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Secretos incómodos

A la mañana siguiente, mientras Alec y él se dirigían al laboratorio de Nysander, Seregil inhaló los familiares olores matutinos que reinaban en la torre: la mezcla de los aromas del pergamino, el humo de las velas y las hierbas con los olores más inmediatos del desayuno.

Escaleras arriba, los primeros rayos del sol de la mañana atravesaban inclinados los cristales plomados de la cúpula, otorgando a la cámara un resplandor confortable. Como de costumbre, Nysander ocupaba el asiento en la cabecera de la mesa menos atestada, las dos manos alrededor de su cuenco mientras conversaba con Thero.

Una punzada de sentimientos agridulces recorrió a Seregil. En los días de su aprendizaje, era él el que se sentaba cada mañana en el asiento que ahora ocupaba Thero, disfrutando de la quietud de la mañana mientras Nysander detallaba las tareas del día. En aquellos momentos, por primera vez en su vida, había sentido que pertenecía a un lugar, que era bienvenido y resultaba útil.

Este recuerdo trajo consigo un sentimiento momentáneo de culpa mientras pensaba en cierto pergamino que yacía, cuidadosamente escondido, en el fondo de su mochila. Al instante, apartó el pensamiento lejos de sí.

—¡Buenos días a los dos! Espero que estéis hambrientos —dijo Nysander mientras empujaba la tetera en su dirección. Thero recibió su llegada con un frío ademán de cabeza.

Los desayunos en el laboratorio de Nysander eran legendarios en toda la Casa Oréska: jamón frito, miel y queso, bizcochos calientes con mantequilla y un fuerte té negro de muy buena calidad. Todo el mundo era bienvenido, y si querías algo más podías llevarlo contigo.

—Valerius estaría muy complacido contigo, Alec —dijo Nysander mientras el muchacho tomaba siento—. Seregil tiene mucho mejor aspecto esta mañana.

Alec lanzó a Seregil una mirada intencionada.

—No es mérito mío. Ha hecho lo que le ha venido en gana desde que Valerius se marchó, pero a pesar de todo se ha curado.

—Me atrevo a decir que subestimas tu influencia sobre él, querido muchacho —el mago se volvió hacia Seregil con una mirada penetrante—. Y bien, ¿cuáles son tus planes para hoy?

Seregil podía sentir que su antiguo maestro lo observaba mientras él untaba miel en una rebanada de bizcocho. Nysander estaba esperando otra discusión referente a la cicatriz y, en otras circunstancias, eso es exactamente lo que hubiera obtenido. Pero no esta vez.

Concentrándose en el desayuno, Seregil replicó:

—Ha llegado la hora de que nos vayamos a casa. Con una guerra preparándose para la primavera, tiene que haber algunos trabajos esperándonos.

—Cierto —dijo Nysander—. De hecho, yo mismo tengo un trabajo para ti.

—¿Tiene que ver con la reciente agitación de los Leranos?

—Precisamente con eso. Espero poder proporcionarte todos los detalles en el plazo de unos pocos días.

Seregil se reclinó en su silla, más tranquilo ahora que sabía que pisaba suelo firme.

—¿Realmente crees que Vardarus estaba mezclado en todo eso?

—Debo decir que nunca hubiera sospechado de él. Sin embargo, firmó una confesión completa y no dijo una sola palabra en su defensa. La evidencia parece incontrovertible.

Seregil se encogió de hombros con aire escéptico.

—Si hubiera tratado de refutar las acusaciones y hubiera fallado, sus herederos habrían perdido el derecho a reclamar sus propiedades. Al admitir su culpabilidad les permitía heredar.

—Pero si fuera inocente, ¿por qué no lo habría dicho? —preguntó Alec.

—Como Nysander acaba de decir, las pruebas contra él eran irrefutables —respondió Thero—. Había cartas escritas de su puño y letra. Podría haber alegado que eran falsificaciones o que se había utilizado magia para alterarlas y, sin embargo, rehusó hacerlo. La Reina no tenía más opción que dictar sentencia. Con todos los respetos, Nysander, es posible que fuera culpable.

Seregil se apartó del rostro un mechón de cabello con gesto ausente.

—Y si fuera inocente, ¿qué podría haberlo impulsado a mantener un silencio que lo incriminaba? Era el responsable de la Tesorería de la Reina, ¿no es así? Necesitaré una lista de todos lo nobles asociados con él en ese cargo, y algunos detalles sobre sus hábitos personales.

—Me encargaré de que tengas todo cuanto necesitas —dijo Nysander.

Alec se encontró estudiando los rostros de quienes compartían con él el desayuno. Seregil se mostraba inusualmente pensativo, aunque pareció animarse un poco una vez que hubo comido algo.

Thero estaba tan tieso como de costumbre y Nysander se mostraba muy dicharachero, pero, cuando miraba a Seregil, había algo extraño en su expresión, como si estuviese tratando de escudriñar su interior.

Por lo que se refería a sí mismo, Alec comenzaba a sentirse a gusto en aquel lugar. La sensación de desorientación que se había abatido sobre él mientras Seregil se recuperaba había remitido al fin.

Observando cómo su compañero trataba de enzarzar a Thero en algún debate sin sentido, tuvo la impresión de que un cierto e importante equilibrio había sido restablecido.

