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Sorpresas desagradables
Aquella tarde, tan pronto como llegaron a la puerta del Mar, Seregil advirtió que la guardia había sido doblada.
—Ha ocurrido algo —murmuró mientras entraban en la abarrotada plaza.
—Tienes razón —dijo Micum, mirando en derredor—. Veamos lo que es.
Por todas partes había pequeños grupos de personas con los rostros serios. Ignorados por sus mayores, los niños corrían salvajes de un lado a otro, lanzándose insultos y desafiando a sus compañeros a robar dulces de los desatendidos puestos.
Micum se dirigió hasta uno de estos grupos de chismosos y, apartando la capa, mostró su roja camisa de la Casa Oréska.
—He estado fuera de la ciudad. ¿Qué noticias hay? —preguntó.
—Es el Vicerregente —le contó una mujer deshecha en lágrimas—. ¡El pobre Lord Barien ha muerto!
Alec dejó escapar un jadeo de sorpresa.
—¡Por la Luz de Illior! ¿Cómo ha ocurrido?
—Nadie lo sabe —respondió ella mientras se secaba los ojos con el borde del delantal.
—¡Ha sido asesinado! —exclamó un individuo mal encarado detrás de ella—. Esos bastardos de Plenimar están detrás de todo. ¡Esperad y lo veréis!
—Oh, cállate la boca, Farkus. Deja de extender rumores —gruñó otro hombre. Miraba nervioso la librea de Micum—. No sabe nada, señor. Todo lo que sabemos con seguridad es que el Vicerregente fue encontrado muerto esta misma mañana.
—Muchas gracias —dijo Micum.
Espolearon los caballos y se dirigieron a galope a la Casa Oréska.
Cuando les hizo pasar a su torre, Nysander estaba pálido pero parecía entero.
—Hemos oído lo de la muerte de Barien. ¿Qué ocurrió? —preguntó Seregil.
Nysander caminó hasta su escritorio y se sentó frente a él, con las manos extendidas sobre la manchada superficie.
—Parece que se trata de un suicidio.
—¿Parece? —Seregil sintió alguna emoción poderosa latiendo detrás de las comedidas maneras de su amigo, pero no imaginaba de qué podía tratarse.
—Se le encontró tendido plácidamente sobre su cama, con las muñecas cortadas —continuó Nysander—. La sangre seca manchaba todo el colchón. No descubrieron lo ocurrido hasta que retiraron las sábanas.
—¿Hablaste con él anoche? —preguntó Alec.
Nysander sacudió la cabeza con amargura.
—No. Se había ido a la cama antes de que yo llegara. Era muy tarde y no parecía haber peligro de que se fugara. De hecho…
Se detuvo y le tendió a Micum un pergamino.
—Supongo que estaba escribiendo esto cuando yo… lo vi. Léelo si no te importa.
La última y breve misiva de Barien era tan formal como cualquiera de los miles de documentos que había redactado a lo largo de su larga carrera. La escritura fluía en líneas perfectas y oscuras, sin un solo borrón y privada por completo de todo asomo de vacilación.
—«Mi reina» —leyó Micum—. «Sabed que yo, Barien i Sal Mordecan Thorlin Uriel, he cometido alta traición durante los últimos años pasados a vuestro servicio. Mis acciones fueron deliberadas, premeditadas e inexcusables. No puedo ofrecer justificación alguna en mi defensa, pero os ruego que creáis que, al final, he muerto siendo un fiel sirviente de mi Reina».
Firmaba como «Barien, traidor».
—Por los Ojos de Illior, ¿cómo he podido ser tan necio? —gimió Nysander mientras se cubría la frente con una mano.
—Pero esto no prueba nada —exclamó Seregil, exasperado—. No hay detalles, no hay nombres, nada de nada.
—Idrilain está al corriente de nuestras pesquisas. Creo que comprende la importancia de esta carta —replicó el mago.
