Así fue como acabé pasando sola esos tres días, acechando el teléfono y la voz de Mathias. Virgile solo aparecía para sorprenderme y comprobar la temperatura en mi frente. Luego se marchaba de nuevo, dejándome a la espera de que el teléfono sonara.
Pero no estaba totalmente sola.
En el pequeño magnetófono negro estaba Louise.
La voz de Louise que se elevaba, débil, y me recordaba los dos años de mi vida pasados junto a su lecho.
Deslizaba una casete, pulsaba el PLAY y su fantasma rosa de huesos puntiagudos regresaba para hacerme compañía. Yo me trasladaba, como por arte de magia, a su apartamento de Rochester, cogía la llave que Marje dejaba bajo el felpudo, gritaba: soy yo, Louise, ya estoy aquí, te he traído uvas, manzanas, unas crepes y los periódicos... Atravesaba el pequeño salón con su mesa desnuda, la vieja máquina de escribir que ya no funcionaba, las tres sillas desvencijadas, la alfombra barata y raída, e iba a sentarme a su lado, en esa austera habitación que había quedado reducida a una cama atestada de libros y diccionarios. Me recibía muy erguida sobre la colcha amarilla, esperando mis visitas, mis preguntas y el sándwich de mantequilla de cacahuete de la noche. Me decía: deja que te mire, ¡tienes buena cara! O bien: ¡te has ido de juerga, es evidente, los párpados te llegan hasta la barbilla! Y no te pongas esos pendientes tan grandes, ¡es lo único que se ve! ¡Ni siquiera se ven tus ojos ni tu sonrisa!
Tenía ojos para todo. Para mi cara cansada, para los pendientes gigantes, para el dobladillo deshecho de mi vieja Burberry, que rápidamente se ponía a arreglar. ¿La plancharás luego para alisarla bien? Con un paño húmedo... ¿No tienes nada más que arreglar? En mis tiempos se me daban muy bien los trabajos domésticos.
–Cuéntame, Louise, la historia de ese hombre que te humilló delante de todos en la cafetería...
–¡Oh, esa historia...! ¡Ya te la he contado cien veces!
–Pues cuéntamela otra vez. ¡Nunca la cuentas igual! Y, además, aprendo tantas cosas cuando hablas...
–Tú nunca te harás sabia. No se puede aprender cómo conducirse en el amor.
–Da igual, cuéntamelo...
Y me tumbo junto al magnetofón, sobre la gran cama de Bonnie para escuchar su voz y la mía mezcladas.
–Acababa de conocer a George Marshall... Tenía veintidós años y seis películas a mis espaldas. Estaba casada con Eddie Sutherland desde hacía dos años, pero no nos veíamos demasiado. ¡Extraño matrimonio el nuestro! Él vivía en Los Ángeles, y yo en Nueva York. Le engañaba constantemente y él a mí también. Él era más discreto que yo, eso es cierto, pero estábamos en paz. Había insistido tanto en que nos casáramos que terminé diciéndole que sí. Tenía diecinueve años... ¿Qué sabe uno de la vida a los diecinueve años?
–No demasiado... pero a los treinta tampoco se sabe mucho más. ¿A qué edad se aprende?
–No se aprende nunca. Hacemos una y otra vez el mismo recorrido, cometemos los mismos errores. Es más fuerte que nosotros... Cada vez que amamos acabamos por meternos en el mismo laberinto.
–Pero ¿no estabas enamorada cuando te casaste?
–¡No! Verás, durante mucho tiempo fui una espectadora indiferente de mi propia vida. Me observaba actuar como si no se tratara de mí... ¿Entiendes lo que digo?
–Perfectamente...
–A menudo, cuando trato de recordar cómo era, me veo avanzando por un largo pasillo lleno de niebla. Mi vida no tenía sentido. Me rebelaba constantemente para, un momento después, someterme... En esa época decían que yo era insolente, original y libre... Pero, simplemente, era un pequeño animal que andaba suelto por la vida y devoraba todo lo que se le ponía por delante. Esa inocencia, tanto si gustaba como si ofendía a la gente, me resultó fatal. No reflexionaba nunca, actuaba.
–¿O quizá reaccionabas?
–Me lanzaba sobre todo lo que ocurría como un perro de circo adiestrado para saltar por el aro que le ponen delante. Estaba encantada de causar sensación, cuanta más mejor... Ignorando el resorte secreto que me precipitaba cada vez más hacia el fondo del precipicio. Esa inconsciencia es la historia de mi vida. Con mi primer matrimonio, y también con el segundo, me dejé llevar por un impulso. Sin reflexionar. Debería haber dicho «no», pero siempre he sido fácil de convencer. Tan fácil de convencer...
El magnetofón continúa algunos instantes en silencio y luego las palabras regresan...
–No tenía confianza en mí porque no me quería lo suficiente, aunque también era cabezota, dura y egoísta. Los años y la enfermedad me han suavizado mucho. Eddie me parecía extravagante y encantador. Pero no estábamos hechos para vivir juntos. A él le encantaban las grandes fiestas, a mí la soledad. Él adoraba Hollywood, yo me sentía en tierra extraña. Adoraba salir, yo prefería leer un libro en la cama, en mi habitación. ¡No debimos de pasar más de diez días juntos durante los primeros seis meses de matrimonio! Y eso no cambió después. Vivíamos casados, pero separados. Hacíamos todo lo que podíamos para salvar las apariencias, porque nuestro matrimonio solo se mantenía al hilo de nuestras ausencias. ¿Cómo odiar a un marido que no está nunca? Ni siquiera entonces me hacía esa pregunta, vivía a toda velocidad. Devoraba la vida y me dejaba devorar por ella. Era la actriz de moda. Me auguraban un porvenir brillante. «Las cualidades fotogénicas de Louise Brooks valen un millón de dólares. Esta chica va a llegar directa a la cumbre del mundo del cine», escribía el Variety, la biblia de la profesión. Mi fotografía ocupaba la primera página de todos los periódicos. Pero nunca los compraba. Los periodistas se peleaban por verme. En alguna ocasión llegué a recibirlos estando en la cama, les contaba cualquier cosa para dejarlos contentos y despistarlos. Se lo tragaban todo. Alimentaba ese monstruo publicitario que hacía de mí una chica que no era... En el fondo, estoy convencida de que no era nadie...
–Te parecías a la imagen que daban de ti los periódicos...
–Acabé por parecerme a lo que los otros pensaban de mí. Es terrible, esa imagen que te fabrican o, más bien, que permites que otros te fabriquen porque tú no sabes quién eres y que no solamente te encarcela, sino que te impide creer en ti... Y te preguntas: ¿seré realmente esa chica superficial que vive la noche rodeada de hombres, de pieles, de champán? ¿Seré realmente así? ¡Lo que aún me inquietaba más, puesto que había conocido a personas con las que sucedía exactamente lo contrario!
