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Retorno a Rhíminee
Su último día en Watermead, Alec se levantó antes de la llegada del alba, pero descubrió que Beka se le había adelantado. Vestida para cabalgar, estaba sentada en el salón, tratando de arreglar el cierre roto de la bolsa de su arco. Junto a ella descansaban unas cuantas bolsas que contenían todo lo que se llevaría consigo a los barracones de la Guardia.
—Pareces preparada para marcharte —dijo, mientras colocaba su equipaje al lado del de ella.
—Espero estarlo —atravesó un pedazo de cuero especialmente testarudo con la lezna—. Apenas he dormido esta noche. ¡Estaba tan excitada!
—Me pregunto si nos veremos mucho cuando estemos en la ciudad. El lugar en el que vivo no está demasiado lejos de Palacio.
—Eso espero —replicó ella mientras inspeccionaba el nuevo cierre—. Sólo he estado en Rhíminee unas pocas veces. Seguro que puedes enseñarme toda clase de lugares secretos.
—Ya lo creo —dijo él con una sonrisa en los labios, mientras pensaba en lo mucho que había llegado a conocer de la ciudad desde su llegada.
El resto de la familia apareció muy pronto y se sentó alrededor del fuego para tomar su último desayuno juntos.
—¿No puede quedarse Alec un poco más? —rogó Illia mientras lo abrazaba con fuerza—. Beka todavía le puede. ¡Dile al tío Seregil que necesita más lecciones!
—Si es capaz de vencer a tu hermana unas cuantas veces, eso significa que es un espadachín bastante bueno —dijo Micum—. Ya sabes lo que dijo tu tío Seregil, pajarito. Necesita a Alec con él.
—Volveré pronto —le prometió Alec mientras tiraba de una de sus negras trenzas—. Elsbet y tú no habéis terminado todavía de enseñarme el baile.
Illia lo abrazó aún con más fuerza y rió como la niña que era.
—¡Todavía eres muy torpe!
—Creo que voy a ir a preparar los caballos —dijo Beka, dejando el desayuno sin terminar—. No te entretengas Alec. Quiero ponerme en camino cuanto antes.
—Tienes el día por delante. Déjale comer tranquilo —la reprendió su madre.
Sin embargo, la impaciencia de Beka parecía contagiosa y Alec se apresuró a terminar con las gachas. Colocó el arco y el equipaje sobre su hombro y los sacó al patio, donde se encontró con que Beka había puesto su silla sobre Volador. Parche, atado detrás del caballo Aurénfaie por una correa, se agitaba con cierto aire resentido.
—¿Qué es esto? —preguntó. Dio la vuelta y se encontró al resto de la familia, que lo miraba sonriente.
Kari se adelantó un paso y le dio un sonoro beso.
—Es nuestro regalo para ti, Alec. Regresa cuando quieras. ¡Y vigila a mi niña allá en la ciudad!
—Nos veremos en la Fiesta de Sakor —dijo Beka con voz ronca—. Sólo queda un mes para eso.
Kari tomó entre sus manos unos cuantos rizos de su salvaje y cobrizo cabello y los apretó contra su mejilla.
—Mientras recuerdes de quién eres hija, sé que estarás bien.
—Estoy impaciente por reunirme contigo en la ciudad —exclamó Elsbet—. ¡Escribe lo antes posible!
—Dudo que la vida de los barracones se parezca demasiado a la que llevarás en la escuela del templo —dijo Beka con una carcajada.
Se encaramó a la silla, hizo un último ademán de despedida y siguió a Alec y a su padre en dirección a la puerta del cercado.
Llegaron a la ciudad poco después del mediodía. En el mercado exterior se celebraba el Día de los Polleros y había toda clase de aves —desde pintadas a pavos reales, codornices o gansos, vivas o desplumadas— a la vista. Cada vendedor tenía un estandarte propio, montado en un poste sobre sus mercancías y todos ellos, unidos a los habituales vendedores errantes de dulces y bagatelas, le otorgaban al mercado un aire festivo, a pesar del cielo amenazador que parecía cernirse sobre su cabezas. La brisa arrastraba nubes de plumas multicolores mientras los tres viajeros atravesaban aquel estrépito de cacareos, graznido y piares.
Alec sonrió para sus adentros al recordar el miedo que había experimentado la primera vez que había entrado en Rhíminee. Aquello era ahora su hogar; había descubierto ya algunos de sus secretos y pronto conocería más. Repentinamente, mientras miraba en derredor, reparó en la presencia de un rostro familiar.
La misma dentadura protuberante, la misma sonrisa maliciosa, los mismos adornos mohosos. Era Tym, el joven ladrón que le había robado la bolsa en el Mercado del Mar. Aprovechándose de la lentitud del tráfico que pasaba por la Puerta Dorada, se había situado junto a un hombre joven y bien vestido y, evidentemente, trataba de engañarlo con los mismos trucos que había utilizado con Alec. Una chica vestida con un raído vestido rosa se había colgado del otro brazo del hombre, con el propósito de distraerlo.
Le debo un montón de problemas, pensó Alec. Desmontó y le entregó las riendas a Beka.
—¿Qué haces? —preguntó ella.
—Acabo de ver a un viejo amigo —replicó él con una sonrisa sombría—. Vuelvo ahora mismo.
Ya había aprendido lo suficiente de Seregil como para ser capaz de acercarse subrepticiamente a un ladrón sin que éste lo detectara.
Tomándose su tiempo, esperó hasta que hubieron arrebatado la bolsa a la inocente víctima y entonces, situándose detrás de ellos, sujetó a Tym por el brazo. Sin embargo, su momento de triunfo duró bien poco y sólo le salvó el entrenamiento que había recibido de Micum.
Su instinto recién perfeccionado intuyó las intenciones del ladrón justo a tiempo. Alec sujetó su muñeca y detuvo la punta de la daga a escasos centímetros de su propio estómago. Tym entornó la mirada peligrosamente mientras trataba de liberarse; era fácil interpretar lo que escondía aquella mirada. La chica se adelantó para ocultar a la vista la mano de su compañero y Alec rogó que ella no tuviera también un cuchillo. En medio de la apelotonada muchedumbre, podría apuñalarlo fácilmente y desaparecer antes de que nadie se diera cuenta. La muchacha no atacó, pero Alec sintió que Tym se ponía tenso.
—Tú y yo tenemos un amigo común —dijo Alec con voz tranquila—. No estaría demasiado complacido si me mataras.
