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Herbaleda

Herbaleda —el mayor de los aislados centros de comercio diseminados a lo largo de las tierras del norte— debía su prosperidad a la Vía Dorada, a un tramo estrecho del río Gallistrom y a una diminuta flor amarilla.

La Vía Dorada comenzaba más hacia el norte, en las estribaciones de las montañas del Corazón de Hierro. Allí se había extraído oro desde que el hombre tenía recuerdo. En Kerry, el precioso metal era fundido y moldeado en lingotes redondos llamados «bollos». Éstos se empacaban en fardos cúbicos de piel de oveja llenos de lana. La lana, obtenida de las ovejas de las montañas, nativas de la región, era especialmente suave y fina y había terminado por convertirse en otra fuente de riqueza para la región. Sin embargo, el propósito original de los fardos no había sido otro que el de proteger el oro, porque el camino estaba lleno de peligros de los cuales el menor no eran los bandidos. Los fardos, que pesaban tanto como dos hombres, eran difíciles de robar, pero en cambio flotaban, lo que resultaba de gran utilidad si alguno de ellos caía en uno de los múltiples ríos que la ruta cruzaba. Cargados en carromatos tirados por bueyes, los fardos viajaban hasta Boersby, donde eran cargados en almadías que descendían el Folcwine hasta llegar al puerto micenio de Nanta.

La tierra entre Kerry y Boersby era una extensión desolada salpicada por algunas comarcas habitadas. Los caravaneros viajaban en grandes grupos, protegidos por soldados y arqueros mercenarios.

El último refugio seguro entre el lago Negragua y Boersby era la ciudad de Herbaleda, en la ribera del río Gallistrom.

Al contrario que el plácido Brythwin, el Gallistrom era profundo, ancho y peligroso. Desde sus fuentes en las Corazón de Hierro, su cauce discurría a través del gran bosque del Lago hasta llegar al lago Negragua. Originalmente, el único medio seguro para atravesarlo era un precario sistema de balsas. Pero los carromatos que tenían que esperar en una de las orillas la llegada de la siguiente almadía eran presa fácil para los bandidos. Además, muchos otros se perdían en el propio río cuando las fuertes corrientes primaverales volcaban las balsas, arrastrando al fondo oro, hombres y bueyes.

Finalmente, se construyó un ancho puente de piedra y el diminuto asentamiento que había nacido alrededor del vado se convirtió en un pueblo. Como se descubrió con el paso del tiempo, el área poseía sus propias riquezas. Entre el lago y el bosque crecían en gran profusión plantas tintóreas de diferentes clases, y entre ellas la hierba amarilla a la que el pueblo debía su nombre. Con todas estas plantas podía producirse tintes de prácticamente cualquier color, y la tonalidad de muchos de ellos era bastante más rica que la de cualquier cosa que se produjera en el sur. Tintoreros, tejedores, y peleteros comenzaron a abrir sus tiendas en el pueblo, y muy pronto la lana de Kerry comenzó a ser muy demandada. Al cabo de poco tiempo, los rollos del lustroso y suave «tejido de Herbaleda» eran casi tan buscados en el sur como los «bollos» de oro. En la época de Alec, Herbaleda era una rica ciudad artesanal que se extendía en torno al puente, protegida por una sólida empalizada de madera.

El sol se aproximaba ya al poniente cuando Alec y Seregil, cabalgando junto a la orilla del lago, llegaron junto a los muros de la ciudad. Sobre el agua podían ver las numerosas y coloridas velas de los barcos de pesca que regresaban al pueblo a la caída del sol.

—Todavía es pronto para que cierren las puertas exteriores, ¿verdad? —señaló Seregil mientras tiraba de las riendas—. En todas mis anteriores visitas permanecían abiertas hasta bien entrada la noche.

Alec lanzó una mirada hacia la parte alta de la empalizada.

—La muralla es más alta de lo que recordaba.

—Vuestros nombres y el asunto que os trae al pueblo, si sois tan amables —les llamó una voz desapasionada desde lo alto.

—Soy Aren Windover, un bardo —anunció Seregil, adoptando los ademanes ligeramente pomposos de Aren—. Me acompaña mi aprendiz.