—Oh, entonces no hay de qué preocuparse —dijo bruscamente Seregil mientras caminaba hasta el otro extremo de la habitación—. A menos que de pronto empiece a preguntarse por qué ha muerto Barien inmediatamente después de que tú comenzaras a investigar sus actividades. Supon que comienza a plantearse que tu amistad hacia mí es superior a tu lealtad hacia ella. Todavía es mi cuerpo el que está encerrado en la Torre, por si no lo recuerdas. ¡Y quiero recuperarlo de una pieza!
Micum volvió a mirar la carta.
—¿Podría tratarse de una falsificación? Por las Llamas de Sakor, últimamente nos hemos cruzado con algunos de los mejores falsificadores de Rhíminee.
—¿Y qué hay de Teukros? —añadió Alec—. No es seguro que fuese a encontrarse con Kassarie, después de todo. Podría haber ido a casa de Barien. Siendo su familiar, no le habría costado demasiado entrar. Una vez allí, asesina a su tío, deja la nota y vuelve a desaparecer. Ya os lo dije antes. Barien estaba furioso con él por algo.
Nysander sacudió la cabeza.
—No había señales de violencia o magia en la persona de Barien o en la habitación.
—¿Y las puertas? —intervino Seregil.
—Cerradas desde dentro. Y por lo que se refiere a la desaparición de Teukros, si un hombre como Barien creyera que su sobrino había traicionado el honor de la familia, él mismo se habría ocupado de hacer desaparecer al joven. Un último acto de deber familiar. Entre los nobles no escasean los precedentes de este tipo de prácticas. Pero sigue siendo un hecho el que, fuera lo que fuese lo que discutieron aquella noche, debe de estar relacionado con la muerte de Barien.
—¿Y qué hay de Phoria? —preguntó Micum—. Parece que ella fue una de las últimas personas en verlo con vida. Y además fue convocada por él. ¿Alguien ha hablado con ella?
—Según parece, la Princesa Real está de luto y no quiere ver a nadie —contestó Nysander.
—Lo cual es como no decir nada —musitó Seregil—. ¿Crees que puede estar implicada?
—Antes de la muerte de Barien nunca lo hubiera pensado. Ahora me temo que debemos admitir esa posibilidad. Pero si al final resulta ser así, puedes estar seguro de que habrán de encargarse de ello autoridades más altas que tú y que yo.
Seregil continuó paseando intranquilo por la habitación.
—Es decir, que seguimos teniendo un hombre muerto y otro desaparecido. ¿Se han registrado sus casas?
Nysander asintió.
—En la villa de Teukros se encontró un pequeño escondite con órdenes de embarque falsificadas. Y con ellas había copias de varios sellos, incluidos el tuyo, el de Lord Vardarus, Biritus i Tolomon y Lady Royan á Zhirini.
—Mi sello y el de Vardarus… eso está bastante claro. —Seregil recogió un sextante de una de las mesas y jugueteó con él con aire ausente—. ¿Qué hay de los otros? Nunca había oído hablar de ellos.
—Son nobles menores, con cargos menores. Lady Royan es la administradora del puerto de Cadumir, en el Mar Interior, justo al norte de Ubre del Draco. Es un cargo hereditario asociado al señorío. El joven Sir Biritus fue nombrado recientemente para un puesto en la gestión de los víveres… algo relacionado con la carne, creo.
—No parecen la clase de personajes que podrían estar implicados en una conspiración para derribar el gobierno —dijo Micum, perplejo.
—¿Y dónde fueron encontradas exactamente todas estas pruebas tan acusadoras? —preguntó Seregil, deteniéndose momentáneamente junto al escritorio.
—Esa es una cuestión interesante —dijo Nysander con una sonrisa privada de alegría—. Todo ello estaba escondido bajo los tablones del suelo del dormitorio de Teukros.