—¿Quién es? —escupió Tym a modo de respuesta. Todavía trataba de librarse de la presa de Alec.
—Es un truco, cariño —le previno la chica. No debía de ser mucho mayor que Elsbet—. Acaba con él y vámonos.
—¡Cierra la boca! —gruñó Tym sin apartar la mirada de Alec—. ¿Quién es ese amigo del que hablas?
—Un bonito y generoso caballero de más allá del mar —replicó Alec—. Muy diestro con una espada entre las sombras.
Tym lo miró ferozmente un momento más y entonces, de mala gana, se relajó. Alec soltó su muñeca.
—¡Debería haberte dicho que nunca debes sujetar a un hermano de esa manera si no quieres tener problemas! —siseó, mientras tiraba de la chica para colocarla a su lado—. Si lo hubieras hecho en un callejón, ahora mismo estarías tendido en el suelo, muerto.
Después de lanzar a Alec una última y burlona mirada, la muchacha y él se perdieron entre la multitud.
—¿Has visto a tu amigo? —preguntó Beka cuando Alec reapareció.
—Sólo un momento. —Alec volvió a montar y enrolló las riendas alrededor de su muñeca. Todavía estaba temblando.
Desde el mercado, giraron hacia el sur y se encaminaron hacia la puerta del Parque de la Reina que conducía a los barracones, donde Beka entregó sus documentos de alistamiento a los guardias. Después de dar a su padre y a Alec un último abrazo de despedida, entró a caballo sin mirar hacia atrás.
Micum permaneció allí, observándola a través del portal, hasta que desapareció de la vista. Entonces, mientras dejaba escapar un profundo suspiro, volvió la grupa y se dirigió hacia el Mercado de la Cosecha.
—Bueno. Allá va al fin.
—¿Estáis preocupado por ella? —preguntó Alec.
—No lo hubiera estado hace un año, cuando no había una guerra preparándose para la primavera. Pero ahora parece inminente y puedes apostar lo que quieras a que la Guardia Montada de la Reina será una de las primeras unidades en entrar en combate. Eso no le deja demasiado tiempo para acostumbrarse a las cosas. No más de cinco o seis meses, y puede que menos.
—Mirad lo lejos que yo he llegado con Seregil en sólo unos pocos meses —señaló Alec con aire esperanzado mientras se dirigían hacia el Gallito—. Y, por lo que a mí se refiere, tuvo que empezar prácticamente de la nada. Beka ya es tan buena con el arco y la espada como cualquiera que yo haya visto, y sabe montar como si hubiera nacido a caballo.
—Eso es muy cierto —admitió Micum—. Sakor favorece a los valientes.
Llegados a la calle del Pez Azul, atravesaron la puerta trasera del Gallito, entraron por la puerta de la despensa y subieron las escaleras con las capuchas en alto. Micum se puso al frente al llegar a las escaleras ocultas y pronunció las palabras para los glifos de protección con la misma facilidad ausente que el propio Seregil.
Mientras lo seguía en la oscuridad, se le ocurrió a Alec que también Micum había ido y venido libremente a lo largo de los años, siempre seguro de ser bienvenido. Todo lo que Alec había aprendido de la amistad entre aquellos dos parecía reunirse y enlazarse alrededor de una larga historia de la que él no conocía sino los más fugaces detalles.
Llegaron a la última puerta, la abrieron y los recibió la desordenada luminosidad del salón. Un crepitante fuego derramaba una luz suave sobre la sala. El lugar parecía más desordenado de lo habitual, si tal cosa era posible. Prendas de vestir de todas clases yacían sobre las sillas o apiladas en los rincones; a su alrededor, platos, documentos y restos de frutas marchitas cubrían todo el espacio existente. Alec reparó en la presencia de una jarra que él mismo había dejado sobre la mesa una semana antes. De algún modo, pensó, era algo así como un ancla; había mantenido hasta su regreso su derecho a estar allí. Una reciente y desordenada colección de fragmentos de metal, astillas de madera y herramientas, rodeaba a la forja situada en la mesa de trabajo, bajo la ventana. El único espacio despejado de toda la habitación era la esquina que contenía la cama de Alec. Sobre ella se había depositado con esmero una muda de ropa limpia y elegante. Apoyada contra la almohada, descansaba una pancarta con las palabras «¡Bienvenido a casa, Sir Alec!», escritas con fluidas letras de color púrpura.
—Parece que ha estado ocupado —señaló Micum mientras examinaba el desorden—. Seregil, ¿estás aquí?
—¿Hola? —una voz soñolienta se elevó desde algún lugar detrás del sillón.
Rodeándolo, Alec y Micum encontraron a Seregil tumbado en el suelo, alrededor de un nido de cojines, libros y pergaminos. El gato estaba tendido sobre su pecho.
Micum esbozó una amplia sonrisa y se acomodó sobre el sillón, mientras Seregil se estiraba con pereza.
—Ya veo que los dos seguís estando de una pieza. ¿Cómo ha ido todo?
—Perfectamente, una vez que logré corregir todas tus erróneas enseñanzas. Puede que te lleves algunas sorpresas la próxima vez que crucéis vuestras espadas.
—¡Bien hecho, Alec! —Seregil apartó al gato, se puso en pie y volvió a estirarse—. Sabía que podías llegar a dominarlo. Y justo a tiempo, debo añadir. Puede que tenga un trabajo para ti esta misma noche.
—¿Un trabajo del Gato de Rhíminee? —aventuró Alec, esperanzado.
—Naturalmente. ¿Qué te parece, Micum? Es un asunto muy sencillo, en la calle de la Rueda.
—No veo por qué no. Todavía no está preparado para tomar el Palacio al asalto, pero debería de ser capaz de cuidar de sí mismo en un trabajo como ese, siempre que no llame demasiado la atención.
Seregil agitó los cabellos de Alec con aire festivo.
—Entonces está hecho. El trabajo es tuyo. Aunque creo que será mejor que tengas esto.
Con un dramático ademán, Seregil extrajo un pequeño paquete envuelto en seda y se lo entregó a Alec.
Era muy pesado. Alec lo desenvolvió y encontró un rollo de ganzúas exactamente igual al que Seregil llevaba siempre consigo. Lo abrió y deslizó los dedos sobre las herramientas vistosamente talladas: piquetas, alambres, garfios, una diminuta y ligera varilla… En la solapa interior del rollo había un pequeño sello de plata pura con la luna creciente de Illior.
—Pensé que ya era hora de que tuvieras el tuyo —dijo Seregil, claramente complacido con el mudo deleite que mostraba Alec.
