El día transcurrió lenta, muy lentamente.

Mathias llamó antes de coger el avión para Washington. Vuelvo esta noche, dijo, aterrizo en La Guardia y luego tengo que pasar por la oficina para firmar los últimos documentos. No podremos vernos antes de tu partida, pero recuerda esto: te amo, quiero vivir contigo y, ahora puedo decirlo, es la primera vez que me sucede. ¡La primera vez! ¡No dudes de mí nunca más! ¡Nunca más! Repítelo...

Me estremecí al escuchar el tono imperativo de su voz y repetí dócilmente:

–Te amo y no dudaré más de ti...

–Eso está bien –repuso.

Pude escuchar la megafonía del aeropuerto y una voz que llamaba a los pasajeros del vuelo para Washington. Estrujé con fuerza el cable del teléfono entre mis dedos y dije: te quiero, te quiero... Me respondió el pitido de la línea, lo que significaba que ya había colgado. Abrí la ventana de la cocina para intentar descubrir su avión que debía pasar justo por encima de mí y le envié un beso.

Ordené todas las cajas. Tiré todo. No conservé más que las cartas de Simon, las entradas del Circo Barnum y el pequeño magnetófono con la voz de Louise. Pulsé el botón para escucharla una vez más. Nunca he amado, nunca, nunca he amado a un hombre, decía la voz cascada y precisa de Louise. No creo en todas esas pamplinas de enamorados que se cogen la mano y se miran a los ojos, el amor es una guerra constante... ¿Sabes qué?, le había dicho yo, voy a conseguirlo, muy lentamente, pero voy a conseguirlo... Aprenderé a vivir en paz.

Sentí ganas de contárselo. Eran las dos y media, la hora en que solía llamarla cuando vivía en Nueva York y ella en Rochester. Todos los días buscaba alguna cabina en la esquina de una calle, una que no fuera demasiado ruidosa para poder hablar. Tenía mi provisión de monedas de veinticinco centavos en una mano, que me ensuciaban la palma y los dedos. Deslizaba las monedas una a una. Ella descolgaba casi de inmediato. Se enfurecía cuando el ruido de los coches cubría mi voz. No te oigo bien, busca otro teléfono o llámame desde tu casa. A veces, si no estaba demasiado lejos, volvía a casa, otras vagaba en busca de un teléfono más resguardado...

Le habría contado...

Ayer por la noche Mathias y yo hicimos el amor tan dulcemente... Ella habría mostrado esa extraña sonrisa, su media sonrisa burlona. Me habría llamado niña tonta. El amor te vuelve idiota. Yo siempre he encontrado a los enamorados unos completos cretinos... ¡Pero también tú has sido una cretina, Louise! ¡Ahora lo sé! He leído en tu biografía[20] las cartas que le mandaste a James Card. Retrocediste a la infancia igual que todos los enamorados del mundo. ¿Cómo? ¿Las han publicado sin mi autorización? ¡Estabas muerta, Louise! Ah, bueno...

Y tú me habrías hablado de la última emisión de la televisión que te había enfurecido. De esos programas en los que la gente vacía sus entrañas en directo, cubriéndose de insultos..., para después firmar unos contratos fabulosos, ¿lo sabías? Se convierten en estrellas, venden mayonesa, cereales, hacen presentaciones en los supermercados y firman autógrafos.

Tiré todos los papeles. Tiré los bolígrafos con la punta seca, las barras de labios que olían a rancio, las polveras viejas, las sombras de ojos pasadas, los frascos de vitaminas caducadas, las muestras de cremas de belleza, de champú, las horquillas, las gomas, los viejos cuadernos llenos de notas, las bolsitas de infusiones, de té. Tiré también las cartas de amor de hombres a los que no había amado.

Llevé las bolsas y las cajas vacías al cuarto de las basuras.

La anciana señora me gritó: «Buen domingo» y le contesté: «¡Para usted también!». Estábamos a jueves. Salí a beber un gran zumo de zanahoria al Juice Bar de la esquina. Me compré un sándwich de pan negro, brotes de alfalfa, soja, lechuga, rodajas de tomate, pepino, atún y mayonesa ligera. Di la vuelta a la manzana, guiñando los ojos al sol, contemplando los escaparates de Bloomingdales. Leí los grandes titulares del New York Post colgados en los laterales del quiosco de periódicos, compré un par de Converse negras en Lexington y después volví al apartamento.