—¿Windover habéis dicho? —el centinela se asomó sobre el parapeto para poder ver mejor a los recién llegados—. ¡Vaya, pero si yo os conozco! Tocasteis en la feria de verano y sin duda fuisteis el mejor bardo de todos. Pasad, señor, y el muchacho también.

Un postigo se abrió hacia el interior. Alec y Seregil agacharon la cabeza y entraron a caballo. El centinela, un jovencito ataviado con un chaleco de cuero, extendió hacia ellos un palo largo con la canasta del peaje en el extremo.

—Una moneda de cobre por caballo y media de plata por jinete, señor. No hemos visto un bardo o juglar decente desde la última vez que estuvisteis aquí, ¿sabéis? ¿Dónde os alojaréis esta vez?

—Pretendo empezar en Los Peces, pero espero poderme permitir algo mejor antes de marchar —replicó Seregil mientras indicaba con un gesto a Alec que pagara el peaje—. Que yo recuerde, es muy temprano para que las puertas estén cerradas. Y, ¿no hay más guardias de lo habitual?

—Así es, señor —replicó el hombre sacudiendo la cabeza—. Tres caravanas han sido asaltadas en los últimos dos meses, y dos de los ataques se produjeron a menos de quince kilómetros del pueblo. Los caravaneros están furiosos como gatos escaldados. Dicen que se suponía que el pueblo debía custodiar el camino. Pero el alcalde está más preocupado por la posibilidad de que la propia Herbaleda sea atacada. Hemos estado ampliando la empaliada y se han colocado más guardias desde entonces. Sin embargo, todo parece haberse calmado desde que esos sureños aparecieron.

—¿Sureños? —la fingida sorpresa de Seregil no le pasó inadvertida a Alec.

—Oh, sí. ¡Plenimaranos, nada menos! Un enviado llamado Lord Boraneus vino para comerciar. Al menos es lo que he oído.

¿Boraneus? Alec miró de soslayo a Seregil; aquél era uno de los nombres que había escuchado mientras espiaba la conversación en la casita del ciego; ese y otro, algo que comenzaba con M…

—Ha traído una buena tropa de soldados consigo, por lo que parece —continuó el centinela de la puerta—. Deben de ser por lo menos dos docenas. O quizá más. No sabíamos qué pensar cuando comenzaron a extenderse los rumores sobre su llegada, pero al final resultó ser una buena cosa. Hicieron un buen trabajo con los bandidos. ¡Ya lo creo! Dicen los taberneros que son una gente ruda, pero pagan bien. Y en plata. Podéis estar seguro de que haréis buen negocio con ellos.

—Espero que vuestras esperanzas no se vean defraudadas. —Seregil echó hacia atrás la capa, sacó una moneda de plata de su bolsa y se la arrojó al hombre—. Gracias por esta útil información. Bebed a mi salud en Los Tres Peces.

El hombre guardó la moneda con alborozo y los invitó a entrar con un ademán.

Una vez en el interior de la empalizada, el camino discurría sinuoso a través del centro de la ciudad hasta desembocar en una plaza de mercado que se extendía a ambos lados del puente. Aquí discurrían por las calles las aguas de desecho multicolores y de olor apestoso de las tiendas de los tintoreros. En las avenidas más prósperas se habían construido paseos de madera para impedir que los clientes se mancharan las ropas de barro. Las carretas, cargadas con plantas de pigmentos y minerales, rodaban ruidosas de tienda en tienda durante todo el día. Los niños más pobres vestían coloridos harapos; incluso los perros y los cerdos que vagaban por el vecindario lucían un asombroso despliegue de colores. Los chasquidos y golpeteos de los telares de los tejedores llenaban el aire y las telas recién teñidas, colgadas y extendidas sobre los tendederos para secarse, le otorgaban al lugar una permanente apariencia festiva.

La ciudad le era bien conocida a Alec y mientras miraba a su alrededor sintió una punzada de dolor. La última vez que había estado aquí, su padre estaba con vida.

—Aquello de allí es la alcaldía, donde se aloja ese tal Boraneus —demasiado tarde recordó que si conocía el paradero de Boraneus era porque había estado espiando la conversación de Seregil y el ciego.

Seregil se volvió hacia él con una expresión inescrutable en el rostro. Alec añadió rápidamente:

—Los visitantes importantes siempre se alojan con el alcalde. Es la costumbre.