—¡Los tablones del suelo! —exclamó Seregil, enojado—. ¡Por los Calzones de Bilairy, incluso un ladrón inexperto podría idear algo mejor que eso! Lo que está ocurriendo no tiene ningún sentido. Ciertamente, Barien tenía acceso al sello real pero ¿se lo hubiera entregado a un necio como ese? Es absurdo.
—Tú mismo dijiste que, en lo referente a su sobrino, estaba ciego —le recordó Alec.
Seregil clavó un dedo en la carta de Barien.
—Un hombre con la sangre fría necesaria para escribir una carta de suicidio como ésta nunca sería tan descuidado. Recuerda mis palabras, en este asunto hay mucho más de lo que parece a primera vista.
Los cuatro permanecieron en silencio unos instantes, meditando sobre la aparentemente contradictoria evidencia.
—¿Y qué hay de los sirvientes a los que seguimos? —preguntó Alec al fin.
—¿Qué pasa con ellos? —musitó Seregil, que seguía mirando la carta con el ceño fruncido.
—Bueno, no sé nada sobre la chica, pero el hombre parecía saber dónde debía entregar los documentos. Se ofreció a hacerlo, ¿recordáis? Pero Teukros le dijo que lo haría él mismo.
Los otros lo observaron un instante y entonces intercambiaron miradas desazonadas.
—Por la Luz, ¿Cómo se nos ha podido pasar por alto algo tan evidente? —gimió Nysander—. Los sirvientes de ambas casas han sido encarcelados. Todos ellos se encuentran en la Prisión de la Torre Roja. ¡Venid conmigo, todos!
—Bendito el día en que te saqué de ese calabozo —rió Seregil, pasando un brazo alrededor del cuello del muchacho mientas se dirigían hacia la puerta.
La Reina había concedido a Nysander la autoridad para interrogar a los prisioneros a su antojo y, puesto que Seregil todavía ocupaba el cuerpo de Thero, nadie cuestionó su derecho a acompañar a su maestro. Mientras tanto, Alec y Micum fueron a ver cómo se encontraba el verdadero Thero.
La fortuna quiso que el guardián fuera el mismo con el que Alec se había encontrado en su primera visita a la Torre.
—¡Pobre hombre! —el centinela sacudió la cabeza con pesar—. La prisión parece estar acabando con él, Sir Alec. El primer día se comportaba con toda gentileza, como un verdadero caballero, pero desde entonces cada vez parece más amargado. Apenas ha hablado en un par de días, y lo poco que ha dicho no ha sido demasiado educado.
Los condujo hasta la celda y luego ocupó su lugar al fondo del corredor.
—Las reglas de visita son las mismas que de costumbre, joven señor. Mantened las manos lejos.
Alec escudriñó el interior a través de la reja.
—¿Seregil?
—¿Alec?
—Sí. Y Micum.
Una pálida cara apareció frente a las barras y Alec experimentó de nuevo una sensación de incongruencia que comenzaba a resultarle familiar. Los rasgos y la voz eran los de Seregil; las expresiones y la entonación, no. El efecto general le recordaba al personaje de Aren Windover que Seregil utilizaba de vez en cuando.
—¿Cómo estás? —preguntó Micum, de espaldas al guardia.
—Está resultando ser una experiencia de lo más inusual —replicó Thero con voz sombría—. Aunque en general me han dejado tranquilo y Nysander me envió algunos libros.
—¿Sabes lo de Barien? —susurró Alec.
—Sí. Francamente, no estoy seguro…
—¡Buenas noticias! ¡Buenas noticias, Lord Seregil! —les interrumpió la aparición del centinela, seguido por un alguacil.
Thero apoyó el rostro contra las barras de la reja.
—¿Mi liberación?
—Así es, mi señor —con un ademán ostentoso, el guardia abrió la puerta de la celda.