El muchacho miró a la forja.
—¿Lo has hecho tú mismo?
—Bueno, ésta no es la clase de cosa que uno puede encontrar en el mercado. También vas a necesitar una nueva historia. He estado pensando un poco sobre ello.
Micum señaló la pequeña pancarta con un gesto de la cabeza.
—¿Sir Alec?
—De Ivywell, nada menos. —Seregil hizo una pequeña reverencia delante de Alec antes de dejarse caer sobre el sillón que había frente al de Micum—. Es un micenio.
Alec fue hasta la cama y examinó más detenidamente las ropas.
—¿Así que Lord Seregil volverá a la ciudad a tiempo para la Fiesta de Sakor, como de costumbre? —señaló Micum—. ¿Y esta vez no irá solo?
Seregil asintió.
—Lo acompañará Sir Alec, único hijo y heredero de Sir Gareth de Ivywell, un gentil pero empobrecido barón de Micenia. Con la esperanza de proporcionar a su vástago una oportunidad en la vida, Sir Gareth encomendó su educación a un viejo amigo de toda confianza, Lord Seregil de Rhíminee.
—No me extraña que muriera pobre —le espetó Micum, irónico—. Sir Gareth parece haber sido un hombre de juicio cuestionable.
Ignorando sus palabras, Seregil dedicó su atención a Alec.
—Al situar el ahora desaparecido y completamente ficticio señorío de Ivywell en la más remota región de Micenia, conseguiremos varias cosas de una vez. Cualquier modal extraño que puedas exhibir será atribuido a tu educación provinciana. Además, hay menos posibilidades de que alguien espere tener amistades comunes contigo. De este modo, el pasado de Sir Alec es al mismo tiempo apropiadamente elegante y suficientemente oscuro.
—Y el hecho de que no sea eskaliano ni Aurénfaie podría hacer de él un objetivo tentador para cualquier Lerano que quisiera aproximare a Lord Seregil —añadió Micum.
—¡Una carnada! —dijo Alec.
—¿Una qué? —rió Seregil.
—Una carnada, un cebo —se explicó el muchacho—. Si quieres atrapar a algo grande, como un oso o un lince de las montañas, atas a un cachorro en un palo y esperas a que la bestia se presente.
—Eso es. Tú serás nuestra carnada. Si se presenta algún oso, limítate a ser inocente y dulce, aliméntalo con todo lo que queremos que sepa e infórmame de todo lo que te diga.
—Pero ¿cómo crees que llegarán hasta mí? —preguntó Alec.
—Eso no será difícil. Lord Seregil es un individuo bastante sociable. Su Casa del Barrio Noble ya ha sido abierta y las noticias sobre su regreso ya están circulando. Estoy seguro de que llegarán a los oídos adecuados más tarde o más temprano. Dentro de unos pocos días, celebraremos una gran fiesta para presentarte en sociedad.
Micum obsequió a su amigo con una sonrisa afectuosa.
—¡Intrigante bastardo! ¿Pero qué más has estado haciendo mientras nos encontrábamos fuera?
—Bueno, no demasiado hasta hoy, pero creo que he encontrado al falsificador. ¿Recuerdas a Maese Alben?
—¿El boticario chantajista al que robaste hace algunos años, durante el asunto de lady Mina?
—El mismo. Trasladó su tienda a la calle del Ciervo poco después.
—¿Cómo diste con él?
—Estaba bastante seguro de que la que había falsificado mi sello era Ghemella. Ya que siempre compra documentos robados, conseguí hacerle llegar algunas cartas mías y la pasada noche me condujo directamente hasta él. Ahora es sólo cuestión de descubrir si esconde algo interesante. Si de verdad es él el que falsificó mi carta, me imagino que se habrá guardado una o dos copias para cubrirse las espaldas. Y si podemos dar con ellas, podremos extorsionarlo hasta que nos diga algunos nombres.
—¿Es ése el trabajo de esta noche? —preguntó Alec con un brillo de impaciencia en la mirada—. Cuanto antes limpiemos tu nombre, mejor.
Seregil sonrió.
—La preocupación que mostráis hacia mi mancillado honor es altamente apreciada, Sir Alec, pero necesitaremos por lo menos otro día para preparar ese trabajo. No te inquietes. Todo está bajo control. Mientras tanto, creo que encontrarás el pequeño ejercicio de esta noche digno de tus nuevas habilidades.
La calle de la Rueda, un respetable bulevar formado por modestas villas ajardinadas, se encontraba en el extremo mismo del Barrio Noble. Elegantemente vestido para no llamar la atención, Alec paseaba por allí junto a Seregil y Micum poco después de que oscureciera. Aparentaban ser tres caballeros disfrutando del fresco aire de la tarde.
Las estrechas casas estaban decoradas, al estilo de Eskalia, con mosaicos y tallas. Los primeros pisos de algunas de ellas se habían transformado en tiendas; en la penumbra, Alec pudo distinguir los letreros de un sastre, un sombrerero y un vendedor de gemas. La calle desembocaba en una pequeña plaza circular situada enfrente de unas cuadras públicas. Jinetes y carruajes pasaban a toda prisa en todas direcciones; aquí y allá se escuchaban los sonidos de las fiestas mientras ellos las dejaban atrás.
—Esa es la nuestra, la que tiene los dibujos de la vid sobre la puerta —susurró Seregil, señalando hacia una casa bien iluminada que se encontraba en su camino—. Pertenece a un señor de poca importancia que tiene algunas conexiones comerciales. No tiene familia, sólo tres sirvientes. Un viejo criado, un cocinero y una doncella.
Algunos caballos estaban atados en la entrada y desde el interior llegaba el sonido de las flautas y los violines.
—Parece que están celebrando una fiesta —susurró Micum—. Es de suponer que habrá contratado más criados para esta noche.
—Esos pueden ser los peores, siempre metiéndose en lugares en los que se confía que los criados habituales no van a entrar —advirtió Seregil a Alec—. ¡Y también los invitados! Mantén los oídos bien abiertos y recuerda: lo que buscamos es una caja de correspondencia. Entrar y salir. Nada de extravagancias. De acuerdo con mi información, guarda esa caja en el escritorio de su estudio, esa habitación que da a la calle, ahí, en la esquina izquierda del segundo piso.
Los carruajes de caballos seguían traqueteando arriba y abajo de la empedrada calle.
—Aquí hay mucha actividad —dijo Alec—. ¿No hay una entrada trasera?