—Es una suerte para mí contar con un guía tan versado —replicó Seregil con tranquilo regocijo.

El edificio de la alcaldía, grande y elaboradamente decorado, se alzaba junto al templo de Dalna. Las tiendas de los artesanos se encontraban a ambos lados de la plaza, a este lado del puente. El templo de Astellus dominaba la orilla del río y junto a él se levantaban el gremio de los pescadores, una taberna, más tiendas y varias posadas.

Seregil se adelantó, cruzó el puente y se dirigió al Barrio del Lago.

Mientras se aproximaban a los muelles, las calles fueron haciéndose más estrechas e intrincadas. La peste del barrio de los tintoreros fue reemplazada por los acres olores del pescado y las redes mojadas.

—Padre y yo nunca vinimos a esta parte del pueblo —dijo Alec mientras lanzaba miradas nerviosas a un destartalado edificio que sobresalía por encima de la calle y a las callejuelas que lo flanqueaban.

Seregil se encogió de hombros.

—Aquí la gente sabe que debe ocuparse de sus propios asuntos.

A aquella hora las tabernas comenzaban a cobrar vida; por todas partes se elevaban los sonidos de las peleas, los insultos y las canciones de los borrachos. Alguien les siseó una suave invitación desde un sombrío callejón mientras pasaban a su lado. Después de doblar varias esquinas, llegaron a los muelles.

A ambos lados del pueblo, la empalizada se prolongaba hasta adentrarse en el lago. En el interior había largos malecones, almacenes y tabernas, todos construidos sobre postes clavados en la pendiente de los guijarrales. Mirando más allá, hacia el agua, Alec trató de imaginarse lo grande que debía ser el océano para superar aquella inmensidad. En todas direcciones, la costa describía una curva y parecía alejarse indefinidamente. Sólo los días más claros resultaba visible el otro extremo de la ribera.

Seregil apretó el paso y se encaminó hacia un estrecho edificio que parecía erguirse entre el abigarramiento de los muelles. Sobre la puerta abierta colgaba un símbolo: tres peces entrelazados. Del interior llegaba el tumultuoso clamor propio de una taberna. Un pequeño grupo de holgazanes, con sus jarras y sus pipas, se había aposentado bajo las ventanas de la fachada.

Desmontó y le tendió a Alec su arpa y su mochila.

—Ten presente el papel que te he asignado —susurró en voz baja—. De aquí en adelante eres el aprendiz de Aren el Bardo. Ya has visto como es; reacciona de manera apropiada. Si me muestro rudo contigo o te trato como si fueras un sirviente, no me guardes resentimiento. Esa es la forma en que actúa Aren, no yo. Francamente, no envidio tu posición. ¿Estás preparado?

Alec asintió.

—Bien. Entonces, que comience la función —con esas palabras, Seregil retrocedió un paso y Alec hizo su entrada.

—Lleva los caballos al establo que hay al otro lado —ordenó con voz lo suficientemente alta como para que lo escuchara la concurrencia—. Asegúrate de que los cuidan de forma adecuada. Luego ve a ver al tabernero y pídele una habitación. Dile que quiero una en el piso más alto de la casa, con vistas al lago. ¡Y no dejes en ningún caso que ese villano te cobre más de un marco de plata por ella! Cuando te hayas encargado del equipaje, lleva mi arpa al salón común. Vete ya. Rápido.

Después de decir esto, se sumergió en la calidez de la taberna.

—¡Por el Viejo Marinero, eso sí que es una orden, chico! —se burló uno de los holgazanes, para regocijo de sus compinches.

Alec frunció el ceño y condujo a los caballos hasta el establo. A pesar de las apresuradas explicaciones de Seregil, no estaba seguro de que le gustase el cariz que estaban tomando los acontecimientos.

Una vez que los caballos estuvieron bien atendidos, cogió la mochila y la silla de Seregil y se dirigió apresuradamente hacia la humeante cocina.

—Estoy buscando al posadero —dijo, sujetando a una camarera por la manga.

—Esta en la barra —contestó ella con brusquedad mientras señalaba con un gesto de la cabeza hacia una entrada cercana. Alec dejó el equipaje junto a la puerta, penetró en la sala y se encontró cara a cara con un corpulento gigante de cara rojiza, vestido con un delantal de cuero.