De pie junto a la puerta, el alguacil desenrolló un pergamino y leyó sin entonación alguna:
—«Lord Seregil i Korit Solun Merengil Bókthersa, ciudadano de Rhíminee. Los cargos de traición por los que se os acusaba han sido retirados. Vuestro nombre está limpio de toda calumnia. Por la Gracia de la Reina, dad un paso al frente y sed libre». No sabéis lo feliz que me siento —dijo el guardia mientras Thero emergía parpadeando a la relativa claridad del corredor—. Hubiera sido terriblemente duro entregaros a los inquisidores, como se dijo al principio. Terriblemente duro, señor.
—Estoy seguro de que hubiera sido más duro para mí que para ti —le espetó Thero, pasando a su lado sin dedicarle siquiera una mirada.
El guardia frunció el entrecejo, miró a Alec y dijo:
—¿Veis lo que os decía, señor?
Alec y Micum alcanzaron a Thero en las escaleras.
—Podrías haberte comportado con un poco más de elegancia —susurró Micum, enojado—. Después de todo, se supone que eres Lord Seregil.
Thero lo miró de soslayo.
—Después de dos días enteros soportando ratas y escuchando tópicos, dudo mucho que él hubiera sido más educado.
Para guardar las apariencias, se dirigieron inmediatamente a la casa de la calle de la Rueda. Runcer los esperaba en la puerta y, como de costumbre, no parecía sorprendido.
—Nos han avisado, mi señor —dijo con gravedad—. Vuestro baño está preparado si lo deseáis.
—Gracias, Runcer. Creo que sí —contestó Thero, tratando de imitar los modales elegantes de Seregil—. En cuanto llegue Nysander, házmelo saber.
El rostro arrugado de Runcer no reveló cosa alguna mientras observaba a Thero desaparecer escaleras arriba, pero cuando el viejo criado se marchaba lentamente en dirección a la cocina, Alec creyó ver que fruncía ligeramente el ceño.
Al regresar de la Torre, Nysander y Seregil encontraron a los otros empezando a cenar en la mesa del dormitorio de Seregil.
Frente a frente por primera vez desde el intercambio de los cuerpos, Seregil y Thero se examinaron mutuamente sin decir palabra.
Lentamente, Seregil dio una vuelta alrededor del otro, asombrado al ver la expresión cauta de Thero pintada en su propio rostro.
—Di algo —saltó al fin—. Quiero oír cómo suena mi voz cuando es otro el que habla.
—Esta garganta ha hablado mucho menos desde que no eres tú el que la utiliza —replicó Thero—. Supongo que la encontrarás un poco ronca cuando recupere mi cuerpo.
Seregil se volvió hacia Alec.
—Tenías razón. El timbre de la voz es el mismo, pero la forma de hablar es completamente diferente. ¡Que fenómeno más interesante!
—Sí, pero no tenemos tiempo de investigarlo —intervino Nysander—. Ambos debéis recuperar vuestros legítimos cuerpos cuanto antes.
Después de juntar las manos con la mayor impaciencia que cualquiera de los dos mostrara jamás, Seregil y Thero permanecieron inmóviles mientras Nysander realizaba el encantamiento.
La magia fue indiscernible; su efecto, instantáneo. Al regresar a su cuerpo, Seregil se vio asaltado por una sensación pegajosa y su visión se tornó verdosa y pálida. Soltó a Thero, retrocedió tambaleándose hasta el sillón que había junto al fuego y se derrumbó en él, con la cabeza entre las rodillas. Alec cogió un cuenco y se apresuró a su lado.
Thero también se dobló, su rostro convertido en una mueca, mientras se aferraba la pierna.
—¿Qué has estado haciendo? —preguntó con aire imperativo mientras se levantaba la túnica para examinar su contusionada rodilla.
—¿Haciendo? —entre los jadeos de Seregil se escuchó una débil risilla—. Lo malo ha sido más bien lo que no he podido hacer.
Flexionó los largos dedos y pasó una mano por sus suaves mejillas y su pelo.