Seregil asintió.
—La parte trasera de la casa da a un jardín vallado. Y más allá hay un terreno abierto. Por aquí.
Unas pocas casas más adelante, abandonaron la calle y se internaron por un callejón estrecho que conducía a un terreno abierto. Tales áreas, diseminadas por toda la ciudad, servirían como zonas de pasto en el caso de que la ciudad sufriera un asedio. En aquel momento, aquella en concreto estaba ocupada por una bandada de gansos dormidos y unos pocos cerdos.
Deslizándose silenciosamente, contaron las puertas hasta dar con la que conducía al jardín trasero de la casa en cuestión. El muro era alto y la puerta estaba sólidamente cerrada desde dentro.
—Parece que tendrás que trepar —susurró Seregil mientras lanzaba una mirada hacia lo alto con los ojos entornados—. Ten cuidado al llegar arriba. En sitios como éste, los muros suelen estar coronados por pinchos o piedras afiladas.
—¡Espera un momento! —Alec trató de distinguir la expresión de Seregil entre las sombras—. ¿Es que no vas a venir conmigo?
—Este es un trabajo para un solo hombre; cuantos menos seamos, mejor —le aseguró Seregil—. Pensé que esto era lo que querías; un primer trabajo para ti solo.
—Bueno, yo…
—¿Crees que te enviaría solo si no creyera que puedes hacerlo? —le espetó Seregil—. ¡Naturalmente que no! Eso sí, será mejor que dejes la espada.
—¿Qué? —siseó Alec—. Creía que tenía que estar armado para poder llevar a cabo los trabajos.
—Generalmente hablando, así es. Pero no esta vez.
—¿Y si alguien me ve?
—Honestamente, Alec. No puedes salir a estocadas de cada situación difícil que se te presente. Es poco civilizado —replicó Seregil con severidad—. Esta es la casa de un caballero; tú vas vestido como un caballero. Si alguien te descubre, limítate a actuar como si estuvieras borracho y confundido y luego discúlpate diciendo que te has equivocado de casa.
Sintiéndose de pronto un poco menos seguro, Alec se desabrochó la espada del cinto y comenzó a trepar el muro del jardín. Cuando se encontraba a medio camino, Micum lo llamó en voz baja:
—Nos veremos aquí cuando hayas terminado. Ah, y cuidado con los perros.
—¿Perros? —Alec se dejó caer y volvió junto a ellos—. ¿Qué perros? ¡No me habías dicho nada sobre ningún perro!
Seregil se golpeó la frente.
—Por los dedos de Illior. ¿Dónde tengo la cabeza esta noche? Sí, hay un par de sabuesos Zengati, blancos como la nieve y tan grandes como osos.
—Buen detalle para olvidar —gruñó Micum.
—Mira, déjame enseñarte lo que tienes que hacer. —Seregil tomó la mano de Alec y dobló todos los dedos excepto el índice y el corazón y entonces volvió la palma hacia abajo—. Ahí está. Todo lo que tienes que hacer es mirar al perro directamente a los ojos, hacer el signo chasqueando el meñique… así… y decir «paz, amigo sabueso», mientras lo haces.
—Te he visto hacer ese truco. Eso no es lo que tú dices —señaló Alec mientras trataba de repetir el ademán.
—¿Soora thasáli? ¿Te refieres a eso? Bueno, puedes decirlo en Aurénfaie, si lo prefieres. Sólo pensé que te sería más fácil de recordar si lo decías en tu propia lengua.
—Paz, amigo sabueso —repitió Alec, formando el signo con la mano—. ¿Hay algo más que debiera saber?
—Veamos… Las escarpias, los perros, los sirvientes… No, creo que eso es todo. La suerte de los ladrones, Alec.
—También para ti —murmuró Alec, mientras volvía a emprender la escalada.
La parte alta del muro estaba de hecho erizada de escarpias y gruesos fragmentos de vajilla rota. Alec se encaramó hasta el extremo, alzó la capa desde detrás y la colocó sobre las afiladas puntas que tenía delante de sí. Apoyó un codo sobre el grueso tejido y soltó las correas que sujetaban la capa alrededor de su cuello.
Debajo de él, el jardín parecía estar vacío, aunque los sonidos propios de una cocina se arrastraban amortiguados hasta él a través de una puerta situada en la parte trasera de la casa. Superando con dificultades la parte alta del muro, se colgó de las yemas de los dedos y se dejó caer al otro lado.
El centro del jardín estaba dominado por un estanque de forma oval. Varias sendas de gravilla que brillaban pálidas a la luz de la luna corrían entre macizos de flores y árboles sin hojas. Uno de ellos, especialmente grande y que crecía junto al balcón tallado que recorría todo el segundo piso, parecía ser el camino más fácil.
Las sombras parecieron abrazarlo mientras se dirigía subrepticiamente hacia el árbol. Se movía en silencio, cuidándose de evitar las sendas de grava. Estaba a punto de alcanzar el árbol cuando algo muy grande apareció a su lado. Unas mandíbulas calientes y húmedas se cerraron firmemente alrededor de su brazo derecho, por encima del codo.
Puede que el sabueso blanco no fuera tan grande como un oso pero Alec tampoco se hubiera jugado el brazo a que no lo era. La bestia no gruñía ni apretaba las mandíbulas, pero lo sujetaba con fuerza, observándolo con unos ojos que en la penumbra despedían un brillo amarillento.
Combatiendo el impulso de debatirse o gritar, Alec hizo rápidamente el signo con la mano izquierda y dijo con voz ronca:
—Soora, amigo sabueso.
Y el sabueso, a quien no parecía importarle un ápice lo incompleto de la traducción, lo soltó inmediatamente y desapareció entre las sombras sin una mirada atrás. Antes siquiera de darse cuenta de que se había movido, Alec se encontraba ya encaramado al árbol, tratando de alcanzar la balaustrada de mármol.
Las hojas secas se habían reunido en pequeñas pilas sobre la balconada. Pasó por encima de ellas e inspeccionó las dos ventanas situadas a ambos lados de la puerta que conducía al interior de la casa; la puerta estaba cerrada, y las ventanas ocultas por pesados postigos.
Elevando una silenciosa plegaria a Illior, comenzó a examinar la puerta. Deslizó un alambre a lo largo de su extremo y descubrió tres cerraduras diferentes. Se acercó a la ventana mayor y encontró dos mecanismos igualmente testarudos. La tercera ventana, apenas suficientemente grande para permitir el paso de un niño, sólo estaba protegida por un postigo.