—Necesito alojamiento para mi señor y para mí —le informó, tratando de imitar las autoritarias maneras de Aren.

El tabernero apenas apartó un instante la mirada de la tapa de un barril que acababa de abrir.

—Hay una habitación grande en lo alto de la escalera. Esta noche no habrá mas que tres o cuatro clientes en cada cama.

—Mi señor prefiere la habitación de más arriba —dijo Alec.

—¿De veras? Bien. La podrá tener por tres marcos la noche.

—Te daré uno —contestó Alec—. Pasaremos aquí varias noches y estoy seguro de que mi señor…

—¡Tu señor puede irse al diablo! —gruñó el posadero—. ¡Es mi mejor habitación y no se la dejaría ni al alcalde ni a todo el maldito Concejo de los Gremios por menos de tres marcos! No cuando todos esos extraños sureños deambulan por aquí con más dinero que cerebro. Podría sacarle a cualquiera de ellos cinco marcos por noche.

—Os suplico mil perdones. —Alec eligió las palabras con cuidado—, pero creo que mi señor, Aren Windover, y yo mismo, podemos proporcionaros diez veces eso cada noche que pasemos aquí.

Aparentemente satisfecho con la manera en que había quedado la tapa sobre el barril, el tabernero introdujo las manos bajo el cinturón y lanzó a Alec una mirada ceñuda.

—¡Vaya! Soy yo el que os pide mil perdones, mi joven cachorro, pero ¿cómo se supone exactamente que vais a conseguirlo?

Alec no se dejó intimidar. Su padre había sido un maestro regateando. Reflexionó un momento y preguntó:

—¿Qué os proporciona mayores beneficios, las habitaciones o la cerveza?

—La cerveza, supongo.

—¿Y a qué precio la vendéis?

—Cinco monedas de cobre la jarra pequeña, media moneda de plata el jarro grande. ¿Y qué?

Sintiendo que el hombre comenzaba a impacientarse, Alec fue directo a la cuestión.

—Lo que necesitáis entonces es algo o alguien que anime a los clientes a beber. ¿Y que anima a los hombres a beber más que un buen bardo? Puede que no conozcáis a Aren Windover pero os aseguro que mucha gente de la ciudad lo conoce. Haced correr la voz de que está actuando en vuestra taberna y os prometo que acabaréis teniendo que mandar a por más cerveza. Seguro que yo puedo engatusar a algunos de esos soldados para que vengan esta noche y estos traerán a sus amigos la noche siguiente. ¡Y vos sabéis lo que los soldados pueden llegar a beber!

—Sí, eso es cierto. Yo lo fui durante algún tiempo —asintió el tabernero mientras miraba de arriba abajo a Alec—. Ahora que lo pienso, creo que he oído hablar de ese tal Windover. ¿No es ese que atrajo a una multitud al Ciervo y la Rama el año pasado? Quizá podría dejarle la habitación por dos marcos y medio.

—Puedo pagar por anticipado —le aseguró Alec. Entonces, entusiasmado con el éxito cosechado por su historia añadió—. Maese Windover va a tocar para el alcalde, ¿sabéis?

—El alcalde, ¿eh? —dijo sorprendido el tabernero—. ¿Por qué no lo has dicho antes? ¿Va a tocar para el alcalde y también en Los Peces? Muy bien. Ve y dile a tu señor que la habitación es suya por dos marcos.

—Bueno… —musitó Alec, obstinado.

—Demonios, ¿es que quieres chuparme la sangre? Uno y medio, entonces, pero mira que es lo mínimo que puedo ofrecerle…

—Hecho —dijo Alec—. Pero eso incluye las velas y la comida, ¿de acuerdo? ¡Y será mejor que las sábanas estén limpias! Maese Windover es especialmente quisquilloso por lo que a las sábanas se refiere.

—Sí que quieres chuparme la sangre —gruñó el posadero—. Bien, bien. Tendrá su comida y tendrá sus malditas sábanas. Pero será mejor que sea tan bueno como dices o los pescadores os utilizarán como cebo.

Alec pagó dos noches por adelantado y luego subió las escaleras cargando con su equipaje y un candelabro.