Era la hora del paseo de la anciana del piso quince. Salió del ascensor, inclinada sobre su bastón de tres patas, justo cuando yo entraba en el vestíbulo del edificio dando un enorme mordisco a mi sándwich. Que aproveche, dijo, no tendrá siempre esos dientes. Me reí con la boca llena, y añadió: ni tampoco sus piernas, ni su cabeza. El corazón es lo único que no envejece pero nadie lo quiere. Walter protestó y ella le miró, maliciosa. ¡Ni siquiera usted, Walter, ni siquiera usted! Me coge usted del brazo galantemente, pero no se ha dado cuenta de que hoy me he puesto un bonito vestido. Nunca me hace un cumplido. Ya en el apartamento, encendí el televisor. Me sentía demasiado febril para leer un libro. Mi atención volaba todo el tiempo. Tenía que levantarme, enderezar el pliegue de una cortina, cerrar la puerta de un armario, hacerme un café, levantar el teléfono, colgarlo. Tenía que volver atrás en cada página para entender lo que estaba leyendo. Escuchaba a lo lejos la risa alegre de Walter en la entrada e imaginaba su rostro, sus gafas, su gorra. Escuchaba las idas y venidas de los inquilinos del edificio. Presentía un peligro. No sabía cuál, pero presentía un peligro... ¿Virgile y los paquistaníes? ¿Virgile tratando de comprar droga? ¿Un arma para suicidarse? ¿O Virgile lanzándose a la vía del metro?

Encendí el televisor. Ese día Oprah Winfrey se interesaba por la obesidad infantil. Estaba rodeada de niños tan gordos que no podían desplazarse solos por el plató y habían tenido que alzarlos al principio del programa sobre un estrado. Estaba contando los esfuerzos que habían tenido que hacer para instalarlos uno a uno, y señalaba con el dedo a los forzudos que los habían transportado. Los niños yacían, como elefantes derrumbados, las piernas en ángulo, los ojos apenas sobresaliendo de los pliegues de grasa, mientras sus madres contaban sus desgracias a la presentadora. Una de ellas decía estar orgullosa de la gordura de su hija: es guapa, mi hija es guapa. Y amenazaba con el puño a quienquiera que se atreviera a proclamar lo contrario. Otra se había puesto a comer para volverse igual de obesa que su hija de diez años. Eso no está bien, decía una psicóloga tan delgada que parecía cóncava, hay que poner límites a los niños, los padres están ahí para fijar esos límites... La madre y la hija escuchaban, plácidas, fofas, los ojos como dos puntos negros temblando en la gelatina de su rostro. Seguían las palabras de los labios de la psicóloga con la aplicación de los niños que aprenden a leer y se concentran.

En otra cadena una pareja se peleaba por encima de un querubín de dieciocho meses con la boca babosa. ¡Te he mentido, tú no eres el padre!, gritaba la mujer al pelirrojo hirsuto y desaliñado, ¡él es el verdadero padre! Y señalaba a un hombre enclenque postrado en una silla a su lado. ¡Es mi hijo, es mío!, vociferaba el pelirrojo lanzándose sobre ella. Dos enormes grandullones le agarraron y lo tiraron al suelo. El bebé hacía pompas con su saliva, jugando con sus pies. Una pausa para la publicidad, anunció un presentador con chaqueta de cuadros y haremos entrar a un ujier que nos dirá, gracias a un test de ADN, quién es el padre legítimo del niño. ¡Quédense con nosotros! Tenías razón, Louise, tenías razón... ¡Seguramente firmarán autógrafos al terminar la emisión!

Al final de la tarde, Mathias llamó desde Washington. Estaba en el aeropuerto y se disponía a regresar a Nueva York. Todo ha ido muy bien. Soy el hombre más feliz del mundo, me dijo. No le conté nada de Virgile. A él no le gustaba hablar por teléfono, como ya sabía. Colgué diciéndole: te llamaré mañana desde París y te daré la fecha exacta de mi vuelta. Contestó: muy bien, así podré ir a recogerte.