–¿A quién por ejemplo?
–A John Wayne. Rodé una película con él y puedo asegurarte que bebía muchísimo, que besaba muchísimo y que llegaba siempre al rodaje con una resaca de campeonato. ¡Y, sin embargo, acabó encarnando al vaquero ejemplar! ¡Al padre de familia tranquilo, al paradigma de buen americano! Extraño, ¿no? ¿De qué depende la imagen que te fabrican?
–De un malentendido inicial...
–Sí, tal vez... ¡Un maldito malentendido en mi caso!
Suspira y su suave voz continúa, precisa y afilada:
–Por aquel entonces, todo me daba igual. Me burlaba de todo. Recibía más de dos mil cartas de admiradores a la semana y no respondía nunca. En ese momento de la historia que te voy a contar por centésima vez, una historia muy brooksiana, como dirían los inventores de leyendas..., acababa de rodar Una chica en cada puerto, de Howard Hawks.
–¿Howard Hawks? ¿Sabes lo que decía de ti? «Contraté a Louise Brooks porque estaba muy segura de sí misma, sabía analizar muy bien las cosas y era muy femenina. Muy adelantada para su tiempo. Una rebelde, en definitiva. Y a mí me gustan las rebeldes».
–Muy halagador, aunque eso no lo supe hasta más tarde. Demasiado tarde... ¡Qué guapo era Howard Hawks! Guapo e indiferente. ¡Y tan elegante además! ¿Sabías que en esa época muchos realizadores comenzaban su carrera como actores y, cuando no había trabajo, se convertían en directores?
–No, lo ignoraba...
–Me gustó trabajar con Hawks porque me dejaba hacer. No me daba instrucciones. Solo decía: ¡adelante, paséate delante de la cámara! Y yo lo hacía. Era natural... Nunca me he servido de mi sexualidad en la pantalla. Y nunca he tenido la impresión de tener una actitud seductora. Las personas que tratan de ser sexis solo son imbéciles que engañan a otros imbéciles. Yo era natural.
–¡Eso es lo que resulta más duro!
–No lo creo así. Eso es lo que marca la diferencia entre una gran actriz y una gran personalidad. En todo caso, fue gracias a esa película por la que Pabst se fijó en mí y tuvo la idea de contratarme para su Lulú. Todo el mundo me encontraba luminosa, única, pero a mí no me importaba. Sabía que no era buena actriz, que estropeaba las películas con mi sola presencia. Había conocido a George Marshall y recorría todo el país para verme con él. Quería que me separara de Eddie a toda costa. Abandónalo, abandónalo..., repetía. Yo cada vez estaba más unida a George y acabé por pedir el divorcio. Durante ese tiempo, los de la Paramount me buscaban sin descanso para rodar una nueva película de Bill Wellman, Los mendigos de la vida. No conseguían echarme el lazo y estaban muy molestos por que no hiciera ningún caso a su interés por rodar conmigo.
–¿No querías convertirte en actriz? ¿Una verdadera actriz profesional?
–Pero ¿profesional de qué? De permanecer a la espera preguntándote: «Espejito, espejito, ¿soy yo la más bella?»... Hollywood, como sabrás, es el reino de la humillación sistemática. Las actrices deben inclinarse constantemente para dar las gracias a los generosos productores, a los maravillosos guionistas, a los fantásticos realizadores, por pensar en ellas para tal o cual papel, no discutir nunca de nada, ni de su sueldo, ni del guión, ni del vestuario, sino adular siempre y someterse, humillarse ante esos grandes hombres de talento. ¡Todo eso me daba risa! ¡Chaplin era un genio, sí! El más grande de los genios... Los otros eran buenos, o no tan buenos, fabricantes de celuloide. En los estudios de Nueva York, uno no actuaba nunca, se manejaba más bien la ironía, el sarcasmo. Yo era una experta en ese juego de burlarse. Me encontraba tan insignificante que era la primera en destacar los defectos de los demás. Incluso encontraba un perverso placer en ello. En resumen, que llegué al rodaje de Los mendigos de la vida, y rápidamente comencé a hacerme notar. Mandé a paseo al autor del libro en el que estaba basado el guión. Un tipo repulsivo, pagado de sí mismo, al que todo el mundo ponía por las nubes porque había salido del arroyo y tenía el aspecto de un auténtico mendigo. Aquello impresionaba a toda esa gente del estudio que nunca había sacado la nariz fuera de allí ni asumido el menor riesgo.
–Tenían la impresión de corromperse...
–Un día en el que estábamos posando para una foto publicitaria, ese tipo repugnante deslizó la mano bajo mi jersey. Le rechacé con tal ferocidad que perdió el equilibrio y se partió la cara delante de todo el mundo.
–¡Y tenías razón!
–¡No estoy tan segura! Otras más astutas se habrían dejado manosear sin decir nada. Poco después le pregunté a Wallace Beery, uno de los actores que participaban en la película conmigo, por qué todo el mundo le tenía por un cobarde. Ni siquiera se molestó. Me respondió amablemente que era porque se negaba a rodar las escenas peligrosas y se las dejaba a un doble. Me aconsejó que hiciera lo mismo y me puso en guardia contra el sadismo del director, que se divertía arriesgando la vida de sus actores. «A los realizadores les encanta matar a los actores», me dijo. Evidentemente, no le hice caso y estuve a punto de romperme el cuello en varias ocasiones durante ese rodaje. Wellman me hizo saltar de un tren a riesgo de partirme las piernas y, en la pantalla, ni siquiera se ve que soy yo la que hace la acrobacia. ¿No llamarías tú a eso sadismo? Así fue como observé el odio de las actrices hacia muchos directores que se servían del poder que les otorgaba su puesto detrás de la cámara para humillarlas, llevarlas hasta el límite, masacrarlas. ¿El odio de las mujeres o el odio a la influencia que esas mujeres ejercían sobre ellos? Pabst, por ejemplo, detestaba el sexo porque temía que le impidiera trabajar. Él lo transfiguraba al ponerlo en escena, transformándolo en objeto de fascinación. Y, sin embargo, ¡cómo confundí a Pabst! Ya te lo contaré en otra ocasión...
–¿Y a quién más maltrataste durante ese rodaje?