Pasó junto al dormitorio común del segundo piso y ascendió hasta el ático por un tramo de escaleras más estrecho. Al final de un corredor corto y sin ventanas se encontraba una puerta.

Situada en el interior del aguilón, la habitación que Seregil había pedido era pequeña y de paredes inclinadas. La estrecha cama y el lavamanos ocupaban casi todo el espacio disponible. Sobre un estante descansaba un plato agrietado que contenía una barata vela de sebo.

La encendió con la suya y acto seguido abrió los postigos de la ventana que había sobre la cama. La parte trasera de la posada, sostenida sobre pilotes, se erguía por encima del agua. Alec se asomó. Había una buena caída hasta el lago.

La luna creciente dibujaba un rastro de brillante luz sobre la superficie negra del lago. Resultaba agradable encontrarse allí, en lo más alto de la casa, cálido y tranquilo. Un pensamiento se insinuó en su mente: podía contar con los dedos de una mano el número de veces que había estado a solas en el interior de una casa de verdad, y nunca había sido en una habitación tan alta. Después de detenerse un momento para saborear la nueva sensación, suspiró y volvió a dirigirse a las escaleras.

Al volver al ruidoso tumulto de la taberna, vio a Seregil hablando con el posadero y se sorprendió, una vez más, de la diferencia entre «Aren» y Seregil; sus movimientos, sus posturas, sus gestos, todo ello tan diferente como si de verdad se tratara de dos hombres distintos.

En aquel momento Seregil levantó la mirada y le indicó con un gesto impaciente que se acercase. Alec se abrió camino entre la multitud, esquivando camareros con jarras y bandejas de madera.

—Claro, sólo acabamos de llegar al pueblo —estaba diciendo Seregil—, pero mañana mismo me presentaré a su honorable alcalde —tosió delicadamente en su puño y añadió—. Parece que mi garganta se ha resentido del viaje, pero estoy seguro de que una noche de descanso restañará por completo mis facultades. Entretanto podréis disfrutar de las habilidades de mi aprendiz.

El posadero pareció decepcionado al escuchar estas últimas palabras. Por su parte, Alec lanzó a Seregil una mirada de asombro, que éste ignoró por completo.

—No os atribuléis —continuó Seregil con ligereza—. Este rapaz no deja de sorprenderme con sus rápidos progresos. Esta noche gozareis de una demostración de sus talentos.

—Ya veremos, Maese Windover —gruñó dubitativo el posadero—. El muchacho asegura que será bueno para el negocio, así que cuanto antes comencéis, mejor para todos.

Aunque hizo una leve reverencia a Seregil, Alec estaba seguro de haber entrevisto un destello de humor perverso en la mirada del hombre mientras se marchaba.

—Has tardado —señaló Seregil secamente mientras comprobaba la afinación de su arpa. La multitud que los rodeaba, impaciente por la proximidad del espectáculo, parecía agitarse.

—¡No le pasa nada malo a vuestra voz! —susurró Alec, alarmado.

—Esta noche tengo que hacer algunas cosas que me impiden ser el centro de atención durante toda la velada. No te preocupes, no tendrás ningún problema. Me asombra que hayas conseguido la habitación por un marco y medio. Nunca creí que podrías lograr que el viejo ladrón bajara de dos. Pero me pica la curiosidad: ¿Cómo piensas traer a los plenimaranos?

—No lo se —admitió Alec—. En aquel momento me pareció una buena idea decirle eso.

—Bien. Con suerte, estaremos lejos de aquí antes de que tengamos que mantener muchas de tus promesas. Pero, por si no es así, un consejo: mantente lejos de los soldados, especialmente si estás solo. Son marineros plenimaranos y hay muy pocas cosas que no sean capaces de hacer. No sé si me entiendes.

—No, creo que no —dijo Alec, intrigado por el tono de Seregil.

—Te lo diré de otra forma. Esta gente tiene un dicho: «cuando las putas son escasas, un muchacho bien te basta». ¿Comprendes ahora?

—Oh —dijo Alec, enrojeciendo.

—Considérate advertido. Y ahora creo que es el momento de que demuestres lo que vales, mi pequeño aprendiz de bardo.

Seregil se puso en pie y se aclaró la garganta antes de que Alec pudiera poner ninguna objeción.