—Estás más callado de lo habitual esta mañana —comentó Nysander, mirándolo a los ojos.

Alec asintió en dirección a Seregil.

—Ahora se parece más al hombre que era cuando nos conocimos.

—Molestar a Thero ha sido siempre uno de sus pasatiempos predilectos —suspiró el mago—. Por la Tétrada, Seregil, déjalo comer en paz. No todo el mundo comparte tu devoción por las bromas a primeras horas de la mañana.

—Dudo que haya muchos gustos que Thero y yo compartamos —concedió Seregil.

—Un hecho por el que no dejo de dar gracias —replicó Thero con voz seca.

Dejándolos entregados a su batalla privada, Alec se volvió hacia Nysander.

—He estado dándole vueltas a algo que mencionasteis cuando hablamos aquella primera noche.

—¿Sí?

—Hablasteis de conjuros que podían cambiar la forma. ¿De verdad puede transformarse una persona en cualquier cosa?

—¿Cómo por ejemplo un ladrillo? —intervino Thero.

Seregil recibió la mofa con un saludo galante de la cuchara.

—Así es —respondió Nysander—. La transubstanciación, o la metamorfosis si lo prefieres, ha sido siempre uno de mis sujetos de estudio favoritos. De hecho, escribí un tratado sobre ella hace algunos años. Muy pocos de los conjuros son permanentes y los riesgos son siempre elevados, pero la verdad es que me apasionan.

—Nos convertía en toda clase de cosas —le contó Seregil—. Y todavía resulta de utilidad de vez en cuando.

—Existen varias clases generales de cambios —continuó Nysander, encantado de que le interrogaran sobre uno de sus temas favoritos—. Las transmogrificaciones cambian una cosa y la convierten en algo completamente diferente: un hombre en un árbol, por ejemplo. Sus pensamientos serían los de un árbol y existiría como tal sin recordar su naturaleza anterior hasta que ésta fuera restaurada. Sin embargo, un conjuro metastático proporcionaría meramente a un hombre la apariencia de un árbol. A su vez, el alterar la naturaleza de una sustancia, por ejemplo la transformación del hierro en oro, requeriría de una transmutación alquímica.

—¿Y qué hay de ese conjuro tuyo de naturaleza intrínseca? —inquirió Seregil con suavidad, sin apartar la vista de su cuenco.

—Ya sabía que acabaría sacando el tema a colación —dijo Thero con aire despectivo—. ¡No es más que un truco con que entretener a los niños y a los campesinos!

Seregil se inclinó sobre Alec como si fuera a hablarle confidencialmente, aunque no se molestó en bajar el tono de voz.

—Thero odia ese conjuro porque no funciona en él. Carece de naturaleza intrínseca, ¿sabes?

—Es cierto que este conjuro en particular no lo afecta —admitió Nysander—. Pero estoy seguro de que acabaremos por descubrir la razón. Sin embargo, algo me dice que no era la naturaleza de Thero en lo que estabas pensando.

Seregil le propinó a Alec un amigable codazo en las costillas.

—¿Qué tal un poco de magia?

Nysander dejó el cuchillo a un lado con un suspiro de resignación.

—Ya veo que no voy a poder disfrutar de esta comida en paz. Sugiero que nos retiremos al jardín por si se da el caso de que Alec resulte ser algo imperialmente grande.

—¿Yo? —Alec se atragantó con el trozo de jamón que estaba comiendo. No tenía la menor idea de lo que podía ser un conjuro de naturaleza intrínseca, pero de pronto se había dado cuenta de que pretendían ejecutar uno sobre él.

Seregil ya se encontraba a medio camino de la puerta.

—Espero que no se convierta en un tejón. Nunca me he llevado bien con los tejones. Seguro que Thero resulta ser un tejón si alguna vez consigues que el conjuro funcione en él.

Siguieron a Nysander hasta los jardines de la Oréska y se cobijaron bajo una densa arboleda de abedules que rodeaba a un pequeño estanque.

—Este lugar servirá perfectamente —dijo el mago, deteniéndose bajo una sombra moteada, cerca de la orilla—. Alec, primero transformaré a Seregil, de manera que puedas observar el proceso.

El muchacho asintió nerviosamente, mientras observaba a Seregil ponerse de rodillas sobre la hierba, delante del mago.

Posando las manos sobre los muslos, Seregil cerró los ojos. Al instante, toda expresión se desvaneció de su rostro.

—Consigue alcanzar un estado de laxitud con tal facilidad… —murmuró Thero con admiración, aunque a regañadientes—. Sin embargo, corres un riesgo tratando de hacer algo con él.

Nysander le indicó con un gesto que guardara silencio, y entonces posó una mano sobre la cabeza de Seregil.

—Seregil i Korit Solun Meringil Bókthersa, que tu verdadero símbolo sea revelado.

El cambio fue instantáneo. Un momento antes Seregil estaba de rodillas enfrente de él. Al siguiente, algo se retorcía debajo de una pila de ropa vacía.

Nysander se inclinó sobre las temblorosas ropas.

—La transformación ha tenido éxito, ¿verdad?