–Al actor principal, Richard Allen, aquel con el que se suponía que vivía una gran historia de amor en la pantalla. Ya había rodado con él otra película y no me había encandilado precisamente por sus dotes como intérprete. Le encontraba mediocre y no podía ocultarlo. Intentaba constantemente que le dieran coba y yo lo miraba despectiva con mis ojos negros sin alabar jamás las maravillosas cualidades que se atribuía, o que quería que le atribuyeran. Él se vengaba diciéndome que era fea, mala, que debía mi carrera a mi marido y que el día en que Eddie me abandonase acabaría en la cuneta. Mi falta de halagos le volvía loco. Nunca bebió tanto como durante aquel rodaje. ¿No te ha sucedido nunca el no poder adular a alguien que espera eso de ti? ¿Que aguarda un cumplido que te sientes incapaz de hacer?
–Sí, a menudo...
–Entonces, te odian, ¿no es cierto?
–Ganas un enemigo de por vida... Porque no solamente no le adulas sino que, además, le dejas en ridículo esperando un homenaje que nunca llega. ¡Le ofendes por partida doble!
Se echa a reír y repite: eso es, exactamente eso... ¡Dios mío! ¡Qué pretenciosos son los necios! Entonces bebe un sorbo de agua, escucho cómo su mano tantea la mesilla para dejar el vaso, y continúa:
–Bueno, yo era la reina de las ofensas dobles. En ese rodaje, también había un guionista y director de producción, un tipo llamado Benjamin Glazer, que me resultaba bastante pomposo y pretencioso. Escribía en el Vanity Fair y se creía muy importante. Traté de no decir nada, pero no debí de disimular muy bien porque también él me cogió manía. ¡Ese sacrosanto amor mío por la verdad me ha jugado muy malas pasadas! Cuando comenzó el rodaje ya había sido catalogada como incontrolable, peligrosa, antipática, difícil... Todos buscaban una cosa: ¡hacerme morder el polvo! ¿Y a que no adivinas quién les ayudó amablemente en esa campaña de demolición?
–Tú...
–¡Totalmente! Es más, fue un auténtico suicidio. ¡Completamente sola! ¡Como una persona mayor! Y entonces el especialista entró en escena. Aquel hombre, Harvey, era tan vulgar de espíritu como de apariencia. Hablaba mal, miraba mal a las mujeres, se servía de su cuerpo para impresionar a las chicas... ¡Un verdadero paleto sin la magia de un paleto! ¿Sabes cuando la simplicidad, la aspereza de alguien es tan pura, tan simple que hace que acabe pareciéndote bello? Pues ese no era su caso. Simplemente era mi doble. No me había fijado en él hasta el día en que tuvo que rodar una escena aterradora, saltó de un tren en marcha, se dejó caer rodando por un terraplén y se detuvo en el sitio exacto que le había indicado el director. Había arriesgado su vida por una acrobacia de pocos segundos en la pantalla, y salió de allí, indiferente y tranquilo, diciendo: ya lo he hecho, estará contento, pero no me pida que lo vuelva a hacer. Le miré y, súbitamente, no me preguntes por qué, me quedé fascinada. Por su sólida belleza, su tenacidad, su valentía ante el peligro..., y sentí unas ganas terribles de él en ese momento, ganas de pasar una noche con él. ¡Una noche con un bello y peligroso desconocido!
–¡Conozco muy bien esa sensación!
–¡Ah, lo sabía! ¿Te ha ocurrido a ti también?
–¡Decenas de veces! Pero a menudo cuando despiertas te sientes decepcionada. ¡Te has inventado una historia que no existe!
–Ese hombre, Harvey, no solamente poseía un cuerpo sublime, sino que tenía un carácter repugnante y enviaba a paseo a todo el mundo, incluido Bill Wellman, del que dependía para vivir... Esa tarde, cuando regresamos del rodaje, le di una cita murmurando: le espero en mi habitación a medianoche...
–¿Y apareció?
–¡Desde luego que apareció! ¡Ya puedes imaginártelo! ¡Tirarse a la protagonista femenina de la película! Al día siguiente, cuando fui a desayunar a la cantina me topé de bruces con él. Todo el mundo estaba allí... Él se aseguró, de un vistazo a su alrededor, de que le escuchaban y luego me dijo: «Dígame, señorita Brooks, ¿es cierto eso que se cuenta de su relación con el señor X? (y citó el nombre de un importante productor que yo no conocía). ¿Sabe que ese señor tiene sífilis? De modo que es muy probable que usted también la tenga... Verá usted, para ejercer mi profesión debo estar en plena forma y, después de la noche que hemos pasado, me pregunto si no tengo razones para preocuparme... Y más aún –añadió después de haber constatado una vez más que TODO EL MUNDO estaba escuchando–, más aún cuando mi novia llega esta tarde y no me gustaría contagiarla».
–¡Qué cabrón!
–Volví corriendo a mi habitación, me encerré y no quise salir hasta que no me quedó más remedio. Me sentía devastada. Y cuando lo hice, todos me miraron como si pensaran: «¡Ja, ja, qué bajo ha caído la gran Louise Brooks! ¡Nos desprecia a todos y luego se enrolla con un especialista, un vagabundo estúpido y analfabeto!». Y eso es todo, solo es una anécdota pero ilustra a la perfección la historia de mi vida. Siempre me he sentido atraída por las malas personas y he rechazado a las que me querían sinceramente...
Louise la Joven se había sacado un mechón de pelo y lo retorcía entre sus dedos, soñadora.
–Esa Louise era increíblemente libre... ¡Hablaba como una chica de hoy en día!
–Hablábamos de todo. Desde el uso del Tampax hasta una frase de Proust. Leía, veía la tele, hacía mil preguntas, se interesaba por el más mínimo detalle...
–Lo que cuenta sobre las relaciones entre hombres y mujeres no ha cambiado. Todas somos, más o menos, un poco como Louise, ¿no es cierto? Siempre atraídas por hombres malos mientras que a los amables los rechazamos.
–¿Usted también?
–No solamente yo... A mis amigas les pasa lo mismo, aunque si les preguntas jurarían lo contrario. Pero yo las observo comportarse..., y también se cumple con mi madre que, toda su vida, ha sufrido por la forma en que mi padre la trataba sin acabar de decidirse a abandonarle...
–Y, sin embargo, hay mujeres que aman a los hombres amables...
–Dicen que les aman pero, en realidad, están dispuestas a perder la cabeza por el primer tipo mezquino que se les cruce...
–El sufrimiento, la distancia o el rechazo exacerban, sin duda, el deseo... A mí me costaría mucho vivir una pasión tranquila... ¡De hecho las mismas palabras se contradicen!
–¿Estuvo Louise enamorada de Chaplin?
–Ella decía que no había estado enamorada de nadie. Ese era su credo, y lo proclamaba firmemente, orgullosa como una majorette...
–¿Y qué decía de él? ¿Cómo se conocieron? ¡Debió de ser terrible la relación entre esos dos! ¡Puedo imaginar la pareja tan increíble que debían de formar!