Por la noche cogí un taxi para el aeropuerto.

Contemplaba las torres de Manhattan desaparecer por el cristal trasero. Pensaba que había un gran agujero en el lugar de las Torres Gemelas y que aunque construyeran otro rascacielos aún más alto, aún más bonito, siempre faltaría algo en el paisaje. Desde que se desplomaron, me perdía con frecuencia por Manhattan, ya no sabía dónde estaba el norte y el sur, el este y el oeste.

Llegué pronto al aeropuerto. Facturé mi gran bolsa negra a la que había anudado un pañuelo de gasa rojo que había encontrado en una de las cajas. Un pañuelo rojo que Simon me había regalado como amuleto. Esperé en el aeropuerto. Tratando de atisbar la cazadora marrón de Virgile. ¿Y si no aparecía? ¿Y si había cometido una estupidez? ¿Y si no volvía a verlo?

Las palabras de la abuela de Virgile resonaban como un eco en mi cabeza. Virgile, la Eneida, «Reprime ya tu odio», él interpretaba todos los papeles, mataba, moría, podía ser tan violento... Se había arañado hasta hacerse una herida. Se había mutilado delante de mí, cegado por la cólera.

«La vida se escapa en un suspiro y su alma huye indignada a la mansión de las sombras».

¿Se atrevería a volver su espada contra él? ¿Morir en Nueva York? Era perfectamente capaz de encontrar eso muy romántico...

Una voz anunció el embarque para el vuelo de París. Avanzaba por la fila de pasajeros con el cuello retorcido hacia atrás intentando distinguir a Virgile.

Fui la última en subir al avión.

El asiento a mi lado permaneció vacío.

La voz del capitán anunció que el despegue estaba previsto para dentro de diez minutos, cinco aviones esperaban delante del nuestro. Contemplé por la ventanilla las luces del aeropuerto alejarse, borrosas, en la distancia.

Me abroché el cinturón. El miedo no me abandonaba, tenía las manos y la frente húmedas y frías.

Hacía dos horas que habíamos despegado cuando, en un chirrido de mal augurio, el comandante informó de que un problema técnico nos obligaba a aterrizar en Terranova. Pidió que nos abrocháramos los cinturones y nos pusiéramos en posición fetal, la cabeza entre las piernas, los hombros plegados.

Los pasajeros se miraban entre sí, desconcertados. Las azafatas ocuparon los asientos reservados para la tripulación y el silencio reinó en el avión. Esta debe de ser, me dije, la razón de mi angustia. Voy a morir y no volveré a ver a Mathias.

Contemplé mis pies. Ya no bailaban. Había guardado mis pequeños mules en la gran bolsa negra. Levanté la cabeza un segundo y advertí que todos los pasajeros estaban enroscados en sí mismos. Algunos gemían, otros lloraban silenciosamente, sin moverse, otros todavía giraban la cabeza hacia las ventanillas intentando calcular la distancia que nos separaba del suelo. La voz del comandante nos había advertido que iba a efectuar un aterrizaje de alto riesgo, volviéndonos a ordenar que no nos moviéramos de nuestro asiento y que permaneciéramos atados, enroscados en nosotros mismos. Se oyeron algunos gritos clamando a Dios... Mamá... Un hombre gritó: ¡Pierrette!

Y el avión se posó cabeceando bruscamente, con un ruido atronador de neumáticos aullando. Fuimos proyectados hacia delante, hacia atrás, hacia un lado, los compartimentos con el equipaje de mano se abrieron, cayeron abrigos, bolsas, ordenadores, los pasajeros se protegían la cabeza, soltando pequeños gritos. Un fuerte olor a goma quemada invadió el aparato y tuvimos que taparnos la nariz entre toses.

Y luego nada...

Un silencio aterrador reinaba en la cabina. Todos se preguntaban si estaban vivos o muertos. Se tocaban los brazos, la cabeza, no se atrevían a hablar. Nos fuimos incorporando y empezamos a mirar por las ventanillas... Distinguimos a lo lejos hangares, camiones, pequeños aviones de turismo. Un pasajero inició un aplauso, seguido por todos los demás.