—Oh, sí —replicó una voz pequeña y gutural—. Pero me he perdido aquí abajo. ¿Podríais echarme una mano?

—Ayuda a tu amigo, Alec —dijo Nysander, riendo.

Alec levantó con sumo cuidado el extremo de la casaca y entonces retrocedió de un salto, sorprendido, mientras la plana cabeza de una nutria aparecía debajo de la camisa.

—Eso está mejor —gruñó. La lustrosa criatura salió con dificultades de debajo de la ropa y se sentó sobre los cuartos traseros con la cola extendida. Parecía exactamente igual que cualquier otra que Alec hubiera capturado en su vida, salvo porque sus pequeños ojos redondeados tenían el mismo gris que los de Seregil.

La nutria se alisó los mojados bigotes con una pata palmeada.

—Hubiera sido mejor que me desnudase primero, pero el efecto resulta más sorprendente de esta manera, ¿no te parece?

—¡Eres tú de verdad! —exclamó Alec con sorprendido deleite al tiempo que pasaba una mano sobre el brillante lomo de la nutria—. Eres preciosa.

—Gracias… creo —cloqueó Seregil—. Teniendo en cuenta tu anterior profesión, no estoy seguro de si eso es un cumplido o sencillamente una muestra de aprecio por el valor de mi pellejo. ¡Observa esto!

Caminó hasta el extremo del estanque, se arrojó a las aguas y desapareció de la vista con sinuosa facilidad. Después de unos pocos instantes, reapareció y depositó una aleteante carpa sobre los pies de Thero.

—Un pez frío para un frío pez —anunció con lo que para una nutria sería un tono divertido, antes de desaparecer de nuevo entre las aguas.

Con el ceño fruncido, Thero devolvió la carpa al lago de una patada.

—No puede ir a ningún sitio sin tener que robar algo.

Nysander se volvió hacia Alec.

—¿Preparado para intentarlo?

—¿Qué es lo que debo hacer? —preguntó Alec, ansioso.

—Será mejor que primero te quites la ropa. Como acabas de ver, puede resultar un estorbo.

La excitación superó por una vez los naturales escrúpulos de Alec y se desvistió rápidamente. Mientras lo hacía, Nysander devolvió a Seregil su forma verdadera; la transformación fue tan súbita como el cambio original.

—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hice esto —dijo Seregil con una sonrisa de pura felicidad mientras volvía a ponerse los pantalones.

—No es nada complicado. —Nysander tranquilizó a Alec mientras éste se colocaba delante de él—. Simplemente debes vaciar tu mente. Piensa en el agua o en un cielo despejado. No obstante, antes de que comencemos, debo conocer tu nombre completo.

—Alec de Kerry es el único que siempre he tenido.

—Es el hijo de un cazador errante, no un noble —le recordó Seregil—. Esa gente no le encuentra demasiada utilidad a los nombres largos como los que nosotros utilizamos.

—Supongo que no. Sin embargo, el muchacho tiene que tener un nombre apropiado si ha de quedarse contigo. Alec, ¿Cuáles eran los nombres de tu padre, su padre y el padre de su padre?

—Mi padre se llamaba Amasa. Nunca he sabido los otros —respondió Alec.

—Según las costumbres del sur, eso te convierte en Alec i Amasa de Kerry —dijo Nysander—. Confío en que eso baste.

—Si de verdad va a seguir a Seregil, no creo que tenga demasiadas oportunidades de utilizar su verdadero nombre —observó Thero con impaciencia.

—Cierto. —Nysander colocó la mano sobre Alec, quién pensó en una superficie de aguas claras, tal como se le había dicho y escuchó a Nysander decir:

—¡Alec i Amasa de Kerry, que tu verdadero símbolo sea revelado!

Alec se tambaleó, recuperó el equilibrio y se preparó para huir.

Todo cuanto veía aparecía pintado en diferentes tonos de gris. Hasta el movimiento más débil atraía su atención. Pero los olores resultaban todavía más abrumadores. El estanque transmitía un dulce mensaje de agua y había caballos cerca, y algunas yeguas entre ellos.

Las incontables plantas del jardín tejían un verde tapiz de aromas, algunos de ellos venenosos, otros suculentos y sugerentes.

Sin embargo, el más acusado era el tufo que despedían los humanos. Algo que era nuevo en él se agitó con una alarma innata.

No podía comprender sus ridículos sonidos o las extrañas muecas que los acompañaban.

Entonces el más bajo de los tres se aproximó, haciendo nuevos sonidos, más calmados. Permaneció inmóvil, observando a las otras criaturas humanas, y permitió que éste se acercara lo suficiente para acariciar su cuello.

—¡Magnífico! —exclamó Seregil, contemplando al joven ciervo en el que Alec se había transformado. Las aletas de su nariz se agitaban nerviosamente y parecía oler la brisa mientras él acariciaba su poderosa cerviz. Sacudió la cabeza, coronada por una cornamenta, y lo miró con unos ojos azules, profundos.

—Muy notable —admitió Thero mientras daba un paso hacia él—. Acércalo al estanque para que pueda ver…

—¡Thero, no! Creo que es… —siseó Seregil, demasiado tarde.

Ante la brusca aproximación del joven mago, el ciervo retrocedió, aterrorizado. Seregil tuvo que apartarse para esquivar el ataque de sus cascos.