–Mejor vuelva mañana... Esta noche estoy cansada... No he parado de escribir desde que me trajo esta máquina. Necesito dormir. ¿Podría comprarme unas pilas para mi discman?
–¿Para escuchar al viejo Schubert una y otra vez?
–Pega bien con Louise, el viejo Schubert. Tenía un oído extremadamente fino, ¿sabe? Cuando me cantó la canción de la película Premio de belleza, no desafinó ni una sola nota. Se acordaba perfectamente de la melodía...
–¡Estaba dotada para todo! ¡La danza, el canto, la comedia, la escritura! No me extraña que Chaplin se quedara anonadado ante un prodigio semejante.
–¡Y también ella! ¡No se creía que le hubiera seducido! ¡Se despertaba por la noche para contemplarle dormir!
No hay que olvidar quién era Chaplin en esa época. En 1925 era conocido en el mundo entero y acababa de presentar en Nueva York su película La quimera del oro... El estreno tuvo lugar el 17 de agosto en el teatro Strand de Broadway, justo al lado del teatro New Amsterdam donde Louise bailaba en el espectáculo de las Follies... ¡Y entre ellos se produjo el flechazo!
Louise la Joven se retira de puntillas, murmura un hasta mañana cerrando la puerta y, una vez sola, aprovecho para entornar los ojos y encontrarme con Louise.
Escucho su voz contándome...
–¡Nos sentimos atraídos el uno hacia el otro desde la primera mirada! La química de dos cuerpos que se reconocen, se llaman... Yo me decía: no debes de ser tan insignificante si ese gran hombre pierde su tiempo contigo. No eres tan tonta. No eres tan fea. Pero nunca, jamás, estuve enamorada de él.
–¿Y cómo era Chaplin?
–¡Era un genio! ¡Y mira que han dicho cosas de él para menospreciarle! Él llegaba conquistando... Nueva York se engalanaba para él. Yo tenía dieciocho años y él treinta y seis. Acababa de interpretar un pequeño papel en mi primera película, La calle del olvido. Me dedicaba a bailar, actuar en mi comedia y salir todas las noches hasta las cuatro de la mañana, escoltada por una troupe de admiradores que se peleaba por cubrirme de lujos. Me volvía loca por los vestidos, las pieles, las medias, los zapatos, los perfumes, las flores, los bonitos apartamentos en Park Avenue. No me había gustado nada mi corta incursión en el cine y me había jurado a mí misma no volver a intentarlo, pero a los productores les había encantado. Habían declarado que yo era diferente. ¡Y tenía a dos estudios haciéndome la corte a la vez! Entonces me dije que era un medio fácil de ganar dinero y continué. Por dinero. Compré mi libertad. Nunca sentí deseos, al contrario que muchas chicas de las Follies, de encontrar un marido rico... Yo quería vivir, divertirme, bailar, gastar todo mi dinero. Quería fascinar a la gente, pero no pertenecerles. Conocer a personas inteligentes y fascinarlas. Tal vez porque estaba acomplejada y me encontraba tonta, además de fea.
–¿Porque no habías podido estudiar?
–Seguramente. En resumen, Chaplin y yo nos abrasamos con la primera mirada. Él era tan elegante, tan pulcro, tan inteligente... ¡Y tan complicado! No tenía miedo de nada. Y, además, era un amante refinado. Quería probarlo todo. Es curioso cómo el sexo no tiene nada que ver con el amor. Uno puede entenderse sexualmente de maravilla con alguien y olvidarle al día siguiente...
–¿Tú crees? Yo no soy capaz. Justo cuando me entiendo bien sexualmente con alguien no consigo olvidarlo. Es como si él hubiera encontrado una puerta secreta para penetrar en mí... y me retuviera prisionera.
–¡Eso es cuando estás enamorada! Cuando abandonas tu cuerpo, tu cabeza y tu corazón... Cuando los tres cuentan la misma historia, interpretan la misma partitura. Es algo muy peligroso... Pero ¿no te ha ocurrido nunca estar bien con alguien en la cama y olvidarlo en cuanto pones un pie en el suelo? Piénsalo bien...
–Ya lo pensaré luego, ahora continúa...
–Pasé dos meses maravillosos con Chaplin. Un día me dijo: ponte el sombrero, los guantes y unos buenos zapatos para caminar. Vamos a comprobar si soy tan famoso como pretende hacerme creer mi agente. Y allá que nos fuimos, desde la parte alta de la ciudad hasta la baja. ¡Descendiendo por la Quinta Avenida, debimos de recorrer al menos cincuenta y cinco manzanas! Charlie caminaba sin parar delante de mí, acechando la mirada de los curiosos. Solo le faltaba saludarles para ver si le reconocían. Pero nadie parecía darse cuenta. Llegamos hasta Washington Square sin que un solo admirador le parara. Estaba furioso, a mí me dolían los pies, quería coger un taxi y regresar al hotel. Pero él insistió en que continuáramos. ¡Terminarán por reconocerme! Así que seguimos caminando cogidos del brazo en sentido inverso. Por fin, por fin, un tipo le reconoció a la altura de la calle 23 y gritó: ¡eh, colegas! Venid a ver... Es Charlie Chaplin. Y, de repente, una muchedumbre se congregó a nuestro alrededor pidiendo autógrafos y tratando de tocarle. Tuvimos que saltar dentro de un taxi para escapar. Estaba contento y se reía sin parar... Decía: ¡al menos el éxito es agradable! ¡Es agradable ser querido! ¡No se hacía el remilgado! ¡Disfrutaba con todo! Salíamos todas las noches y asistíamos a todos los espectáculos. Todo le interesaba. Podía pasarse horas en un pequeño bar cochambroso de la parte baja de la ciudad escuchando tocar a un oscuro violinista. Le observaba tan minuciosamente que, más tarde, le imitó en una película. La vida real era su campo de observación. Todo le servía... Y de esa sexualidad desbordante sacaba toda su energía creadora. Por encima de todo, era un hombre magnífico. Y también generoso. Era el único director que pagaba el sueldo íntegro a sus empleados cuando no estaba rodando. Era inclasificable. Quizá por eso fue maltratado por los americanos: escapaba a las normas de Hollywood. ¡Ese fue su gran crimen! Nunca humilló a nadie, no tenía necesidad. ¡Y qué talento! Se sentaba al piano, tocaba, luego se levantaba y bailaba, se ponía a hacer pantomimas, imitaciones, aprendí a actuar observando cómo se movía. ¡Su cuerpo tenía tanta libertad!
–Y luego, ¿os separasteis?