Las azafatas nos pidieron que lleváramos con nosotros las almohadas y mantas puestas a nuestra disposición. No tenían idea de cuánto tiempo duraría la escala técnica. Un autobús apareció para recogernos y nos condujo, a través de la noche, hasta un largo edificio blanco, en el interior del cual había una cafetería que, a esa hora, estaba cerrada. Los aseos fueron tomados al asalto. Las azafatas se esforzaban por sonreír, mordiéndose los labios, mientras el comandante daba instrucciones técnicas a un grupo de hombres que le escuchaban con deferencia.

No había más que cuatro cabinas telefónicas y la fila de espera era ya larga. Me puse a la cola y esperé. La gente protestaba pidiendo que no alargaran demasiado las conversaciones para poder reducir el tiempo de espera del resto de los pasajeros que también querían llamar a sus casas.

Fuera, la noche era oscura y no se distinguía nada.

Cuando, por fin, conseguí llegar al teléfono, llamé a Mathias a Nueva York. Nadie contestó. Miré la hora en la esfera de mi reloj: las tres de la mañana... Llamé entonces a casa de Bonnie con la esperanza de encontrar allí a Virgile y hablé con el contestador.

Una hora más tarde, el comandante anunció que la avería era grave. Estábamos obligados a pasar la noche en Terranova y esperar a la mañana siguiente para que los técnicos pudieran reparar el aparato. Me tendí sobre un banco con mi manta y mi almohada y me dormí, sin escuchar las protestas de los demás pasajeros.

Al día siguiente repartieron cepillos de dientes, dentífrico, jabón, toallitas refrescantes... y tuvimos que hacer cola para acceder a un cuarto de duchas reservado para el personal del pequeño aeropuerto de Saint John. Me duché, me volví a poner la ropa del día anterior, vacié el pequeño tubo dentífrico en el cepillo y me cepillé los dientes hasta hacer sangrar las encías.

La cafetería estaba abierta y la gente, moviéndose como autómatas, formaba una larga fila, cogía sus bandejas, se servía café, zumo de naranja, panecillos, pequeños tarros de mermelada. Se miraban, desamparados, vestidos con ropas arrugadas y sucias, sin haber podido usar su colonia habitual, con ojos que lucían grandes ojeras. Nos ofrecieron periódicos, juegos de cartas, bolsas con lápices de colores para los niños. No llevaba ningún libro conmigo. Había pensado dormir en el avión. Dormir para llegar fresca a París, meterme en un taxi, recoger mis cosas y volver a marcharme...

Eran las ocho de la mañana. Pensé en llamar a Mathias.

Cogí mi bandeja con el desayuno y me instalé en una mesa, al lado de una pareja de jubilados. Nos dimos los buenos días, eran franceses, y cada uno comió en silencio.

En un momento dado, el comandante apareció para explicarnos que había una pieza defectuosa en un motor y que esperaba el recambio que venía de Montreal. Los pasajeros suspiraron y retomaron su rutina, resignados, hundidos en sus asientos, organizados ya en el desorden de la espera.

Nos sirvieron una comida. Una azafata se acercó para indicarnos que teníamos derecho a salir al terreno delante del edificio del aeropuerto, pero que estaba absolutamente prohibido pasear por la pista de aterrizaje. Los pasajeros suspiraron de nuevo y se precipitaron todos a la vez hacia la puerta de salida.

Aproveché para llamar a Mathias. Era la una y media y no respondía ni en su casa ni en su móvil. Llamé a su oficina, pero nadie sabía dónde estaba. Le esperaban.

Hacía casi veinticuatro horas que había dejado el pequeño apartamento de Bonnie Mailer entre Lexington y la calle 56. Un día entero que no existía, perdido en el fondo de Canadá. Un día perdido en el túnel del tiempo. Nuevas parejas empezaban a formarse. Una chica rubia se apoyaba en el hombro de un muchacho serio, un hombre pasaba su brazo alrededor del cuello de una mujer morena y nerviosa que se mordía las uñas, dos adolescentes compartían los auriculares del mismo walkman y movían la cabeza, indiferentes a la agitación de su alrededor.