Nysander sujetó a Thero por el cuello de la túnica y consiguió ponerlo a salvo justo a tiempo, pues el asustado animal había saltado hacia delante y lo amenazaba con los cuernos.

—¡Transfórmalo! —gritó Seregil—. Está perdido en su nueva forma. ¡Transfórmalo antes de que huya!

Nysander exclamó la palabra de poder y la forma del ciervo se agitó y se disolvió, dejando en su lugar a un confuso Alec tendido sobre la hierba.

—Tranquilo —le dijo Seregil con voz calmada, mientras ponía una capa alrededor de los hombros del muchacho.

—¿Ha funcionado? —preguntó Alec. Se sentía extraño, desorientado—. No me he sentido demasiado bien en el último minuto.

—¿Qué si funcionó? —Seregil giró sobre los talones y soltó una carcajada—. Veamos, primero te transformaste en el ciervo más hermoso que jamás haya visto, y entonces trataste de embestir a Thero. Nysander te detuvo, naturalmente, pero por lo demás yo diría que ha sido un éxito total.

—En realidad, la transformación fue demasiado completa —dijo Nysander, no tan satisfecho—. ¿Cómo te sientes?

—Un poco aturdido —admitió Alec—. Pero me gustaría intentarlo de nuevo.

—Y así será —le prometió Nysander—. Pero primero debes aprender a gobernar tu mente.

A solas, aquella misma tarde, Alec volvió a preguntarse sobre lo ocurrido en los jardines. Todavía no había conseguido sacudirse por completo de encima la desorientación de la mañana; después de haberlo experimentado a través de los sentidos de un animal, el mundo le parecía bastante mudo.

Mientras pasaba junto a la arboleda del centauro llegó hasta sus oídos el sonido de un arpa. Se detuvo. Combatiendo su natural timidez, se internó entre los árboles. Hwerlu y Feeya se encontraban juntos en el claro. Feeya se apoyaba lánguidamente sobre el lomo de su compañero mientras jugaban. Había en la escena un aire de intimidad que hizo que Alec se detuviera, pero antes de que pudiera marcharse, Feeya reparó en él y esbozó una generosa sonrisa de bienvenida.

—Hola, pequeño Alec —le llamó Hwerlu mientras dejaba el arpa en el suelo—. Pareces alguien necesitado de compañía. Ven y canta con nosotros.

Alec aceptó la invitación, sorprendido de lo cómodo que se sentía entre aquellas criaturas inmensas. Primero, Hwerlu y él intercambiaron canciones durante algún rato, y luego Feeya trató de enseñarle algunas palabras de su llana y silbante lengua. Con la ayuda de Hwerlu, logró aprender a decir «agua», «arpa», «canción» y «árbol».

Estaba aprendiendo a decir «amigo» cuando los centauros levantaron repentinamente las cabezas, como si escucharan algo.

—Alguien conduce ese animal con demasiada premura —dijo Hwerlu. Su ceño fruncido revelaba desaprobación.

Segundos más tarde, se arrastró hasta los oídos de Alec el ritmo acompasado de los cascos de un caballo a galope. Asomándose entre los árboles, pudo ver a un jinete que se dirigía hacia la entrada principal de la Casa. Cuando el hombre tiró de las riendas y desmontó, cayó la capucha que cubría su cabeza.

—Es Micum —exclamó Alec. Y comenzó a correr—. ¡Ey, Micum! ¡Micum Cavish!

A medio camino del primer tramo de escaleras, Micum se volvió y saludó con el brazo a Alec.

—¡Estoy encantado de veros! —dijo Alec en voz alta, advirtiendo mientras estrechaba la mano de Micum que parecía ojeroso y que sus ropas estaban manchadas y cubiertas de barro—. Seregil y Nysander no lo reconocerán, pero creo que comenzaban a preocuparse. Parece que habéis tenido un viaje duro.

—Así es —contestó el hombretón—. ¿Cómo os fue a Seregil y a ti?

—Tuvimos algún problema para regresar, pero él ya se encuentra perfectamente. Creo que ahora mismo está con Nysander.

—¿Problema? —Micum frunció el ceño mientras se dirigían a toda prisa hacia la torre del mago—. ¿Qué clase de problema?

—Magia negra. A causa de aquella cosa de madera. Seregil enfermó pero Nysander logró curarlo. Creo que llegamos justo a tiempo. Todavía no termino de comprenderlo del todo, pero Nysander y Seregil podrán contároslo.

—Busquémosles en ese caso. Hay algo que quiero que oigáis todos, y no me apetece tener que contarlo una docena de veces.

Micum pareció sentir un gran alivio cuando Nysander les hizo pasar a su torre. Llevaba consigo una carga que estaba ansioso por compartir.

—¡Por fin estás aquí! —dijo Nysander.

—¿Es Micum? —Seregil levantó la mirada de algo que descansaba sobre la mesa de Nysander, y entonces se apresuró a saludarlo—. ¡Por los Testículos de Bilairy, hombre! ¡Tienes un aspecto horroroso!

—También tú. —Micum lo examinó con preocupación. Estaba más delgado que nunca y parecía cansado, a pesar de su habitual sonrisa—. El muchacho me ha contado que tuvisteis algún problema en el viaje.