—¡Por la Tétrada, es bueno haber recuperado mi cuerpo! Y, por lo que veo, me he bañado y me he puesto ropa limpia. Estoy en deuda contigo, Thero. Sólo espero que no disfrutases demasiado enjabonándote.
—No es necesario que presumas tanto —replicó Thero ásperamente mientras volvía a su cena.
Sin dejar de sonreír, Seregil comenzó a ocuparse de los cordones de su camisa.
—Sin embargo, no sé por qué tienes que llevarlo todo tan ajustado…
Alec fue el único en reparar en la momentánea vacilación de la sonrisa de su amigo. Sin embargo, antes de que pudiera preguntar qué andaba mal, Seregil lo miró directamente a los ojos y le indicó discretamente que guardara silencio.
—¿Qué tenían que decir los dos sirvientes? —preguntó Micum, impaciente por conocer los detalles.
—No estaban allí —replicó Seregil, mientras volvía a cerrarse los cordones de la camisa. De nuevo, sus dedos acariciaron la áspera superficie de la cicatriz, que de alguna manera había reaparecido. La sensación hizo que la piel se le erizara.
—Vaya, eso sí que es una sorpresa —dijo Micum con aire abatido—. ¿Averiguasteis algo del resto?
—Los sirvientes de las dos casas contaron lo mismo —dijo Nysander—. El lacayo Marsin y la doncella de Barien, Callia, eran amantes desde hacía algún tiempo. Sus compañeros suponen que habrán escapado juntos.
Micum enarcó una ceja, escéptico.
—Demasiadas coincidencias para mi gusto. ¿Qué hay de la esposa?
—Menos todavía —dijo Seregil—. Lady Althia es una muchacha tonta e inofensiva que, después de años de matrimonio, sigue encantada de ser el juguete de su marido. Todo lo que sabe de los negocios de Teukros es que comercia con caballos, joyas y vestidos.
—¡Entonces volvemos a estar como al principio! —gimió Alec—. Marsin, Teukros y esa chica eran nuestra única pista, y ahora no podemos dar con ninguno de ellos.
—Deberíamos comprobar los depósitos de cadáveres antes que nada —dijo Seregil—. Si cualquiera de ellos ha sido asesinado en la ciudad, a estas alturas es posible que los Basureros ya los hayan encontrado. Alec, Micum y yo tendremos que ocuparnos de ello, ya que somos los únicos que conocíamos su aspecto. Y hablando de cadáveres, ¿qué le ocurrirá al de Barien?
Nysander suspiró, consternado.
—Según establece la ley, será despellejado, desmembrado y colgado en la Colina de los Traidores. Después, lo arrojarán a las fosas comunes.
Micum sacudió la cabeza.
—Acabar así después de todo lo bueno que ha hecho a lo largo de los años… Es a él a quien le debo Watermead; él se lo sugirió a la Reina.
—Al menos ya está muerto —dijo Seregil con un estremecimiento. Era bien consciente de que, apenas un día antes, él mismo había estado a punto de sufrir un destino similar estando vivo. Sin embargo, en este momento tenía preocupaciones más inmediatas—. Nysander, antes de que nos separemos, me gustaría tener una pequeña conversación privada contigo.
Seregil lo condujo hasta la biblioteca situada al otro lado del corredor, cerró la puerta cuidadosamente y entonces se abrió la camisa y le mostró al mago su pecho. La marca circular causada por el disco de madera de Mardus, de un siniestro color rojizo contra su piel clara, había reaparecido.
—El encantamiento de transferencia debe de haber interferido con el de oscurecimiento —dijo Nysander—. Aunque nunca había oído que tal cosa pudiera ocurrir.
—¿Podría Thero tener que ver algo con esto? —preguntó—. Ese sueño que tuve…
—¡Ciertamente no! —replicó Nysander, mientras extendía la mano para tocar las diminutas arrugas de la carne entumecida—. Se hubiera dado cuenta de ello al bañarse y me lo hubiera dicho. Debe de haber ocurrido mientras yo os restauraba en vuestros cuerpos. Tendré que volver a ocultarla.