Las madres corrían detrás de sus niños que entraban y salían.

Los padres hacían cola para llamar por teléfono, con aire preocupado.

Una mujer se había sentado en un rincón del hangar en posición de loto y hacía ejercicios de yoga. Una pareja se atiborraba en el improvisado bufet llenándose los bolsillos de pequeños tarros de mermelada y panecillos. Otros jugaban a las cartas y se rascaban la barbilla pensando la jugada maestra. Las azafatas, sentadas en una mesa, se contaban sus vidas, las escalas que les faltaban, intercambiaban direcciones de tiendas de moda, de hoteles. Los pasajeros se acercaban constantemente para interrogarlas: ¿cuándo nos marchamos? ¿Es grave? ¿Tienen noticias? Algunos protestaban y decían: ¡esto es increíble! Tenía reuniones muy importantes en París. Una conexión con otro vuelo. Contratos que firmar. Una casa que vender. El bautismo de mi nieto. Las azafatas, cansadas, sacudían la cabeza, no sabían nada... Esperaban al comandante.

Intenté llamar otra vez a Mathias, pero no respondía. Eran las seis y media de la tarde en Terranova. ¿Tal vez aún estaba cerrando su transacción y había preferido apagar su teléfono para no ser molestado? ¿Tal vez había encontrado obstáculos imprevistos que le habían retenido en la oficina? Tal vez...

¿Tal vez no se creía una palabra de todas las cosas cariñosas que me había dicho?

¿Tal vez ya me había olvidado?

La angustia aumentaba en mí, me oprimía, me impedía respirar. Era un sentimiento de miedo animal que me paralizaba. Aparentaba una sonrisa crispada para intentar apartarla, para que no se notara, para fingir que, por encima de cualquier cosa, todo iba bien... La agitación de los pasajeros alrededor de las mesas volvía aún más asfixiante la atmósfera. Sus ropas usadas, sus rostros inquietos, sus incesantes recriminaciones expuestas con el tono quejoso de niños mimados me aturdían. Necesitaba tomar el aire y salí a una gran terraza en la que unas plantas famélicas empezaban a amarillear. Pensé en Virgile, pensé en Mathias. Y ya no quise pensar más.

Miré a los pasajeros detrás de los cristales del restaurante.

Miré el blanquecino sol que calentaba la terraza.

Sentí mucho frío.

Inspiré profundamente. No dejarme sumergir en la angustia, no firmar mi derrota. Es un obstáculo que pasar, una primera prueba. Dejar lo imprevisto deslizarse en mi vida, ponerlo a distancia y observarlo. No era más que una avería, una avería mecánica, el tiempo de repararla y nos marcharíamos. Habríamos podido estrellarnos, morir en un estruendo de chapas quemadas, y entonces no habría tenido nunca la oportunidad de regresar...

De encontrarlo.

Buscaba la vida, necesitaba el oxígeno. Necesitaba sus brazos, necesitaba su boca, necesitaba la noche para olvidarlo todo y comenzar de nuevo. Ya no podía esperar más. Quería estar limpia, libre de impurezas, tenía urgencia por dar mis primeros pasos con él.

Por la noche, el comandante, con rostro jovial, se presentó para anunciarnos que nos marcharíamos al día siguiente, a las ocho y cuarto de la mañana, y nos aconsejó que pusiéramos nuestros despertadores a la hora adecuada para no perder el avión. Tal vez creía que estaba siendo gracioso, pero si pensaba que con eso iba a ganarse las simpatías de la gente, se equivocó. En lugar de sonrisas, recibió unas miradas oscuras que le pusieron en la picota.

Intenté llamar de nuevo a Mathias. Y, una vez más, no respondió. Entonces sentí verdadero miedo.

Algo había sucedido... pero luego me rehíce: ¡se había quedado en Washington! ¡No sabía cómo contactar conmigo! ¡No se había llevado la batería de su móvil! Me fui a ver si la televisión colocada encima del bar decía algo sobre si se había producido algún accidente de avión en Nueva York. Escuché atentamente las noticias, pero no mencionaban ningún accidente.