–Él debía regresar a Hollywood para trabajar. Nos separamos como dos buenos camaradas. Nunca me reprochó no haberme enamorado de él. Eso no le molestaba. No me ofreció joyas ni pieles, me envió un cheque de dos mil quinientos dólares que ni siquiera le agradecí. ¡Ya ves lo ingrata que era! Nunca más nos volvimos a ver...
–¿Y eso te puso triste?
–En absoluto... Ya te lo he dicho, vivía como en una nube, no era consciente de nada. Todo lo que me sucedía no tenía importancia, porque yo no me daba importancia. Fue más tarde, mucho más tarde, cuando comprendí... Cuando comencé a relatar mi vida en ese libro que quemé por entero... Pero era demasiado tarde.
–¿Crees que le fascinaste?
–Oh, no lo creo. Tal vez el personaje fabricado por la prensa era fascinante, pero yo no. Debió de sentir que estaba desarmada frente a la vida..., que me dejaría engañar por cualquiera y que no me importaba demasiado. Debió de entender todo eso, pero no me dijo nada. No podía hacer nada por mí. Estaba escrito que debía destruirme sola...
–Pero hace un momento has dicho que querías fascinar a la gente.
–Creo que muchas mujeres son así. Se sienten estúpidas y quieren probar lo contrario. Una contradicción muy femenina con la que me he encontrado a menudo. Sobre todo entre las chicas guapas, las actrices, las bailarinas... Dado que a menudo actuaba como una perfecta imbécil, quería redimirme y demostrar que tenía cerebro. Una noche, lo recuerdo bien, acompañé a Herman Mankiewicz, el hermano mayor de Joseph, al estreno teatral de No, no Nanette... Él era crítico en el New York Times y tenía que escribir una reseña sobre la obra. Yo estaba muy excitada por ir a ver ese musical que tanta expectación había levantado. ¡Excitada por salir con él! ¡Era un hombre muy apuesto! Bebimos tanto antes de asistir que fue incapaz de escribir el artículo que debía entregar esa misma noche... Fui yo quien lo redactó. ¡En el periódico ni se enteraron! Ese día, me sentí orgullosa. ¡Una pequeña chica de las Follies había conseguido ponerse al nivel de uno de los mejores críticos de Nueva York! Puede que hubiera sido diferente si me hubieran mirado de forma diferente... Habría aprendido... La profesión de actor es la profesión más estúpida que conozco. No me habían engañado, y así lo reconocía. ¡Siempre fascinada por esa sacrosanta verdad!
–¿De dónde te venía ese amor por la verdad?
–De mi querida madre. Crecí en una familia en la que cuando uno decía la verdad no se le castigaba nunca.
–¡Es curioso, yo también! Mamá siempre decía: «Falta confesada, falta mil veces perdonada».
–Hay familias en las que uno recibe una bofetada cuando confiesa haber hecho alguna fechoría. Con mi madre era todo lo contrario. Un día, cuando yo era pequeña, rompí mientras jugaba una taza de porcelana de su vajilla más bonita. Fui a verla con los fragmentos de la taza en la mano. Ella estaba en el piano, practicando con Bach... Mi madre era una pianista muy buena, ¿sabes? Nunca tuvo el valor de subirse a un escenario para tocar, pero interpretaba a Debussy como nadie. Ese día, estaba en su taburete y sus dedos revoloteaban sobre el teclado... Cuando llegué a confesar mi falta apenas me escuchó, ni siquiera volvió la cabeza y solo dijo: está muy bien, cariño, pero ya sabes que no se me debe interrumpir cuando estoy al piano. ¡No le importó nada su bonita taza! Como tampoco creo que le importaran mucho sus hijos, pero me trasmitió el gusto por la belleza y la verdad. Virginia Wolf decía: «La verdad vuelve estable y permanente todo lo que toca», y Lou Salomé: «Cada vez que una cosa es, representa el peso de la existencia en sí misma, como si esa cosa lo fuera todo». Dos grandes mujeres que han sabido hacer algo útil con sus vidas...
–Ese amor a la verdad, ¿te ha jugado malas pasadas?
–Por supuesto. ¡Durante mucho tiempo pensé que todas las personas eran como mi madre! Un día, en Nueva York, durante mis años negros, me encontraba sin dinero y, aun así, me subí a un taxi y le di mi dirección al conductor añadiendo que no tenía ni un centavo con que pagarle, que era libre de rechazarme, pero que estaba tan cansada que, si no me llevaba, me quedaría sentada en la acera y me dormiría allí mismo.
–¿Y qué pasó?
–¡Me llevó a mi casa! Ya ves, a veces la verdad funciona. Y cuando lo hace es como un pacto sellado con el otro, una especie de magia que se cuela en tu vida... No obstante, debo reconocer que funciona pocas veces y que, generalmente, me ha perjudicado. ¡Somos tan pocos los que jugamos a ser francos! Nos reconocemos de lejos entre nosotros... Creo que fue mi brusca sinceridad la que fascinó a George Marshall cuando me conoció.
–Háblame de él...
–En otra ocasión... Ve a hacerme una limonada, tengo la voz cascada, la garganta seca. ¿No es la hora de Marje? ¡Se está retrasando!
–Voy a hacerte el sándwich... Seguramente sabe que estoy aquí y ya no bajará.
La voz de Louise se calla y la cinta se para.
Me acuerdo muy bien de esa conversación con Louise. No había puesto ningún número en la cinta, pero nos debíamos de conocer lo bastante como para que ella me hablara así.
También recuerdo que después me pidió que la ayudara a darse un baño.
La cogí en brazos y la llevé hasta el cuarto de baño, tan austero como el resto del apartamento. Nada en donde posar la mirada. Ni un frasco con sales de baño, ni jabón perfumado, ni crema hidratante. Solamente un cepillo para el pelo y un peine apoyados en el borde del lavabo y, en un vaso, un cepillo de dientes y un tubo de pasta. Contemplé su frágil cuerpo, tan blanco, sus delgadas piernas con piel de lagarto. Me había dicho: no es bonito envejecer... No es bonito, ¿verdad? ¿Por qué tenemos que volvernos tan decrépitos?
Le recogí sus largos cabellos para que no se mojaran y se los até. La sumergí en el agua caliente del baño, le tendí un guante lleno de jabón y me quedé allí, a su lado, manteniéndole la cabeza fuera del agua mientras se lavaba y comentaba lo agradable que era sentir el agua caliente en su piel, el guante en su piel...
–¿Podrías cortarme las uñas de los pies? Yo no puedo hacerlo sola.
La llevé de vuelta a su cama y comencé a cortarlas. Eran duras y amarillas. Esto no son uñas, farfullaba, son zarpas. Le hice un masaje con la crema de ocho horas de Elisabeth Arden de la que siempre llevaba un tubo en el bolso.