Durante una lección que le había impartido sobre allanamientos, Seregil había mencionado una vez que la entrada menos probable era normalmente la más fácil de franquear. Alec extrajo una delgada lengüeta de madera de su rollo de herramientas y la deslizó a lo largo de los bordes del postigo. En menos de un minuto había encontrado los dos ganchos que lo mantenían cerrado. Cedieron fácilmente y el postigo se abrió y reveló un pequeño panel de cristal plomado. Al otro lado, la habitación estaba a oscuras.
Rogando que a estas alturas cualquiera de los invitados hubiera hecho saltar cualquier alarma existente, recurrió de nuevo al alambre y logró abrir la cerradura de hembrilla sin apenas dificultad. El panel se deslizó hacia dentro en silencio. Volvió a guardar las herramientas en su casaca, se encaramó al marco de la ventana y comenzó a deslizarse al interior, con los pies por delante. Al dejarse caer en el interior de la habitación, sus pies tropezaron con algo que se volcó, organizando un gran estrépito.
Se agachó con la espalda contra la pared y escuchó, esperando un grito de alarma; no lo hubo. Moviéndose a tientas en la oscuridad, extrajo la piedra de luz.
Un lavamanos yacía caído en el suelo, delante de él. ¡Gracias sean dadas a los dioses por las alfombras!, pensó, irónico, mientras lo enderezaba y volvía a colocar en su lugar la jofaina y el cántaro.
El espacioso dormitorio estaba decorado con sencillez, de acuerdo a los gustos de Rhíminee. Una amplia cama con dosel de seda trasparente ocupaba la mayor parte de un lado de la habitación. Una túnica de vestir tirada descuidadamente a sus pies, un grueso libro abierto apoyado contra los traveseros, así como los restos de un fuego en la chimenea de mármol demostraban que la habitación había sido abandonada recientemente. Había varios baúles y cofres apoyados contra las otras paredes. Un tablero de juegos descansaba junto a un sillón solitario, frente a la chimenea.
Alec se acercó a una puerta interior, caminando sobre una alfombra gruesa y de intrincado dibujo. Al encontrarla abierta, guardó la piedra en un bolsillo y, con sumo cuidado, echó un vistazo al interior.
Un corredor atravesaba el piso de un lado a otro, y a ambos lados del mismo se abrían varias puertas. Hacia la mitad, a mano derecha, se abría una escalera que conducía abajo. Venía luz desde allí y, con ella, música y el sonido de numerosas y animadas conversaciones.
Alec se introdujo en el corredor y cerró la puerta del dormitorio detrás de sí. Tratando de situar la localización del estudio, atravesó rápidamente el pasillo hasta llegar a una doble puerta que se encontraba al otro extremo. La puerta en cuestión tenía una cerradura compleja.
Sintiéndose nervioso y expuesto, Alec trató de abrirla con una ganzúa y luego con otra. Dando vueltas entre los dedos a una tercera, cerró los ojos y trató de explorar el mecanismo con el tacto.
Era evidente que el señor de la casa tenía en gran aprecio su intimidad; al igual que el de la ventana grande, este dispositivo no era común. No obstante, al cabo de unos momentos las interminables lecciones de Seregil acabaron por dar su fruto. La cerradura cedió y pudo entrar.
Un escritorio y una silla yacían entre dos altas ventanas que se asomaban a la calle. Lanzó una mirada al exterior: estaba más atestada que nunca. Cerró las cortinas, extrajo la piedra de luz y se sentó para comenzar su búsqueda.
Sobre el barnizado escritorio descansaban unos cuantos objetos perfectamente ordenados: frascos de tinta, un fajo de plumas sin cortar y un sacudidor de arena sobre una bandeja de plata, junto a un montón de pergaminos. Junto a ellos había una caja de despachos vacía. Al no encontrar nada de interés, Alec comenzó a registrar los cajones.
El amplio cajón central estaba flanqueado por otros dos más estrechos. Aunque estaba cerrado con llave, no tardó en ceder. Contenía varios paquetes de correspondencia atados con cordones de seda, una barra de lacre, un cepillo y un abrecartas.
El cajón de la izquierda, forrado de seda, contenía cuatro mechones de cabello. Cada uno de ellos había sido atado cuidadosamente con una cinta y uno, un espeso rizo de pelo negro azabache, había sido adornado con un alfiler enjoyado. Alargando la mano por encima de estos recuerdos, Alec encontró una bolsa de seda que contenía un grueso anillo de oro y una pequeña talla de marfil que representaba a un hombre desnudo.
El tercer cajón contenía una colección de objetos de naturaleza más mundana: papel secante usado, tablillas de cera, estilos, una hebra de bramante enrollada, un juego de tabas… Pero nada que semejase una caja de correspondencia. Alec fue hasta la puerta, echó un vistazo al pasillo y continuó con su tarea.
Sacó los tres cajones, los apiló uno encima de otro y descubrió que los estrechos eran ligeramente más cortos que el central.
El escritorio estaba hecho de una sola pieza, cerrada por arriba y por ambos lados. Escudriñando el interior, pudo ver que la cavidad para el cajón central discurría hasta el fondo del escritorio, separada a ambos lados de los cajones laterales por delgados paneles de madera. Los otros dos también corrían hasta el fondo. Un pequeño tope envuelto en cuero se había situado al fondo de la cavidad central para mantener el cajón en línea con la plancha lateral cuando se cerraba. Unos topes similares se habían dispuesto en las vías por las que discurrían los cajones laterales, pero con una diferencia. Justo detrás de éstos, las cavidades terminaban en paneles de madera que ocultaban un espacio al otro lado. Inexperto como era, a Alec no se le escapaba que la costosa y sumamente complicada estructura del mueble prometía por lo menos la existencia de un compartimiento secreto.
Introdujo el brazo en cada uno de los tres compartimentos, presionó y golpeó aquí y allá sin obtener ningún resultado. Mientras volvía a sentarse, exasperado, y se preguntaba lo que Seregil haría si estuviera en su lugar, su mirada se posó sobre la caja de despachos.
Un recuerdo acudió a su mente: cuando habían entrado en la casa del alcalde, allá en Herbaleda, Seregil había encontrado un mecanismo secreto en una caja similar.
Pasó las manos lentamente por toda la superficie del escritorio hasta que, finalmente, encontró una diminuta palanca, oculta junto a la pata delantera derecha. Sin embargo, cuando la apretó, no pareció ocurrir nada, ni siquiera se escuchó un simple clic. Mientras se arrodillaba y volvía a inspeccionar el interior del escritorio, el sudor empapaba su labio superior.
