora que por fin se había acostumbrado a su papel, Alec comenzaba a complacerse en él.

—Debéis darnos noticias sobre el sur, capitán —dijo Seregil en un momento en que se había producido un silencio especialmente incómodo.

—Bueno, supongo que habéis oído hablar de los plenimaranos. —Rhal tomó una pipa grande y ennegrecida de un estante cercano—. Con vuestro permiso, mi señora. Gracias. Antes de que saliéramos de Nanta, hace ahora dos semanas, corrían rumores sobre que el viejo Señor Supremo, Petasárion, volvía a estar enfermo y no se esperaba que durase mucho. Si queréis saber mi opinión, creo que eso es algo malo para todos nosotros. Siendo como soy eskaliano de nacimiento, no siento mucha simpatía por los plenimaranos, pero la verdad es que Petasárion ha respetado los tratados durante los últimos cinco años. Su joven heredero, ese Klystis, es harina de otro costal. Dicen que ha estado gobernando en su nombre durante el último año, y se rumorea que están volviendo a afilar las espadas. De hecho, he oído incluso que tiene algo que ver en la enfermedad del padre. No sé si me entendéis. Por lo que se rumorea en la costa, hay muchos plenimaranos que creen que el Duodécimo Tratado de Kouros nunca debió haberse firmado. Aquellos que lo dicen sólo esperan que Petasárian pase a mejor vida para poner las cosas en su sitio.

—¿Creéis que podría haber una guerra? —sin esfuerzo, Seregil fingió una alarma femenina.

Rhal dio unas chupadas a su pipa con aire circunspecto.

—Eskalia y Plenimar no parecen saber qué hacer cuando no están matándose entre sí aunque, generalmente, son los plenimaranos los que encienden la mecha. Sí, creo que se están preparando para empezar de nuevo y, no olvidéis mis palabras, esta vez será una guerra muy mala. Los que saben de estas cosas dicen que los plenimaranos están construyendo muchísimos barcos. Y hay agitadores por todas partes. Los marineros se muestran cada vez más reacios a desembarcar en las costas de Plenimar.

Estas noticias eran nuevas para Seregil pero, antes de que pudiera seguir preguntando, fueron interrumpidos por el grumete, que había sido llamado para que recogiera la mesa. Rhal abrió un pequeño armario que había sobre su litera y sacó de su interior una pequeña licorera y tres pequeñas copas de peltre.

—Brandy añejo Zengati. Muy raro —les confió mientras servía las copas—. Mis contactos comerciales en Nanta me proporcionan acceso a ciertos lujos de esta clase. Vamos, caballero Ciris, bebamos a la salud de esta honorable dama. Que continúe deleitando los ojos y alegrando los corazones de aquellos que tengan el privilegio de contemplarla.

Aunque hablaba a Alec, su mirada no había abandonado un solo instante a Seregil mientras llevaba la copa hasta sus labios.

Seregil bajó los ojos con modestia mientras daba un pequeño sorbo al potente licor.

Alec volvió a levantar la copa y añadió, con aparente ingenuidad y galantería.

—¡Y por el niño que lleva en su vientre, mi querido primo!

Rhal se atragantó con el brandy y comenzó a toser. Seregil levantó la mirada entre asombrado y divertido, pero logró recomponer su compostura antes de que el capitán se recuperase.

—No hubiera hablado de ello de no haber abordado mi indiscreto sobrino, en su entusiasmo juvenil, un tema tan poco delicado —murmuró Seregil mientras dejaba la copa a un lado. Las damas micenias de alta alcurnia eran conocidas por su modestia y discreción.

Pero saltaba a la vista que el anuncio de Alec no había logrado desanimar a Rhal. Seregil casi podía leer detrás de sus ojos oscuros el pensamiento que acababa de formarse. Después de todo, si una mujer ya está embarazada pero conserva una figura agradable, ¿qué daño puede hacerse?

—¡Mi señora, no tenía ni idea! —dijo mientras le daba unas palmaditas en la mano con renovado calor.

El cocinero entró en el camarote con una bandeja de tazones cubiertos y Rhal colocó uno delante de «la dama».

—No es de extrañar que os encontrarais mal. Espero que el postre sea más de vuestro agrado.

—Así lo espero yo también. —Seregil levantó la tapa de su tazón con una mirada expectante y entonces se quedó petrificado mientras el color desertaba de sus mejillas. En el interior de recipiente, una masa de gusanos se deslizaba sobre orejas, lenguas y ojos cortados.