—Creo que será mejor que oigamos primero lo que tienes que contar —dijo Nysander—. Venid todos a la sala de estar.

Ese «todos» no parecía incluir a Thero, advirtió Micum mientras Nysander cerraba la puerta del estudio.

—Seregil, sirve el vino —dijo el mago mientras tomaba asiento junto al fuego—. Veamos, Micum. ¿Traes noticias?

Micum se derrumbó sobre el otro sillón y aceptó gustoso la copa que se le ofrecía.

—Sí. Y no son buenas.

—Encontraste el lugar en las Marismas, el que estaba marcado en el mapa, ¿no es así?

—Sí. Después de Boersby me dirigí al extremo norte de las Marismas. Teniendo en cuenta lo que me habías dicho, supuse que los plenimaranos debían de haber llegado por el Ósk y seguido el camino del río. No tardé en encontrar rumores sobre su paso en los pueblos situados en la ruta. Mardus y sus hombres habían pasado por allí menos de un mes atrás.

—Las Marismas del Negragua son un mal lugar para viajar —dijo Alec sacudiendo la cabeza—. Un minuto pisas tierra firme y al siguiente estás hundido hasta la cintura en el barro.

—Eso es cierto. Si el frío no hubiera afirmado el suelo tanto como lo había hecho, hubiera perdido a mi caballo antes de salir de allí —le contó Micum—. Mardus se había dirigido hacia el corazón mismo de las Marismas. Os aseguro que es un maldito barrizal yermo. Los pueblos más cercanos se encuentran a kilómetros de distancia. Estaba a punto de abandonar y regresar cuando descubrí un pequeño asentamiento sobre una loma. Era la típica aldea de pantano: sólo un sucio revoltijo de cabañas apiñadas alrededor de un camino fangoso. Un terraplén cubierto por tablones conducía hasta él. Había recorrido la mitad del mismo cuando me di cuenta de que algo andaba mal. No había una sola alma a la vista. Ya sabéis cómo son esas pequeñas aldeas. En el mismo momento en que aparece un extraño los perros comienzan a ladrar y los niños vienen corriendo a ver quién es el recién llegado. Pero allí no había nadie. Tampoco había humo, ni sonido de voces o de trabajo. Pero junto a las puertas se habían reunido canastas y redes, como si alguien acabase de dejarlas allí. Al principio pensé que podían estar escondidos, pero entonces escuché muy cerca un tumulto de cuervos. Mirando a mi alrededor, comencé a tener una idea de lo que iba a encontrarme. Los restos de tres personas estaban diseminados al otro lado de la loma, por debajo de la aldea. Los animales se habían alimentado de ellos durante días, y lo que quedaba estaba congelado sobre el barro. Dos de ellos eran adultos, un hombre y una mujer. La cabeza del hombre había sido arrojada a unos diez metros de distancia y a la mujer casi la habían partido en dos por la cintura. Un muchacho joven yacía, medio sumergido en el agua, en la base de la colina. Una flecha todavía sobresalía de su espalda. Los signos no resultaban difíciles de interpretar. Decenas de huellas conducían hasta una depresión en la tierra, a medio camino colina abajo. Sólo unas pocas volvían a ascender. A juzgar por la manera en que la tierra había sido arrojada a un lado, yo diría que era cosa de un mago. Mientras bajaba para poder examinar mejor el lugar, mi pierna se hundió repentinamente en la tierra, hasta la misma rodilla. Al tratar de liberarme, descubrí que mi pie se encontraba en un espacio abierto allí abajo. Había una oquedad en el interior de la colina, como un túmulo. Excavé hasta encontrar una pequeña cámara en la ladera, de techo bajo y reforzado con maderos.

Micum se detuvo y tomó otro largo trago de vino antes de continuar.

—Toda la aldea había sido asesinada y trasladada allí. El hedor era espantoso. Es posible que todavía podáis olerlo en mí. La antorcha ardió con una luz azul cuando la encendí para poder ver. Había cuerpos por todas partes…

Sus ojos se encontraron con los de Seregil y sacudió la cabeza.

—Hemos visto algunas cosas malas, tú y yo, pero por Sakor, ninguna como ésta. A algunos de ellos se habían contentado con matarlos simplemente, pero a otros los habían abierto en canal y habían extendido sus costillas hasta hacer parecer que a los pobres bastardos les habían crecido alas. Y también les habían sacado las tripas. Había una gran piedra plana en el centro de la cámara, semejante a una mesa. Debieron de realizar la carnicería allí. Estaba ennegrecida por la sangre. Una niña pequeña y un anciano estaban todavía tendidos sobre ella. Sus rostros se habían vuelto verdes. Conté un total de veintitrés, además de los tres de fuera. Debía de ser toda la maldita aldea.

Micum suspiró pesadamente y se frotó los párpados.

—Pero lo más extraño es que había huesos aún más antiguos debajo de los cuerpos.

Durante todo este tiempo, Nysander había estado observando el fuego, impasible. Sin apartar la mirada de él, preguntó:

—¿Pudiste examinar la piedra?