Ésta vez reparó en algo que antes se le había pasado por alto. La madera sin pulir del fondo de la estructura por la que corría el cajón central mostraba las marcas paralelas del uso que uno podría esperar encontrar allí; éstas las había visto antes. Pero entre ellas, hacia la mitad del panel, podía distinguirse apenas un rayón tenue y curvado que se extendía entre un punto situado a medio camino entre las dos marcas más pronunciadas y el panel divisorio de la derecha. Mirando más de cerca, se dio cuenta de que había una finísima abertura entre el extremo inferior de este panel y el fondo del escritorio. De no ser por el rasguño curvo, hubiera supuesto que una juntura se había separado como consecuencia del encogimiento de la madera a causa del seco aire invernal.
Volvió a apretar la palanca escondida, al mismo tiempo que presionaba firmemente el extremo del panel más próximo a sí.
Pivotando sobre invisibles pernos, el panel se deslizó sobre la cavidad central y reveló un pequeño compartimiento triangular en el fondo.
Triunfante, Alec sonrió en silencio, extrajo un estuche de piel y escuchó el crepitar sordo del pergamino. Después de ocultarlo en el interior de su casaca, volvió a colocarlo todo tal como se lo había encontrado.
De nuevo en el corredor, cerró la puerta del estudio. Deseaba ser minucioso. Sin embargo, justo cuando acababa de cerrar el último de los cerrojos, escuchó unos pasos que subían por la escalera, a su espalda. No había tiempo para volver a abrir la cerradura o para retirarse al dormitorio al otro lado del pasillo; la luz de una vela se acercaba rápidamente a la boca de las escaleras.
Desesperado, Alec probó con la puerta de la habitación situada frente al estudio; el picaporte giró suavemente en su mano. Se introdujo apresuradamente en la habitación y arrimó un ojo a la rendija de la puerta.
Dos mujeres acababan de llegar a lo alto de las escaleras. Una de ellas sostenía un candelabro y, bajo la luz que éste proyectaba, Alec pudo ver que ambas vestían lujosamente y eran bastante hermosas.
—Ha dicho que buscara un grueso libro encuadernado en verde y oro en la segunda estantería a la derecha de la puerta —dijo la más joven, mientras miraba a uno y otro lado del pasillo.
—Tenemos mucha suerte esta noche, Ysmay —señaló su acompañante—. Una tiene tan poco a menudo la oportunidad de visitar su biblioteca… Pero ¿qué habitación es? Hace mucho que no subo aquí.
Las joyas que la más joven de las mujeres llevaba sobre sus negros rizos despidieron destellos parpadeantes mientras se volvía hacia donde Alec se encontraba. Más joyas resplandecían en la intrincada gargantilla que cubría su pecho. De hecho, por lo que Alec pudo ver, la gargantilla era prácticamente la única cosa que cubría su busto. El escote del vestido era tan generoso que un pezón asomaba furtivo entre el oro y las gemas.
—Debo darte las gracias de nuevo, querida tía, por traerme contigo esta noche —exclamó la muchacha—. Casi me desmayo cuando me lo has presentado. Todavía siento el tacto de sus labios contra mi mano.
—Un hecho que espero que tu estimado padre no descubra nunca —replicó su tía con una risa suave y musical—. Yo sentí lo mismo la primera vez que lo vi. Es uno de los hombres más encantadores de todo Rhíminee. ¡Y es tan guapo…! Pero ten cuidado, querida mía. Ninguna mujer ha conservado su atención demasiado tiempo. Y tampoco ningún hombre. Pero ahora, por lo que se refiere a ese excelente manuscrito, ¿qué habitación era?
—Ésta, creo —contestó la muchacha, dirigiéndose directamente hacia la habitación en la que Alec se escondía. Éste se pegó cuanto pudo contra la pared, detrás de la puerta, confiando en su suerte.
—No. No es ésta —dijo la tía mientras las velas iluminaban un dormitorio similar al que se encontraba en la parte trasera de la casa.
—¿Éstos son sus aposentos? —jadeó Ysmay, mientras daba un paso hacia la cama.
—No lo creo. ¿Ves aquel cofre pintado? Artesanía micenia. No es la clase de cosas que le gustan a él. Vamos, querida. Creo que comienzo a orientarme.
Tan pronto como las mujeres hubieron desaparecido en otra de las habitaciones del corredor, Alec se dirigió, sigilosa y apresuradamente, hacia el primer dormitorio. Sin atreverse a sacar de nuevo la piedra de luz, buscó el contorno tenuemente iluminado de la ventana y se dirigió hacia ella.
No había dado ni tres pasos cuando una mano grande y callosa lo sujetó por la cabeza, a la altura de la boca. Otra aferró su brazo derecho y lo llevó hasta la espalda mientras él se debatía y se sacudía.
—¡Prendedlo! —siseó una voz desde el otro extremo de la habitación.
—¡Ya lo tengo! —dijo una voz profunda y áspera junto al oído de Alec. La mano alrededor de su boca lo sujetó aún con más fuerza—. Ni una palabra. ¡Y deja ya de sacudirte!
Una piedra de luz apareció cerca de él, y el que lo había capturado le dio la vuelta con brusquedad. Alec volvió a sacudirse de forma convulsa, y entonces se quedó paralizado mientras en su garganta se ahogaba un gruñido de asombro.
De pie frente a él, con un brazo apoyado en la esquina de una repisa, se encontraba Seregil. Obedeciendo a un gesto de su mano, el hombre que sujetaba a Alec lo liberó. Se dio la vuelta y se encontró frente a Micum Cavish.
—¡Por la Llama, muchacho, eres más difícil de atrapar que una anguila! —dijo Micum con voz suave.
—¿Has conseguido el estuche?
—Sí, aquí lo tengo —susurró Alec, mientras miraba de hito en hito en dirección a la puerta—. Pero ¿qué estáis haciendo aquí?
Seregil se encogió de hombros.
—¿Y por qué no debería estar en mi propio dormitorio?
—¿Tu propio…? ¿Tuyo? —balbució Alec —. ¿He pasado por todo esto para robar en tu casa?
—¡Más bajo! ¿No te das cuenta? Queríamos asegurarnos de que te enfrentabas a un desafío adecuado.