—Buenas gentes —anunció, gesticulando para llamar la atención de la concurrencia—. Me llamo Aren Windover. Soy un humilde bardo y este muchacho es mi aprendiz. Me temo que, mientras nos dirigíamos hacia vuestro pueblo, he contraído una pasajera inflamación de garganta. No obstante, os ruego que nos permitáis ofreceros entretenimiento.

Volvió a tomar asiento en medio de vítores entusiastas y el clamor de las jarras contra las mesas. Se pidieron canciones favoritas y, con ellas, más cerveza.

Alec sintió que la boca se le secaba mientras una sala entera de rostros expectantes se volvía hacia él. Algunas veces había formado parte de reuniones como aquellas, pero jamás había sido el centro de atención.

Seregil le acercó una jarra de cerveza con una sonrisa traviesa en el rostro.

—No te preocupes por esta turba —susurró—. Tienen los estómagos llenos y las jarras medio vacías.

Alec tomó un largo trago y logró responderle con una sonrisa insegura.

Alec conocía todo el repertorio de Seregil y eligió entre las peticiones del público de acuerdo a él. Comenzaría con «Al Otro Lado del Mar Aguarda mi Amor».

La voz de Alec, aunque impropia de un bardo, era suficientemente buena para esta audiencia. Interpretó todas las canciones de pecadores que conocía y realizó un trabajo pasable con varias baladas históricas que Seregil le había enseñado en las Quebradas. Esto y el excelente acompañamiento del arpa de Seregil le permitió ganarse muy pronto a la multitud. Cuando su voz comenzaba a fatigarse, Seregil extrajo un silbato de latón y comenzó a interpretar una melodía de baile.

Los rumores sobre su actuación se extendieron como la pólvora.

Aparecieron más y más clientes, pidiendo a gritos cerveza y nuevas canciones. Entre los recién llegados había media docena de hombres con armaduras de cuero rígido y capacetes. Alec no necesitó que Seregil le dijera que estos eran los marineros contra los que se le había advertido. Saltaba a la vista que eran hombres duros.

Cantó durante casi una hora antes de que Seregil se detuviera y anunciara a la audiencia que se marchaba para tomar un pequeño descanso.

—Quédate aquí y afina el arpa —dijo mientras depositaba el instrumento en las manos del muchacho—. Y toma algo de agua para aclararte esa garganta. La cerveza es buena para el espíritu pero pésima para la voz. ¡Lo estás haciendo espléndidamente!

—Pero ¿dónde…?

—Volveré pronto.

Alec observó a Seregil mientras se aproximaba hacia el rincón más lejano de la sala, donde un hombre alto y de espaldas anchas se sentaba solo. Se cubría el rostro con una capucha pero, a juzgar por el peto de cuero que llevaba y la espada larga que pendía de su cinto, Alec suponía que se ganaba la vida como guardia de caravanas.

Seregil intercambió un saludo con el extraño y se le invitó a que tomara asiento. Muy pronto estaban enzarzados en una conversación.

Parecía evidente que por el momento podía relajarse, así que Alec dejó que su mirada vagara por la habitación, examinando al resto de la concurrencia. Al cabo de un rato descubrió a una drisiana, sentada junto a la puerta. La sencilla túnica que vestía y el colgante de bronce con forma de serpiente que pendía de una correa de cuero alrededor de su cuello revelaban su condición. Estaba ya rodeada por un pequeño grupo de gente que buscaba curación. Se encontraban de pie, observándola en silencio con una mezcla de esperanza y reverencia mientras ella examinaba a un niño sentado sobre su regazo. Lleno de curiosidad, Alec se unió a ellos.

Las negras trenzas que caían sobre sus hombros mientras se inclinaba hacia delante estaban veteadas de plata y su ajado rostro era de una severidad austera, pero sus manos examinaban al niño con delicadeza y sabiduría. Cogió el bastón que se apoyaba contra el banco, a su lado, pronunció unas pocas y suaves palabras sobre el niño y se lo devolvió a su madre.