–¿Sabes que se puede saber cómo son las personas estudiando sus pies?
–¿En serio?
Su mirada se volvió perspicaz, como cada vez que yo me disponía a contarle una historia. Inmovilizando el tiempo, reteniéndolo entre las garras de sus ojos negros.
–Mi abuela, la bohemia... Ella fue quien me enseñó a leer los pies... El pie izquierdo es la sensibilidad, el derecho la razón. Cada dedo del pie representa un estado de ánimo o del corazón. Por ejemplo, tú tienes los dos dedos meñiques demasiado encogidos... Eso quiere decir que tienes miedo de atarte, que no te sientes nada segura en la vida.
–Es bastante cierto...
–No tienes ninguna ambición, se ve en tu segundo dedo, demasiado corto..., pero sí una gran creatividad... ahí, en el tercero, demasiado largo...
–¿Y murió joven tu abuela?
–No. Muy mayor. Era muy sabia...
–¿Y le gustaban los hombres, le gustaba el amor?
–¡Nunca me atreví a preguntárselo!
–Pues a mí es la pregunta que me apetece hacer a todo el mundo... Las personas a las que les gusta hacer el amor no son nunca, nunca, malas.
Louise nunca me hizo ninguna confidencia concreta sobre su vida sexual. Tan solo anécdotas que se le escapaban a su pesar. Pero le encantaba hablar de la vida sexual de los demás. Toda su vida había estado dirigida por el sexo. Y, más tarde, por las ganas de escribir. El sexo y la escritura...
Y, no obstante, a pesar de sus setenta y seis años, de estar descarnada y pálida, Louise resultaba seductora. La fuerza de la verdad que brotaba de ella, esa diosa a la que había servido toda su vida, la hacía grande, bella y deseable.
A menudo me sorprendía tomándola entre mis brazos para acunarla. Le gustaba que la cogiera en brazos para llevarla del dormitorio al cuarto de baño. Le gustaba que le cortara las uñas de los pies. Que le lavara el pelo.
Pero no quería que la acunara.
Continuaba mordiendo a todos aquellos que se le acercaban demasiado.
La última vez que la vi, sabiendo ya que regresaba a Francia, me habló dejándose llevar y sin perderse en largas digresiones.
Ese día comprendí muchas cosas.
Era, sin embargo, algo muy propio de Louise. Abrirse así justo cuando me marchaba, sabiendo que tardaría mucho tiempo en regresar. Que pasaría mucho tiempo antes de que volviera a sentarme a los pies de su cama y continuara haciéndole más y más preguntas.
Regresaba a Francia para afrontar la enfermedad de mi padre, que se moría en el hospital, la ruptura con Simon, el cara a cara conmigo misma que debía aprender a vivir sin esos dos hombres que me habían dado forma, el uno en el desorden de su amor caótico y violento, el otro con infinito amor, paciencia y generosidad.
Iba a perderlos a los dos.
Primero a Simon y luego a mi padre...
Y también a Louise. Murió tres semanas después de mi padre.
¿Por qué se dice la pena, el dolor, la tristeza cuando no es un único estado? Debería decirse las penas, los dolores, las tristezas..., pues el sufrimiento inicial se descompone en miles de secuencias tan dolorosas como la conmoción del primer momento, y que lo perpetúan, lo acrecientan.
Ese año padecí muchos dolores.
Muchas penas, muchas tristezas.
Aquello no acababa nunca.
Enero, febrero, marzo, abril... Nada más que dolores.
Mayo, junio, julio, agosto, aún seguían los dolores.
Septiembre, octubre, noviembre, diciembre, y los dolores continuaban.
Cuando comprendí que Simon iba a escaparse, que mi padre se deslizaba hacia la muerte, me sentí en un primer momento asfixiada, como anestesiada ante ese sufrimiento insoportable.
Contemplaba a Simon, contemplaba a mi padre y me decía: esto no puede estar pasando. Voy a despertarme y descubriré que solo es una pesadilla... Simon me estrechará contra él y me dirá: no es nada, has tenido un mal sueño, y papá se incorporará en su cama de hospital diciendo: te he engañado, ¿eh?
Ya nada tenía sentido, ni color, ni relieve, ni sabor. Extendía las manos para tocar mi malestar, para palparlo, para darle forma, puede que incluso para domesticarlo..., pero la punta de mis dedos no sentía nada, no atrapaba nada.
Estaba aniquilada. Los ojos reventados, los tímpanos reventados, la boca reventada, el sexo reventado. Continuaba avanzando como un buen soldado que ha aprendido a marchar erguido, pero mi cuerpo no era más que un revestimiento que ocultaba una ausencia aterradora, la ausencia de mí misma. Estaba en otro sitio, estaba en ninguna parte, daba vueltas una y otra vez, repitiéndome: no es posible, no es posible, esto no es verdad.
Estaba ausente de mi propia vida.
Esos dos hombres, al retirarse ambos al mismo tiempo, me habían vaciado de mí misma. Se habían marchado llevándose los muebles. Escuchaba. Escuchaba a la gente que comentaba: ¿sabe usted que la han dejado? ¡Sí, sí, él se ha marchado, se ha ido con Magnífica, sííí! Increíble, ¿no? ¡Está totalmente sola! ¡Le está bien empleado! ¡Después de todo es culpa suya!
Y me preguntaba de quién estarían hablando.
Escuchaba al médico que certificaba: «Su padre está muy grave, no vivirá más de tres meses», le miraba, leía las palabras en sus labios, pero no entendía. Ya solo sabía contar hasta tres.
Observaba. Observaba a Simon y a Magnífica en los periódicos. Observaba las miradas falsamente piadosas a mi paso. Observaba mi nuevo apartamento vacío, sin Simon, sin sus discos, sin su nombre en el timbre junto al mío.
Miraba a mi padre tan pálido, tan delgado, escupiendo, ahogándose.
Pero no veía nada.
Avanzaba sonriendo, ciega y sorda. Tenía fuerza para avanzar, pero no para pensar. Mi cerebro había abandonado mi cuerpo.
Sentía. Sentía el olor del pasillo del hospital, ese olor a éter, a productos de limpieza y a antisépticos.
Pero no sentía nada.
Bajaba la escalera, compraba el periódico, cigarrillos, un paquete de café. Volvía a subir, abría la puerta del apartamento. Ya no tenía periódico, no tenía café, ni cigarrillos. Buscaba a Simon, gritaba su nombre por el apartamento. Simon... Simon... Y sentía como un rayo la evidencia: estás sola, Simon se ha ido. Simon quiere a otra mujer. Frases muy cortas, como las de un acta policial. Un acta para obligarme a admitir lo evidente.