Alec los miró a ambos fieramente, con las mejillas encendidas. Todo su meticuloso trabajo reducido a una ridícula charada…
—¿Entrar en tu propia casa? ¿Qué clase de desafío es ese?
—No te lo tomes así —dijo Seregil, sinceramente consternado—. ¡Acabas de allanar una de las casas más difíciles de la ciudad! Lo admito, quité algunas de las más letales defensas pero ¿acaso crees que cualquier ladronzuelo vulgar hubiera podido superar las cerraduras con las que tú te has encontrado?
—Este es el último lugar al que te hubiéramos enviado de haber pensado que no estabas preparado —añadió Micum.
Todavía airado y con los brazos cruzados sobre el pecho, Alec reflexionó un instante sobre lo que le estaban diciendo.
—Bueno, la verdad es que ha sido bastante difícil. La puerta del estudio estuvo a punto de echarme atrás.
—¡Lo ves! —gritó Seregil mientras pasaba un brazo alrededor de los hombros del muchacho y le dio una palmada—. Para ser un simple allanamiento, yo diría que has salido muy bien parado. De hecho, conseguiste sorprendernos a ambos cuando te colaste por aquella pequeña ventana. Recuérdame mañana que me ocupe de ella, ¿quieres? Y cuando se presentaron las damas, he de reconocer que demostraste tener mucha sangre fría.
Alec se apartó de él. La sospecha había vuelto a asomar a su mirada.
—¡Tú las enviaste!
—De hecho, la idea fue mía —dijo Micum—. La cosa te estaba resultando demasiado fácil. Admítelo, cuando algún día lo cuentes, ese detalle hará de ella una historia mejor.
—¿Y ahora qué? —preguntó Alec, todavía suspicaz—. Esta noche, quiero decir.
—¿Esta noche? —Seregil torció la sonrisa—. Vaya, esta noche tenemos invitados a los que atender.
—¿La fiesta? ¿Esta fiesta? ¿Ahora? ¡Antes dijiste que la celebrarías dentro de un par de días!
—¿Lo hice? Bueno, en ese caso en una suerte que ya estemos vestidos para la ocasión. Por cierto, ¿qué te ha parecido tu nueva habitación?
Alec sonrió, un poco avergonzado, mientras recordaba el cometario de la mujer sobre el cofre pintado de la habitación en la que se había escondido.
—Por lo poco que he visto de ella, parece muy… útil.
A regañadientes, siguió a Seregil y Micum escaleras abajo y se encontró con una habitación llena de elegantes extraños. La sala estaba iluminada por docenas de gruesas velas, cuyo dulce aroma era como la destilación de los inviernos ya pasados. Por todas partes, su luz se reflejaba en los destellos de las joyas, el lustre de las sedas y el brillo de las prendas de cuero.
El propio salón no era menos elegante que aquellos que lo ocupaban. Las altas paredes habían sido pintadas para semejar el claro de un bosque, y las copas de unos robles de tamaño real se extendían a lo largo del techo abovedado. Guirnaldas de vides brillantes y llenas de flores adornaban los árboles, y entre los troncos podían verse distantes montañas y océanos. Sobre ellos, en lo alto de un balcón esculpido, tocaban unos músicos. Seregil se detuvo en mitad de la gran escalera y depositó una mano sobre el brazo de Alec.
—¡Mis muy honorables huéspedes! —dijo en voz alta, asumiendo los mismos y formales modales que había utilizado cuando se hacía pasar por Lady Gwethelyn a bordo del Veloz—. Permítanme presentarles a mi protegido y compañero, Sir Alec de Ivywell, ciudadano de Micenia. Os ruego que os deis a conocer por vosotros mismos, porque es nuevo en nuestra gran ciudad y tiene muy pocas amistades.
Alec sintió que la boca se le secaba mientras decenas de rostros expectantes se volvían hacia él.
—Calma —susurró Micum—. Recuerda quién se supone que eres —después de hacerle al muchacho un discreto signo de buena suerte, se unió a la multitud.
Al pie de la escalera, se adelantó un sirviente con una bandeja de vino helado. Alec tomó una de las copas y la vació de un rápido trago.
—Calma con eso —murmuró Seregil mientras lo empujaba gentilmente hacia delante. Como el más elegante de los anfitriones, recorrió por entero la habitación, desplazándose con suavidad entre cada grupo y el siguiente.
Los invitados parecían ser en su mayoría nobles menores y ricos mercaderes asociados con los intereses comerciales de «Lord Seregil». Se hablaba mucho de caravanas y fletes, pero el tema más popular era, evidentemente, la posibilidad de que estallara una guerra al llegar la primavera.
—Francamente, no creo que pueda ponerse en duda —dijo con aire pomposo un joven noble que le había sido presentado a Alec como Lord Melwith—. Se han estado haciendo preparativos desde el verano.
—De hecho —gruñó un caballero corpulento sobre su copa de vino—, con los requisadores haciéndose con todo lo que se pone a la vista, desde hace varios meses resulta difícil conseguir incluso un cargamento decente de maderos. ¡Dudo que pueda terminar mi solario antes de la primavera!
—¡Tela de Herbaleda! —exclamó una mujer cercana—. ¡No me hables de la tela de Herbaleda! Con todas esas nuevas tarifas, apenas puedo comprarme una nueva manta de montar. ¿Y el oro? Recordad mis palabras, Lord Decius. Antes de que todo esto termine, todos nosotros estaremos llevando plumas y cuentas de cristal.
—Qué moda más deliciosa resultaría —exclamó su acompañante.
Deambulando junto a Seregil, Alec se encontró de pronto frente a las dos mujeres a las que había visto escaleras arriba.
—Permítanme presentarles a un muy querido amigo mío —dijo Seregil, con apenas una traza de su maliciosa sonrisa en los labios—. Lady Kylith, os presento a Sir Alec de Ivywell. Sir Alec, Lady Kylith de Rhíminee y su sobrina, Lady Ysmay de Orutan.
Alec ejecutó la reverencia más cortés de que era capaz mientras sus mejillas comenzaban a arder. El traje de seda de Lady Kylith cubría unas formas elegantes y todavía esbeltas; como los de la mayoría de las mujeres presentes, dejaba el busto prácticamente al descubierto, debajo de una gasa de la más fina seda y un suntuoso collar de rubíes.
—¡Qué joven más afortunado sois! —ronroneó Kylith, al tiempo que envolvía al muchacho en una mirada lánguida que provocó una nueva estampida en su corazón—. Nuestro amigo Lord Seregil es uno de los hombres más cultos de la ciudad y, además, está muy versado en todos los placeres que Rhíminee puede ofrecer. Estoy seguro de que encontraréis el tiempo que paséis aquí de lo más entretenido e instructivo.