Seregil cogió a Nysander por la muñeca.
—¿Qué es esta marca? —inquirió, escudriñando el rostro del viejo mago—. ¿Por qué deseas tanto que permanezca oculta?
Nysander no hizo intento alguno de liberarse.
—¿Has recordado algo más sobre ese sueño? Aquel en el que aparecía un caballo sin cabeza.
—La verdad es que no. Sólo recuerdo encontrarme en el cuerpo de Thero y ver el ojo de mi pecho. Y el volar. Por el amor de Illior, Nysander, ¿vas a contarme lo que es esto o no?
Nysander apartó la mirada y no dijo nada.
Seregil lo liberó y se dirigió enfadado hacia la puerta.
—Ya veo. ¡Me pasaré el resto de la vida con esta quemadura en la piel y no vas a decirme nada!
—Querido muchacho, harías bien en pedir a los dioses que nunca llegues a averiguarlo.
—¡Nunca he pedido ni pediré tal cosa y tú lo sabes! —escupió Seregil como respuesta. Por un instante, la cólera se apoderó de él y se volvió temerario—. Pues entérate, sé más de lo que crees. Te lo hubiera dicho de no ser por…
Las palabras murieron en sus labios. El rostro de Nysander se había tornado ceniciento. Al instante, se transformó en una máscara de cólera. Pronunció una rápida palabra y la habitación se oscureció.
Por experiencia, Seregil sabía que el mago acababa de sellarla contra toda intrusión exterior.
—Por tu honor de Centinela, me dirás todo lo que sabes —ordenó Nysander. La furia apenas contenida de sus palabras se abatió sobre él como un golpe físico.
—Fue la noche que Alec y yo dejamos la Oréska —le contó Seregil. De repente, su boca estaba seca—. Fui al templo de Illior.
—¿A solas?
—Por supuesto.
—¿Qué hiciste allí?
Un estremecimiento helado recorrió la piel de Seregil; casi podía ver las ondas de furia emanando del cuerpo de Nysander. La habitación se oscureció aún más, como si las lámparas se estuviesen extinguiendo. Reunió todo su valor y continuó:
—Había hecho un dibujo de esto. —Señaló la cicatriz—. Antes de que la ocultaras la primera vez, utilicé un espejo para hacer un boceto tan detallado como me fue posible. En el templo se lo mostré a Orphyria… Nysander, ¿qué ocurre?
Nysander había empalidecido aún más.
Retrocedió tambaleándose hasta una silla y enterró el rostro entre las manos.
—Por la Luz —gimió—. Debiera haberlo imaginado. Después de lo que te dije…
—¡No me dijiste nada! —le espetó Seregil, todavía encolerizado a pesar de su miedo—. ¡Incluso después de que estuviera a punto de morir, incluso después de que Micum nos trajera la noticia de la masacre en las Marismas, no nos contaste nada! ¿Qué otra cosa esperabas que hiciera?
—¡Tú… necio y cabezota! —Nysander lo miró ferozmente—. Podrías haber obedecido mi orden. ¡Mi advertencia! Cuéntame el resto. ¿Qué te dijo Orphyria?
—No sabía nada sobre ello, así que me envió al Oráculo. Durante el ritual, éste eligió el dibujo que yo había hecho. Habló de un devorador de la muerte.
Repentinamente, Nysander tomó a Seregil por la muñeca, obligó al joven a arrodillarse delante de él y lo miró directamente a los ojos.
—¿Te dijo eso? ¿Qué más? ¿Recuerdas sus palabras exactas?
—Dijo «muerte» y lo repitió. Y luego «Muerte y vida en la muerte. El devorador de la muerte da a luz a monstruos. Protege bien al Guardián. Protege bien a la Vanguardia y al Astil».
—¿Fueron sus palabras exactas? —exclamó Nysander mientras, en su excitación, apretaba el brazo de Seregil hasta hacerle daño. De pronto, su cólera parecía haber desaparecido, reemplazada por algo semejante a la esperanza.