—Haz cada mañana una infusión de agua clara con esto —le dijo mientras sacaba seis hojas secas de una bolsa de su cinturón—. Añade un poco de leche y un poco de miel. Déjala enfriar y dásela a lo largo del día. Cuando hayas utilizado la última de las hojas, el niño estará bien. Ese mismo día deposita tres marcos de cobre en el altar del Templo de Dalna y da las gracias. Ahora dame un marco y que la Misericordia del Hacedor sea contigo.

Entonces se volvió hacia los otros y comenzó a atenderlos, ora dispensando bendiciones o hierbas curativas, ora rezando una sencilla plegaria sobre algún enfermo. Cuando hubo terminado con los niños, varios pescadores se le acercaron y, finalmente, lo hizo una pareja de opulentos comerciantes que le presentaron con timidez a su joven hija.

Después del examen de rigor, la drisiana le dio a la madre un puñado de hierbas y le pidió una ofrenda de plata, y no de cobre como había hecho con todos los demás. Sin decir una palabra, el marido pagó el dinero solicitado y la familia se marchó.

Alec estaba a punto de marcharse cuando la mujer lo miró directamente a los ojos y preguntó:

—¿Por qué crees que les he cobrado más?

—Yo… yo no lo sé —balbuceó Alec.

—Porque ellos podían permitirse pagar más —afirmó mientras, para mayor asombro de él, le guiñaba un ojo como si se conocieran—. Quizá podría prestarle algún servicio a tu señor. ¿Os alojaréis aquí esta noche?

—Sí, en la habitación de más arriba —replicó Alec, preguntándose qué podría hacer ella con respecto a la fingida enfermedad de Seregil—. ¿Puedo decirle vuestro nombre?

—No es necesario. Dile simplemente que lo visitaré más tarde.

Ella se puso en pie y el bastón resbaló hacia un lado. Sin pensarlo un momento, Alec lo recuperó y se lo tendió. Durante el breve instante en que las manos de ambos estuvieron en contacto con él, Alec sintió que un temblor fuerte y no del todo agradable atravesaba la madera.

—Que las bendiciones del Hacedor te acompañen esta noche —dijo ella antes de desaparecer entre la multitud.

Las canciones se prolongaron hasta medianoche. Aunque el modesto repertorio de Alec se agotó mucho antes de ese momento, los parroquianos pidieron a Seregil que tocara para ellos, y algunos se levantaron y le pusieron voz a sus melodías. Cuando por fin el posadero anunció que había llegado la hora de cerrar, la multitud obsequió al bardo y su aprendiz con una atronadora salva de aplausos, y la mayoría de ellos dejó una moneda o dos en la mesa que había junto a la puerta. Muy satisfecho con su inversión, el posadero les sirvió una última jarra de cerveza y entonces, bebida en mano, subieron a su habitación.

Seregil se derrumbó sobre la cama, comenzó a inspeccionar las ganancias de la noche y le entregó a Alec la mitad de las monedas.

—Hemos estado bien. Treinta monedas de cobre y dos de plata. Me fijé en que hablabas con Erisa.

—¿Quién?

—La drisiana. ¿Qué piensas de ella?

—Parecía igual a los demás. Salvo porque resultaba… —se detuvo, buscando la palabra apropiada.

—Inquietante.

—Sí, eso es. No es que diera miedo. Sólo era inquietante.

—Créeme, los drisianos pueden dar bastante miedo cuando se lo proponen —sin embargo, antes de que pudiera extenderse sobre el particular, el picaporte de la puerta giró y Erisa penetró en silencio en la habitación.

—Creía que ibas a tener al pobre muchacho toda la noche trabajando —lo regañó—. Algo me dice que en realidad no necesitáis mi ayuda.

Seregil se encogió de hombros y esbozó una sonrisa tortuosa.

—Sería muy necio si creyera que puedo engañarte. Alec, baja a la cocina, ¿quieres? Necesitamos comer algo después de toda esa cerveza y sospecho que Erisa no ha tenido tiempo de cenar.

—Sólo quiero té y un poco de pan —dijo Erisa con los brazos cruzados. Saltaba a la vista que ambos estaban esperando a que se marchase.

¡Otra vez dando órdenes!, pensó mientras cerraba con fuerza la puerta. Y, sin embargo, estaba más intrigado que irritado. Esta drisiana debía de ser la misteriosa «ella» de la que había hablado el ciego, allá en la cabaña. Pero ¿quién era el espadachín encapuchado?