—Me halagáis en exceso, mi querida dama —murmuró Seregil—. ¿Me dejaréis que abuse de nuestra amistad? ¿Seréis tan amable de ser la pareja de Sir Alec en el primer vals? Creo que los músicos acaban de comenzar a tocar una de vuestras piezas favoritas.
—Será un placer —respondió ella con una reverencia—. Y quizá podáis devolverme el favor siendo la pareja de mi sobrina. Después de todo, le prometí una noche de placeres perversos y no puedo imaginar uno más perverso que bailar con vos.
Mientras asomaba a sus mejillas un rubor encantado, Ysmay aceptó el brazo que Seregil le ofrecía. Al verlo, el resto de los invitados formaron parejas y se prepararon para el baile.
Kylith extendió su mano hacia Alec con una deslumbrante sonrisa en los labios.
—¿Me hacéis el honor, caballero?
—El honor es mío, os lo aseguro —replicó Alec. Las palabras le parecieron inexpresivas y estúpidas, pero continuó lo mejor que pudo—. No obstante, debo advertiros que nunca he sido conocido por ser un gran bailarín.
Ocupando su lugar delante de él, ella le obsequió otra dulce sonrisa.
—No os preocupéis por ello, querido mío. La instrucción de los jóvenes inexpertos es para mí uno de los mayores placeres de la vida.
Seregil se entretuvo en un flirteo juguetón con Ysmay mientras vigilaba a Alec. Como era de esperar, Kylith consiguió que el muchacho se sintiera cómodo al cabo de poco tiempo. Otro baile o dos bajo su influencia y Alec se sentiría como si hubiese frecuentado aquella sociedad durante toda su vida.
Desde sus comienzos como cortesana en la calle de las Luces, Kylith había ascendido a la nobleza después de que un testarudo y joven noble desafiara la enérgica oposición de su familia y de su clase para casarse con ella. A lo largo de los años, su belleza, discreción y afilada astucia le habían terminado proporcionando un cierto grado de aceptación y habían atraído a lo mejor de la sociedad de Rhíminee a las cada vez más famosas reuniones que organizaba. Los mejores artistas y músicos del momento solían encontrarse en su casa, mezclados con aventureros, magos y magistrados de los más altos cargos. Muy pocos, fuera del Parque de la Reina, sabían más que ella de lo que ocurría en el interior de los salones del poder y los dormitorios de Rhíminee.
Por esa misma razón, Nysander le había presentado a Seregil después de la conclusión de su fallido aprendizaje. Hechizada por su misterioso pasado y su cuestionable reputación, Kylith le había franqueado la entrada a su brillante círculo de amistades y, durante algún tiempo, después de la muerte de su marido, de su dormitorio. Él nunca había sabido con seguridad si ella sospechaba que era el impredecible, famoso y desconocido Gato de Rhíminee O sólo un mero intermediario, pero a menudo requería de sus servicios, sabedora de que los resultados eran generalmente excelentes.
Sea como fuere, el caso es que ella era una de las pocas personalidades de la nobleza en cuya discreción confiaba Seregil. Si Alec se traicionaba esta noche en su papel, nadie lo sabría por boca de ella. Y, además, el muchacho parecía estar disfrutando de su compañía.
Decidido a mantener su parte del acuerdo, dedicó toda su atención a Ysmay y flirteó con ella de forma escandalosa hasta que cayó rendida en sus brazos.
Alec se encontraba en medio de su segundo baile con Kylith cuando Micum le puso una mano sobre el hombro.
—Perdonadme, señora. Debo pediros prestado a vuestro acompañante un momento —dijo, con una reverencia—. Alec, ¿podemos tener unas palabras?
¿Problemas?, preguntó Alec utilizando el lenguaje de signos mientras Micum lo conducía hasta la entrada principal del salón. El hombretón le lanzó de soslayo una mirada sombría y esa fue respuesta más que suficiente.
En la pequeña cámara de entrada, situada al frente de la casa, encontraron a Seregil rodeado por cuatro casacas azules. Delante de ellos, otro lo estaba maniatando. El viejo criado de Seregil, Runcer se encontraba muy cerca, agitando las manos y llorando.
—¿Qué ocurre aquí? —demandó Micum.
—¿Quién sois vos, señor? —inquirió el alguacil.
—Sir Micum Cavish, de Watermead, amigo de Lord Seregil. Este muchacho es su protegido, Sir Alec de Ivywell. ¿Por qué están arrestando a este hombre?
El alguacil consultó un pergamino y los miró por segunda vez.
—Lord Seregil de Rhíminee ha sido acusado de traición. También tengo órdenes de informar a Sir Alec de que no debe intentar abandonar la ciudad.
Observando al hombre con helada dignidad, Micum preguntó con voz tranquila:
—¿Debo entender que también él está bajo sospecha?
—Todavía no, Sir Micum. Pero esas son mis instrucciones.
—Seregil, ¿qué ocurre? —preguntó Alec, que acababa de recuperar el habla.
Seregil se encogió de hombros con aire sombrío.
—Aparentemente, alguna clase de malentendido. Transmite mis disculpas a los invitados, ¿quieres?
Alec asintió, aturdido. Miró a las manos atadas de Seregil y le vio hacer el signo de Nysander, el índice doblado con fuerza sobre el pulgar.
—Vamos, señor mío —dijo el alguacil, tomando a Seregil por el codo.
—¿Dónde se lo llevan? —preguntó Alec. Siguió a Seregil y los guardias hasta un carruaje cerrado, de color negro.
—No puedo decíroslo, señor. Buenas noches —el alguacil entró detrás de Seregil, le hizo un gesto al cochero y el carruaje se puso en marcha dando tumbos por la calle adoquinada.
—Seregil me ha dicho que fuera a ver a Nysander —susurró Alec a Micum, que se encontraba detrás de él.
—Lo he visto. Será mejor que vayamos.
—¿Pero qué pasa con los invitados?
—Tendré una charla rápida con Kylith. Ella se ocupará de todo.
Alec observó entristecido cómo el carruaje desaparecía en las sombras de la noche.
—¿Dónde crees que lo están llevando?
—Es una orden de arresto Real, así que supongo que a la Prisión de la Torre Roja —contestó Micum. Parecía desolado—. Y ese es un lugar del que ni siquiera Seregil podrá escapar sin ayuda.