—Apostaría la vida.
—¿Te explicó el significado de esas palabras? ¿El Guardián? ¿El Astil? ¿La Vanguardia?
—No, pero recuerdo que pensé que debía de estarse refiriendo a personas específicas… especialmente con el Guardián.
Nysander soltó a Seregil, se recostó en la silla y soltó una carcajada.
—Y así era, ciertamente. ¿Hay algo más, cualquier cosa? Piensa cuidadosamente, Seregil. ¡No omitas nada!
Seregil se frotó la dolorida muñeca mientras se concentraba.
—En medio de la adivinación, tomó una cuerda de arpa y comenzó a tararear una canción que yo compuse de niño. Se quedó con ella. Luego estaba un penacho de las flechas de Alec… Dijo que Alec también era un hijo de la luz y de la tierra y que ahora era mi hijo y que yo sería para él padre, hermano, amigo y amante.
Se detuvo, pero el mago le indicó con un gesto que continuara.
—Entonces dijo todo eso del devorador de la muerte. Finalmente me miró a los ojos, me devolvió el pergamino y dijo: «Obedece a Nysander. Quema esto y no hagas más».
—Parece un consejo. ¿Lo seguiste?
—Sí.
—Eso sí que es milagroso. ¿Has hablado de esto con alguien? ¿Alec? ¿Micum? ¡Debes decirme la verdad, Seregil!
—Con nadie. No he hablado con nadie. Te lo juraré si es lo que quieres.
—No, querido muchacho, te creo —un poco de color había regresado a las mejillas del viejo mago—. Escúchame ahora, te lo imploro. Esto no es un juego. No puedes ni imaginarte el precipicio en el que has estado bailando, y todavía estoy obligado por mi juramento a no hablarte de ello… ¡No, no me interrumpas! No quiero de ti ningún juramento, pero sí una promesa hecha por honor… o por amor a mí, si el honor no te basta. La de que serás paciente y me permitirás actuar como debo. Con el juramento de los magos te juro, por mis Manos, mi Corazón y mi Voz, que algún día te lo revelaré todo. Tienes mi palabra. ¿Te bastará por ahora?
—Sí —todavía conmocionado, Seregil apretó las manos heladas del mago entre las suyas—. Por mi amor hacia ti, así será. Y ahora, ¡haz desaparecer esta maldita cosa!
—Gracias, maldito impaciente. —Nysander lo abrazó con fuerza un instante y entonces posó una mano sobre el pecho de Seregil. Al instante, la cicatriz desapareció debajo de sus dedos.
—Debes decírmelo inmediatamente si vuelve a aparecer —le previno—. Y ahora será mejor que te dediques al asunto que tenemos entre manos.
—Los otros deben de estar preguntándose qué nos ha pasado.
—Ve. Yo me quedaré aquí un rato más. ¡Acabas de darme un buen sobresalto!
—Supongo que también eso lo entenderé algún día. Bueno, ahora iremos a visitar los depósitos de cadáveres. Regresaremos antes del alba, pero dudo que alguno de nosotros tenga ganas de desayunar.
—Probablemente no. Y, Seregil…
—¿Sí?
—Vigila tu espalda, querido muchacho. Y también la de Alec. Ahora, más que nunca, deberás conducirte con la máxima precaución.
—Generalmente lo hago, pero gracias por la advertencia. —Seregil se detuvo, con una mano en el pestillo—. Tú eres el Guardián, ¿no es así? Signifique lo que signifique, que no te lo estoy preguntando, el Oráculo se refería a ti, ¿verdad?
Para su sorpresa, Nysander asintió.
—Sí, yo soy el Guardián.
—Gracias —con una última mirada pensativa, Seregil abandonó la habitación.
No sabía que, por un instante fugaz, su amigo más querido había estado a punto de convertirse en su verdugo.