Una oleada de nauseas se apoderó de él. Dejando caer la tapa con estrépito, abandonó a toda prisa la habitación.

—¡No os alarméis, muchacho! —escuchó a Rhal decir detrás de él—. Es bastante normal en su condición…

Seregil llegó junto al pretil y vomitó sobre él, vagamente consciente de que Alec se encontraba a su lado.

—¿Qué ocurre? —preguntó el muchacho con un susurro lleno de alarma cuando hubo terminado.

—Llévame abajo —gimió Seregil—. ¡Llévame abajo, ahora mismo!

Alec lo ayudó a descender por la escalera hasta el camarote. Una vez allí, Seregil se derrumbó sobre el camastro y enterró el rostro entre las manos.

—¿Qué ha ocurrido? —suplicó el muchacho mientras lo observaba con ansiedad—. ¿Debo ir a por el capitán, traer algo de brandy…?

Seregil sacudió la cabeza con violencia y entonces levantó la mirada hacia el muchacho.

—¿Qué has visto?

—Salisteis corriendo y…

—¡No! En los tazones. ¿Qué había?

—¿Os referís al postre? —preguntó Alec, confuso—. Manzanas asadas.

Seregil caminó lentamente hasta la pequeña ventana del camarote, la abrió e inhaló con fuerza. Un miedo afilado como la punta de una navaja lo atravesaba; el instinto le gritaba que se armara, que vigilara su espalda, que escapara y se escondiera en cualquier lugar.

Su cabeza volvía a retumbar dolorosamente y su estómago, ahora vacío, era un nudo doloroso.

Se volvió hacia Alec y dijo en voz baja:

—Eso no es lo que yo vi. El plato estaba lleno de una masa humeante de… —se detuvo, recordando la terrible e inexplicable ansiedad que se había apoderado de él al verlo—. No importa. Pero no eran manzanas asadas.

Un estremecimiento convulso recorrió su cuerpo y tuvo que apoyarse contra la pared del camarote.

Más alarmado que nunca, Alec lo arrastró suavemente hasta el camastro y lo hizo sentarse. Seregil se acurrucó en un extremo, con la espalda apoyada contra la pared. Pero todavía era suficientemente dueño de sí mismo como para enviar a Alec al capitán Rhal con las disculpas de Lady Gwethelyn; parecía que, en su actual estado, no podía soportar el olor de ciertas comidas.

Cuando Alec regresó, encontró a Seregil recorriendo el camarote de un lado a otro con aspecto inquieto.

—¡Cierra la puerta con llave y ayúdame a quitarme este maldito vestido! —siseó. Pero apenas pudo permanecer inmóvil mientras su compañero desataba los nudos y lazos. Cuando Alec hubo terminado, se quitó de un tirón los pantalones de cuero que llevaba bajo el vestido, se puso una manta sobre los hombros y volvió a refugiarse en el rincón del camastro, con la espada escondida entre el estante y la pared que tenía detrás.

—Ven aquí —murmuró, indicando a Alec con un gesto que se sentara a su lado.

En contacto con él, Alec pudo sentir los temblores que todavía lo sacudían y el calor febril de su cuerpo.

Pero la voz de Seregil, si bien resultaba apenas audible, era firme.

—Me está ocurriendo algo, Alec. No estoy seguro de lo que es, pero debes saberlo porque ignoro cómo va a acabar.

Entonces relató a Alec su último sueño y le habló del miedo que se había apoderado de él desde entonces.

—Sólo puede tratarse de magia o de locura —concluyó con voz sombría—. No sé qué es peor. Nunca había sentido nada semejante. La… la visión de los tazones. Te aseguro que he presenciado cosas cien veces peores sin siquiera conmoverme. Puedo ser muchas cosas, Alec, pero no soy un cobarde. Sea lo que sea, creo que pasará algún tiempo antes de que las cosas empiecen a mejorar… si es que mejoran —mientras hablaba, acariciaba distraídamente el disco de madera que pendía de su cuello—. Si quieres marcharte lo comprenderé. No me debes nada.

—Puede que no —replicó Alec, tratando de no pesar en lo asustado que se sentía—, pero no me sentiría bien si lo hiciera. Creo que me quedaré.

—Bueno. No estás obligado a ello y yo no te lo pido, pero gracias —levantó las rodillas y apoyó la cabeza sobre los brazos.

Alec estaba a punto de retirarse a su alcoba cuando sintió que un nuevo estremecimiento recorría el cuerpo de Seregil. Apoyando la espalda contra el muro, se quedó en silencio a su lado mientras avanzaba la noche.