Una pequeña voz interior me decía que debía comer, debía dormir, debía lavarme, debía comprobar el semáforo antes de cruzar, debía sonreír y no inspirar compasión, si no estarás en peligro... Una pequeña voz que daba órdenes, y me recordaba mi infancia.
La oía desde muy lejos... Y la obedecía. Me indicaba el camino a seguir para los actos de la vida cotidiana.
Cuando eso se volvía complicado, la voz se callaba. Y volvía a quedarme ciega, abandonada, muda y sorda. Pero siempre sonriente. Nadie debía saberlo.
Haced conmigo lo que queráis...
Un día, un coche frenó en seco delante de mí. Un hombre se bajó y me insultó. Le miré, ¿qué estaba diciendo? ¿Por qué estaba tan enfadado? Un hombre recio, fortachón, grotesco. Me cogió del brazo, me hizo cruzar y, tras sentarme en una silla en la terraza de un café, me preguntó: ¿se encuentra bien? Entonces me ordenó: espéreme aquí... Se marchó a aparcar, volvió, y me dijo: soy médico, ¿tiene algún problema? Yo sacudí la cabeza y sonreí. Y luego..., es usted muy bonita, mañana me marcho a Marrakech, ¿quiere venir conmigo? Contesté que sí... Él dijo: pasaré a buscarla mañana, delante de su casa, a las nueve. Al día siguiente, a las nueve, me monté en su coche, me senté en el vehículo, me senté en el avión, me senté en la habitación del hotel, sentada en la cama del hotel, sentada sobre sus rodillas...
Era como si no estuviera allí.
Al cabo de veinticuatro horas, me mandó de vuelta a París tachándome de estúpida. No me di cuenta de que eras tan débil, tan vacía, tan pasiva, ¡al menos podías disimular! Y yo, como un idiota, te traigo, te pago el billete, te alojo en un palacio. ¡Qué habré hecho yo para merecer semejante estúpida!
Pero ¡qué gilipollas! Ni siquiera recuerdo lo que hicimos juntos. Escuché cómo me insultaba. ¿Quién es ese hombre? ¿Cómo se llama? ¿Qué estoy haciendo aquí frente a él? ¿Por qué está tan furioso? Tiene un resto de ensalada en la barbilla, eso no es agradable..., una hebra verde que serpentea y tiembla cuando grita... Tiene, tiene usted un poco de ensalada, ahí..., no, ahí, más abajo..., así, ya está...
Y regresé. Me senté en el avión, me senté en el taxi, me senté en el borde de mi cama.
Llamé a Simon. Le conté todo. Siempre le contaba todo y él me consolaba, me aconsejaba, me decía: no es importante, ya se pasará... Fui a verle. Me miró con infinita ternura. Me dijo: quédate si quieres, olvidaré a Magnífica, me llevará algún tiempo, pero puedo olvidarla. No quiero verte en ese estado.
Entonces me dije: esa mujer debe de existir puesto que habla de ella, puesto que puede cuantificar el tiempo que le costará separarse de ella... No es un sueño, es la realidad.
Le contemplé asombrada. Entonces, ¿es de verdad?
Sí, es verdad, dijo, pero también es verdad que no quiero perderte...
Me miraba tan serio, tan aplicado, que le reconocí: es él, es él «de verdad».
Me dijo: cada vez que te has marchado te he esperado. Creí que tú también podrías esperarme, si también yo me adentraba en la selva, ¿comprendes?
Sacudí la cabeza, suspendida ante esas palabras que devolvían el color a la vida. Por fin comprendía. Lo que decía tenía sentido. Escuchaba sus palabras y las asimilaba poco a poco en mi cabeza. Aquello me llevó su tiempo, debía de parecer un poco retrasada, pero por fin comprendía.
Él me hablaba muy suavemente, con paciencia y ternura. Me cogía la mano, repetía: habrá que darme un poco de tiempo, pero no importa, no quiero perderte...
Yo miraba el apartamento a nuestro alrededor, el apartamento en el que habíamos vivido durante ocho años. Reconocía el pequeño estrado en el que se encontraba el piano Gaveau negro de cuando era pequeña, los carteles art déco de la pared, el sofá negro y blanco comprado en Habitat, la enorme televisión, el distribuidor de bolas de chicle, la lata de Coca-Cola que hacía de aparato de radio, los discos alineados a lo largo de las paredes...
Y todo eso me decía que era de verdad.
Y su mirada tan buena...
Y todo el amor que me había dado durante ocho años sin tener nunca en cuenta lo que yo no le daba a cambio. El amor que yo había maltratado porque solamente sabía decir no: no al matrimonio, no a los hijos, no a la fidelidad, no, no, no.
Fue como si regresara a mi cuerpo.
Entonces le dije que no era justo. Tú también tienes derecho a adentrarte en la selva y además te apetece, ¿no es así? Puedo ver que te apetece... Así que me marcharé. No creo que a ella, a Magnífica, le guste compartir. Querrá conservarte para ella sola... Sí, lo mejor será que me vaya. Así es mejor...
Y, suavemente, volví a poner un pie en la realidad. El primer golpe había pasado. Ahora había que encajar los demás.
¿A quién enseñaría los folios que iba a escribir?
¿A quién leería la frase que me había encantado encontrar casualmente en un libro?
¿A quién le contaría todo lo que decía el tendero cascarrabias?
¿Con quién escucharía el próximo disco de Gainsbourg?
¿Con quién compraría los paquetes de caramelos para devorarlos bajo el calor de las sábanas diciendo groserías?
¿Con quién tiraría de los hilos de la cometa?
Y me incorporaba, temblorosa, sobre la cama...
Temblorosa y aterrorizada. Sola. Sin Simon.
Aún me quedaba mi padre en su lecho de hospital. Mi padre que me decía: hija mía..., mi niña preciosa..., vas a conseguirlo. No te preocupes, vas a recuperar todas tus fuerzas... Ahora lo ves todo negro, es normal, pero ya verás...
¿Tú crees, papá? ¿Tú crees? ¿Me lo prometes? ¿Me lo juras por lo que más quieres en el mundo?
Él se reía con su gran sonrisa que iluminaba la habitación de sol y repetía: estoy seguro, estoy totalmente seguro. Has sobrevivido a todo. Lo sé, soy tu padre. Un padre un poco inconstante, es cierto, pero sin embargo he tenido tiempo para observarte... ¿Hacemos una apuesta? ¡Diez botellas de champán!
Y le palmeaba su gran mano de enfermo.
Me llenaba con la luz del amor que brotaba de sus ojos y formaba guirnaldas en su habitación del hospital.