A la mañana siguiente el avión salió hacia París. Cuando el comandante hizo el anuncio del despegue, mostró un ligero tono triunfal.

Las azafatas bostezaban y se inclinaban sobre los pasajeros cerciorándose de que sus cinturones estuvieran bien abrochados.

Las parejas de enamorados dormían apretadas el uno contra el otro.

Los niños corrían por el avión y sus madres les perseguían.

La yogui respiraba por el vientre y emitía pequeños ruidos entrecortados.

Los jugadores de cartas se habían reunido y seguían jugando al fondo del avión.

Aterrizamos en Roissy sin problemas y todo el mundo aplaudió.

Hicimos cola para pasar el control de pasaportes. Se oyeron protestas porque algunos querían colarse, porque las filas no estaban rectas, porque se mezclaba a los ciudadanos europeos con los otros o porque no había suficientes policías en los controles.

Por fin pasamos la aduana: una cohorte de mujeres desaseadas, de hombres hirsutos, mal afeitados, de niños protestones con los ojos pegados por el sueño.

Empujé mi carrito por el vestíbulo de Roissy. Los pasajeros se separaban, prometiéndose volver a verse, estrechándose la mano, empezando a relatar, a los que habían ido a recogerles, la increíble odisea que habían vivido. Desembarcaban como héroes fatigados y se erguían para adoptar una pose acorde. Los enamorados se abrazaban, intercambiando direcciones y números de teléfono.

Busqué un teléfono en el vestíbulo del aeropuerto. Mis ojos se posaron en un quiosco de periódicos. Una gran zanahoria roja sobresalía encima de la entrada. Me dije sonriendo que estaba de vuelta en Francia. Que podría fumar sin atraer la mirada recriminatoria de los transeúntes. Mathias no fuma. Frunce el ceño cada vez que enciendo un cigarrillo. Haré un esfuerzo, saldré a fumar fuera. Como todos los fumadores de Manhattan que recorren el asfalto, con el pitillo en los labios y el aire culpable del yonqui expuesto a la vista de todos. O dejaré de fumar...

Eso será aún mejor.

Bueno..., lo intentaré.

Deslicé mi tarjeta de crédito por la ranura y marqué el número de la casa de Mathias. Esperé uno, dos, tres tonos. Una voz de hombre descolgó al otro lado de la línea, pero no reconocí la voz de Mathias.

–Querría hablar con Mathias –le pedí con voz temblorosa.

¿Quién era ese hombre? ¿Qué hacía en su casa?

–¿Quién es usted? –respondió con tono seco y cortante.

–Soy su novia –contesté temblando.

–¿Nombre, apellido, nacionalidad, dirección?

¿Era una broma?

No tenía aire de bromear.

Obedecí de mala gana. No me gustaba nada el tono de ese hombre. Oí cómo repetía en voz alta lo que le decía, como si lo estuviera anotando en un cuaderno. Me pidió que deletreara mi apellido, mi dirección en París. Lo recuerdo muy bien. Lo hice casi sin pensar, preguntándome por qué querría saber todo eso. ¿Algún delito de información privilegiada? ¿Del que tal vez yo fuera cómplice? ¿Habría encontrado mi nombre en la agenda de Mathias? Mi gran bolsa negra colgada en bandolera se bamboleaba abierta, amenazando con volcarse. La volví a enderezar con un movimiento de hombro. Me estremecí una vez más. Esperé un instante a que él respondiera. No hablaba, parecía consultar fichas, papeles. Escuché a través del aparato un ruido como de pasar hojas.

–¿Puedo hablar con Mathias? –insistí.

–Le ha sucedido algo a su amigo –respondió, masticando las palabras.

Su voz ya no era ni cortante ni amenazadora. Debía de haber comprobado que decía la verdad. Reconocí el tono que los policías de las series americanas utilizan cuando tienen que anunciar una mala noticia. El inspector Sipowitz de Policías de Nueva York, por ejemplo. Nunca me perdía un episodio de Policías de Nueva York, el sábado por la noche, nunca. Y, como en un destello, vi una imagen que, tal vez, ya había visto en la pantalla. Vi a Mathias, tirado en un charco de sangre, acurrucado en el suelo y grité: está muerto, ¿no es eso?, está muerto.