—Sí. Y encontré esto. —Micum extrajo un pedazo de cuero podrido de su cinturón y se lo mostró: parecían ser los restos de una pequeña bolsa.

Nysander tomó el harapo y lo examinó cuidadosamente. Entonces, sin decir palabra, lo arrojó al fuego.

Micum, demasiado sorprendido, no pudo reaccionar inmediatamente, pero Seregil dio un salto hacia la chimenea y trató de recuperar el pedazo de cuero con un atizador.

—¡Déjalo! —le ordenó Nysander con voz imperiosa.

—Tiene que ver con el disco, ¿no es así? —inquirió Seregil, encolerizado y sin soltar el atizador.

Micum sintió que la atmósfera de la habitación se hacía palpablemente más densa mientras Seregil y Nysander intercambiaban una mirada. A juzgar por la expresión de perplejidad de Alec, el muchacho también podía sentirlo. El mago no mostraba signos aparentes de cólera, pero la luz de las lámparas se había atenuado y el fuego no despedía ningún calor.

—Te he contado todo cuanto puedo sobre este asunto —aunque Nysander había hablado tranquilamente, su voz parecía reverberar como un trueno en medio de aquel aire que parecía amortiguar todo sonido—. Vuelvo a decirte que no ha llegado todavía la hora de que sepas más.

Seregil arrojó el atizador sobre el hogar de piedra al mismo tiempo que dejaba escapar un gruñido de enfado.

—¿Cuántos años he guardado celosamente tus secretos? —siseó con los dientes apretados—. Todas tus intrigas y tus trabajos sucios. Y ahora, ahora que tiene que ver con mi propia vida, y la de Micum y la de Alec, ¿ahora no dices una palabra? ¡Al demonio con los juramentos, Nysander! Si no soy digno de tu confianza, entonces tampoco soy digno de seguir bajo tu techo. Me vuelvo al Gallito… ¡Hoy mismo! —después de lanzarle una última y furiosa mirada, abandonó la habitación dando un portazo.

—¿A qué venía todo eso? —demandó Micum mientras Alec y él se levantaban para seguirlo.

Nysander les indicó con un gesto que volvieran a sus asientos.

—Dadle tiempo para calmarse. Esta situación resulta extremadamente difícil para todos vosotros, me doy cuenta de ello, pero quizá especialmente para él. Sólo la curiosidad podría volverlo medio loco, por no mencionar su herido sentido del honor.

—¿Quieres decir que sabes algo sobre ese asunto de las Marismas pero no vas a contárnoslo? —preguntó Micum. Tampoco parecía demasiado complacido.

—Por favor, Micum. Precisamente ahora, necesito tu cabeza fría para controlar a Seregil. Si llega a ser necesario pasar a la acción, puedes estar seguro de que os buscaré a los dos… —se detuvo, advirtiendo la presencia de Alec, que continuaba, rígido y silencioso, sentado en su silla—. Perdóname, mi querido muchacho… a los tres, para ocuparos de ello. Mientras tanto, ¿crees que podrías conseguir calmar un poco su furia? Hay otro asunto que debo discutir con él antes de que abandone la Oréska.

Micum lo miró con el ceño fruncido.

—Espero que se le pase pronto el enfado. No me agrada permanecer sentado en Rhíminee estando tan cerca de casa. Llevo cuatro meses sin ver a mi mujer.

—¿Vuestra qué? —preguntó Alec, sorprendido.

Micum se encogió de hombros con aire irónico.

—Supongo que, en medio de tanta fuga y huida como tuvimos allá en el norte, no surgió el asunto. Tienes que venir a Watermead. De hecho, si menciono que eres huérfano, es posible que Kari decida venir y llevarte consigo.

—¿Ir a dónde?

—A nuestras tierras —le explicó Micum—. Se encuentran en las colinas, al oeste de la ciudad. Cuando Seregil y yo éramos más jóvenes desvelamos un complot dirigido contra la Reina. El responsable fue ejecutado e Idrilain nos ofreció parte de sus posesiones como recompensa. Seregil nunca se ha preocupado demasiado por las posesiones materiales, así que finalmente acabó recayendo en mis manos. En realidad es más de Kari que mío, pues yo paso demasiado tiempo lejos. Ella y las chicas gobiernan y mantienen la propiedad.

—¿Chicas?

Nysander guiñó un ojo a Alec con aire travieso.

—Este pícaro tiene también tres hijas.

—¿Y alguna nieta? —preguntó Alec secamente.

—¡Espero que no! La mayor de ellas, Beka, tiene sólo uno o dos años más que tú y está decidida a convertirse en soldado. Seregil, maldito sea su nombre, le prometió una recomendación para que la admitieran en la Guardia Montada de la Reina. Las otras dos, Elsbet e Illia, son demasiado jóvenes como para andar pensando en maridos.

Micum bostezó repentinamente y se estiró sobre la silla hasta que las costuras de su chaleco crujieron.

—Por la Llama, estoy cansado. Después de haber galopado hasta aquí, creo que podría dormir en medio del Mercado del Mar sin advertir la diferencia. Será mejor que vaya tras Seregil antes de que me quede dormido. Pero antes que lo haga, hay una cosa a la que debes responderme, Nysander.

Miró al mago directamente a los ojos. Estaba muy serio.