A mitad del pasillo se detuvo, vaciló un instante y entonces se deslizó de vuelta hacia la puerta tan silenciosamente como le fue posible.

—Se ha visto a un grupo de unos cincuenta dirigiéndose hacia los Yermos Occidentales, sobre Ubre del Draco —estaba diciendo Erisa—. Connel los descubrió cerca del Vado de Enly el siete de Erasin, pero no hemos sabido nada más de ellos desde entonces.

—Puedo comprender que intenten cortejar a los señores de las montañas y que traten de afianzar su poder en la Vía Dorada —dijo Seregil—, pero en esa dirección no hay nada, excepto unas pocas tribus bárbaras. ¿Qué demonios pueden estar buscando?

—Eso es precisamente lo que Connel esperaba descubrir. Salió tras ellos tan pronto como supimos lo que estaba ocurriendo. Desgraciadamente, tampoco hemos vuelto a saber de él desde entonces… Alec, por favor, date prisa con mi té.

Una picazón desagradable que no tenía nada que ver con el ardor de sus mejillas envolvió durante un breve instante a Alec mientras se apresuraba escaleras abajo. Temiendo tener que volver a verla, se demoró hirviendo el agua. No obstante, cuando regresó a la habitación, la mujer se limitó a darle las gracias y se marchó.

—Bueno. Por lo que parece, ésta es una cama bastante buena, pero sólo hay espacio para uno. ¿Dónde vas a dormir? —Seregil bostezó mientras se quitaba la camisa. Aparentemente, no tenía nada que decir del hecho de que Alec hubiese estado espiándolos.

—Como vuestro aprendiz, supongo que me corresponde dormir en el establo —aventuró Alec. La verdad era que la perspectiva no lo complacía en absoluto.

—Eso es una completa tontería. ¿De qué me servirías allí? Tu lugar está delante de la puerta, por si acaso tenemos visita esta noche. Prepárate un jergón allí.

Mientras se preparaban para dormir, Alec se descubrió pensando de nuevo en la drisiana.

—¿La conocéis desde hace mucho tiempo? —preguntó en la oscuridad.

—¿A Erisa? Oh, sí.

Después de un momento de silencio resultó evidente que Seregil consideraba estas palabras respuesta suficiente. Alec decidió insistir.

—¿Cómo la conocisteis?

Durante unos instantes pensó que Seregil se había quedado dormido o que no quería responderle, pero entonces escuchó el crujido de la cama.

—Estaba trabajando en Alderis —dijo Seregil—. Está en Micenia, cerca de la costa. Era un trabajo difícil y por entonces yo era muy joven y apenas conocía el oficio. El caso es que lo estropeé todo y me cogieron. Quienes me habían capturado expresaron su desagrado de la manera más enfática y luego abandonaron lo que quedaba de mí muy lejos de la ciudad. Creían que había muerto; recuerdo que yo mismo no estaba muy seguro al respecto. Cuando desperté, varios días más tarde, me encontraba en una cabaña y Erisa estaba allí.

—Apuesto a que posee otros poderes aparte de la curación —dijo Alec mientras el hormigueo sentido cuando tocara el bastón emergía a su memoria.

—Puede controlar a la gente si le place. Le he visto hacerlo, aunque la verdad es que el poder no la complace. Pero te diré algo sobre ella. Ha salvado mi vida varias veces y yo la de ella, y a pesar de todo me siento un poco nervioso en su compañía. Nunca sabes cómo piensan los drisianos o cómo ven las cosas.

—Ella sabía que estaba escuchando.

Seregil rió en la oscuridad.

—Lo hubiera sabido incluso si yo hubiera estado escuchando. No te preocupes, lo haces bastante bien para ser un principiante. Ahora será mejor que te duermas. Mañana nos espera un día atareado. Tú necesitas ropa nueva y yo tengo que echar un vistazo a esos soldados.

Alec escuchó de nuevo el crujido de la cama. Bajo la ventana, las olas rompían suavemente contra los pilotes y su sonido fue sumiéndole en un plácido sopor. Estaba a punto de dormirse cuando una carcajada repentina de Seregil lo sobresaltó y lo despertó por completo.

—¡Y tienes que conseguir que actuemos para el alcalde!