Grité, grité y, como no respondía, como esperaba a que mis cuerdas vocales se rompieran y me dejaran exhausta, muda, escuché un lamento que se elevaba en el loft, un lamento familiar, siniestro, que resonaba, se extendía, cubría mi voz, el lamento del hombre partido en dos, del hombre de la boca de trébol sangrante. La lúgubre melopea de Virgile vibraba en el gran loft de Mathias y respondía a todas las preguntas que yo no me atrevía a hacer.

Chillé: ¡Mathias! ¡Virgile!

Hubo una deflagración. La pólvora arrancó mis ropas, arrancó mis piernas y mis brazos. Atravesó mi piel, mi cabello, mis ojos, blanqueó mis huesos e hizo arder mi corazón en un destello. Me desplomé, escuché mi cabeza rebotar contra el suelo, una, dos veces, con el ruido sordo de un objeto pesado al caer, sentí una explosión en mi cráneo y caí, caí por un precipicio sin fondo. Toqué lenguas de fuego, empuñé las raíces húmedas de la tierra, me aferré a ellas, pero continué precipitándome en una caída loca, traspasada por relámpagos. Por encima de mí la luna había chocado con la tierra. La luna chocó contra la tierra. Un nuevo relámpago. Una nueva deflagración.

Y luego...

Escuché el ruido de mi bolsa que se volcaba, las llaves que salían despedidas, exclamaciones, ruido de tacones de aguja que se movían a mi alrededor, golpeaban el suelo, pataleaban, una voz de mujer que gritaba: ¡hagan algo... por Dios, hagan algo! ¡Está sangrando! ¿Es que no ven que está sangrando? Y los altos tacones seguían golpeando, golpeando el frío suelo del aeropuerto blanco, todo blanco...

Cuando desperté...

Estaba en el hospital y un policía me lo contó todo. Muy suavemente. Con ojos amables y voz dulce. Recuerdo que se llamaba Michel. Pero yo ya lo sabía todo. Bastaba con que cerrara los ojos para que el lamento lacerante de Virgile apareciera para desgarrar la piel de mis párpados... y las palabras de la Eneida martillearan mis sienes.

«Y así diciendo, le hunde furiosamente la espada en mitad del pecho. Al instante el frío de la muerte se extiende por los miembros de Turno: la vida del héroe ausonio se escapa en un suspiro y su alma huye indignada a la mansión de las sombras...».

La vida se escapa en un suspiro y su alma huye indignada a la mansión de las sombras...

El policía se explicaba. El arma comprada por Carmine a Virgile donde los paquistaníes, la espera de Virgile en la oscuridad frente al Café Pastis, la llegada de Mathias a su casa, de vuelta de Washington, Virgile que surge, Mathias que le ve y extiende sus brazos hacia él... Su saludo asombrado ante el semblante enloquecido de Virgile, le hace subir a su apartamento, le ofrece una Coca-Cola fría, una pajita, porque se acuerda de los labios de Virgile apretados sobre la paja, que aspiran, hacen pompas. Le pregunta: ¿cómo estás? La he vuelto a ver, ¿lo sabes?, ¿te lo ha contado? ¡La he vuelto a ver y vamos a vivir juntos aquí! Entonces es verdad, dice Virgile, ¿es verdad? No puedo creerlo... Es más que verdad, dice Mathias, y es maravilloso... Contempla a Virgile que se acerca, vacila, tropieza, que prácticamente no se tiene en pie..., y su boca se dilata de pavor cuando ve el arma apuntándole, cuando escucha el disparo y cae a los pies de Virgile, que le observa caer, y dispara una y otra vez...

Dispara hasta que ya no quedan balas.

Busca un sitio donde sentarse.

Deja el revólver en la encimera de madera. Se sienta en el alto taburete. Espera a que vayan a buscarle, no trata de huir...

Fue la asistenta la que llamó a la policía.