—Por ahora aceptaré que quieras guardar el secreto. Sabes que puedes confiar en mí… y en Seregil, a pesar de sus baladronadas. Pero si el asunto resulta la mitad de serio de lo que parece a juzgar por tu comportamiento, debo saber esto: ¿es que estamos en peligro? Desde que abandoné las Marismas no he podido pensar con claridad. Todo el camino hasta aquí no he dejado de ver a Seregil y a Alec tendidos sobre aquella piedra, con el pecho abierto. Y ahora me dices que Seregil ha sido atacado con magia negra. ¿Podrían los sicarios de Mardus habernos seguido hasta aquí desde Herbaleda? ¿Y me seguirán mañana hasta mi casa?

Nysander suspiró profundamente.

—Todavía no he visto señal alguna referente a dicha persecución. Pero aunque nada me complacería más que poderos deciros que no hay peligro, que Seregil y Alec consiguieron eludir a sus perseguidores por completo, no puedo estar seguro de ello. De lo que sí podéis estar seguros, los dos, es de que jamás, no importa cuáles sean mis votos, pondré en peligro a uno de vosotros con falsas garantías. Continuaré vigilándoos lo mejor que pueda, pero vosotros mismos debéis ser cautelosos.

Micum frunció el ceño mientras se frotaba los bordes de su mostacho.

—No me gusta lo que dices, Nysander. No me gusta nada. Pero confío en ti. Vamos, Alec. Tenemos que encontrar a Seregil. Si no se enfría por sí solo puede que necesite tu ayuda para bajarlo del caballo.

Primero hicieron una rápida visita al dormitorio. La vieja mochila de Seregil yacía abierta en el baúl de la ropa, junto con una pila de mapas y pergaminos en desorden. Su capa de viaje estaba tendida sobre la silla, hecha un ovillo, junto con varias camisas y un sombrero usado. La punta de una vieja bota sobresalía por debajo de la colcha de la cama como el hocico de un perro. Varios peines, un ovillo de bramante, una petaca y varios fragmentos de un pedernal roto yacían diseminados sobre el alféizar de la ventana como si se hubiesen dispuesto para una ceremonia.

—Todavía no se ha marchado —señaló Micum después de examinar aquel desorden—. Antes de que continuemos, me gustaría saber lo que os ocurrió.

Una vez más, Alec narró los detalles de su viaje y el extraño mal que se había abatido sobre Seregil. Cuando hubo terminado, Micum se frotó la incipiente barba cobriza de su barbilla con aire pensativo.

—Esta no es la clase de cosa de la que uno puede librarse sin más, puedes estar seguro. Sin embargo, debería saber que Nysander no le ocultaría lo que sabe sin una buena razón. Te lo juro, Seregil es una de las personas más inteligentes que conozco y también una de las más valientes, pero se comporta como un niño cuando se topa con algo que no discurre como a él le gustaría —volvió a bostezar con fuerza—. Vamos, acabemos con esto de una vez.

—¿Dónde podemos buscar? —preguntó Alec mientras lo seguía al exterior—. Podría estar en cualquier parte.

—Sé dónde podemos comenzar.

Micum se encaminó hacia los establos de la Oréska. Seregil se encontraba en una casilla situada hacia la mitad de las caballerizas, cuidando del exhausto animal de Micum.

—Has estado a punto de hacer reventar a la pobre bestia —dijo, sin molestarse en levantar la mirada mientras ellos se acercaban. Sus botas estaban manchadas con porquería de las caballerizas; el polvo y los pelos de caballo cubrían sus ropas. Un trapo empapado de sudor colgaba de su hombro mientras limpiaba el costado del caballo. Una franja de barro atravesaba una de sus pálidas mejillas, proporcionándole un aspecto decididamente lúgubre.

Micum se apoyó contra el poste de la escalera que había al fondo del establo.

—Has actuado como un verdadero idiota ahí arriba y lo sabes. Pensé que querías ser un ejemplo mejor para Alec.

Seregil le lanzó una mirada agria por encima del lomo del caballo y continuó con su tarea. Micum observó el movimiento del cepillo por un momento.

—¿Volverás a hablar con Nysander antes de marcharte?

—Tan pronto como acabe con esto.

—Parece que no tendremos que llevarlo a rastras, después de todo. —Micum sonrió a Alec—. Y es una pena, porque estaba ansioso por hacerlo.

Seregil frotó un manchón de barro del lomo del caballo, levantando al hacerlo una nube de polvo.

—¿Te marchas a Watermead mañana?

Micum reparó en el desafío levemente velado que la pregunta llevaba a menudo consigo.

—En cuanto amanezca. Kari me desollará vivo si me quedo más tiempo. ¿Por qué no venís los dos conmigo? Un poco de caza nos sentaría bien en estos momentos, y podríamos trabajar en la esgrima de Alec. Beka sería un oponente perfecto para él.

—Primero quiero instalarme en el Gallito —respondió Seregil.

—Como quieras. Cuando te pones así, es mejor dejarte tranquilo.

Micum volvió a bostezar, estrechó la mano de Seregil durante un prolongado momento y sostuvo la mirada de su amigo hasta que consiguió arrancarle una sonrisa tirante y esbozada de mala gana.