Y cuando él también se marchó... Entonces conocí el camino del sufrimiento. Las estaciones del vía crucis. Primero la conmoción y después todas las pequeñas cruces que me caían encima como sables. Llevaba muerto dos meses, y seguía llamando a su casa para gritar: socorro, no lo consigo. ¿Por qué no responde? A esta hora debería estar en casa... ¿Tal vez no me oiga? ¿Estará dormido como un tronco? Y dejaba que el teléfono sonara hasta que me acordaba y colgaba. Entonces volvía a la realidad, tu padre ha muerto, hija mía... ¡Muerto, muerto! Muerto y enterrado en el pequeño cementerio al pie de las montañas de su infancia.
Y eso aún dolía más.
Uno no se acostumbra a esos miles de dolores solapados.
El largo parto del dolor, de la pena que tarda en extinguirse y que se difumina muy lentamente con la condición de dejarle su tiempo para rebotar y rebotar, cada vez más bajo, cada vez con menos fuerza. Y luego, un día, rebota tan bajo que la atrapas con la mano, la contemplas, la acaricias, la haces tuya. La metes en el bolsillo con una sonrisa de complicidad, con esa hermosa fuerza que ha hecho nacer al rebotar tan alto y durante tanto tiempo. ¡Y qué largo se hace!
Necesité mucho tiempo para no escribir más el nombre de Simon en el timbre de la puerta...
Tiempo para no seguir oyendo la risa llena de dientes de mi padre...
¿La primera persona a la que llamé después de escribir la primera frase de mi cuarta novela, el primer escrito sin él?
Simon...
¿La primera palabra que murmuré después de haber chocado contra un árbol y caído a toda velocidad por un barranco?
Papá...
Papá, Simon, papá, Simon. Solté mis brazos de sus fuertes troncos y me aventuré completamente sola en otras aventuras. Pero cuando vuelvo la vista atrás, es a ellos a quienes veo en la lejanía, a ellos que me dan ánimos. Ellos a los que llamo en voz baja. Simon, papá, Simon, papá.
Ellos me enseñaron a vivir con el dolor...
El dolor de perder a un ser que llevamos grabado en nosotros.
Ya había conocido otros dolores con anterioridad. Dolores más crueles, sin duda, pero que no me sorprendían puesto que había nacido con ellos. Pero el dolor de la pérdida de esos dos hombres fue, sin duda, la peor de las pruebas.
Así que cuando tú también falleciste, Lou-iii-se...
Al principio no lo sentí demasiado. Una dolorosa curiosidad... ¿También ella se ha ido? Ya no me quedaban fuerzas para llorarla.
Sin embargo volvió a mí de puntillas. Dulce y ligera, gritando a los otros dos: hacedme sitio, para que pueda llorarme un poco, a mí también...
No lloré por Louise, pero la recuerdo hasta en el más mínimo detalle. Se ha convertido en una suave musiquilla que me acompaña a todas partes, que acompasa mis pasos y baila en mi corazón. Mi compañera que está en el cielo... Entra y sale de mi vida como una amiga que habitara en el mismo rellano.
Contemplo el despertador de piel rosa apoyado en la cama, junto al teléfono.
Son las siete de la tarde y no ha llamado.
¿Por qué sigo esperándole? ¿Qué es lo que espero? ¿Más dolor o una promesa de felicidad?
¿Acaso estoy enamorada de Mathias? ¿Acaso le quiero?
Ya no lo sé.
¿Qué habría sucedido si Mathias hubiese dicho: te quiero, deseo vivir contigo, tener un hijo contigo, construir una casa para ti?
Igual que hizo en otro tiempo Simon...
No lo sé. No sé si soy capaz de decir «sí».
¡Yo sí lo sé!, proclama la vocecita imperiosa, esa que no calla nunca. ¡Te habrías marchado! Habrías pensado: menudo imbécil. ¡Qué imbécil es por quererme!
No me gusta pensar eso. Prefiero pensar, por el contrario, que soy capaz de amar, que puedo vivir una bonita historia de amor.
¡Me gustaría tanto vivir una bonita historia de amor!
Salto de la cama y echo un último vistazo al teléfono que no ha sonado, y que no va a sonar.
Saldré a enseñarle un poco de francés al vendedor de periódicos.
A encontrarme con Candy, y a mantener una charla sobre el amor con ella.
Llamaré a Joan o a Bonnie...
Iré al cine. O a cenar a un japonés. A ese restaurante que me gusta entre la Quinta Avenida y la calle 55. Pediré erizos de mar y lomo de atún, una sopa de miso y verduras salteadas. Me instalaré en la barra con mi ejemplar de Guerra y paz y pasaré las páginas con la ayuda de los palillos de madera. O iré a dar una vuelta por los pasillos de Saks o de Bloomingdales. Cierran a las diez de la noche, horario nocturno. O a comprar una pizza gigante para Virgile y para mí en Ray Barri Pizza. O a beber un zumo de zanahoria a la vuelta de la esquina en el Juice Bar. A comprarme un par de Converse en Lexington. Cuestan dos veces menos que en París.
Y, como por arte de magia, oigo la llave en la puerta de entrada y aparece Virgile.
Me observa con aire inquieto. Tiene la mirada baja e inquisitiva como si intentara recoger las migas de mi humor para analizarlas antes de entablar conversación. La puerta de entrada se ha quedado abierta y puedo oír a Walter que ríe y habla alzando la voz con la señora del piso quince que es un poco dura de oído. Todas las tardes de verano ella sale a pasear de cinco a seis de la tarde. Una vuelta a la manzana. Todos los días el mismo trayecto, las mismas paradas ante las mismas tiendas, las mismas bromas intercambiadas con Walter. «¡Vaya, Walter, usted siempre tan apuesto! Mientras usted siga dando saltos, yo también. ¡Es usted mi amuleto!». Luego sube a su casa para ver las noticias por televisión. Walter se cambia el uniforme por la ropa de calle y regresa a casa.
–¿Va todo bien, amor mío?
Y como no contesto, Virgile se pasa varias veces la mano por sus largos mechones y añade:
–Hay un ciclo de Truffaut en la parte baja de la ciudad. En el Film Forum. ¿Quieres ir? Me gustaría mucho ir contigo, amor de mi vida...
–Sí... ¿Por qué no?
–No sé qué película dan. ¿Vamos a ciegas?
–Sí pero... ¿y si llama?
–No llamará.
–¿Cómo lo sabes?
–Me he pasado por el Café Cosmic. Estaban cerrando y la carta aún seguía allí..., entre el mostrador y la caja.
–¡Ah!
Y no digo nada más... pero ese ah vibra y se prolonga como un extraño eco. Un eco que suena falso.
Una nota falsa que escucho pero no identifico.
¿Por qué habrá ido Virgile a pasear por allí?