Satisfecho, lo soltó y dio una palmada a Alec en el hombro.

—Estaré dormido antes de que subas, así que adiós por ahora. La suerte de los ladrones.

—También para vos —dijo Alec en voz alta mientras Micum se marchaba.

Alec dio la vuelta a un cubo y se sentó a esperar que Seregil terminara con el caballo.

—No suele quedarse demasiado tiempo, ¿verdad?

Seregil se encogió de hombros.

—¿Micum? A veces. Pero no como antes.

Algo en el tono de voz de Seregil advirtió a Alec de que este era otro de esos temas sobre los que era mejor no insistir demasiado.

—¿Qué es ese Gallito al que vamos a ir?

—Nuestra casa, Alec. Y allí es donde pasaremos esta noche. —Seregil colgó el cepillo de un clavo—. Dame un minuto para arreglar las cosas con Nysander y luego ven a despedirte.

Thero respondió la llamada de Seregil. Intercambiaron como de costumbre los habituales saludos tensos y se dirigieron hacia el laboratorio a través de las pilas de manuscritos. Caminando detrás del aprendiz, Seregil pudo leer la tensión en los hombros de Thero y sonrió para sí. Nunca había existido ninguna razón concreta para la mutua antipatía que se profesaban y, sin embargo, desde el primer instante en que se habían visto, ésta había sido completa. Por consideración a los sentimientos de Nysander, habían firmado a regañadientes una especie de tregua, si bien cualquiera de ellos habría preferido comer fuego antes que admitirlo en voz alta.

Seregil creía estar por encima de sentimientos insignificantes tales como los celos y la envidia así que, ¿qué importancia podía tener el hecho de que Thero hubiese ocupado su lugar al lado de Nysander, llenándolo mejor, en algunos aspectos, de lo que él pudiera haberlo hecho jamás? Seregil no tenía razones para dudar de los sentimientos personales de Nysander hacia él ni de la importancia de su asociación profesional. La antipatía que sentía por Thero, había decidido hacía mucho tiempo, debía de ser de naturaleza intelectual y resultaba, por tanto, imposible de evitar y estaba, posiblemente, justificada.

—Está abajo —le informó Thero, mientras volvía a su trabajo en una de las mesas.

Nysander seguía sentado junto al fuego, con aspecto pensativo. Apoyándose contra el marco de la puerta, Seregil se aclaró la garganta.

—Me he comportado como un verdadero idiota.

Nysander desechó sus disculpas con un gesto.

—Pasa, por favor, y siéntate conmigo un momento. Estaba tratando de recordar cuánto tiempo había pasado desde la última vez que pasaste tantas noches bajo este techo.

—Demasiado, me temo.

Nysander le obsequió una sonrisa triste.

—Demasiado, de hecho, si has llegado a pensar que podría ocultarte algo por desconfianza.

Seregil se agitó en su silla, incómodo.

—Lo sé. Pero no puedes esperar de mí que asienta y sonría sin más.

—De hecho, creo que te lo estás tomando bastante bien. ¿Sigues decidido a marcharte esta noche?

—Necesito volver al trabajo, y Alec comienza a sentirse un poco perdido. Cuanto antes tengamos algo que hacer, mejor nos sentiremos los dos.

—Ten cuidado en no precipitarte en su educación. No me gustaría veros a ninguno de los dos con las manos en el tocón del verdugo.

Seregil miró a su viejo amigo con cierta complicidad.

—Él te gusta.

—Ciertamente —contestó Nysander—. Posee una mente aguda y un corazón lleno de nobleza.

—¿Sorprendido?

—Sólo de que cargaras con tal responsabilidad sobre tus hombros. Has viajado en solitario durante mucho tiempo.

—No es nada que tuviera planeado, puedes creerme. Pero a medida que lo voy conociendo mejor, vaya… no lo sé. Creo que comienzo a acostumbrarme a tenerlo cerca.

Nysander estudió el rostro de su amigo un instante y entonces dijo con suavidad.

—Es muy joven, Seregil y obviamente siente gran respeto y admiración por ti. Confío en que seas consciente de ello.

—¡Mis intenciones por lo que se refiere a Alec son perfectamente honorables! Entre toda la gente, precisamente tú deberías…

—No era eso a lo que me refería —replicó Nysander con calma—. Lo que pretendía decirte es que debes considerar otros aspectos, además de su mera educación. Deberías ser un amigo para él tanto como un tutor. Llega un momento en que un maestro debe aceptar a su pupilo como a un igual.

—Eso es cierto.

—Me alegra oírtelo decir. Pero también debes ser honesto con él. —Nysander lo miró con repentina seriedad—. Sé por lo menos una cosa de la que no es consciente. ¿Por qué no le has hablado de su verdadera…?

—¡Lo haré! —susurró Seregil apresuradamente, al escuchar los pasos de Alec aproximándose en la escalera—. Al principio no estaba del todo seguro y entonces las cosas comenzaron a torcerse. Todavía no he encontrado el momento adecuado. Ya ha tenido muchos problemas que afrontar durante las última semanas.

—Quizá tengas razón, pero debo confesar que no termino de comprender tu renuencia. Me pregunto cómo reaccionará…

—También yo —murmuró Seregil—. También yo.